Capítulo dos

LA TISANA DE LA SEÑORA MAIGRET Y LAS PIPAS DEL COMISARIO

La masa de sábanas y de mantas se levantó como una ola, asomó un brazo y se vio en la almohada un rostro enrojecido y reluciente de sudor; una vez apagada, gruñó:

—Pásame el termómetro.

Y la señora Maigret, que cosía junto a la ventana de la que había corrido la cortina para poder ver a pesar del crepúsculo, se levantó suspirando y dio a la llave de la luz.

—Creí que estabas durmiendo, No hace ni media hora que te has tomado la temperatura.

Resignada, sabiendo por experiencia que era inútil contrariar a su marido, sacudió el termómetro para hacer bajar el mercurio y luego se lo colocó por un extremo entre los labios.

Todavía tuvo tiempo de preguntar:

—¿No ha venido nadie?

—Te hubieses enterado, puesto que no has dormido.

Sin embargo, debía de haberse adormecido, aunque sólo hubiese sido unos minutos. Pero era aquel maldito carillón lo que le hacía sobresaltarse a cada momento.

No estaban en su casa. Como su misión en aquella ciudad de provincia debía durar alrededor de seis meses, como la señora Maigret no podía soportar la idea de ver a su marido comer en restaurantes durante tanto tiempo, lo había seguido y habían alquilado, en la parte alta de la ciudad, un piso amueblado.

Era demasiado claro, empapelado con un papel de flores, con muebles de bazar y con una cama que gemía bajo el peso del comisario. Por lo menos habían elegido una calle tranquila por donde, según decía la propietaria, la señora Danse, ni siquiera pasaba un gato.

Lo que la propietaria no había añadido era que la planta baja estaba ocupada por una lechería y reinaba en toda la casa un fuerte olor a queso.

Lo que tampoco había añadido y lo que Maigret acababa de descubrir, pues era la primera vez que se acostaba durante el día, era que la puerta de la lechería estaba provista, no de una campanilla o de un timbre, sino de un extraño aparato hecho de tubos metálicos, que, cada vez que una clienta entraba, chocaban, emitiendo un ruido de carillón.

—¿Cuánto?

—Treinta y ocho y medio…

—Hace un momento tenías treinta y ocho.

—Y esta noche volveré a tener treinta y nueve.

Estaba furioso. Siempre estaba de mal humor cuando estaba enfermo, y miraba a la señora Maigret lleno de rencor, pues se obstinaba en no salir, cuando él hubiese deseado tanto llenar una pipa.

Seguía lloviendo, la misma lluvia fina que rozaba los cristales, que caía silenciosa y triste y que daba la impresión de vivir en un acuario. La luz de la bombilla sin pantalla que colgaba de un hilo era demasiado fuerte. Y uno se imaginaba calles y calles del mismo modo vacías, ventanas iluminándose una tras otra, personas dando vueltas de un lado para otro, como peces en la pecera.

—Vas a tomarte otra taza de tisana.

Tal vez fuese la que hacía diez desde el mediodía y luego tenía que sudar toda aquella agua templada entre las sábanas, que acababan por transformarse convirtiéndose en compresas.

Debía haber cogido una gripe, o unas anginas, mientras esperaba al muchacho, bajo la lluvia helada de la mañana a la entrada de la escuela de chicos, o bien después, mientras recorría las calles. Apenas había vuelto, hacia las diez, a su despacho de la Brigada Móvil y mientras atizaba la estufa con un gesto que se había convertido en un rito, había sentido escalofríos. Luego tuvo mucho calor. Sentía pinchazos en los párpados y, cuando se miró en el trozo de espejo del lavabo se había visto los ojos relucientes.

Por otra parte, su pipa no tenía el mismo gusto que de costumbre y ésa era una mala señal.

—Dígame, Besson: si, por casualidad, yo no viniese esta tarde, ¿seguirán la investigación del caso del monaguillo?

Y Besson, que seguía creyéndose más listo que los demás, dijo:

—¿Cree usted de verdad, jefe, que hay un asunto del monaguillo y que no se acabaría todo con una buena azotaina?

—No obstante, haga que vigile la calle Sainte Catherine uno de sus colegas; Vallin, por ejemplo…

—¿Para el caso en que el cadáver volviese a tumbarse delante de la casa del juez?

Maigret estaba muy atontado por la fiebre para seguirle la broma. Siguió dando pesadamente sus instrucciones.

—Me harán una lista de todos los habitantes de la calle. Como no es larga, no será mucho trabajo.

—¿Interrogo de nuevo al chico?

—No…

Y, desde entonces, sintió calor; notaba cómo le caían las gotas de sudor una tras otra; tenía mal sabor de boca, esperaba a cada momento quedarse dormido, pero en seguida oía el carillón ridículo de los tubos de cobre de la lechería.

Tenía horror a estar enfermo porque aquello le humillaba y también porque la señora Maigret andaba ferozmente a su alrededor para impedirle fumar una pipa. ¡Si por lo menos hubiese tenido que ir a comprar algo a la farmacia! Pero tenía la precaución de tener con ella una caja de medicamentos.

Tenía horror de estar enfermo y, sin embargo, había momentos en los que era casi voluptuoso, momentos en que, cerrando los ojos, ya no tenía edad, pues volvía a tener las sensaciones de su infancia.

Entonces volvía a pensar en el joven Justin, de rostro pálido y ya enérgico. Todas las imágenes de la mañana volvían a su memoria, no con la precisión de la realidad de todos los días, ni tampoco con la sequedad de las cosas que se ven, sino con esa intensidad particular de las cosas que se sienten.

Por ejemplo, habría podido describir, casi con detalle, aquella buhardilla que no había visitado, la cama sin duda de acero, el despertador en la mesilla de noche, el niño que extendía un brazo, que se vestía sin hacer ruido, con los mismos gestos siempre…

¡Siempre los mismos gestos! Aquello se le aparecía como una evidencia, como una verdad importante. Cuando se ayuda a misa durante dos años, a la hora fija, los gestos llegan a ser de un automatismo casi absoluto…

La primera llamada de las campanas a las seis menos cuarto… El despertador… Las campanas más débiles de la capilla… Los zapatos abajo de la escalera y la puerta que el chico entreabre dejando paso al aire frío de la ciudad matinal.

—¿Sabes, señora Maigret? Nunca ha leído novelas policíacas.

Desde siempre, tal vez porque una vez lo habían hecho bromeando, se llamaban Maigret y señora Maigret, y casi habían llegado a olvidar que tenían un nombre, como todo el mundo.

—Tampoco lee periodicos…

—Harías mejor en dormir…

Cerró los ojos, después de lanzar una mirada dolorosa a su pipa colocada sobre el mármol negro de la chimenea.

—He interrogado durante mucho tiempo a su madre, que es una buena mujer, pero que se impresiona muchísimo con la policía…

—Duerme…

Se calló durante un buen rato. Su respiración se hizo más fuerte. Podía creerse que se amodorraba.

—Me ha confesado que nunca ha visto a un muerto… Es un espectáculo que siempre se les evita a los niños.

—¿Qué importancia tiene eso?

—Me dijo que el cadáver era tan grande que parecía ocupar toda la acera… Ésa es la impresión que da un muerto en el suelo… Un muerto siempre parece más grande que un hombre vivo… ¿Comprendes?

—No veo por qué te preocupas, puesto que Besson se está ocupando de ello.

—Besson no lo cree.

—¿El qué?

—No cree que exista el muerto…

—¿Quieres que apague la luz?

A pesar de sus protestas, la señora Maigret subió a una silla para poder rodear la bombilla con un papel con el fin de atenuar la luz.

—Trata de dormir una hora y te daré una nueva taza de tisana. No sudas lo bastante…

—¿No crees que si diese unas chupadas a mi pipa…?

—¿Estás loco?

Entró en la cocina para vigilar la sopa de legumbres y la oía andar de un lado a otro procurando no hacer ruido; siempre volvía a su memoria aquel trozo, de la calle Sainte Catherine, con faroles cada cincuenta metros.

—El juez pretende no haber oído nada…

—¿Qué dices?

—Te apuesto lo que sea a que se odian…

Y la voz que venía de dentro de la cocina:

—¿De quién hablas? ¿No ves que estoy ocupada?

—Del juez y del monaguillo… Nunca se han hablado, pero juraría que se odian… ¿Sabes? Los viejos sobre todo los viejos que viven solos, llegan a ser como niños… Justin pasaba todas las mañanas y todas las mañanas el viejo juez estaba detrás de su ventana… Tiene aspecto de una lechuza…

—No comprendo lo que quieres decir…

Se asomó a la puerta.

—Trata de seguirme… El juez pretende que no ha oído nada, y es demasiado serio para que yo tenga sospechas de que miente.

—¡Naturalmente! Trata de no pensar más en eso…

—Sólo que no se atreve a afirmar si ha oído o no pasar a Justin ayer por la mañana.

—Tal vez se había vuelto a dormir.

—No… No se atreve a mentir y quiere ser impreciso a propósito. Y el marido del cuarenta y dos, que cuidaba a su mujer enferma, oyó correr en la callé.

Siempre volvía al mismo punto. Su pensamiento daba vueltas, aumentado por la fiebre.

—¿Qué iba a haber ocurrido con el cadáver? —objetó la señora Maigret con su buen sentido de mujer madura—. No pienses más en eso. Besson conoce su oficio; tú mismo lo has dicho a menudo…

Se tapó bien y, decepcionado, hizo verdaderos esfuerzos para dormirse, pero no tardaba en volver a su memoria la cara del monaguillo, sus piernas pálidas y sus calcetines negros.

—Hay algo que no marcha…

—¿Qué dices? ¿No te encuentras bien? ¿Quieres que llame al doctor?

Pero no. Volvía al principio con obstinación, volvía a la entrada de la escuela de chicos, atravesaba la plaza du Congrès.

—Es aquí donde hay algo que no marcha…

Primero, ¿por qué el juez no había oído nada? A no ser que le acusase de falso testimonio, era difícil admitir que se habían peleado delante de su ventana, a unos metros de él, que un hombre se había echado a correr en dirección al cuartel, mientras que el monaguillo se había dirigido en la otra dirección, sin que él se diera cuenta de lo que ocurría.

—Oye, señora Maigret…

—¿Qué es lo que quieres ahora?

—¿Y si hubieran echado a correr los dos en la misma dirección?

La señora Maigret suspiró, emprendió de nuevo su labor de costura, escuchó por deber aquel monólogo entrecortado por la respiración de su marido.

—Primero, es más lógico…

—¿Qué es más lógico?

—Que corriesen los dos en la misma dirección… Sólo que en ese caso no fue en la dirección al cuartel.

—¿Crees que el chico siguió al asesino?

—No. Fue el asesino quien persiguió al muchacho…

—¿Para qué, puesto que no le mató?

—Para, hacerle callar, por ejemplo.

—No le ha hecho callar, puesto que el niño ha hablado…

—O para impedirle que dijese algo, algún detalle preciso… Escucha, señora Maigret.

—¿Qué quieres?

—Sé muy bien que en principio te vas a negar, pero es indispensable… Pásame la pipa y el tabaco… Sólo unas chupadas… Tengo la impresión de poder comprenderlo todo, dentro de unos minutos, si no suelto el hilo…

La señora Maigret fue a coger la pipa de encima de la chimenea y se la ofreció, resignada, suspirando:

—Ya sabía yo que encontrarías una buena razón… En todo caso, esta noche, lo quieras o no, te pondré una cataplasma…

Al menos era una suerte que en la vivienda no estuviese instalado el teléfono. Había que bajar a la lechería y detrás del mostrador se encontraba el aparato.

—Vas a bajar, señora Maigret, y dirás que quieres hablar con Besson. Son las siete. Puede ser que aún esté en el despacho. Si no, llama al Café du Centre, donde seguramente está jugando al billar con Thiberge.

—¿Tengo que pedirle que venga?

—Que me traiga lo más rápido posible, no la lista de todos los habitantes de la calle, sino de los inquilinos de las casas de la izquierda, y sólo entre la plaza du Congrès y la casa del juez.

—Por lo menos intenta no destaparte…

Apenas había empezado a bajar la escalera, cuando él sacó las dos piernas de la cama y se precipitó, descalzo, hacia su petaca, para llenar una nueva pipa. Luego volvió a colocarse con aire inocente entre sus sábanas.

A través del suelo delgado, oyó un murmullo de voces, la voz de la señora Maigret al teléfono. Fumaba dando pequeñas chupadas llenas de ansiedad, aunque le dolía mucho la garganta. Las gotas de agua resbalaban por los cristales y aquello le recordaba de nuevo su infancia, cuando su madre le llevaba a la cama crema de caramelo.

La señora Maigret volvió a subir un poco jadeante, lanzó una mirada a la habitación como para buscar algo anormal, pero no pensó en la pipa.

—Estará aquí dentro de una hora, más o menos.

—Tengo que pedirte otro favor, señora Maigret… Vas a vestirte…

Ella le lanzó una mirada de desconfianza.

—Vas a ir a la casa del joven Justin y pedirás a sus padres permiso para que venga… Sé amable con él… Si mandase a uno de mis inspectores, no dejarían de asustarle y el muchacho ya tiene bastante tendencia a asustarse… Simplemente le dirás que me gustaría charlar con él unos minutos…

—¿Y si su madre quiere acompañarle?

—Arréglatelas como puedas, pero no quiero que venga la madre.

Estaba solo, con un calor húmedo en lo más profundo de su cama, con su pipa asomando por las sábanas y dejando salir una ligera nube de humo. Cerraba los ojos y siempre volvía a su memoria el rincón de la calle Sainte Catherine. Ya no era Maigret el comisario. Era el monaguillo que andaba de prisa, que recorría todas las mañanas el mismo camino a la misma hora y que, para tener valor, hablaba solo a media voz. Torció por la esquina de la calle Sainte Catherine…

«Mamá, me gustaría que me comprases una moto…».

Pues el muchacho repetía la escena que representaría a su madre cuando volviese del hospital. Debía ser más complicado. El niño debía haber imaginado una forma más sutil de decírselo.

«—¿Sabes, mamá? Si tuviese una moto, podría…».

O bien:

«Tengo ya trescientos francos ahorrados… Si tú me prestases el resto, que prometo devolverte según vaya cobrando, podría…».

La esquina de la calle Sainte Catherine…

Unos momentos antes de que las campanas de la parroquia tocasen por segunda vez… Y sólo quedaban ciento cincuenta metros de calle desierta y negra que atravesar para tocar la puerta del hospital… Unos cuantos saltos entre los charcos claros de los faroles…

El muchacho diría: «Levanté la cabeza y vi…».

Todo el problema estaba allí. El juez vivía más o menos en la mitad de la calle, a medio camino entre la plaza du Congrès y el ángulo del cuartel, y no había visto nada, no había oído nada.

El marido de la mujer enferma, el hombre del cuarenta y dos, vivía más cerca de la plaza du Congrès, en el lado derecho de la calle, y había oído los pasos precipitados de un hombre que corre.

Ahora bien, cinco minutos después ya no había ni cadáver ni herido en la acera. No había pasado ningún coche, ni camioneta. El agente que estaba de servicio en el puente, los otros agentes del barrio que hacían su ronda en diferentes sitios, no habían visto nada anormal como, por ejemplo, un hombre que llevase a otro a la espalda.

La fiebre debía subirle, pero Maigret ya no pensaba en consultar el termómetro. Estaba muy bien así. Era mejor. Las palabras creaban imágenes y las imágenes tomaban una claridad inesperada.

Era como cuando era pequeño que estaba enfermo y le parecía que su madre, inclinada sobre él, se hacía tan grande que sobrepasaba los límites de la casa.

Estaba aquel cuerpo atravesado en la acera, aquel cuerpo tan largo, porque era un muerto, con un cuchillo de mango marrón clavado en el pecho.

Y un hombre de pie detrás, a algunos metros, un hombre de ojos muy claros que se había echado a correr…

A correr en dirección al cuartel, mientras Justin se lanzaba a toda prisa en dirección contraria.

—¡Ya está!

Ya está, ¿qué? Maigret había pronunciado aquella palabra en voz alta como si hubiese contenido la solución del problema y sonrió con aire satisfecho dando pequeñas chupadas a su pipa.

Los borrachos son así. Hay verdades que les parecen de repente evidentes y que son incapaces de explicarlas, haciéndose vagas en cuanto recobran su sangre fría.

¡Había algo falso! Y con su fiebre era tan preciso que Maigret se fijaba en todos los detalles.

—Justin no ha inventado nada…

Su miedo, su pánico, cuando llegó al hospital no eran fingidos. Tampoco había inventado lo del cuerpo grande tumbado en la acera. Y por lo menos había una persona en la calle que había oído correr.

¿Qué había dicho el juez respecto a esto?

«¿Todavía se fía usted de la declaración de un niño?…».

En todo caso, algo parecido, pero era el juez quien estaba equivocado. Los niños son incapaces de inventar. Tal vez cambian las cosas, pero no inventan.

¡Ya está! De nuevo aquel «ya está» que Maigret se repetía a cada momento como para congratularse…

El cuerpo había estado en la acera…

Y sin duda había un hombre en las proximidades. ¿Tenía los ojos claros? Era posible.

Y había corrido.

Y Maigret habría jurado que el viejo juez no era un hombre que mintiese deliberadamente.

Tenía calor. Estaba sudando, pero a pesar de eso se levantó de la cama para ir a llenar una última pipa antes de que llegase la señora Maigret. Ya que estaba de pie, aprovechó para abrir el armario y beber, en la misma botella, un trago de ron. ¡Qué más daba si tenía algo más de fiebre aquella noche, puesto que todo habría acabado!

Y sería una bonita cosa, una investigación nada vulgar, llevada a cabo desde la cama. Aquello, la señora Maigret era incapaz de apreciarlo.

El juez no había mentido y, sin embargo, había tenido que esforzarse para meterse con el niño que odiaba, como pueden odiarse los niños de la misma edad.

¡Vaya! Abajo había menos clientes, pues se oía con menos frecuencia el carillón de la puerta. Sin duda el lechero, la lechera y su hija, roja como un jamón, estaban cenando en la trastienda.

Se oían pasos en la acera. Alguien subía la escalera. Unos pies que tropezaban, unos pies de niño. La señora Maigret abrió la puerta y dejó pasar al pequeño Justin, cuyo abrigo de gruesa lana azul marino estaba reluciente de perlas de agua. Olía a perro mojado.

—Espera, pequeño, voy a quitarte el abrigo.

—Lo haré yo mismo.

Otra mirada de desconfianza de la señora Maigret. Naturalmente, no podía imaginarse que se trataba de la misma pipa. ¿Quién sabe si no tenía sospechas del trago de ron?

—Siéntate, Justin —dijo el comisario señalando una silla.

—Gracias, no estoy cansado.

—Te he hecho venir para charlar los dos, como amigos, durante unos minutos. ¿Qué estabas haciendo?

—Mis deberes de cálculo…

—A pesar de las emociones que has tenido, ¿sigues yendo al colegio?

—¿Por qué no iba a ir?

El muchacho estaba orgulloso. Tal vez al ver al comisario echado, también le encontraba más gordo y más largo.

—Señora Maigret, serías muy amable si fueses a vigilar la sopa de legumbres y cerrases la puerta.

Una vez hecho esto, guiñó un ojo al niño.

—Alcánzame la petaca que está encima de la chimenea… Y la pipa que debe estar en el bolsillo de mi abrigo… Sí, el que está colgado detrás de la puerta… Gracias, muchacho… ¿Tuviste miedo cuando te fue a buscar mi mujer?

—No.

Y dijo aquello con orgullo.

—¿Te molestó?

—Porque todos dicen que lo he inventado.

—Y no lo has inventado, ¿verdad?

—Había un hombre muerto en la acera y otro que…

—¡Chut!

—¿Qué?

—No tan aprisa, siéntate…

—No estoy cansado.

—Ya lo has dicho, pero a mí me cansa verte de pie…

Se sentó al borde, en la silla, y sus pies no tocaban el suelo; sus piernas se balanceaban enseñando sus rodillas salientes, descubiertas entre el pantalón corto y los calcetines.

—¿Qué jugada le has hecho al juez?

Una protesta rápida, instintiva.

—Nunca le he hecho nada…

—¿Sabes de qué juez hablo?

—Ése que está siempre asomado a su ventana y que parece un búho.

—Yo había dicho que parecía una lechuza… ¿Qué ha habido entre vosotros?

—Nunca le he hablado…

—¿Qué ha habido entre vosotros?

—En invierno no le veía porque tenía las cortinas echadas cuando yo pasaba.

—¿Pero en verano?…

—Le saqué la lengua.

—¿Por qué?

—Porque me miraba con aire de burlarse de mí: se echaba a reír cuando me miraba…

—¿Le has sacado muchas veces la lengua?

—Siempre que le veía…

—¿Y él?

—Soltaba una carcajada… Pensé que era porque yo ayudo a misa y él no es creyente…

—De manera que ha sido él quien ha mentido.

—¿Qué ha dicho?

—Que ayer por la mañana no había pasado nada delante de su casa porque si no se habría dado cuenta.

El chico miró a Maigret con intensidad, luego, bajó la cabeza.

—Ha mentido, ¿verdad?

—Había un cadáver con un cuchillo en el pecho en la acera.

—Ya lo sé…

—¿Cómo lo sabe?

—Lo sé porque es verdad… —repitió Maigret con una voz suave—. Alcánzame las cerillas… Se me ha apagado la pipa.

—¿Tiene calor?

—No es nada… Una gripe…

—¿La ha cogido esta mañana?

—Es posible. Siéntate…

Aguzó el oído y llamó:

—¡Señora Maigret!… ¿Quieres bajar?… Creo que es Besson que acaba de llegar y no quiero que suba antes de que haya acabado… Hazle compañía abajo… Ya os avisará mi amigo Justin…

Dijo una vez más a su joven compañero:

—Siéntate… Es verdad también que habéis corrido los dos…

—Ya le dije que era verdad.

—Y yo estoy seguro… Comprueba que no hay nadie detrás de la puerta y que está bien cerrada…

El chico fue a comprobarlo, sin comprender, convencido de la importancia de su acción.

—¿Ves, Justin? Eres un buen muchacho.

—¿Por qué me dice eso?

—Lo del cadáver es verdad. Lo del hombre que corrió es verdad…

El muchacho levantó la cabeza y Maigret vio sus labios que temblaban.

—Y el juez, que no ha mentido, pues un juez no se atrevería a mentir, no ha dicho toda la verdad…

La habitación olía a gripe, a ron, a tabaco. Por la puerta de la cocina el olor de la sopa de legumbres y la lluvia seguían rodando por los cristales detrás de los cuales la calle estaba desierta. ¿Eran de nuevo un hombre y un niño que se encontraban cara a cara? ¿O dos hombres? ¿O dos niños?

Maigret tenía la cabeza pesada, los ojos relucientes. Su pipa tenía sabor a enfermedad, y recordaba el olor del hospital, de la capilla, de la sacristía.

—El juez no ha dicho toda la verdad porque ha querido fastidiarte… Y tú tampoco has dicho toda la verdad… Sobre todo te prohíbo que llores… No es necesario que todo el mundo sepa lo que pase ahora entre nosotros… ¿Comprendes, Justin?

El muchacho asintió.

—Si lo que has contado no hubiese ocurrido, el marido del cuarenta y dos no habría oído correr…

—No me lo he inventado.

—¡Precisamente! Pero si todo hubiese ocurrido como tú lo has dicho, el juez no hubiese podido afirmar que no había oído nada… Y si el asesino hubiese corrido en dirección al cuartel, el viejo no habría jurado que nadie había pasado por delante de su casa corriendo.

El niño no se movió y miró fijamente a la punta de sus pies, que se balanceaban en el vacío.

—El juez ha sido honrado, en el fondo, no atreviéndose a afirmar que tú habías pasado por delante de su casa ayer por la mañana… Pero tal vez hubiese podido afirmar que no habías pasado… En verdad, puesto que huiste en dirección contraria… Sin duda, ha sido también verídico pretendiendo que ningún hombre había pasado por la acera por delante de su ventana corriendo… puesto que el hombre no corrió en aquella dirección…

—¿Qué sabe usted?

Estaba rígido, con los ojos muy abiertos, fijos en Maigret del mismo modo que debía haber mirado, el día antes, al asesino o a la víctima.

—Porque el hombre, fatalmente, se lanzó en la misma dirección que tú, lo que explica que el marido del cuarenta y dos le haya oído pasar… Porque al darse cuenta que tú le habías visto, que habías visto el cadáver, que podías hacer que le arrestasen corrió detrás de ti.

—Si se lo dice a mi madre…

—¡Chut!… No pienso decirle nada a tu madre ni a nadie… Ya ves, Justin, voy a hablarte como a un hombre… Un asesino bastante inteligente, con la suficiente sangre fría para hacer desaparecer un cadáver en unos minutos sin dejar el menor rastro, no hubiese cometido la idiotez de dejarte huir después de lo que habías visto.

—No sé.

—Yo sí lo sé… Es mi oficio saberlo… Lo más difícil no es matar a un hombre: es hacerle desaparecer luego, y éste ha desaparecido magníficamente… Ha desaparecido a pesar de que tú lo habías visto y habías visto al asesino… Dicho de otro modo, este último es alguien que está muy enterado… Y alguien que esté muy enterado y jugándose la cabeza no te hubiese dejado escapar así…

—Yo no sabía…

—¿Qué es lo que no sabías?

—No sabía que era tan grave.

—No es grave en absoluto, puesto que ahora está reparado todo el daño.

—¿Le ha detenido usted?

Había una inmensa esperanza en la manera de pronunciar aquellas palabras.

—Sin duda, le detendremos en seguida… Quédate sentado… No muevas las piernas…

—No me moveré más.

—Primero, si la escena hubiese ocurrido delante del juez, es decir, en medio de la calle, te habrías dado cuenta desde más lejos y habrías tenido tiempo de huir… Ésa es la única falta que cometió el asesino, por muy listo que sea…

—¿Cómo lo ha adivinado usted?

—No lo he adivinado, pero he sido monaguillo, y yo también he ayudado a la misa de las seis… No hubieses recorrido más de cien metros sin mirar delante de ti… Por lo tanto, el cadáver estaba más cerca, nada más pasar la esquina de la calle.

—Cinco casas más allá…

—Ibas pensando en otra cosa, en tu motocicleta, y tal vez anduviste veinte metros sin ver nada…

—No es posible que usted sepa…

—Y cuando lo viste, corriste hacia la plaza du Congrès para llegar al hospital por la otra calle… El hombre corrió detrás de ti…

—Creí que iba a morirme de miedo.

—¿Te puso una mano en el hombro?

—Me cogió por los hombros con las dos manos… Pensé que iba a estrangularme…

—Te pidió que dijeses…

El niño lloraba, pero sin gemidos. Estaba pálido y las lágrimas caían lentamente por sus mejillas.

—Si se lo dice a mi madre, me lo reprochará durante toda la vida. Siempre me hace reproches.

—Te ordenó que dijeses que la escena había ocurrido más lejos.

—Sí.

—¿Delante de la casa del juez?

—Fui yo quien pensó en la casa del juez… Él sólo me dijo que hacia el otro extremo de la calle… Y que había huido en dirección al cuartel…

—Ha estado a punto de hacer un crimen perfecto, pues nadie te ha creído, dado que no había ni asesino ni cadáver ni huellas de ninguna especie, y que todo parecía imposible…

—¿Pero usted?

—Yo no cuento. Ha sido una casualidad el que haya sido monaguillo y que hoy haya tenido fiebre… ¿Qué te prometió?

—Me dijo que si no decía lo que él quería, me volvería a encontrar, fuera donde fuese, a pesar de la policía, y que me estrangularía como a un pollo.

—¿Y luego?

—Me preguntó que qué me gustaría tener…

—Y contestaste que una motocicleta…

—¿Cómo lo sabe?

—Ya te digo que yo también he sido monaguillo…

—¿Y tenía usted ganas de tener una motocicleta?

—Eso y otras muchas cosas que nunca he tenido… ¿Por qué dijiste que tenía ojos claros?

—No sé… No vi sus ojos. Llevaba unas gafas gruesas. Pero no quería que le encontrasen…

—¿Por causa de la motocicleta?…

—Tal vez… Se lo va a decir a mi madre, ¿verdad?

—Ni a tu madre ni a nadie… ¿Somos los dos amigos?… Mira, alcánzame de nuevo el tabaco y no le digas a la señora Maigret que me he fumado tres pipas desde que estamos aquí… Ya ves que las personas mayores tampoco dicen siempre la verdad por entero… ¿Delante de qué puerta ocurrió, Justin?

—En la casa amarilla, al lado de la carnicería.

—Vete a buscar a mi mujer.

—¿Dónde?

—Abajo… Está con el inspector Besson, que ha sido tan malo contigo.

—¿Va a detenerme?

—Abre el armario…

—Ya está…

—Hay colgado un pantalón…

—¿Qué tengo que hacer?

—En el bolsillo de la izquierda encontrarás una cartera.

—Aquí está.

—En la cartera hay tarjetas de visita.

—¿Las quiere?

—Dame una de ellas… Y también la estilográfica que está encima de la mesa…

Maigret escribió en una tarjeta con su nombre:

Bono para una motocicleta