Capítulo seis

Se dirigió hacia ellos a través de un inmenso salón inundado de luz. Llevaba un traje de seda de color crema y se les acercaba tendiéndoles la mano.

—Buenos días, Marella —le dijo al comisario.

Después, fingiendo haber reconocido a Maigret en aquel momento añadió:

—¡Vaya! ¡Si viene acompañado del señor Maigret! ¡No esperaba tener el honor de recibir su visita, comisario!

Era un hombre guapo y fuerte, sin un ápice de grasa. Debía de tener ya los sesenta años, pero a primera vista no aparentaba más de cincuenta.

El salón estaba puesto con mucho gusto, seguramente había sido obra de un decorador, pero debido a las proporciones tenía un poco el aspecto de un decorado de teatro.

—¿Dónde prefieren que nos instalemos? ¿Aquí o en la terraza?

Sin esperar respuesta los llevó hacia fuera; en la terraza había una serie de sombrillas y unos excelentes sillones.

El mayordomo, vestido con chaqueta blanca, les había seguido y esperaba casi en posición de firmes a que le encargaran algo.

—¿Qué quieren tomar? ¿Qué les parece un Tom Collins? A esta hora creo que es lo que resulta más refrescante.

Maigret dijo que estaba de acuerdo y Marella también asintió.

—Dos Tom Collins, Georges. Para mí lo de siempre.

Estaba recién afeitado y llevaba las manos muy cuidadas y las uñas muy bien arregladas; se notaba el trabajo de la manicura. Parecía estar muy satisfecho.

—¿Llegó usted esta mañana? —le preguntó a Maigret como para empezar la conversación.

Se veía el mar hasta el infinito, un yate con motor se balanceaba en el pequeño puerto privado.

—Llegué con el tren de la noche.

—¿No me irá a decir que vino con el único fin de verme a mí?

—Cuando he llegado a Toulon no sabía ni siquiera que tendría que verle.

—No por ello me siento menos honrado con su visita, comisario.

A pesar de su aire campechano, se notaba en su mirada cierta dureza que en vano trataba de ocultar con su superficial cordialidad.

—Según creo, usted está fuera de su terreno aquí, ¿verdad, comisario?

—Desde luego. Pero mi amigo Marella está en el suyo plenamente.

—Y Marella y yo somos excelentes amigos. ¿Verdad, Marella?

—Desde luego. Y espero que no le pondrá usted dificultades a mi amigo.

—¿Yo? ¡Llevo una vida completamente tranquila! Usted ya lo sabe, comisario. Apenas salgo de casa. Esta villa se ha convertido casi en mi único universo. Sólo la visita de un amigo de vez en cuando o la de alguna chica guapa.

—¿Entre sus amigos se cuenta el Gran Marcel?

Giovanni miró asombrado al comisario y dijo:

—¿Se refiere a ese desgraciado que vino a verme ayer por la mañana?

—Sí, y ése a quien usted recibió.

—Lo recibí porque tengo la costumbre de tender la mano a quien lo necesita. En el pasado yo a veces también necesité ayuda.

—¿Y se la tendió?

El mayordomo volvió con dos vasos grandes, algo empañados de vapor de agua, y otro más pequeño que contenía jugo de tomate.

—Ya me perdonarán, pero tengo la costumbre de no beber nunca nada que tenga alcohol. A su salud.

»Creo que me estaba preguntando algo.

—Sí, le estaba preguntando si había podido ayudar a Marcel.

—Desgraciadamente, no. No tengo ningún puesto libre en ninguno de mis negocios actualmente.

»Como puede usted comprobar, señor Maigret, me he convertido en un importante hombre de negocios, ha corrido mucha agua bajo el Puente Nuevo desde que nos vimos por última vez.

»Poseo doce cines en la Costa, dos en Marsella, uno en Niza, otro en Antibes y tres en Cannes. Eso sin hablar de los que tengo en Aix.

»Tengo también un cabaret en Marsella y tres hoteles, uno de ellos en Menton.

»Todos son negocios perfectamente legales, ¿verdad, Marella?

—Sí.

—Tengo también un restaurante en París, en la Avenida de la Grande-Armée; lo dirige mi hermano. Es un restaurante muy elegante donde se come fabulosamente bien y al que quedan ustedes cordialmente invitados.

Maigret lo miraba con cara imperturbable.

—Ya comprenderá usted, comisario, que no puedo tener sitio en ninguno de esos negocios para un «gigolo» de poca monta como ése.

—¿Le ha dejado el juguete?

Giovanni, a pesar de su gran dominio, acusó el golpe.

—¿De qué juguete habla usted? Me parece que se ha equivocado de persona.

—Usted concedió una entrevista a Marcel porque Bob, por teléfono, le habló de un asunto muy importante, de algo de envergadura internacional.

—No entiendo nada. ¿Ha sido Bob quien les ha explicado esta rocambolesca historia?

—Se trataba de algo que tenía que interesar sobre todo a los americanos.

—¡Pero si yo no tengo nada que ver con los americanos!

—Le voy a explicar una pequeña historia, Giovanni, y espero que sepa sacar buen provecho de ella. Había en París una ancianita frágil y encantadora que empezó a metérsele en la cabeza que en su piso los objetos cambiaban de sitio ligeramente mientras ella estaba en la calle.

—No veo que…

—Un momento, por favor. Esta anciana vino a pedir protección a la P. J. y al principio la consideramos todos una loca. Sin embargo, aun así, yo había decidido ir a verla a su casa aunque sólo fuera para tranquilizarla.

—Creo que leí algo de eso en los periódicos.

—Sí, hablaron un poco del caso, pero sólo le dedicaron unas pocas líneas porque todo estaba muy confuso.

—¿Un puro?

—Gracias. Prefiero mi pipa.

—¿Y usted, Marella?

—Acepto el puro.

Había una caja de habanos sobre la mesa; cogieron uno cada uno.

—Perdone, no tenía la intención de interrumpirle. O sea que usted fue a ver a esa anciana.

—Todavía no he llegado ahí.

—Le escucho.

—La señora tenía una sobrina, no precisamente joven, que tiene marcada predilección por los hombres más jóvenes que ella. Hacía más de seis meses que vivía con ese Marcel a quien usted recibió ayer.

Giovanni empezaba a interesarse.

—La anciana señora fue asesinada antes de que yo tuviera tiempo de ir a hacerle la visita que le había prometido.

—¿Qué tipo de asesinato fue?

—Asesinato por asfixia. Le pusieron un almohadón en la cara. A su edad no pudo resistir mucho tiempo.

—Estoy tratando de encontrar qué relación puede tener todo esto conmigo.

—Ya le he dicho que el Gran Marcel era el amante de su sobrina. Dos testigos han afirmado haberle visto por lo menos una vez en la casa.

—¿Cree usted que fue él quien dio el golpe?

—Él o la sobrina. Cosa que casi vendría a ser lo mismo.

—¿Y qué querían?

—El juguetito.

—¿Qué quiere decir?

—Que deseaban el objeto que Marcel vino a enseñarle.

—¿De qué objeto se trata?

—Usted lo debe de saber mejor que yo, probablemente en estos momentos es usted quien lo tiene en su poder.

—Continúo sin comprender nada.

—Se trata de un revólver. Aunque he de confesarle llanamente que ignoro sus particularidades y qué es lo que lo convierte en algo tan importante.

—Usted ya sabe que yo nunca llevo armas. En mis tiempos juveniles, cuando era un poco bribón, tuve que vérmelas con la policía más de una vez y nunca me pudieron coger por tenencia de armas.

—Ya lo sé.

—Entonces, no veo por qué habría tenido que aceptar quedarme con un revólver que un macarrón de ínfima categoría hubiera podido venirme a ofrecer.

—No tema. No le voy a pedir a mi amigo Marella que registre su casa de arriba a abajo. Es usted lo suficientemente listo como para haber puesto ese objeto a buen recaudo y fuera de nuestro alcance.

—Gracias por el cumplido. ¿Otro Tom Collins?

—Con uno basta, gracias.

Marella no había visto nunca trabajar a Maigret tan a fondo. Hablaba a media voz como si no diera importancia a sus palabras, pero se notaba que cada una de ellas la tenía, y mucha.

—Al venir a verle no esperaba que usted me confesara de qué había tratado la entrevista que ha sostenido con el Gran Marcel. Sólo quería advertirle. Supongo que no debió de decirle que este revólver estaba íntimamente ligado a un asesinato.

»Fue sin premeditación, por supuesto. La anciana señora solía pasar parte de la tarde sentada en un banco de las Tullerías, y por una u otra razón debió de regresar a su casa antes de lo acostumbrado. Sorprendió a su visitante masculino o femenino…

—¿Se refiere usted a la sobrina?

—Sí. Uno u otro cogió el almohadón del sofá y lo retuvo todo el tiempo que fue preciso sobre la cara de la anciana.

»Supongo que se dará cuenta de que ese asunto “internacional” no está de acuerdo con sus actividades actuales, quiero decir que es algo que no encaja con sus cines, hoteles, restaurantes de lujo, etc.

Maigret se calló y se lo quedó mirando tranquilamente. Giovanni estaba algo intranquilo, pero lograba disimularlo bien.

—Le doy las gracias por haberme prevenido. Le aseguro que si ese chico vuelve por aquí lo pondré en la calle inmediatamente.

—No volverá si usted no se lo indica, y yo ya sé que usted no se lo indicará.

—¿Usted sabía todo esto, Marella?

—Sí, desde ayer.

—¿Le ha dicho a su colega Maigret que me he convertido en un hombre de negocios serio e importante, y que estoy en muy buenas relaciones con todas las autoridades de la región, incluido el prefecto?

—Sí, ya se lo he dicho.

—Entonces sólo me resta repetirles que yo no sé nada de este asunto.

Maigret se levantó y lanzó un suspiro.

—Gracias por el Tom Collins.

Marella también se levantó y Giovanni les acompañó hasta la gran escalinata de mármol.

—Ha sido un placer verles, señores, a su disposición.

Maigret y Marella volvieron a subir al coche.

—No vayas muy lejos —le dijo Maigret a Marella cuando salieron de la propiedad—. ¿Debe de haber algún escondite desde el que se pueda ver bien el puerto de la casa de Giovanni, no?

No salieron de Sanary; pararon junto a un bar pintado de azul delante del cual cuatro hombres jugaban a los bolos.

—¿Qué vas a tomar?

—Un vaso de rosado. El Tom Collins me ha dejado un desagradable sabor de boca.

—No comprendo bien qué te traes entre manos —murmuró Marella—. No has insistido nada. Parecía que te estuvieras creyendo todo lo que te decía.

—Tú sabes que no es de los que hablan.

—Cierto.

—¿Y qué puedo alegar yo contra él? ¿Que recibió a un bribón de poca monta porque le llamó un tal Bob que es «barman»? Ni siquiera sé cómo es ese revólver.

—¿Y verdaderamente existe?

—Sí. Y para encontrarlo los visitantes de la anciana dejaron los objetos ligeramente cambiados de posición.

»¿Crees que aunque hubiéramos movilizado a toda la brigada hubiéramos podido encontrar algo en una barraca como aquélla? ¿Crees que Giovanni es tan tonto como para poner el revólver en el cajoncito de su mesita de noche?

»Ya verás cómo lo puso en otro sitio.

Lo vieron un cuarto de hora más tarde. Un hombre con gorra de marino subió al yate y no tardó en oírse el motor.

Algunos momentos después Giovanni bajaba las escaleras que llevaban hasta el pequeño puerto y subía a bordo.

—Es demasiado para él. ¿Comprendes? Quiere deshacerse del juguete. El asunto no le gusta.

El yate se alejó del puerto, y levantando una ola de espuma, se dirigió hacia alta mar.

—Dentro de pocos minutos el revólver estará en el fondo del mar y no habrá ninguna posibilidad de volverlo a encontrar.

—Lo comprendo.

—En suma, todo lo que se podía hacer en Toulon, ya está hecho.

—Supongo que cenarás en casa. Además, puedes, quedarte a dormir. Desde la última vez que te vimos hemos progresado mucho, ahora hasta tenemos habitación de forasteros.

—Gracias, pero volveré a París en el tren de la noche.

—¿De verdad no puedes quedarte?

—No, mañana todavía me espera un día muy cargado.

—¿Trabajo con la sobrina?

—Este entre otros. Continúa haciendo vigilar al Gran Marcel. Y no estaría de más tener vigilado también a este tal Bob, que me parece un tipo muy importante para ser un simple «barman». ¿Tú crees verdaderamente que Giovanni se ha convertido en un hombre honrado de verdad?

—Hace tiempo que trato de averiguarlo. Incluso cuando se retiran siguen conservando cierto discreto contacto con su antiguo medio. Tú mismo acabas de tener ahora una prueba de lo que digo.

El yate blanco, después de haber descrito una amplia curva en el mar, volvía ya hacia el puerto.

—Debe de sentirse mejor ahora que se ha desembarazado de tan molesto «juguete».

—¿Qué vas a hacer hasta que salga el tren?

—Me gustaría volver a ver al Gran Marcel. ¿Crees que tengo probabilidades de encontrarle en el Almirante?

—Es probable que vaya por allí, sí.

Cuando entraron en el bar eran las cinco de la tarde, volvía a ser una hora de poco trabajo. Bob no estaba detrás de la barra, sino sentado delante de una mesa, frente al Gran Marcel.

Éste, al ver a los policías, exclamó:

—¡Otra vez!

—Pues sí, ¡otra vez! Sírvanos una botella de rosado, Bob.

—¿Cuántas veces voy a tener que decirle que yo no maté a la vieja?

—Sea como fuere, el caso es que tú fuiste al Quai de la Mégisserie.

Maigret había empezado a tutearle familiarmente.

—Sigo esperando que lo pruebe. Y también espero que me diga qué habría ido a hacer yo allí.

—A buscar el juguete.

—No entiendo.

—Alguien bastante más listo que tú hace un momento tampoco lo entendía, pero después lo entendió todo perfectamente.

—¿Han ido ustedes a casa de Giovanni?

Marcel se había puesto pálido. Bob se acercó a la mesa con los vasos y la botella.

—¿Qué les ha dicho?

—Conque se trataba de un asunto internacional, ¿eh? Y de gran interés para los americanos por añadidura.

—No sé de qué está hablando.

—No importa, pero te prevengo que es inútil que vayas a casa de Giovanni con la esperanza de que te dé una cantidad más o menos importante.

—¿Ha visto usted a Giovanni? —dijo Bob volviéndose a sentar.

—Acabamos de dejarle.

—¿Y ha confesado que había visto a Marcel?

—Sí, y también que usted le había telefoneado.

Bebía el vino de Provenza a pequeños y golosos sorbos. Dentro de dos horas el tren le llevaría de nuevo a París.

Maigret se volvió de nuevo hacia Marcel.

—Si no has sido tú quien ha matado a la vieja, te aconsejaría que me dijeras toda la verdad y que volvieras conmigo a París.

Las largas manos de Marcel se habían crispado. Estaba muy nervioso.

—¿Qué opinas tú, Bob?

—¿Yo? Eso no es cosa mía. Doy la mano a un amigo si veo que la necesita, pero nada más. Yo de esa historia no sé nada.

—¿Y por qué tengo que volver a París? —preguntó Marcel.

—Para ir a la cárcel.

—Pero ya le he dicho…

—Ya lo sé, ya lo sé. Que no eres tú el que ha matado a la anciana. Pero si ha sido la sobrina quien lo ha hecho, igualmente te la vas a cargar por supuesta complicidad.

—¿O sea que me aconseja que salga de Toulon para hacerme arrestar en París?

—Es posible que te resulte más insano Toulon que París todavía.

Marcel miró astutamente a Maigret.

—No, comisario. No soy ingenuo hasta ese punto. Si tiene usted una orden de arresto, muéstremela y lléveme. Pero usted sabe muy bien que no lo puede hacer, porque no tiene pruebas, fuera de esos testigos fantasmas que lo único que vieron fue a un hombre con un traje a cuadros.

—Como quieras.

—¡No me seduce quedarme a la sombra varios años!

Fue Marella esta vez quien pagó las consumiciones. Después se quedó mirando la hora en su reloj de pulsera.

—Vamos, Maigret, aún te queda tiempo de venir a saludar a mi mujer. Así verás mi nueva casa.

Estaba fuera de la ciudad, en un lugar elevado. La casita no era grande, pero era bonita y resultaba acogedora.

Un chico de unos quince años estaba cortando el césped del jardín, y la máquina zumbaba como una mosca monstruosa.

—Ya conoces a mi hijo Alain.

—Lo vi cuando era un bebé.

—Pues el bebé ha crecido, como ves.

Entraron en el salón, que era en realidad un gran «living-room». La señora Marella salió de la cocina con un rodillo en la mano.

—¡Oh! Perdona, no sabía que traías a un invitado —dijo riendo.

Maigret la besó en ambas mejillas. Se llamaba Claudine, y no recordaba haberla visto nunca sin una sonrisa en los labios.

—Supongo que te quedarás a cenar con nosotros. Estoy preparando una tarta de fresas precisamente.

—No, no se queda. Vuelve a París en el tren de la noche.

—¿Hace tiempo que estás aquí, Maigret?

—Desde esta mañana.

—¿Y ya te vas hoy?

—Sí, ya me puedo marchar hoy, gracias a tu marido que me ha prestado una gran ayuda.

—¿Qué quieres tomar? Me he dado cuenta de que el vino de Provenza no te disgusta precisamente. Tengo uno en la bodega que es bastante mejor que el del Almirante, te lo aseguro.

Pasaron casi una hora hablando de todo un poco. El chico de quince años, Alain, vino a estrechar la mano del comisario.

—¿No has ido al Instituto?

—¿Se olvida usted de que hoy es sábado?

Era verdad. Maigret lo había olvidado. Los acontecimientos de la semana se habían encadenado de tal modo que no había contado los días.

—¿En qué curso estás?

—En tercero.

—¿Quieres seguir la misma carrera que tu padre?

—¡Oh, no! Nunca se sabe a qué hora volverá, y cuando se acuesta nunca se sabe si van a llamarle al cabo de un minuto por teléfono.

Maigret se sentía melancólico. También a él le habría gustado tener un hijo, aunque no quisiera ser policía.

—Bueno, ¡en marcha! No quiero perder el tren.

—Te llevaré a la estación.

Instantes después se alejaban del chalet. Claudine, desde la escalera de la entrada, les despedía con la mano.

Cuando el taxi se detuvo en el bulevar Richard-Lenoir, casi desierto los domingos por la mañana, el ruido de la puerta al cerrar bastó para que la señora Maigret se precipitara hacia la ventana.

Cuando él llegó arriba de la escalera, ella ya lo estaba esperando en el rellano.

—Creía que pasarías la noche en Toulon. ¿Por qué no me has llamado diciendo que volvías?

—Para darte una sorpresa.

Con un pañuelo atado alrededor de la cabeza, su mujer estaba terminando de arreglar la casa.

—¿Estás muy cansado?

—Nada. He dormido estupendamente.

—¿Quieres que te prepare un baño?

—Perfecto.

Se había afeitado en el tren, como lo hacía siempre antes de llegar a París.

—¿Has obtenido los resultados que deseabas?

—Más o menos. A propósito, Marella y Claudine me han dado recuerdos para ti. Se han hecho una casita muy mona en las afueras de la ciudad.

—¿Claudine sigue siendo tan alegre?

—No ha cambiado nada. El único que ha cambiado es el niño, que ahora ya es todo un hombre con voz de bajo incluso.

—¿Tienes todo el día libre?

—Casi. Más tarde tendré que salir un momento.

Mientras se llenaba la bañera llamó a la P. J. y una vez más era el bueno de Lucas quien estaba de guardia.

—¿Nada nuevo en el Quai?

—Nada de particular, jefe.

—¿A quiénes tienes disponibles?

—A Neveu, a Janin, a Lourtie…

—No continúes. No necesito tantos. Diles que se las arreglen como sea para conseguir que durante todo el día y toda la noche haya alguien vigilando la casa de Angèle Louette, la masajista, que está en la calle Saint-André-des-Arts. No tienen necesidad de ocultarse. Atención, tiene coche.

Se quedó un buen rato sumergido en el agua espumosa mientras su mujer le preparaba el café. Hacia las nueve y media, bajó y cogió un taxi, que hizo detener en la esquina de la calle Saint-André-des-Arts. Era Janin el que estaba de guardia; el comisario le estrechó la mano.

—Voy a subir a verla y es muy posible que lo que voy a decirle le haga entrar ganas de desaparecer.

—No tenga miedo. Estaré despierto. Ya estamos de acuerdo Neveu y yo. En lugar de hacer muchas horas cada uno, nos relevaremos cada tres, y la próxima noche Lourtie nos ayudará un poco.

Maigret subió la escalera, llamó a la puerta y ésta se abrió casi en seguida.

Angèle Louette llevaba su traje sastre negro y se estaba poniendo el sombrero.

—¡Otra vez usted! —le gritó a la cara—. ¿No puede dejarme tranquila ni un día?

—¿Iba a salir?

—Me parece que salta a la vista, ¿no? No voy a ponerme el sombrero para barrer la casa.

—He vuelto ya de Toulon.

—¿Y a mí que me importa eso?

—Puede interesarle y mucho. Su amante fue allí en coche, y ayer sostuve una entrevista con él.

—Él y yo ya no tenemos nada en común.

—¡Sí tienen! Porque ha sido él el que se ha encargado de negociar con Giovanni.

Angèle no pudo impedir que un ligero temblor la agitara.

—La entrevista resultó un fracaso, su tía murió inútilmente. ¿Sabe usted dónde está el revólver actualmente? En el fondo del Mediterráneo, a decenas o tal vez a centenares de metros. ¿Marcel no la ha llamado para ponerla al corriente?

—Si me hubiera llamado diciendo que iba a venir usted, no me habría encontrado en casa, téngalo por seguro.

—¿Adónde va ahora?

—A misa, si desea saberlo. Y si eso le extraña, peor para usted.

—Tengo algo importante que decirle. Tiene que ir a mi despacho mañana por la mañana a las nueve. Le recomiendo que no se retrase. Le recomiendo también que se lleve una maleta con sus objetos personales y algo de ropa; es posible que la retengamos cierto tiempo.

—¿Quiere esto decir que va a arrestarme?

—Es algo que muy bien podría ocurrir. Eso no dependerá de mí, sino del juez de instrucción. Una palabra más y podrá marcharse. Hace ya una hora que está vigilada y lo estará hasta mañana, hasta la hora en que entre en mi despacho.

—Le detesto.

—No esperaba menos de usted.

Cuando Maigret bajaba la escalera la oyó andar a grandes pasos por el pasillo de su casa hablando vehementemente sola.

—¿La conoces? —le preguntó a Janin.

—No.

—Voy a enseñártela porque va a bajar de un momento a otro.

Todavía permaneció en casa unos diez minutos. Cuando salió vio a los dos hombres en la acera y tuvo un sobresalto.

—Es fácil de reconocer, como ves. Si fuera boxeador sería un peso pesado.

Maigret volvió a su casa a pie, en la paz soleada de aquella mañana de domingo. Se estaba preguntando qué harían por la tarde. A veces cogían el coche, que conducía la señora Maigret, pero no le gustaba conducir en domingo, sobre todo por los alrededores de París.

No importaba lo que iban a hacer. Incluso cuando se contentaban con andar uno al lado de otro por la acera, no se aburrían nunca.

—Llegas cinco minutos tarde. Tu amigo Marella acaba de llamar. Me ha dicho que le llames lo antes posible a su número particular. Al parecer, tú ya lo tienes.

La señora Maigret miraba atentamente a su marido.

—¿No te sorprende que te llame un domingo por la mañana habiéndole visto ayer por la noche?

—Si he de decirte la verdad ya lo esperaba.

Llamó a Toulon y minutos después Marella estaba al otro lado del hilo.

—¿Has tenido buen viaje?

—Después de haberme bebido tu vino de Provenza dormí como un bebé.

—Supongo que ya debes haber adivinado para qué te he llamado.

—¿Qué le ha ocurrido?

—Esta mañana a las siete lo han sacado de las aguas del puerto.

—¿Una puñalada?

—No. Una bala del 38 en plena frente.

Se produjo un pequeño silencio. Los dos hombres seguían el curso de sus pensamientos.

—Le dabas un buen consejo cuando le decías que se fuera contigo a París. Pero quiso pasarse de listo. Creyó que estabas mintiendo y que algo iba a sacar del asunto de todos modos.

—Supongo que Giovanni es intocable.

—Ya puedes imaginar que ha tomado sus buenas precauciones. Me atrevería a asegurar que el asesino no sabe ni para quién ha trabajado. Las instrucciones debieron de ser dadas a través de un intermediario seguro.

—¿Tienes alguna idea de quién puede haber sido?

—Tengo demasiadas ideas. En la Costa tenemos a más de veinte capaces de haberlo hecho. Hay muchas probabilidades de que hayan ido a buscar a alguien de Niza, de Cannes o de Marsella. Seguro que este tipo ya no está en Toulon. Se las habrá arreglado bien para que nadie lo viera.

Marella pareció reflexionar unos momentos.

—Es muy posible que caiga en nuestras manos, pero quizá será dentro de cuatro o cinco años y probablemente debido a otro caso completamente distinto.

—Aquí ocurre lo mismo. Gracias por haberme puesto al corriente. ¿Estabas presente cuando le han vaciado los bolsillos?

—Sí. Nada de particular. Dos mil francos en la cartera, el carnet de identidad y el permiso de conducir. El carnet gris estaba en el coche, lo tuvo aparcado toda la noche delante del hotel Cinco Continentes.

»Llevaba también algo de moneda y una llave.

—Te agradecería que me la mandaras.

—Ahora mismo te la mandaré. También llevaba un pañuelo, cigarrillos y chicle.

—¿Has abierto la maleta?

—Sí, un traje de cuadros negros y blancos, ropa interior. Ningún papel. Sólo una novela barata de portada multicolor.

—¿Ninguna agenda con números de teléfono?

—No. Pero es posible que yo no haya sido el primero en registrarle. Según el médico, la muerte tuvo lugar alrededor de la una de la mañana. Pero todavía no lo sé seguro, porque no se hará la autopsia hasta esta tarde.

—¿Está muy enfadada conmigo Claudine?

—¿Por qué iba a estarlo?

—Porque por mi culpa has perdido toda la mañana del domingo.

—Está en la cocina. Me está diciendo que te salude a ti y a tu mujer. Como este caso no me concierne, he dejado a mi adjunto que se encargue de él.

—¿Has vuelto a ver a Bob?

—No. Espero que no le ocurra lo mismo. Me molestaría porque ha tenido siempre buena conducta aquí.

—No creo que le ocurra nada, debe de resultarle demasiado necesario a Giovanni.

—Estás pensando lo mismo que yo. Tiene que haber alguien que sirva de enlace entre Giovanni y los demás truhanes.

—Y Bob te parece muy bien situado para eso, ¿verdad?

—Claro. ¡Adiós, buenos días!

—¡Adiós! Y gracias por la importante ayuda que me has prestado.

Maigret colgó de nuevo el teléfono.

—¿Te ha dado una mala noticia? —le preguntó la señora Maigret viéndole, preocupado.

—Profesionalmente tendría que decir que es una noticia excelente. Han matado a un tipo en Toulon, y con ello nos evitamos tenerlo que detener y llevarle ante el juzgado. Es un «gigolo» que vivía de una mujer de cincuenta y cinco años; resultaba sospechoso de haber cometido un asesinato, o de ser cómplice al menos.

—¿Del de la anciana?

Sí, del de la anciana del sombrero y los guantes blancos. A Maigret aún le parecía estar viéndola en el Quai des Orfèvres, mirándole con ojos brillantes de admiración y esperanza.

La anciana señora había muerto. Y ahora el Gran Marcel también. Y el objeto que aquella pareja había buscado con tanto interés, el famoso revólver que estaba en un lugar tan sencillo como era el cajón de la mesita de noche, se había perdido para siempre.

—¿Qué has preparado para comer?

—Estofado de ternera.

A las doce y media Maigret puso un momento la radio, que no dijo nada del asesinato de Toulon.

—¿No crees que hace demasiado buen tiempo para ir a encerrarnos en un cine?

—¿Tienes alguna idea?

—Ya veremos cuando estemos fuera.

Ella le cogió del brazo, como siempre, y se dirigieron hacia los muelles. Por eso pasaron por delante del muelle de la Mégisserie, el pajarero tenía las puertas de la tienda cerradas.

—¿En qué piso fue?

—En el primero.

—Algunos sacarán provecho de eso.

—¿Qué quieres decir?

—Que los que puedan alquilar el piso se sentirán muy satisfechos. Desde aquí se goza de una de las mejores vistas de París.

Continuaron paseando y no tardaron en llegar a las Tullerías.

—¿Y si nos sentáramos un momento? —propuso Maigret.

Haciendo aquello conseguía ver cumplido un anhelo que tenía desde el día anterior. No recordaba que se hubiera sentado nunca en un banco público. No habría estado muy lejos de pensar incluso que no servían para nada, a no ser de cama para los mendigos o de lugar adecuado para sentarse los enamorados.

Tardaron bastante en encontrar un banco libre. Todos estaban ocupados y no sólo por ancianos. Había bastantes madres jóvenes, que vigilaban a sus críos, sentadas en ellos. Un hombre de unos treinta años estaba leyendo un libro de biología.

—Se está bien, ¿verdad?

Unos pequeños vaporcitos de velas blancas surcaban el agua limpia del estanque.

—¡No te mojes, Hubert! ¡No te inclines tanto que vas a caerte en el agua!

Todo aquello resultaba tranquilizador. La vida vista desde aquel lugar parecía algo simple y sin complicaciones.

La anciana había ido allí asiduamente, siempre que el tiempo lo permitía. Una señora en aquel momento estaba dándoles migas de pan a las palomas, lo mismo debía de haber hecho la señora Antoine de Caramé.

—¿Ha sido por eso por lo que has querido venir aquí?

—Sí —le confesó Maigret—. Además, tenía ganas de sentarme en un banco aunque sólo fuera por una vez en mi vida.

Añadió en seguida:

—Contigo, claro.

—Tienes muy poca memoria.

—¿Ya nos habíamos sentado antes?

—Sí, cuando éramos novios nos sentamos una vez en un banco de la plaza Vosges. Fue allí donde me besaste por primera vez.

—Tienes razón. Me está fallando la memoria. De buena gana te daba ahora otro beso, pero la verdad es que aquí hay demasiada gente.

—Y además ya no es muy propio de nuestra edad, ¿verdad?

No fueron a cenar a casa. Fueron a cenar a un restaurante que les gustaba mucho de la plaza Victoires.

—¿Nos quedamos en la terraza?

—No se lo aconsejo —les dijo el «maître»—. El aire no tardará en refrescar, y por la noche todavía resulta imprudente cenar fuera.

Saborearon a placer la molleja de ternera; era deliciosa, después comieron unas chuletitas de cordero muy tiernas y finalmente un pastel de fresas.

—Resulta verdaderamente extraño —dijo la señora Maigret.

—¿El qué?

—Que tengas casi un día entero para dedicármelo a mí. Estoy casi segura de que mañana me vas a llamar diciendo que no vienes a comer.

—Es muy posible. E incluso muy probable. Tengo que enfrentarme con el gendarme.

—¿Es así como llamas a esa pobre mujer?

—Una pobre mujer que probablemente ha matado a su tía.

—¿No habrá sido premeditada esa muerte supongo?

—No.

—Probablemente al verse descubierta se azaró y no supo lo que hacía.

—¿La defiendes?

—No, pero he pensado bastante en ella. Me dijiste que era fea.

—Sí, no tiene demasiados encantos que digamos.

—Y de joven ya debía de ser así también, ¿verdad?

—Desde luego.

—Y como los hombres no le hacían la corte, tuvo que actuar de otra manera con ellos.

—Serías un buen abogado.

—¡Cincuenta y cinco años! Esa edad me dijiste que tenía, ¿no? Es muy probable que considerara a ese Marcel como el último, se debía sentir desesperadamente unida a él.

—Todavía debe sentirse igual, porque aún no sabe que ha muerto.

—¿No crees que tratará de huir?

—Hay un inspector situado continuamente delante de su puerta.

—No me gustaría estar en tu lugar mañana por la mañana.

—También yo preferiría estar en otro lugar, no creas.

Pero era su deber. Y Angèle Louette no era el tipo de mujer que inspirara piedad precisamente.

La señora Maigret comprendió el curso que habían seguido los pensamientos de su marido cuando éste dijo:

—Es curioso, el hijo de Marella no quiere ser policía.

¿Qué le habría aconsejado él a su hijo si hubiera tenido uno?

Ambos se levantaron y otra vez cogidos del brazo se dirigieron hacia el bulevar Richard-Lenoir. Estuvieron un buen rato callados.