EL HOMBRE QUE COMÍA CRISTAL
«Es el mejor chico del pueblo, y su madre, que sólo tiene a él, moriría del disgusto. Tengo la certeza, como todo el mundo aquí, de que es inocente. Pero los marineros a los que he hablado aseguran que será condenado porque los tribunales civiles nunca han comprendido las cosas del mar…
»Haz lo que puedas, como si fuera para ti mismo. He sabido por los periódicos que eres una alta personalidad de la Policía Judicial y…».
Era una mañana de junio. Madame Maigret, en el piso del bulevar Richard-Lenoir, con las ventanas abiertas de par en par, terminaba de llenar unas grandes maletas de mimbre, y Maigret, el cuello desabrochado, sin corbata, leía a media voz.
—¿De quién es?
—De Jorissen. Fuimos juntos a la escuela. Es ahora profesor de Quimper… ¿Tiene mucho interés en que pasemos nuestros ocho días de vacaciones en Alsacia?
Madame Maigret le mira sin comprender, tan inesperada es la pregunta. Hacía veinte años que, invariablemente, pasaban sus vacaciones en casa de unos parientes, en un pueblecito del Este.
—¿Qué te parece si fuéramos al mar?
Maigret se pone a releer a media voz algunos pasajes de la carta:
«Estás en mejor situación que yo para obtener información precisa. En resumen, Pierre Le Clinche, un chico de veinte años y que ha sido alumno, se embarcó hace tres meses a bordo del “Océan”, una trainera de Fécamp que pesca bacalao en Terranova. El barco entró en el puerto anteayer. Algunas horas después se descubría el cadáver del capitán en la dársena, y todos los indicios hacen suponer un crimen. Y es a Pierre Le Clinche a quien han arrestado…».
—No estaremos peor en Fécamp para descansar que en cualquier otra parte —suspira Maigret sin entusiasmo.
Hubo resistencia. Madame Maigret, en Alsacia, estaba en familia; ayudaba a preparar las confituras y el licor de ciruelas. La idea de vivir en un hotel, en la playa, en compañía de otros parisienses, la asustaba.
—¿Qué haré durante todo el día?
Al fin, resignada, se llevó sus labores de costura y ganchillo.
—Pero no me pidas que tome baños. Prefiero advertírtelo desde ahora.
Llegaron a las cinco al Hotel de la Playa, donde Madame Maigret se puso en seguida a arreglarse la habitación a su gusto. Después, cenaron.
Y ahora, Maigret, solo, empujaba la puerta de cristal esmerilado de un café del puerto: «A la cita de los Terranova».
Frente al café, al costado del muelle, estaba amarrada la trainera «Océan», cerca de una hilera de vagones. A la luz cruda de las lámparas de acetileno colgadas de las jarcias, algunos tripulantes descargaban el bacalao, pasándolo de mano en mano hasta que se amontonaba en los vagones, después de haberlo pesado.
Eran unos diez los que trabajaban, hombres y mujeres, sucios, rotos, saturados de sal. Ante la báscula, un joven muy limpio, el sombrero de paja ladeado sobre la oreja, con un bloc en la mano, anotaba cada pesada.
Un olor rancio, asqueante, que no se atenuaba al alejarse de allí, se infiltraba en la taberna y se hacía más denso aún por el calor.
Maigret se sentó en un taburete, en un hueco libre. Era como penetrar en plena algarabía y barullo. Hombres de pie, otros sentados, marineros todos. Vasos sobre el mármol de las mesas.
—¿Qué será?
—Una caña de cerveza.
Antes de que la camarera se aleje, aparece el patrón, sonriendo con complicidad.
—¿Sabe que tengo al lado otro salón para los turistas? ¡Aquí hacen tanto ruido!
Le guiña un ojo a Maigret.
—Después de tres meses en alta mar, se comprende.
—¿Es la tripulación del «Océan»?
—La mayoría. Los otros bacaladeros no han entrado todavía. Pero no hay que hacerles caso. Hay que llevan tres días borrachos… ¿Se queda usted aquí? Apuesto a que es usted pintor. Vienen de vez en cuando a tomar apuntes. Mire, hasta hubo uno que me hizo un retrato, allí, encima del mostrador.
Pero Maigret no corea la charlatanería del patrón, que, desconcertado, acaba por alejarse.
—Diez céntimos. ¿Quién tiene una pieza de bronce de diez céntimos?, —gritaba un marinero ni más alto ni más grueso que un chaval de dieciséis años.
Su cabeza era vieja, los rasgos irregulares. Le faltaban dientes. La borrachera le hacía brillar los ojos y una barba de tres días le tapaba las mejillas.
Le dieron una moneda. La dobló en dos apretando con los dedos y se la metió entre los dientes partiéndola.
—¿A quién le toca?
Presume. Se siente el centro de la atención general y es capaz de hacer cualquier cosa para mantenerla.
Como un mecánico de rostro abultado tomaba una moneda, intervino:
—¡Espera! Hay que hacer esto también.
Tomó un vaso vacío y le pegó un buen mordisco. Se pone a masticar el vidrio parodiando la satisfacción de un gourmet.
—¡Hala! ¡Hala! Podéis probarlo también… Ponnos de beber, León. Lanza a su alrededor una mirada de chulo que se detiene sobre el comisario. Sus cejas se fruncen.
Por un instante, pierde toda serenidad y parece desamparado. Avanza unos pasos, apoyándose en una mesa, tan borracho estaba.
—¿Es por mí? —pregunta fanfarrón.
—Tranquilo, Ptit Louis.
—¿Aún el rollo de la cartera? Oíd, vosotros. No queríais creerme cuando os contaba mis andanzas en la calle de Lappe. Pues bien. Aquí está un «poli» de rango que se molesta por esta pulga… ¿Me permite que beba un trago?
Ahora todos observaban a Maigret.
—Siéntate aquí, Ptit Louise. No hagas el idiota.
El hombrecillo se echa a reír.
—¿Me ofreces un cristal? No. ¡No es posible! ¿Permitís, muchachos? El señor comisario me paga una copa. Lo mejor que tengas, León.
—¿Estabas a bordo del «Océan»?
Cambió visiblemente. Ptit Louis, se entristeció hasta tal punto que podía creerse que su borrachera desaparecía. Retrocedió un poco, desconfiado, sobre la banqueta.
—¿Y qué?
—Nada. A tu salud. ¿Hace mucho que estás borracho?
—Hace tres días que estamos de juerga. Desde que embarcamos, claro. He dado todo mi dinero a León. Novecientos francos y pico. ¡Mientras quede! ¿Cuánto me queda, León, viejo granuja?
—Seguramente no lo bastante para que puedas seguir pagando rondas hasta mañana. Unos cincuenta francos… ¿No es desgracia, señor comisario? Mañana no tendrá un céntimo y se verá obligado a embarcarse en un barco cualquiera como pañolero. ¡Y siempre es lo mismo! Fíjese que yo no les empujo a gastar, al contrario.
—¡Bocazas!
Los otros habían perdido la animación. Hablaban en voz baja, volviéndose sin cesar hacia la mesa del comisario.
—¿Son todos del «Océan»?
—Menos el gordo de la gorra, que es piloto, y ese pelirrojo que es carpintero marítimo.
—Cuéntame lo ocurrido.
—No tengo nada que decir.
—Cuidado, Ptit Louis. No olvides el golpe de la cartera, cuando comías vidrio en la Bastilla.
—Eso no me valdrá más que tres meses y necesito reposo. Si quiere, me lleva ahora mismo.
—¿Trabajas en las máquinas?
—Claro. Como siempre. Estaba de segundo fogonero.
—¿Viste a menudo al capitán?
—Dos veces, quizás.
—¿Y al telegrafista?
—No sé.
—León. Llene los vasos.
Ptit Louis tuvo una risa desdeñosa.
—Aunque estuviera más borracho que una cuba, no diría más que lo que quisiera decir. Pero ya que se siente generoso, ofrezca también una ronda a los compañeros… ¡Después de una cochina campaña como ésta!
Un marinero que no tendría más de veinte años se acercó con disimulo y tiró a Ptit de la manga y se pusieron a hablar en bretón.
—¿Qué dice?
—Que ya es hora de que vaya a acostarme.
—¿Es amigo tuyo?
Ptit Louis se encogió de hombros y como el otro quisiera quitarle el vaso, se lo bebió de golpe, como un reto.
El bretón tenía espesas cejas y melena ondulada.
—Siéntate con nosotros —le dijo Maigret.
Sin contestar, el marinero fue a sentarse a otra mesa y continuó mirando a los dos hombres. La atmósfera era pesada, salobre. Se oían las fichas de los veraneantes, jugando al dominó, en la sala vecina, más limpia y más clara.
—¿Mucho bacalao? —pregunta Maigret, que seguía con su idea con la tenacidad de un taladro mecánico.
—¡Una porquería! Ha llegado medio podrido.
—¿Por qué?
—Poco salado… ¡O demasiado! Una porquería, vamos. Ni la tercera parte reembarcará la semana próxima.
—¿Se hace otra vez a la mar el «Océan»?
—¡Claro! ¿De qué le sirven sino las máquinas? Los veleros no hacen más que una campaña, de febrero a septiembre. Pero las traineras tienen mucho tiempo de ir dos veces a los bancos.
—¿Volverás?
—Lo mismo me daría ir a Fresnes. ¡Una cerdada!
—¿Y el capitán?
—No tengo nada que decir.
Había encendido una colilla de cigarro que llevaba. Tuvo un sobresalto y se precipitó hacia la calle, donde se le vio vomitar, de pie, al borde de la acera, donde le alcanza el bretón.
—¡Si no es desgracia! —suspiró el dueño del café—. Anteayer tenía cerca de mil francos y hoy casi me debe dinero. Come ostras y langostas, sin contar que convida a beber a todo el mundo, como si no supiera qué hacer de su dinero.
—¿Conocía usted al telegrafista del «Océan»?
—Dormía aquí. Comía en esa mesa y después se iba a escribir a la otra sala, para estar más tranquilo.
—¿Escribir?
—Sí, pero no crea que sólo eran cartas. También poesía o novelas… Un chico instruido y bien educado. Ahora que sé que es usted policía, puedo decirle que han cometido un error al…
—Error o no, eso no impide que el capitán haya sido asesinado.
El patrón se encoge de hombros y se sienta delante de Maigret. Ptit Louis, que entraba, se dirigió al mostrador y pidió de beber. Su compañero, en bretón, seguía recomendándole calma.
—No les haga caso. Una vez en tierra, son así. Beben, gritan, se pegan, rompen cristales… Pero a bordo trabajan como ninguno. Hasta el mismo Ptit Louis. El jefe de máquinas del «Océan» me decía ayer mismo que hace la faena de dos hombres. En alta mar, les saltó una junta de la caldera. Era una reparación peligrosa. Nadie quería acercarse. Fue Ptit Louis quien se encargó de ello. Cuando no se les deja beber…
León bajó la voz desconfiadamente.
—Quizás esta vez tienen otros motivos para emborracharse. No le han dicho nada a usted porque no es del mar. La gente de tierra adentro no entiende estas cosas… Yo les oigo hablar. Yo fui piloto. Hay cosas…
—¿Cosas?
—Es difícil de explicar. Usted sabe que no hay bastantes pescadores en Fécamp para todas las traineras. Les hacen venir de Bretaña. Esos mozos tienen sus ideas, son supersticiosos.
Hablaba más bajo aún, con voz apenas perceptible.
—Parece que esta vez tenían mal de ojo. Empezó en el puerto, antes de salir. Un marinero había subido a un mástil para despedirse de su mujer. Se sujetaba a un cable, se rompió, y se estrelló contra el puente. Una pierna hecha polvo. Tuvieron que traerle a tierra en un bote. Y un grumete que no quería partir, lloraba y gritaba… ¿Sabe? Tres días después, telegrafiaban que lo había arrastrado una ola. ¡Un crío de quince años! Rubito, juncal y casi con un nombre de chica: Jean-Marie… Y lo demás… Sírvenos calvados, Julie; la botella de la derecha… ¡No! Ésa no. La del tapón de cristal.
—¿Continuó el mal de ojo?
—Yo no sé nada preciso. Parece que todos tienen miedo de hablar de ello. Pero si el telegrafista ha sido detenido es porque la policía se ha enterado de que durante toda la campaña él y el capitán no se han dirigido la palabra. Parecían el perro y el gato.
—¿Y qué más?
—Cosas. Cosas que no quieren decir nada. Mire. Fue el capitán quien ordenó echar la traína en una zona donde jamás se ha visto bacalao. Tuvo una disputa con el patrón de pesca, que se negaba a obedecer. Tuvo que echar mano de su revólver… Andaban como locos. No han cogido ni una tonelada de pescado en un mes y, de repente, la pesca fue buena. Y eso no impide que el bacalao haya tenido que ser vendido a mitad de precio pues estaba mal sazonado. Y, encima, hasta la entrada en el puerto. Dos falsas maniobras y echaron una lancha a pique. ¡Como si tuvieran una maldición! El capitán dio franco a todos los hombres y, sin poner a nadie de guardia, se quedó solo, a bordo.
»Serían las nueve de la tarde. Estaban todos aquí, bebiendo. El telegrafista subió a su cuarto y luego salió. Se le vio dirigirse hacia el barco…
»Y fue entonces cuando ocurrió… Un pescador que se disponía a partir, oyó un ruido de algo cayendo al agua.
»Corrió hacia el lugar, acompañado de un aduanero que encontró en el camino. Encendieron una linterna… Había un cuerpo en la dársena, trabado en la cadena del anda el “Océan”.
»El capitán. Lo subieron muerto. Le hicieron la respiración artificial… Era incomprensible, pues no llevaba ni diez minutos en el agua…
»Fue el doctor quien explicó la cosa: parece que le habían estrangulado “antes”… ¿Se da cuenta? Y al telegrafista lo encontraron en su cabina, situada detrás de la chimenea. Puede usted verla desde aquí.
»Los agentes que vinieron aquí a registrar su habitación, encontraron papeles quemados. ¿Comprende usted algo? Dos calvados, Julie. ¡A su salud!
Ptit Louis, cada vez más excitado, había agarrado una silla con los dientes y, en medio de un corro de marineros, la levantaba horizontalmente, desafiando a Maigret con la mirada.
—¿El capitán era de aquí? —preguntó el comisario.
—Sí. Un hombre raro. Apenas más alto y más ancho que Ptit Louis. Siempre atento, siempre amable. Muy peripuesto. Creo que nunca ha pisado el café. No estaba casado y se hospedaba en casa de una viuda, la mujer de un funcionario de aduanas, en la calle de Etretat. Se rumoreaba que eso terminaría en boda. Hace quince años que hacía la campaña de Terranova, siempre para la misma compañía: «La Morue Francaise»… El capitán Fallut, para llamarlo por su nombre. Y ahora están en un aprieto para enviar de nuevo al «Océan» a los bancos. No tienen capitán. Y la mitad de la tripulación no quiere reembarcarse.
—No es difícil comprenderlo: el mal de ojo, como ya le he dicho. Será cuestión de desaparejar el barco hasta el año próximo. Sin contar que la Policía ha rogado a los tripulantes que permanezcan aquí, a su disposición.
—¿El telegrafista está preso?
—Sí. Se lo llevaron aquella misma noche, esposado y todo. Yo estaba en la puerta. Prefiero decirle la verdad: mi mujer lloró. Y a mí también me apenó, aunque el chico no fuese un cliente extraordinario. Le hacía precios especiales. Casi no bebía.
Les interrumpió un súbito alboroto. Ptit Louis se lanzó contra el bretón, sin duda porque éste se obstinaba en impedirle que bebiera. Los dos rodaron por el suelo. Los demás se apartaron.
Fue Maigret quien los separó, levantándolos materialmente, uno de cada mano.
—¿Qué? ¿Nos vamos a romper la nariz?
El incidente fue breve. Pero el bretón, que tenía las manos libres, sacó una navaja del bolsillo, pero el comisario, que se dio cuenta a tiempo, pudo lanzarle un puntapié que le mandó dos metros más allá.
El zapato le alcanzó en la barbilla y comenzó a sangrar.
Ptit Louis se precipitó sobre su compañero y, borracho y atontado aún, se pone a pedirle perdón.
León se acerca a Maigret, reloj en mano.
—Es hora de cerrar. Si no, vamos a ver llegar a los guardias. Todas las noches la misma función. Es imposible echarlos.
—¿Pasan la noche a bordo del «Océan»?
—Sí. Aunque algunos, como pasó ayer, que dos de ellos se quedaron tumbados en la calle. Los encontré esta mañana al abrir los cierres.
La camarera recogía los vasos de las mesas. Los hombres se iban en grupitos de tres o cuatro. Sólo el bretón y Ptit Louis no se movían.
—¿Quiere una habitación? —pregunta León a Maigret.
—Gracias. Me alojo en el Hotel de la Playa.
—Oiga…
—¿Qué?
—No es que quiera darle un consejo… Eso no es cosa mía… Sólo que teníamos afecto al telegrafista. Creo que no sería mala cosa buscar a la mujer, como dicen en las novelas… He oído cuchichear ciertas cosas.
—¿Pierre Le Clinche tenía una amante?
—¿Él? No, hombre. Tiene novia en su pueblo y cada día le enviaba una carta de seis páginas.
—Entonces, ¿quién?
—No lo sé. Es más complicado de lo que parece y…
—¿Y?
—Nada. Sé razonable, Ptit Louis y vete a acostar.
Pero Ptit Louis estaba ya en un estado de embriaguez demasiado avanzado. Se lamentaba y se abrazaba a su compañero cuya barbilla seguía sangrando, pidiéndole perdón.
Maigret salió, las manos en los bolsillos, el cuello levantado. El aire era fresco ahora.
En el vestíbulo del Hotel de la Playa, vio a una muchacha sentada en un sillón de mimbre. Un hombre se levantaba de otro sillón y le sonríe un poco turbado.
Era Jorissen, el profesor de Quimper. Hacía quince años que Maigret no le veía y el otro vacilaba no sabiendo si tutearlo.
—Perdone, perdóname… Yo… Acabamos de llegar, la señorita Léonnec y yo… He buscado en los hoteles… Me han dicho que usted, que tú, ibas a volver. Es la novia de Pierre Le Clinche. Se ha empeñado y…
Una muchacha alta, un poco pálida, tímida. Sin embargo, cuando Maigret le dio la mano, se dio cuenta que bajo su apariencia provinciana y torpe coquetería, había una voluntad firme.
La muchacha no hablaba. Estaba impresionada. Jorissen también. Simple profesor, encontraba ahora a su viejo camarada en uno de los más altos cargos de la Policía Judicial.
—Me señalaron a Madame Maigret en el salón, pero no me he atrevido… Maigret miraba a la muchacha, que no era ni guapa ni fea, aunque su sencillez era conmovedora.
—Usted sabía que es inocente, ¿verdad? —dijo por fin, sin mirar a nadie en particular.
El portero esperaba el momento de volverse a la cama, cuando terminaran de hablar. Ya se había desabrochado la chaqueta.
—Mañana veremos eso. ¿Tenéis habitación?
—La habitación contigua a la su… a la tuya —tartamudea confuso el profesor de Quimper—. La señorita Léonnec está en el piso de arriba. Yo tengo que regresar mañana para los exámenes… ¿Tú crees que…?
—Mañana lo veremos —repitió Maigret.
Y, mientras se acostaba, su mujer murmuró:
—No olvides apagar la luz.