Capítulo uno

LAS DOS LLAMADAS A MISA DE SEIS

Caía una lluvia fina y fría. Era de noche. Sólo hacia el extremo de la calle, al lado del cuartel, donde a las cinco y media habían oído el ruido de trompetas y de donde llegaba ruido de caballos que llevaban al abrevadero, se veía el rectángulo iluminado de una ventana: podía ser la habitación de alguien que se había levantado temprano o tal vez de un enfermo que no había dormido en toda la noche.

El resto de la calle dormía. Era una calle tranquila, ancha, relativamente nueva, con casas iguales, de uno o dos pisos todo lo más, como las que se encuentran en las barriadas de la mayoría de las grandes ciudades de provincia.

Todo el barrio era nuevo, sin misterio. Estaba habitado por personas tranquilas y modestas, empleados; viajantes de comercio, pequeños rentistas y viudas apacibles.

Maigret, con el cuello del gabán levantado, se había pegado a una puerta, la de la escuela de chicos, y esperaba, con el reloj en la mano, fumando su pipa.

Exactamente a las seis menos cuarto sonaron, detrás de él, las campanas de la parroquia, y pensó que, como decía el muchacho, se trataba de «la primera llamada» a misa de seis.

Aún vibraban las campanadas en el aire húmedo cuando oyó o más bien adivinó el timbre de un despertador en la casa de enfrente. Sólo duró unos segundos. El niño, probablemente, habría sacado ya la mano de la cama, y, en la oscuridad, debía haber alcanzado a tientas el botón del despertador. Unos momentos después, la ventana abuhardillada del segundo piso se iluminó.

Ocurrió exactamente como el muchacho había dicho. Fue el primero en levantarse, sin hacer ruido, en la casa que aún dormía. Ahora debía estar cogiendo su ropa, sus calcetines, lavarse la cara y las manos y pasarse el peine. En cuanto a sus zapatos, había declarado:

—Los llevo en la mano hasta abajo y me los pongo en el último escalón para no despertar a mis padres.

Ocurría lo mismo todos los días, en invierno y en verano, desde hacía cerca de dos años, desde que Justin había empezado a ayudar a misa de las seis en el hospital.

También había declarado:

—El reloj del hospital lleva siempre un atraso de tres o cuatro minutos con el de la parroquia.

Y el comisario tenía la prueba. La víspera, en la Brigada Móvil, donde estaba destacado desde hacía varios meses, sus inspectores se habían encogido de hombros ante esas historias minuciosas de campanas, de «primera llamada» y de «segunda llamada».

Maigret había sido durante mucho tiempo monaguillo. ¿Fue por eso por lo que no había sonreído?

Se habían oído primero las campanas de la parroquia, a las seis menos cuarto. Después el despertador de Justin, en la buhardilla donde dormía el muchacho. Luego, con algunos instantes de intervalo, las campanas más débiles, más argentinas, de la capilla del hospital, que recordaban las campanas de un convento.

Maigret continuaba con su reloj en la mano. El niño apenas tardó cuatro minutos en vestirse. La luz se apagó. Tenía que descender la escalera a tientas, para no despertar a sus padres, sentarse en el último escalón y ponerse los zapatos, luego descolgar su abrigo y su gorra del perchero de bambú que había a la derecha en el corredor.

La puerta se abrió. El chico la volvió a cerrar sin ruido, miró ansiosamente hacia los dos lados de la calle y vio la pesada silueta del comisario que se acercaba.

—Tenía miedo de que no estuviese usted aquí.

Y se puso a andar de prisa. Era un muchachito de doce años, rubio, delgado, de carácter decidido.

—Quiere usted que haga precisamente lo mismo que los demás días, ¿no es eso? Voy de prisa, en primer lugar porque he terminado por calcular los minutos que necesito y además porque en invierno, cuando está oscuro, tengo miedo. Dentro de un mes, a estas horas, ya comenzará a ser de día.

Cogió por la primera calle a la derecha, una calle tranquila aún, muy corta, que desembocaba en una plazoleta en la que había olmos plantados y a la que unas vías de tranvía atravesaban en diagonal.

Maigret observaba minúsculos detalles que le traían a la memoria su niñez. El chico no andaba arrimado a las casas, sin duda porque tenía miedo de ver surgir de repente a alguien de la sombra de un portal. Luego, para atravesar la plaza, evitaba pasar junto a los árboles, detrás de los cuales habría podido ocultarse un hombre.

Pero, a pesar de todo, era un muchacho valiente, puesto que durante dos inviernos, hiciese el tiempo que hiciese, a veces con una espesa niebla o en la oscuridad casi absoluta de las noches sin luna, había recorrido todas las mañanas el mismo camino.

—Cuando lleguemos a la mitad de la calle Sainte Catherine, oirá usted la segunda llamada a misa en la iglesia de la parroquia…

—¿A qué hora pasa el primer tranvía?

—A las seis. No lo he visto más de dos o tres veces, cuando iba retrasado… Una vez, porque mi despertador no había sonado… Otra, porque me había quedado dormido. Por eso, cuando suena, me echo en seguida fuera de la cama.

Una carilla pálida en la noche lluviosa, ojos que conservaban un poco la fijeza del sueño, una expresión reflexiva, con sólo un atisbo de ansiedad.

—No continuaré ayudando a misa. Sólo porque usted ha insistido he venido hoy…

Tomaron, por la izquierda, la calle Sainte Catherine, en la que, como en las otras calles del barrio, había un farol cada cincuenta metros, que hacía en el pavimento como un charco de luz. Inconscientemente, el niño andaba más de prisa entre estos charcos que cuando atravesaba una zona más tranquilizadora.

Se seguía escuchando el rumor lejano del cuartel. Algunas ventanas empezaban a iluminarse. Alguien caminaba, a lo lejos, por una calle transversal, sin duda un obrero que iba a su trabajo.

—Cuando ha llegado usted a la esquina de la calle, ¿no ha visto nada?

Era el punto más delicado, pues la calle Sainte Catherine era completamente recta. Estaba desierta, con sus aceras tiradas a cordel, sus faroles colocados con regularidad, que no dejaban entre ellos bastante sombra para que no pudiese verse, aunque fuera a cien metros, a dos hombres regañando.

—Puede ser que yo no mirase delante de mí. Iba hablando solo, me acuerdo… Me sucede… a menudo, por la mañana, cuando voy andando, que hablo solo, a media voz… Yo quería preguntar algo a mi madre, al volver a casa, y me iba repitiendo lo que pensaba decirle…

—¿Qué querías decirle?

—Hace mucho tiempo que tengo ganas de tener una moto… Ya he economizado trescientos francos de lo que me dan por las misas.

¿Era una impresión? A Maigret le pareció que el niño se separaba todavía más de las casas. Bajaba de la acera y volvía a subir a ella un poco más lejos.

—Es aquí… Mire… El segundo toque ya empieza a sonar…

Y Maigret se esforzaba, sin miedo al ridículo, por penetrar en este universo que era todas las mañanas el universo del chico.

—Tuve que levantar la cabeza… Como cuando se va corriendo sin mirar y uno se encuentra ante un muro, ¿sabe?… Era precisamente en este sitio…

Señaló hacia la acera, justamente en la línea que separaba la sombra, de la luz de un farol, que la lluvia fina cubría con un polvo luminoso.

—Primero vi que había un hombre tumbado y me pareció tan alto que hubiese jurado que ocupaba toda la anchura de la acera.

Es imposible, pues la acera tiene por lo menos dos metros cincuenta de ancho.

—¡No sé exactamente lo que hice!… Tuve que apartarme… No corrí en seguida, puesto que vi el cuchillo clavado en el pecho con un mango grueso de cuerno marrón… Me fijé porque mi tío Henri tiene un cuchillo casi igual y me dijo que era de cuerno de ciervo… Estoy seguro de que el hombre estaba muerto.

—¿Por qué?

—No sé… Tenía aspecto de muerto…

—¿Tenía los ojos cerrados?

—No me fijé en sus ojos… Ya no me acuerdo… Pero tuve la sensación de que estaba muerto… Ocurrió todo muy de prisa, como ya le dije ayer en su despacho… Me han hecho repetir tantas veces lo mismo durante el día de ayer, que me armo un lío… Sobre todo cuando veo que no me creen…

—¿Y el otro hombre?

—Cuando alcé la cabeza, vi que había alguien un poco más allá, tal vez a cinco metros, alguien con ojos muy claros, que me miró durante unos segundos y luego echó a correr. Era el asesino…

—¿Cómo lo sabes?

—Porque huyó a toda prisa.

—¿En qué dirección?

—Derecho, hacia allí…

—Es decir, ¿en dirección al cuartel?

—Sí.

Era cierto que el día antes habían interrogado por lo menos diez veces a Justin. Antes de llegar Maigret a la oficina, los inspectores hasta habían hecho una especie de juego. Ahora bien, ni una sola vez había variado el menor detalle.

—Y tú ¿qué hiciste?

—Me eché también a correr… Es difícil de explicar… Creo que fue cuando vi al hombre huir cuando sentí miedo… Y entonces me puse a correr con todas mis fuerzas…

—¿En dirección contraria?

—Sí…

—¿No se te ocurrió pedir socorro?

—No tenía demasiado miedo… Sobre todo tenía miedo de que me flaqueasen de repente las piernas, pues, por decirlo así, ya ni siquiera las sentía… Di media vuelta hasta la plaza du Congrès… Tomé la otra calle que también lleva hasta el hospital, pero dando una pequeña vuelta.

—Vamos…

De nuevo se oyeron unas campanas, unas campanadas débiles, las de la capilla. Después de haber recorrido unos cincuenta metros, llegaron a una encrucijada y encontraron a la izquierda los muros atravesados por aspilleras del cuartel, a la derecha un inmenso portalón poco iluminado y encima la esfera glauca de un reloj.

Eran las seis menos tres minutos.

—Voy un minuto retrasado… Ayer, a pesar de todo, llegué a tiempo porque corrí…

En la puerta de roble había un llamador y el niño lo levantó haciendo un ruido que resonó en todo el porche. Abrió un portero en zapatillas, dejó pasar a Justin, se colocó delante de Maigret y le miró con desconfianza.

—¿Qué pasa?

—Policía.

—¿Tiene usted documentación?

Cruzaron el porche, en el que ya se notaban los primeros olores del hospital; luego, tras una segunda puerta, se hallaron en un gran patio rodeado de pabellones. A lo lejos, en la oscuridad, se adivinaban las tocas blancas de las monjitas, que se dirigían hacia la capilla.

—¿Por qué no dijiste ayer nada al portero?

—No sé… Tenía prisa de llegar…

Maigret lo comprendía. La entrada no era el porche administrativo, con su desconfiado portero, ni aquel patio frío por donde pasaban silenciosas camillas: era la cálida sacristía, al lado de la capilla en la que una monjita encendía los cirios del altar.

En total había dos polos, entre los cuales el muchacho, todas las mañanas, se precipitaba con una especie de vértigo: su alcoba, bajo el tejado, de la que le sacaba el timbre del despertador y luego, al otro extremo de una especie de vacío únicamente animado por las campanas, la sacristía de la capilla.

—¿Entra conmigo?

—Sí.

Justin pareció contrariado, más bien asombrado, sin duda con la idea de que aquel comisario, que tal vez fuese un impío, iba a penetrar en su universo sagrado.

Y aquello también hizo comprender a Maigret por qué, todas las mañanas, el chico tenía el valor de levantarse tan temprano y se sobreponía a sus temores.

La capilla era acogedora e íntima. En los bancos de la nave estaban ya colocados los enfermos con uniforme gris azulado, algunos con la cabeza vendada, brazos en cabestrillo y otros con muletas.

En la galería, las monjitas formaban una especie de rebaño uniforme, y todas las tocas blancas se inclinaban al mismo tiempo en una adoración mística.

—Sígame.

Había que subir unos escalones y pasar junto al altar, donde ya estaban encendidos los cirios. A la derecha había una sacristía con muebles de madera oscura. Allí, un cura muy alto y delgado estaba acabando de ponerse sus ropas sacerdotales. Una sobrepelliz de fino encaje, destinada al monaguillo, parecía estar esperando la llegada de éste. En la misma estancia, una monjita se ocupaba en llenar las vinagreras.

Era allí donde, el día antes, Justin, jadeante, con las piernas vacilantes, había hecho un alto. Era allí donde había exclamado:

—Acaban de matar a un hombre en la calle Sainte Catherine…

Un relojito empotrado marcaba las seis. Las campanas sonaron de nuevo y se oían con menos claridad desde dentro que desde fuera. Justin dijo a la monjita que le ayudaba a ponerse el sobrepelliz:

—Es el comisario de policía.

Y Maigret permaneció allí, mientras el muchacho, precediendo al sacerdote, agitando al andar los pliegues de su sotana roja, se precipitaba hacia los escalones del altar.

La monjita de la sacristía había dicho:

—Justin es un muchacho muy piadoso, que nunca nos ha mentido… Alguna vez no ha venido a ayudar a misa… Hubiese podido decir que estaba enfermo… ¡Pues bien, no!… Confesaba con franqueza que no se había atrevido a levantarse porque hacía demasiado frío o porque había tenido pesadillas durante la noche y se encontraba cansado…

Y el sacerdote, después de haber dicho la misa, miró al comisario con sus ojos claros de santo de vidriera.

—¿Por qué piensa usted que el chico iba a inventar semejante historia?

Maigret sabía ya cómo había ocurrido todo el día antes en la capilla del hospital. A Justin le castañeteaban los dientes y al ir a empezar su trabajo había tenido una verdadera crisis de nervios. La misa no podía retrasarse. La hermana de la sacristía había tenido que ayudar a misa en el puesto del muchacho, mientras a éste le cuidaban en la sacristía.

Sólo después de haber transcurrido diez minutos, a la hermana superiora se le ocurrió avisar a la policía. Había que atravesar la capilla. Todo el mundo se dio cuenta de que pasaba algo.

En la comisaría del barrio, el brigada que estaba de guardia no comprendió.

—¿Cómo?… ¿La hermana superiora?… ¿Superiora de qué?…

Y le repitieron en voz baja, como se habla en los conventos, que había habido un crimen en la calle Sainte Catherine y los agentes no habían encontrado nada, ni víctima ni, naturalmente, asesino…

Como los demás días, como si no hubiese ocurrido nada, Justin había ido a la escuela, a las ocho y media, y fue en su clase donde el inspector Besson, que tenía aspecto de boxeador y que jugaba a parecer un duro, le fue a ver a las nueve y media, cuando el informe llegó a la Brigada Móvil.

¡Pobre muchacho! Durante dos horas largas, en un despacho triste que olía a pipa y a estufa que no tira bien, le habían interrogado, no como a un testigo, sino como a un culpable.

Cada uno a su vez, los tres inspectores, Besson, Thiberge y Vallin, habían intentado cogerle, hacerle variar en su declaración.

Y por si fuera poco, la madre había seguido al hijo. Permaneció en la entrada, llorando y suspirando, repitiendo a todo el mundo:

—Somos gente honrada que nunca hemos tenido que vérnoslas con la policía.

Maigret, que se había quedado el día antes trabajando hasta tarde, pues se ocupaba en aquel momento de un asunto de estupefacientes, no llegó a su despacho hasta las once.

—¿Qué pasa? —preguntó al ver al muchacho, sin una sola lágrima.

—Un tipo que quiere tomarnos el pelo… Pretende haber visto un cadáver, en la calle, y hasta a un asesino que huyó al verle. Un tranvía pasó por la misma calle cuatro minutos después y el conductor no vio nada… La calle está tranquila y nadie ha oído nada… Por último, cuando han avisado a la policía, no sé qué monja un cuarto de hora después, no había nada en la acera, ni siquiera una mancha de sangre…

—Venga a mi despacho, muchacho.

Y Maigret fue el primero en no tutear aquel día a Justin. El primero que le había tratado no como a un chiquillo imaginativo, sino como a un hombrecito.

Se había hecho repetir la historia, simplemente, tranquilamente, sin interrumpirla, sin tomar notas.

—¿Vas a seguir ayudando a misa en el hospital?

—No. No quiero volver allí. Tengo miedo.

Sin embargo, era un sacrificio enorme. Con toda seguridad, el niño era piadoso. También era cierto que saboreaba profundamente la poesía de aquella primera misa en la atmósfera cálida y un poco misteriosa de la capilla.

Pero, además, le pagaban aquellas misas. Era muy poca cosa, lo suficiente, sin embargo, para permitirle tener algunos ahorros. ¡Y tenía tantas ganas de tener algunos ahorros! ¡Y tenía tantas ganas de tener la bicicleta que sus padres no podían ofrecerle!

—Te pediría que fueses una sola vez, sólo una, mañana por la mañana.

—No me atrevería a recorrer el mismo camino.

—Lo recorreré contigo… Te esperaré delante de tu casa. Te comportarás como los demás días…

Es lo que acababan de hacer, y Maigret, a las siete de la mañana, se encontró solo a la puerta del hospital, en un barrio que, el día antes, tan sólo conocía por haberlo atravesado en tranvía o en coche.

De un cielo ahora gris seguía cayendo una llovizna helada que empezaba a calar los hombros del comisario haciéndole estornudar dos veces. Algunos transeúntes recorrían las calles pegados a las casas, con el cuello del gabán levantado y las manos en los bolsillos, y ya los carniceros y los tenderos levantaban el cierre.

Era el barrio más vulgarmente apacible que pueda existir. Con mucho trabajo podía uno imaginarse que dos hombres, dos borrachos, por ejemplo, se hubiesen peleado a las seis menos cinco de la mañana en la acera de la calle Sainte Catherine.

También con mucho esfuerzo podía admitirse que un vagabundo, cualquier mal chico, hubiera atacado a un transeúnte madrugador para desvalijarle y le hubiese dado un puñalada.

Sólo que había una continuación. Según la declaración del muchacho, el asesino había huido al acercarse él y entonces eran las seis menos cinco.

Ahora bien, a las seis, pasaba el primer tranvía y el conductor afirmaba no haber visto nada. Podía ir distraído, haber mirado en la dirección opuesta.

Pero, a las seis y cinco, dos agentes de policía que habían terminado su ronda pasaron por la misma acera. ¡Y no habían visto nada!

A las seis y siete u ocho minutos, un capitán de caballería que vivía tres casas más allá del sitio que había señalado Justin, había salido de su casa, como todas las mañanas, para dirigirse al cuartel.

¡Tampoco había visto nada!

Por último, los agentes ciclistas enviados por la comisaría del barrio tampoco encontraron ninguna huella de la víctima.

¿Habían ido entre ese tiempo a retirar el cadáver en coche o camioneta? Tranquilamente, sin apresurarse, Maigret había probado todas las hipótesis y aquélla había resultado tan falsa como las otras. Había una mujer enferma en el número cuarenta y dos de la calle. Su marido la había estado cuidando durante toda la noche. Estaba seguro.

—Oímos todos los ruidos de fuera. Me fijo aún mucho más porque mi mujer, que sufre mucho, se sobresalta al menor ruido. Mire… Fue el tranvía lo que la despertó cuando apenas acababa de dormirse… Yo puedo asegurarle que no ha pasado ningún coche antes de las siete de la mañana… El primero que pasó fue el que recoge la basura.

—¿Y no ha oído nada más?

—Oí correr en un momento dado…

—¿Antes del tranvía?

—Sí, porque mi mujer estaba durmiendo… Yo estaba preparándome un café en el hornillo.

—¿Una persona que corría?

—Más bien dos…

—¿No sabe en qué dirección?

—Teníamos echada la persiana y como hace mucho ruido cuando la levantamos, no miré…

Era la única declaración en favor de Justin. Había un puente a doscientos metros de allí. Y el agente de servicio no había visto pasar ningún coche.

¿Había que suponer que, apenas unos minutos después de haber huido, el asesino hubiese vuelto, se hubiese cargado a hombros a la víctima y se la hubiese llevado sabe Dios dónde sin que nadie le viese?

Aún era peor. Había una declaración que hacía encogerse de hombros cuando se hablaba de la historia del muchacho. El lugar que había señalado estaba situado enfrente del número sesenta y uno. El inspector Thiberge había ido allí el día antes, y Maigret, que no dejaba nada al azar, fue allí a su vez.

Era una casa casi nueva, de ladrillos, con una entrada de tres escalones y una puerta barnizada en la que relucía el cobre brillante del buzón de las cartas.

Sólo eran las siete y cuarto de la mañana, pero, según lo que le habían dicho, el comisario podía presentarse a aquella hora.

Una vieja, seca y bigotuda, abrió primeramente una mirilla y dijo algo antes de darle acceso al vestíbulo, que tenía un buen olor a café fresco.

—Voy a ver si el señor juez quiere recibirle…

Pues la casa estaba habitada por un juez de paz retirado, del que se decía que recibía rentas y vivía solo con su criada.

Se oyeron cuchicheos en la habitación primera, que normalmente debería ser el salón. Luego la vieja volvió a decir de mal humor:

—Entre… Por favor, límpiese los pies… No está usted en una cuadra.

No era un salón, ni nada de lo que hubiera podido imaginarse. La habitación, bastante amplia, tenía algo de alcoba, de despacho, de biblioteca y hasta de granero, ya que estaban allí amontonados los objetos más inesperados.

—¿Viene a buscar el cadáver? —bromeó una voz que hizo que el comisario se sobresaltase.

Como había una cama, miró naturalmente en aquella dirección, pero estaba vacía. La voz procedía del rincón de la chimenea, en el que un viejo delgado estaba hundido en un sillón, con una manta de viaje alrededor de las piernas.

—Quítese el abrigo, porque adoro el calor y no resistirá usted aquí mucho tiempo.

Era cierto. El viejo, que tenía unas pinzas al alcance de la mano, se las ingeniaba para levantar, de un fuego de leños, las llamas más altas posibles.

—Pensé que, desde mis tiempos, la policía había progresado algo y que había aprendido a desconfiar de la declaración de los niños… Los niños y las jovencitas son los testigos más peligrosos, y cuando yo era juez…

Llevaba una bata gruesa y, a pesar de la temperatura de la habitación, tenía además una bufanda más larga que un chal, enrollada al cuello.

—Entonces el crimen ha sido cometido enfrente de mi casa, ¿no es así?… Y, si no me equivoco, ¿es usted el famoso comisario Maigret, a quien han enviado a nuestra ciudad para reorganizar la Brigada Móvil?…

Su voz era chillona. Era un viejo malo, agresivo, con una ironía feroz.

—¡Pues bien, mi querido comisario! A menos que me acuse usted de ser cómplice del asesino, siento tener que comunicarle, como ya le dije ayer a su joven inspector, que sigue una pista falsa.

»Probablemente ya sabrá usted que los viejos necesitan dormir poco… Hay personas que duermen muy poco durante toda su vida. Ése fue el caso de Erasmo, por ejemplo, y también de un señor conocido bajo el nombre de Voltaire.

Su mirada se dirigió con satisfacción a los estantes de la biblioteca donde había libros amontonados hasta el techo.

—Ha sido el caso de muchos otros que tampoco debe usted conocer… En fin, es el mío y me enorgullezco de no haber dormido más de tres horas por noche durante los quince últimos años… Como hace diez años que mis piernas se niegan a andar, como, por otra parte, no tengo ninguna curiosidad de ver los sitios donde pudieran llevarme, vivo día y noche en esta habitación que, como puede haberse dado usted cuenta, da a la calle…

»Desde las cuatro de la mañana estoy en este sillón con la mente lúcida, créame… Podría enseñarle el libro que estaba leyendo ayer por la mañana, pero se trata de un filósofo griego y supongo que no le interesa.

»El caso es que si se hubiese producido bajo mi ventana un acontecimiento como el que ese muchacho, dotado de excesiva imaginación, cuenta, puedo asegurarle que yo me habría enterado… Mis piernas están débiles, como le he dicho… Pero el oído sigue siendo bueno.

»En fin, sigo siendo lo bastante curioso por naturaleza para interesarme por todo lo que ocurre en la calle y, si eso le divierte, puedo decirle a qué hora pasa cada ama de casa del barrio por delante de mi ventana cuando van a la compra.

Miró a Maigret con una sonrisa de triunfo.

—¿Entonces suele usted oír al joven Justin pasar por delante de su casa? —preguntó el comisario con una dulzura evangélica.

—Naturalmente.

—¿Lo debe oír y ver, supongo?

—No comprendo.

—Durante dos tercios del año es completamente de día a las seis de la mañana… Y el niño ayuda a la misa de las seis tanto en verano como en invierno.

—Le veía pasar.

—Tratándose de un acontecimiento tan cotidiano y tan regular como el primer tranvía, debía estar usted atento a ello…

—¿Qué quiere decir?

—Que, por ejemplo, cuando la sirena de una fábrica funciona todos los días a la misma hora en un barrio, o cuando una persona pasa por delante de su ventana con una regularidad de péndulo, usted, naturalmente, pensará:

»¡Vaya! Es tal hora.

»Y si un día la sirena no suena, pensará usted:

»Es domingo…

»Si la persona no pasa, usted se preguntará:

»—¿Qué le habrá ocurrido?… ¿Estará enferma?…

El juez miraba a Maigret con ojillos vivos y pérfidos. Tenía aspecto de molestarle que le diese una lección.

—Todo eso lo sé —gruñó chasqueando sus dedos secos—. He sido juez antes de que usted perteneciese a la policía.

—Cuando el monaguillo pasaba…

—Le oía, si eso es lo que quiere que diga.

—¿Y si no pasaba?

—Tal vez me hubiese dado cuenta. Pero también podía darse el caso de que no me diese cuenta. Como con la sirena de la que hablaba hace un momento. Todos los domingos no le choca a uno la ausencia de la sirena…

—¿Y ayer?

¿Se equivocaba Maigret? Tuvo la impresión de que el viejo juez se molestaba, que había algo de enfado, algo hermético en su fisonomía. ¿No se enfadan acaso los viejos como los niños? ¿No tienen a veces las mismas obstinaciones pueriles?

—¿Ayer?

—Sí, ayer…

¿Para qué repetir la pregunta si no era para darse el tiempo de tomar una decisión?

—No me fijé en nada.

—Ni en que había pasado…

—No…

—¿Ni en que no había pasado?…

—No…

Una de las dos veces había mentido, Maigret estaba seguro. Estaba empeñado en continuar la prueba y siguió preguntando:

—¿No corrió nadie por delante de sus ventanas?

—No.

Él no era directo y el viejo no debía mentir.

—¿No oyó ningún ruido anormal?

—No.

Siempre el mismo «no» franco y como triunfante.

—¿Ningunos pasos, ningún ruido de un cuerpo que cae, jadeos?

—Nada en absoluto…

—Muchas gracias.

—No hay de qué.

—Dándose el caso de que ha sido usted magistrado, no le pregunto, naturalmente, si está dispuesto a repetir sus declaraciones bajo juramento.

—Cuando quiera…

Y el viejo dijo aquello con una especie de impaciencia llena de alegría.

—Siento haberle molestado, señor juez.

—Le deseo que tenga éxito en su investigación, señor comisario.

La vieja sirvienta debía haber permanecido detrás de la puerta, pues se encontraba en el umbral a punto para acompañar al comisario y cerrar la puerta tras él.

En aquel momento, Maigret tuvo una sensación extraña, mientras volvía a su vida cotidiana, en aquella tranquila calle del barrio en el que las amas de casa empezaban a dirigirse hacia las tiendas y en el que los niños iban al colegio.

Le parecía haber sido engañado y, sin embargo, habría jurado que el juez no había mentido más que una vez por omisión. Tenía también la impresión de que en cierto momento había estado a punto de descubrir algo raro, inesperado; que en aquel momento sólo hubiese necesitado un pequeño esfuerzo, pero que había sido incapaz de hacerlo.

Imaginaba de nuevo al muchacho y al viejo. Buscaba un punto de unión.

Llenó lentamente su pipa, de pie al borde de la acera. Luego, como aún no había desayunado, como ni siquiera había bebido una taza de café al levantarse y su abrigo mojado se le pegaba a los hombros, fue a esperar el tranvía a la esquina de la plaza du Congrès para volver a su casa.