Cuando a las nueve en punto, el viejo Joseph la hizo entrar en el despacho de Maigret, éste la miró de un modo distinto a las otras veces, tal vez porque se acordaba de lo que le había dicho su mujer la víspera.
Cuando la vio entrar, inconscientemente se levantó, la pequeña maleta que llevaba en la mano le daba un aire casi patético.
Estaba pálida, ¿pero acaso no lo estaba siempre? ¿Se habría mostrado él tan severo con ella si hubiera sido una bonita mujer?
—Deje su maleta y siéntese.
Todo estaba ya preparado y Lapointe al otro extremo de la mesa se disponía a tomar la entrevista taquigráficamente.
—Son las nueve, ¿verdad? Ya he tenido que dejar plantada a una cliente a las ocho. Ahora tendría que estar con otra. Está usted a punto de echarme a rodar todo mi trabajo y con él mi único modo de ganarme la vida.
La víspera, Maigret lo sabía por el informe que le habían entregado los inspectores, había regresado en seguida después de la misa y no había vuelto a salir de casa. Se había visto luz en su piso hasta altas horas de la noche.
Nadie había ido a verla. Había esperado sola. ¿Era aquello lo que le daba aquel aspecto de desamparo?
Maigret descolgó el teléfono.
—¿Quiere decirme, por favor, si el juez de instrucción Libart ha llegado ya?
Oyó sonar el timbre un momento.
—No, todavía no, señor comisario. Su secretario tampoco ha llegado aún, señor.
—Gracias.
Encendió la pipa y le dijo a Angèle Louette.
—Puede fumar si gusta.
—Muy amable por su parte. Hasta me permite fumar, como a los condenados a muerte, ¿verdad?
—Ha llegado el momento de que vayamos hasta el fondo del asunto. Es posible que le haga algunas preguntas que ya le he hecho antes, pero espero que sea por última vez.
Se habría dicho que hasta el tiempo se ponía de su parte para darle a aquella entrevista un aspecto gris e íntimo. El tiempo, que había sido espléndido hasta entonces, durante las dos últimas semanas, había empeorado, de repente. El cielo estaba gris y una lluvia fina caía sobre París.
—Supongo que usted admite que su tía fue asesinada.
—No puedo opinar en contra de lo que ha dicho el forense.
—¿Sabía usted si tenía algunos, o al menos un enemigo?
—No, ninguno.
Hablaba con calma, con una calma pesada, como el tiempo. Su cara no tenía ninguna expresión, miraba fijamente al comisario y ocultaba muy bien sus emociones, si es que las experimentaba.
Se habría dicho que la larga soledad del domingo le había quitado toda su combatividad.
—Y amigos, ¿tenía?
—Yo no le conocía ninguno tampoco.
—¿Era usted la única persona que recibía en su piso del Quai de la Mégisserie?
—Que yo sepa, sí.
—¿Usted no la invitaba nunca a su casa por teléfono?
—Mi tía no tenía teléfono. Yo siempre le decía que lo pusiera, pero ella nunca quiso ponerlo.
—¿Por qué iba usted a verla?
—Porque era su única pariente.
Seguía llevando aquel traje sastre negro que le daba el aspecto de una persona enlutada.
—¿Usted sabía a qué horas la encontraría en casa?
—Sí.
—¿Conocía usted su manera de emplear el tiempo?
—Sí. Siempre hacía las mismas cosas a la misma hora.
—Por la mañana iba a la compra dentro de su mismo barrio, ¿no?
—Sí.
—Después de comer, si recuerdo bien, echaba una pequeña siestecita sentada en su sillón.
Angèle asintió con un movimiento de cabeza.
—Después, si el tiempo lo permitía, iba al jardín de las Tullerías y se sentaba en un banco.
—Todo esto ya estaba dicho, ¿no?
—Sí, pero tengo razones para repetirlo. Usted no la quería, ¿verdad?
—No.
—Estaba usted ofendida con ella debido a ese mísero billete de cien francos que fue cuanto le dio cuando usted le pidió ayuda porque estaba embarazada, ¿verdad?
—Sí, así es; son cosas que no se olvidan.
—Sin embargo, usted seguía yéndola a ver. ¿Cuántas veces al año solía ir?
—Nunca las conté.
—¿Cuántas veces al mes?
—Una vez al mes. Algunas veces dos.
—¿Siempre iba a la misma hora?
—Casi siempre. Yo termino mi trabajo a las seis. Y ésa era la hora en la que ella solía volver a casa en verano.
—¿Le rogaba que se sentara cuando usted iba a verla?
—No esperaba a que me lo dijera. Me sentaba tranquilamente; al fin y al cabo era mi tía.
—Y usted era su única heredera, ¿no?
—Sí.
—¿Y pensaba usted en esta herencia?
—Sí, sabía que me facilitaría la vida en mi vejez. El oficio de masajista es bastante más pesado de lo que generalmente se cree. Se necesita cierta fuerza física. Dentro de algunos años ya seré demasiado mayor.
—Y mientras tanto le pedía dinero, ¿no?
—De vez en cuando, sí. En mi oficio hay momentos malos. La época de vacaciones es muy dura; todas las clientes se van de París y algunas están fuera hasta dos o tres meses.
—¿Discutían usted y su tía?
—No. Nunca.
—¿No le reprochaba usted nunca su avaricia?
—No.
—¿Pero su tía sabía lo que usted opinaba de ella?
—Supongo que sí.
—¿Y usted sabía que ella guardaba ciertas cantidades en el piso?
—Sí, lo sabía.
—¿Quién tomó el molde de la cerradura?
—Yo no.
—¿Fue su amante, pues?
—Nunca me dijo nada.
—¿Pero le enseñó la llave que se había hecho hacer?
—Yo nunca he tenido llave.
—Ya empieza usted a mentir de nuevo. Usted no sólo tenía la llave del piso, sino que también tenía la del cuartito de su tío Antoine, la de ese cuarto que está al otro lado del pasillo.
Se calló y puso la misma cara que los niños cuando les riñen.
—Tengo que darle una mala noticia, pero tal vez servirá para que cambie usted un poco su declaración. Anteayer estuve en Toulon.
Angèle se estremeció. Angèle sabía, pues, que Marcel estaba en Toulon.
—Para empezar confiese la verdad y díganos bien claro que no se habían peleado; usted no lo puso en la puerta ni mucho menos.
—Piense lo que quiera, es muy libre de hacerlo.
—Esa disputa que, según ambos, sostuvieron motivada por el hecho de que él se quedara en su cama más de la cuenta, era pura comedia interpretada en honor mío.
Angèle no dijo nada.
—Lo encontré en Toulon, usted ya sabía lo que había ido a hacer allí.
—No.
—Sigue mintiendo. Hay allí, a algunos kilómetros de la ciudad, una mansión habitada por un cierto Pepito Giovanni. Es un ex truhán que se ha comprado una buena reputación y que ahora está a la cabeza de una serie de negocios importantes. Supongo que Marcel debía de haber trabajado antes para él, aunque nunca había sido más que un simple engranaje dentro de esa organización.
»Marcel nunca fue un gángster de envergadura. Nunca pasó de ser un simple figurante.
Un relámpago de cólera pasó por los ojos de Angèle, pero no dijo nada.
—¿Está usted de acuerdo con lo que digo?
—No tengo nada que decirle.
—Perdone un momento.
Descolgó otra vez el teléfono. Esta vez, al otro lado del hilo estaba el juez de instrucción.
—Aquí Maigret. ¿Puedo subir un momento?
—Le espero. No se demore porque tengo un interrogatorio dentro de diez minutos.
Dejó a su cliente sola con Lapointe y cruzó la puerta que ponía en comunicación la Policía con el Palacio de Justicia.
—¿Cómo va su investigación?
—No quiero cantar victoria aún, pero espero terminar con ella hoy. El sábado fui a Toulon y allí ocurrieron una serie de acontecimientos. Ahora mismo le hablaré de ellos.
»Para empezar necesito una orden de arresto a nombre de Angèle Louette.
—Es la sobrina, ¿no?
—Sí.
—¿Cree usted que es ella la que ha matado a la anciana?
—Todavía lo ignoro, pero espero que no tardaré en saberlo. Todavía no sé si tendré que servirme o no de esa orden.
—¿Ha comprendido, Gérard? Llene un formulario, por favor.
Cuando Maigret regresó a su despacho, se habría podido creer que los dos personajes que estaban allí eran de cera, Maigret tendió la mano en la que llevaba el papel hacia Angèle.
—Supongo que sabrá lo que esto significa y que comprenderá ahora por qué le he hecho traer una maleta con un poco de ropa.
La masajista ni se movió ni dijo nada.
—Para empezar, vamos a hablar de Marcel. En Toulon lo encontré en un bar, en el Almirante; lo conocía mucho de cuando había estado en la Costa. Conoce muy bien a un tal Bob, el «barman». ¿Le había hablado de él?
Angèle Louette dijo secamente:
—No.
Pero aquellas palabras habían despertado su atención y esperaba el resto con cierta inquietud.
—Un aprendiz como Marcel no va a ver de golpe a un hombre de la importancia de Giovanni sin más ni más. Necesitaba un intermediario, y fue Bob quien se encargó de asumir este papel. Lo que debió decirle a Giovanni no lo sé. Lo que sí sé es que Marcel tenía algo para vender, algo muy importante, ya que el ex jefazo lo recibió al mismo día siguiente por la mañana. ¿Me sigue usted?
—Sí.
—¿Supongo que ya habrá comprendido que estoy hablándole del revólver?
—Nunca vi ese famoso revólver del que usted tanto habla; ya se lo dije mil veces.
—Y siempre ha mentido usted. Giovanni se mostró tan interesado que hasta se guardó el arma. Lo fui a ver un poco después y sostuvimos una conversación muy interesante. Entre otras cosas le conté cuál era el origen del revólver y el papel que Marcel había interpretado en la muerte de su tía.
»Mire, señorita Louette, cuando un gángster se ha retirado de ciertos negocios aunque sólo sea en parte, no quiere verse comprometido.
»Giovanni se dio cuenta de que la posesión de esta arma representaba para él un grave peligro y apenas salí yo de su casa se hizo llevar mar adentro en su yate.
»De modo que el famoso revólver de su tío está ahora a muchos metros de profundidad en el fondo del mar.
Maigret vació la pipa y llenó otra.
—Pero en Toulon han ocurrido otras cosas aún desde que me marché. Me he enterado de ellas por teléfono, me lo contó todo un colega de allá, ayer por la mañana, un poco después de haberla dejado a usted. Pero antes repítame que todo ha acabado entre ese Marcel y usted.
—Espero que me dirá lo que pasó.
—Marcel resultaba un poco comprometedor. Como suelen decir entre ellos, sólo los muertos no hablan.
—¿Ha muerto?
De repente su voz se había alterado.
—Bueno, no creo que eso le importe.
—¿Qué ocurrió exactamente?
—Por la noche le dispararon una bala en plena frente. Del calibre 38, un calibre que casi sólo utilizan los profesionales. Ayer por la mañana lo encontraron flotando en la vieja dársena.
—¿Es una trampa, comisario?
—No.
—¿Lo juraría usted por su mujer?
—Se lo juro.
Entonces las lágrimas empezaron a correr por sus mejillas. Abrió el bolso para sacar un pañuelo.