EL INQUILINO DE LA CASA AMARILLA
—Entre, Besson.
La señora Maigret lanzó una mirada a la nube opaca de humo que rodeaba la lámpara tapada con el papel y se precipitó hacia la cocina, de donde salía olor a quemado.
En cuanto a Besson, cogiendo la silla que acababa de dejar el muchacho y prestando a éste una atención despreciativa, dijo:
—Tengo la lista que me ha pedido… Tengo que decirle lo primero que…
—Que es inútil… ¿Quién vive en el catorce?
—Un momento…
Consultó sus notas.
—Espere… Catorce… La casa tiene un solo inquilino…
—Me lo figuraba.
—¿Ah?
Una mirada inquieta al niño.
—Un extranjero, un comerciante en joyas… Un tal Frankelstein…
Y la voz de Maigret murmuró con indiferencia:
—Cómplice…
—¿Cómo dice, jefe?
—Cómplice… Y tal vez, por si fuera poco, jefe de la banda.
—No comprendo.
—No tiene importancia… Besson, tenga la amabilidad de alcanzarme la botella de ron que está en el armario… Y de prisa antes de que llegue la señora Maigret… Estoy seguro que debo tener treinta y nueve, cinco, y que van a tener que cambiarme dos veces de sábana esta noche… Frankelstein… Pida una orden de registro al jefe de instrucción… ¡No!… A esta hora va a tardar mucho tiempo, pues seguramente está en alguna parte jugando al bridge… ¿Usted ha cenado?… Yo espero mi sopa de legumbres… Hay órdenes en blanco en mi despacho… En el cajón de la izquierda… Rellene una… Haga un registro… Seguramente encontrará el cadáver, incluso tal vez sea preciso tirar alguna pared de la bodega.
El pobre Besson miraba a su jefe con inquietud y también al muchacho, que esperaba muy formal en un rincón.
—Y actúe de prisa, amigo… Si sabe que el muchacho ha venido aquí, ya no le encontrará usted en la guarida… Es un tipo que sabe, ya verá.
Y, en efecto, era un tipo enterado. En el momento en que la Brigada Móvil llamó a su casa, intentó huir por los patios, trepando por los muros. Hizo falta una noche entera para echarle el guante, mientras otros policías registraban la casa durante horas antes de lograr descubrir el cadáver, descompuesto en un baño de cal.
Naturalmente, se trataba de un arreglo de cuentas. Un tipo que no estaba contento del jefe, que se creía frustrado. Y a quien éste había puesto de patas en la calle al amanecer. Frankelstein no había tardado mucho en darle muerte ante la puerta de su casa, sin sospechar que un monaguillo, en aquel mismo instante, torcía por la esquina de la calle.
—¿Cuánto?
Maigret no se atrevía a mirar el termómetro.
—Treinta y nueve, tres…
—¿No me engañas?
Sabía que le engañaba, que tenía más fiebre, pero le era igual; le resultaba agradable abandonarse a la inconsciencia, dejarse deslizar a una velocidad vertiginosa en un mundo turbio y, sin embargo, terriblemente real, en el que un monaguillo, que se parecía al joven Maigret de otros tiempos, corría alocado por la calle pensando que iba a morir estrangulado o que iba a ganarse una motocicleta.
—¿Qué dices? —preguntó la señora Maigret, que sujetaba en sus manos una cataplasma muy caliente en espera de rodear el cuello de su marido con ella.
Y él balbuceaba vaguedades como un niño que tiene fiebre, hablando de «la primera llamada a misa» y «la segunda llamada»…
—Voy a llegar tarde…
—¿Tarde para qué?
—A la misa… La hermana… la hermana…
No lograba pronunciar la palabra «sacristía».
—La hermana…
Por fin se durmió, con el cuello rodeado con una ancha compresa, soñando con las misas de su pueblo, con la posada de Marie Titin, por la que pasaba corriendo porque tenía miedo.
—¿Miedo de qué?…
—No obstante, le he ganado…
—¿A quién?
—Al juez.
—¿Qué juez?
Era muy complicado de explicar. El juez se parecía a alguien de su pueblo a quien él sacaba la lengua… ¿El herrero?… No… Era el suegro de la panadera… Aquello no tenía importancia. Alguien que a él no le gustaba…
Y era el juez el que lo había cambiado todo para vengarse del monaguillo, para hacer rabiar a la gente… Había dicho que no había oído pasos por delante de la casa.
Pero no había dicho que había oído ruido de persecución en la otra dirección…
Los viejos se convierten en niños… Y se enfadan con los niños como niños…
Maigret estaba muy contento, a pesar de todo… Había logrado fumarse a escondidas tres pipas, cuatro pipas… Tenía en la boca un buen gusto de tabaco y ahora podía intentar dormir…
Y al día siguiente, puesto que tenía gripe, la señora Maigret le haría crema de caramelo.
Abril 1956