Capítulo cinco

El hotel era estrecho y alto y estaba impregnado de fuertes olores. Maigret subió hasta el cuarto, llamó a la puerta que le habían indicado casi torpemente.

Una voz adormilada le gritó:

—¡Entre!

Las persianas estaban bajadas y la habitación estaba a oscuras.

—Estaba seguro de que sería usted.

El muchacho saltó de la cama completamente desnudo y se ató una toalla alrededor de los riñones. Entre las sábanas había una chica morena, vuelta hacia la pared, de la que sólo se veían los cabellos esparcidos sobre la almohada.

—¿Qué hora es?

—El entierro ya hace un buen rato que ha terminado.

—Se habrá usted preguntado por qué no he ido, ¿verdad? Espere a que me lave los dientes y la boca. Tengo la garganta seca, un poco de resaca sólo.

Llenó el vaso con el agua del lavabo y se lavó la boca.

—Fue una lástima que se marcharan tan pronto ayer. Luego hubo un ambiente colosal. Llegaron tres ingleses con guitarras y estuvimos improvisando durante casi dos horas. Con ellos iba una chica muy mona. Es ésa que está ahí.

»Esta mañana no me he visto con ánimos de levantarme para ir al entierro de la vieja. No resulta muy gentil por mi parte tal vez, pero tampoco me seducía demasiado encontrarme con mi madre.

»¿Ya tiene el botín?

—¿Qué botín?

—Las economías de mi tía-abuela. Debía de tener mucho porque no gastaba casi nada. Su segundo marido también ahorraba mucho. Por fin va a poderse hacer mi madre con su anhelada casita.

Entreabrió la ventana, que dejó entrar un rayo de sol. La chica gruñó, dio la vuelta y dejó al descubierto un seno desnudo.

—¿Su madre piensa comprarse una casa?

—Sí, una casita en el campo para ir a pasar allí los sábados y domingos; una casita donde poder retirarse luego, cuando sea vieja. Hace años que piensa en eso. Trató de que la anciana le prestara el dinero necesario, pero no lo consiguió nunca. Le ruego que me disculpe, pero no tengo nada que ofrecerle.

—No se preocupe. He subido porque pasaba por aquí.

—¿No ha encontrado el revólver?

—No. El Gran Marcel se ha ido.

—¡Caray! ¡Mi madre debe de estar medio loca!

—Ha sido ella quien lo ha puesto en la puerta. Salió hacia Toulon. Al parecer, tiene allí buenos amigos.

—Ahora tendrá que buscarse otro. No puede pasar ni tres días sin un hombre y además se va aficionando cada vez más a la botella; eso debe resultar caro.

Su cinismo no era agresivo. Incluso se habría dicho que se notaba en él cierta dulzura, tal vez la nostalgia de una vida de familia que no había conocido.

—No se vaya de París sin advertirme. Mi investigación está muy lejos de haber terminado, todavía puedo necesitarle.

El muchacho señaló la cama con un movimiento de barbilla:

—Como ve ya tengo en qué ocuparme.

Maigret volvió a la calle Saint-André-des-Arts. Los hombres de la Identidad Judicial le estaban esperando.

—Ya hemos terminado, jefe. No hay nada de importancia. Trajes, casi todos oscuros, ropa interior, medias y zapatos. Debe de tener la manía de los zapatos, hemos encontrado ocho pares.

Angèle Louette estaba allí, sentada en un sillón, como indiferente a todo.

—La nevera está muy bien provista. Aunque vive sola, por lo visto se prepara buenas cosas. Hay fotografías también, sobre todo fotografías de ella y un niño, de cuando ella era mucho más joven. También hemos encontrado un cuaderno de cuentas donde anota lo que le han entregado y lo que le deben sus clientes.

—Te olvidas de lo principal —dijo el segundo perito interviniendo.

El otro se encogió de hombros.

—¡Dudo mucho que eso quiera decir nada! Encima del armario hay polvo y en medio de ese polvo, una mancha de aceite o grasa. Del tipo que suele emplearse para las armas.

Angèle intervino:

—Nunca ha habido armas en esta casa.

—Y, sin embargo, estas huellas son recientes. En el cubo de la basura he encontrado un papel grasiento que sirvió para envolver un revólver.

—En ese caso era Marcel quien lo tenía y quien se lo ha llevado.

Maigret subió a una silla para ver la mancha con sus propios ojos.

—La espero en el Quai des Orfèvres a las tres.

—¿Y mis clientes? ¿Cree usted que no tengo nada que hacer?

—Le mandaré una citación oficial.

Cogió un impreso amarillo que llevaba en el bolsillo y lo rellenó.

—He dicho a las tres.

Lapointe esperaba pacientemente. Fueron andando hasta el pequeño coche negro que estaba aparcado a más de trescientos metros. Los hombres de Moers también se marcharon.

—¿Tiene teléfono?

—Sí.

—Quizá se aprovechará de que está sola en el piso para llamar a Toulon. ¿Entre las fotos había alguna de la anciana?

—Tres o cuatro de hace mucho tiempo. Hay una de un hombre bigotudo que ella me ha dicho que era de su tío Antoine.

Maigret se fue a comer a su casa. Su mujer no le preguntó mucho más que la víspera; sólo le preguntó algo acerca del entierro.

—¿Había gente?

—Aparte de la sobrina, sólo estábamos Lapointe y yo. Han rezado un responso a toda marcha. Se habría dicho que todo el mundo tenía prisa por acabar cuanto antes con ella.

Cuando regresó al despacho, Janvier le dijo:

—El comisario Marella ha llamado de Toulon; ha dicho que le llame usted en cuanto pueda.

—Póngame en comunicación con él.

Minutos después estaba hablando con él.

—¿Marella?

—Sí. Te llamaba para decirte que ayer tu Marcel llegó aquí muy tarde y se fue inmediatamente al bar del Almirante. Me reconoció y me saludó discretamente mientras se sentaba en el bar. Bob y él hablaron a media voz un momento, pero yo no pude oír nada porque el tocadiscos estaba puesto muy alto.

—¿No había nadie más con ellos?

—No. En cierto momento Bob se encerró en la cabina telefónica para hacer una llamada. Cuando acabó, parecía satisfecho e hizo un gesto que traduje por un:

«¡Todo va bien!».

—¿Eso es todo?

—No. El tal Marcel ha alquilado una habitación en el Hotel de los Cinco Continentes, en la avenida de la República. Se ha levantado a las nueve de la mañana y ha cogido el coche para ir a Sanary. ¿Eso no te dice nada?

—No.

—Ahí es donde vive Giovanni, el mayor de los dos hermanos: Pepito.

A los hermanos Giovanni durante mucho tiempo se les había considerado los verdaderos jefes de todos los truhanes que trabajaban en la costa. Marco, el más joven, vivía en Marsella. Pepito tenía en Sanary una lujosa villa en la que vivía a todo confort.

Los habían cogido unas diez veces al menos y siempre se habían visto obligados a soltarles por falta de pruebas.

Ahora se dedicaban a beber y a vivir como unos ricos burgueses retirados.

—¿Se ha quedado Marcel mucho tiempo en la villa?

—Casi una hora. Después, ha vuelto al bar del Almirante y más tarde se ha ido a comer a un restaurante italiano de la ciudad vieja.

—¿Había estado antes en comunicación con los Giovanni?

—Que yo sepa no.

—Bien, hazme vigilar a Pepito. Me gustaría saber por dónde anda; acuérdate de decirme también si recibe en su villa a alguien que no sea alguno de sus habituales amigos.

—Así lo haré. ¿Va bien tu caso?

—Empieza a dibujarse mejor alguna pista, pero aún no me lleva a ninguna parte. En cuanto acabe con esto creo que iré a despejarme un poco bajo el sol en algún lugar de tu sector.

—Será un placer volverte a ver por aquí. ¿Cuánto tiempo hace que no nos hemos visto?

—¿Diez años? ¿Doce? Desde el caso Porquerolles.

—Sí, ya me acuerdo. Hasta pronto, Maigret.

Habían ingresado juntos en el Quai des Orfèvres y durante más de dos años habían hecho la calle, luego les había tocado hacer las estaciones y más tarde los grandes almacenes. Los dos eran entonces muy jóvenes y solteros.

El viejo Joseph trajo la citación que Maigret había dejado a Angèle por la mañana.

—Hágala entrar.

Estaba más pálida, más nerviosa que de ordinario. ¿Era el ambiente de la Policía Judicial lo que la impresionaba?

—Siéntese.

Le señaló una simple silla que había delante de su despacho y abrió la puerta de los inspectores.

—¿Quieres venir, Lapointe? Trae un bloc.

El joven Lapointe le servía a menudo de taquígrafo. Se instaló en una esquina de la mesa con el lápiz en la mano.

—Como ve, esta vez se trata de un interrogatorio oficial. Todo lo que diga va a ser registrado y luego firmará usted su declaración. Le preguntaré cosas que ya le he preguntado otras veces, pero sus respuestas esta vez quedarán transcritas.

—En suma, que usted me considera la sospechosa número uno.

—Sospechosa simplemente. Sin número. Usted no quería a su tía.

—Se contentó con darme un billete de cien francos el día que le dije que estaba encinta.

—O sea que usted le reprocha su avaricia.

—Era una egoísta. No se ocupaba de los demás. Y estoy segura de que si se volvió a casar fue sólo por cuestión de dinero.

—¿Tuvo una juventud difícil?

—Nada de eso. Su padre tenía bastante dinero. La familia vivía cerca de los jardines de Luxemburgo y las dos chicas, mi madre y mi tía, pudieron ir a buenos colegios. Sólo cuando ya era bastante mayor mi abuelo empezó a hacer negocios y lo perdió todo.

»El que fue su primer marido iba a menudo a casa de mis abuelos. Durante mucho tiempo creían que iba por mi madre. Creo que hasta ella lo creía. Pero a fin de cuentas fue mi tía la que se lo llevó.

—¿Y su madre qué dijo?

—Se casó con un empleado de banco que tenía muy mala salud. Murió joven y mi madre se puso a trabajar en una casa de comercio de la calle Paradis.

—Llevaban ustedes una vida muy modesta, ¿no?

—Sí.

—¿Su tía no las ayudaba?

—No. No sé exactamente por qué escogí el oficio de masajista. Tal vez porque había una en la casa donde vivíamos y siempre la veía ir a casa de los clientes en su coche.

—¿Tiene coche usted también?

—Sí, un 2 CV.

—¡Para ir a su casita de campo cuando la tenga!

Angèle frunció las cejas.

—¿Quién le ha hablado de eso?

—Qué importa. Al parecer usted siempre ha soñado con tener una casita en el campo no lejos de París para ir a pasar los fines de semana.

—No veo que pueda haber en eso ningún mal. Es el sueño de mucha gente, ¿no cree? Era el de mi madre también, pero se murió antes de verlo realizado.

—¿Cuánto espera heredar usted de su tía?

—Cuarenta o cincuenta mil francos. No lo sé exactamente. Hablo sólo por lo que ella decía. ¿Tenía más?

—En suma, que si usted continuó frecuentándola fue sólo por lo de la herencia.

—¡Si usted lo dice! De todas maneras era la única familia que me quedaba. ¿Ha vivido usted solo, señor Maigret?

—¿Y su hijo?

—Apenas lo veo, sólo viene cuando tiene problemas. No me quiere nada.

—Reflexione bien antes de contestar a la pregunta que voy a formularle y no olvide que todas sus respuestas quedan cuidadosamente apuntadas. ¿Iba usted a menudo a casa de su tía estando ésta ausente?

Tuvo la impresión de que Angèle palidecía, pero no por eso perdió su sangre fría.

—¿Me permite fumar?

—Desde luego. Lamento no poder ofrecerle cigarrillos.

Sobre la mesa de su despacho sólo había pipas, seis pipas alineadas por orden de tamaño y en perfecto orden.

—Le he hecho una pregunta.

—Repítamela, por favor.

Maigret se la volvió a repetir con toda calma.

—Depende de lo que usted entienda por ir a su casa. A veces lo que ocurría era que yo llegaba antes de que ella regresara al Quai de la Mégisserie. En ese caso la esperaba.

—¿En el piso?

—No. En el rellano.

—¿Esperaba mucho tiempo?

—Depende, si tardaba demasiado me iba a recorrer un poco la calle o me entretenía mirando los pájaros sobre todo.

—¿A su tía nunca se le ocurrió la idea de darle una llave de su casa?

—No.

—¿Y si de repente se hubiera encontrado indispuesta?

—Mi tía estaba persuadida de que eso no le ocurriría nunca. No se desvaneció ni una sola vez en toda su vida.

—¿La puerta nunca estaba abierta?

—No.

—¿Ni siquiera cuando estaba en casa?

—No. Siempre la cerraba.

—¿De quién desconfiaba?

—De todo el mundo.

—¿Comprendida usted también?

—No lo sé.

—¿Le daba alguna muestra de afecto cuando iba a su casa?

—No. Se limitaba a decirme que me sentara. Me preparaba café e iba en busca de algunas pastas secas que guardaba en un bote de metal.

—¿No le preguntaba por su hijo?

—No. Supongo que lo debía de ver bastante a menudo, tal vez más a menudo que yo incluso.

—¿No habló nunca de desheredarla?

—¿Por qué me habría tenido que desheredar?

—Volvamos a la puerta cerrada. La cerradura comprobé que era de un modelo muy sencillo. No habría sido nada difícil tomar un molde.

—¿Y para qué?

—Dejémoslo. Vuelvo a lo mismo con una variante. ¿No estuvo ni una sola vez en el piso?

—No.

—¿Lo ha pensado bien?

—Sí.

—Su tía habría podido salir un momento para ir a comprar algo, para ir a comprar galletas, por ejemplo algún día que se hubiera encontrado con que las había acabado.

—Nunca ocurrió tal cosa.

—¿De manera que usted nunca tuvo ocasión de abrir los cajones?

—No.

—¿No había visto usted nunca su libreta de ahorros?

—Sí, la vi un día que ella fue a buscar algo a la cómoda, pero ignoro cuánto tenía en ella.

—¿Y su cuenta del banco?

—No tengo ni la menor idea de lo que tenía en el banco. A decir verdad hasta ignoraba que tuviera una cuenta en el banco.

—Pero usted sabía que ella tenía dinero.

—Lo suponía.

—Algo más que sus ahorros.

—¿Qué quiere usted decir? No le entiendo.

—No importa. ¿Le pidió usted alguna vez dinero?

—Una sola vez, ya se lo expliqué. Cuando estuve encinta, ya le dije que me dio cien francos.

—Me refiero a una época más reciente. Usted deseaba tener una casita en el campo, ¿no? ¿No se le ocurrió nunca pedirle dinero para poder tenerla pronto?

—No. Por la manera como está hablando, comisario, se ve a la legua que no la conocía.

—La vi una vez.

—Y, como todo el mundo, la consideró usted una encantadora viejecita, de dulce sonrisa y tímidos ademanes. Nada de eso; en realidad, era dura como el acero.

—¿Posee usted alguna bufanda con líneas o cuadros rojos?

—No.

—¿No hay en el sofá del salón del piso de su tía un almohadón de rayas rojas?

—Es posible. Sí, creo que sí.

—¿Por qué se peleó ayer por la mañana con su amante?

—Porque cada vez resultaba más insoportable.

—¿Qué entiende usted por eso?

—Cuando encuentro a un hombre no le pido un certificado de buena conducta, pero Marcel se pasaba. No buscaba trabajo. Habría podido emplearse en algún bar más de diez veces y nunca lo hizo.

»Prefería vivir en mi casa sin dar golpe.

—¿Conocía a su tía?

—No se me había ocurrido presentársela, naturalmente.

—¿Pero sabía que existía?

—Sí, supongo que alguna vez le había hablado de ella.

—Y le notificó también que estaba en posesión de un magnífico botín, ¿no?

—No acostumbro a hablar en esos términos.

—Está bien, o sea que Marcel sabía dónde vivía y lo que poseía.

—Es probable.

—¿Le vio usted alguna vez en el Quai de la Mégisserie?

—No, nunca.

—Pues estuvo por allí, dos personas al menos lo vieron.

—En ese caso sabe usted más que yo.

—¿Hablaron alguna vez de matrimonio?

—No. Desde que tengo a mi hijo jamás se me ha ocurrido esta idea. Tomo de los hombres lo que deseo y basta. ¿Comprende lo que quiero decir?

—Perfectamente. Hablemos del revólver ahora.

—¿Otra vez?

—Tiene que estar en algún sitio y me he jurado a mí mismo que tengo que encontrarlo. Durante algún tiempo estuvo en el cajón de la mesita de noche. Usted me ha dicho, sin embargo, que ignoraba tal cosa y que a su tía le daban miedo las armas de fuego.

—Es verdad.

—Pero aun así tenía esa arma al alcance de la mano, lo que indica, entre paréntesis, que no era tan indiferente al peligro como pretende usted hacernos creer.

—¿A dónde trata de llegar con todo esto?

Maigret llenaba lentamente su pipa.

—Esta mañana hemos encontrado en su casa huellas de ese arma, durante cierto tiempo estuvo oculta encima del armario de su cuarto.

—Eso lo dice usted.

—Los peritos nos lo confirmarán. O la puso usted allí o fue su amante.

—No me gusta esta palabra.

—¿Le molesta?

—Resulta inexacta, no había amor entre nosotros.

—Supongamos que a él se le hubiera ocurrido ir al Quai de la Mégisserie.

—¿Para matar a mi tía?

—Para encontrar eso que a usted no le gusta oír pronunciar, «el botín». La anciana señora vuelve, se encuentra frente a frente con él, y él se sirve del almohadón del sofá para matarla.

—¿Y por qué se tenía que llevar el revólver? ¿Y por qué habría tenido que ir a ocultarlo después encima del armario para llevárselo luego a Toulon?

—¿Cree usted que se lo ha llevado?

—Si realmente existe, tiene que estar en algún sitio. Desde luego, yo no estuve en casa de mi tía la tarde en que la mataron. Y estoy segura de que Marcel tampoco fue. Tal vez es lo que se suele llamar un bala perdida, pero no es un asesino. ¿Tiene usted que preguntarme algo más aún?

—¿Se ha ocupado usted ya de la herencia?

—Todavía no. Tengo que ir a ver al notario ahora precisamente, es el marido de una de mis clientes. De no ser así, no habría sabido dónde encontrar uno.

Se levantó con evidente satisfacción.

—¿Cuándo tengo que volver para firmar esto?

—¿Se refiere usted a su declaración? ¿Cuánto tardarás, Lapointe?

—Una media hora.

—Ya lo ha oído. Hasta entonces aguarde en la sala de espera.

—¿No puedo marcharme y volver en otro momento?

—No. Quiero terminar cuanto antes con esto. Ya verá al notario un poco más tarde, no se preocupe, esta noche ya será más rica de lo que es ahora, tendrá algunas decenas de miles de francos más. ¿Piensa usted ir a vivir al piso de su tía?

—Con el mío me basta.

Se dirigió hacia la puerta con el cuerpo erguido y salió sin añadir una palabra más.

Cogió el tren de la noche y tuvo la suerte de ir solo en su compartimento del coche-cama. Tan pronto como estuvo en Montélimar y empezó a salir el sol, se despertó, siempre que iba al Midi le ocurría lo mismo.

Montélimar era para él la frontera donde empezaba Provenza y a partir de aquel momento ya no se quería perder nada del espectáculo. Le gustaba todo, la vegetación, las casas de un rosa pálido o de un azul de lavanda, de tejas cocidas y recocidas por el sol y los pueblos llenos de verdeantes plátanos, con bastante gente ya en los bares.

En Marsella, mientras el tren maniobraba en la estación Saint-Charles, se quedó escuchando el cantarín acento del país; todo le parecía más agradable.

Hacía mucho tiempo que no había ido a la Costa con su mujer, y se estaba diciendo que en las próximas vacaciones iría. ¡Pero entonces ya sería pleno verano, la época de mayor gentío!

Algunos kilómetros más y se encontraba ya uno con el mar del mismo azul que el de las tarjetas postales, con los pescadores inmóviles dentro de sus barcas.

El comisario Marella estaba ya en el andén de la estación y le hacía grandes ademanes de bienvenida.

—¿Por qué no vienes más a menudo por aquí? ¿Cuántos años hace que no habías estado en Toulon?

—Hará unos diez años, ya te lo dije por teléfono. ¿No te molestará que haya venido a invadir tu terreno, supongo?

—¡Hombre, no faltaría más!

Maigret estaba fuera de su jurisdicción. Aquí era Marella el jefe. Su amigo tenía el pelo negro, era más bien bajo y muy movedizo. Desde la última vez que lo había visto había engordado algo, lo que le daba un aire más burgués.

Antes lo mismo se le habría podido tomar por un gángster que por un policía. Los gángsters también tienen tendencia a engordar, pero a esta edad normalmente ya suelen haberse retirado de los negocios.

—¿Quieres tomar un café?

—Pues sí. He tomado uno en el tren, pero era muy malo.

—Entonces será mejor que crucemos la plaza.

La plaza relucía bajo los rayos de un sol ya caluroso. Entraron en un café-restaurante y se sentaron en el bar.

—¿Qué me cuentas?

—Nada, chico. Es un caso desesperante en el que tengo la impresión de estar naufragando. ¿Dónde está Marcel en este momento?

—En su cama. Ha estado de juerga gran parte de la noche con algunos amigos en el restaurante Víctor, frente al Port-Marchand. Todos eran pequeños truhanes. Hacia las doce algunas chicas han ido a reunirse con ellos.

—¿Lo habías conocido tú cuando estuvo antes aquí?

—Vivió poco tiempo en Toulon, su estancia más larga fue de dos años. Los truhanes de aquí no se lo toman muy en serio, lo consideran un poco como un simple aficionado.

—¿Quién es ese Bob que le sirve de intermediario?

—El «barman» del Almirante. Sabe nadar y guardar la ropa. Ni yo ni mis hombres lo hemos podido pescar nunca.

—¿Y los hermanos Giovanni?

—Aquí sólo hay uno, el mayor, Pepito. El otro, según me han dicho, vive en los alrededores de París. Pepito compró una magnífica villa a una anciana dama americana que quiso ir a morir a su país. Es la mejor casa de Sanary, tiene hasta un puerto particular donde tiene el yate. Ve a muy poca gente y casi nunca a antiguos colegas. Más bien da la impresión de que quiere hacerse olvidar. Sin embargo, no lo pierdo de vista. Él lo sabe perfectamente y cuando nos encontramos por la calle me hace siempre un amplio y cordial saludo.

—Me estoy preguntando qué habrá ido a hacer Marcel a su casa.

—Yo también siento verdadera curiosidad. Y más teniendo en cuenta que este Marcel nunca trabajó con él.

—¿En qué hotel se hospeda?

—En el Cinco Continentes, avenida de la República, a dos pasos de la Prefectura Marítima.

Sólo eran las ocho de la mañana.

—¿Vienes conmigo a verle? Eso te dará una vaga idea del caso. Se pondrá furioso al ver que le despertamos tan temprano.

Maigret no cogió habitación porque pensaba poder marcharse aquella misma noche. Marella se hizo dar el número de la habitación de Marcel, subieron los dos y llamaron con fuerza a la puerta. Tardaron bastante tiempo en oír una voz soñolienta que contestaba a su llamada:

—¿Qué ocurre?

—La Policía.

Era Marella el que había contestado. Marcel, con los pies descalzos y vistiendo un pijama arrugado, llegó tambaleándose hasta la puerta, que entreabrió ligeramente.

—¡Vaya! ¡Usted otra vez! —gruñó al descubrir a Maigret—. Bueno, ya que el comisario Marella viene con usted…

Descorrió las cortinas, encendió un cigarrillo y apartó un pantalón que ocupaba uno de los sillones.

—¿Se puede saber qué habré hecho ahora?

—Nada nuevo, probablemente.

—Para empezar —le dijo Marella dirigiéndose a Marcel—, ayer por la tarde fuiste a ver a la Bella María. ¿No sabías que estaba encerrada?

—No.

—La cogí la semana pasada y esta vez la cosa es seria, tráfico de drogas. Y tiene otros socios fuera. Y tú no eres de aquí.

—Gracias por el tuteo. Hace mucho tiempo que la conozco, por eso quería verla. ¿Y usted, señor Maigret? ¿Por qué se tomó la molestia de hacer tan largo viaje habiéndonos visto anteayer?

—Tal vez para llevármelo de nuevo a París.

—¿Estará bromeando, supongo?

—Para empezar hay lo de la llave.

—¿Qué llave?

—La del piso de la anciana. ¿Quién tomó el molde de la cerradura? Es un trabajo que Angèle no sería capaz de hacer bien.

Marcel no dijo nada.

—¡Dejémoslo! Ya hablará delante de un taquígrafo y ya firmará luego la declaración.

—Pero ¡maldita sea! ¿Qué tengo que ver yo en toda esa historia? Vivía con el gendarme, de acuerdo, mientras esperaba encontrar algo mejor, no lo oculto, y estoy muy satisfecho de haberla dejado y de haberme ido.

—Dos personas al menos le han reconocido.

—¿Qué?

—Sí, gracias a una foto que guardamos en nuestros expedientes, o mejor dicho en los de la Mundana.

—¿Y quiénes son esas dos personas?

—El pajarero de los bajos y la inquilina que vive enfrente de la vieja. Casi la hizo caer al suelo al bajar a toda marcha las escaleras con la cabeza baja y además usted, finamente, hasta le pidió perdón.

—Deben de haber soñado los dos.

—Llevaba usted el mismo traje a cuadros que llevaba ayer.

—Hay trajes de ésos en todos los almacenes. En París debe de haber unos cuantos miles de ellos.

—Si no llevaba la llave tuvo que hacer saltar la cerradura, ¿no?

—¿Va a durar esto mucho?

—No lo sé. ¿Por qué?

—Porque diría que me subieran café y un par de «croissants».

—Hágalo.

Llamó al camarero y encargó lo que había dicho.

—Le aseguro que no hice saltar ninguna cerradura y que ni siquiera sé cómo se hace tal cosa.

—¿Cuándo le habló ella del revólver?

—¿Quién?

—Sabe perfectamente a quién me refiero: Angèle. No habría adivinado usted solo que había un revólver en el piso de la anciana.

—Ignoraba hasta que existiera la tal anciana.

—Falso. La misma Angèle lo admitió y lo firmó en su declaración; dijo que le mostró las ventanas del piso de su tía y que añadió que algún día iba a heredar sus bienes.

—¿Y usted la ha creído? ¿No sabe que miente hasta cuando respira?

—¿Y usted?

—Yo le digo la verdad. No quiero que me cuelguen por equivocación, sólo porque tengo la mala suerte de que la policía sospecha siempre de mí. La prueba, esa foto que encontró usted en la Mundana y de la que ni siquiera me acuerdo.

El camarero trajo el café y los «croissants», y un agradable olor se esparció por toda la habitación. Sentado ante una mesita, con el pijama aún puesto y los pies descalzos, Marcel empezó a comer.

Marella lanzó una ojeada a Maigret como pidiéndole permiso para intervenir.

—¿Qué le has contado a Bob?

—¿Cuando llegué anteayer por la noche? Simplemente, él me habló de sus cosas y yo de las mías. Es un viejo compañero y hacía mucho tiempo que no nos habíamos visto.

—¿Cuál de los dos?

—¿Qué quiere decir?

—¿Cuál de los dos pensó en Giovanni?

—Tal vez yo. Yo le conocía de antes. Todavía era un chiquillo cuando él vivía en Montmartre.

—¿En ese caso por qué no has sido tú el que ha ido a llamar por teléfono?

—¿Y por qué tenía que ir a llamarle por teléfono?

—Para solicitar una entrevista con él. Ha sido Bob el que lo ha hecho. ¿Qué le has contado tú antes?

—No sé de qué me habla.

—¡No te hagas el imbécil! Tú sabes muy bien que no se va a llamar sin ton ni son a la puerta de Giovanni, y más cuando uno es sólo un «gigolo» sin empleo como tú. Ayer fuiste a verle y estuviste hablando con él más de una hora.

—Hablamos un poco, es cierto. ¿Y qué?

—¿De qué hablasteis?

El truhán empezaba a ponerse nervioso. No le gustaba el cariz que estaba tomando la entrevista.

—Digamos que le estaba preguntando si podía encontrarme algún trabajo para mí. Posee varios negocios, todos legales. Habría podido necesitar un hombre de confianza.

—¿Y qué? ¿Te ha empleado?

—Tiene que pensarlo, me dijo que me daría la respuesta dentro de unos días.

Marella se quedó mirando de nuevo a Maigret para indicarle que él ya había terminado.

—Ya ha oído lo que mi colega Marella acaba de decirle. Dará instrucciones a su brigada, pasará usted por allí y repetirá oficialmente todo lo que acaba de decirnos. En cuanto la declaración esté mecanografiada, la firmará.

»Trate de no olvidarse de nada de lo que concierne a Bob y a Giovanni.

—¿Es preciso que lo mencione a él también?

—¿Acaso ha mentido?

—No, pero no le gustará que haya hablado de él a la Policía.

—No hay modo de hacerlo de otra forma. No puede salir de Toulon hasta que le demos permiso.

—Muy bien. Y si no encuentro trabajo, ¿me pagarán ustedes el hotel, supongo?

—Posiblemente te ofreceremos cambiar de pensión y te llevaremos a otro hotel —dijo Marella—. Estarás muy bien allí y a la sombra además.

Los dos hombres salieron de nuevo a la avenida.

—No sé si no me habré metido en lo que no me importaba —dijo Marella con cierta inquietud.

—Al contrario. Me has prestado un gran servicio. Te agradecería que hicieras lo mismo con Bob.

Sólo tenían que cruzar la avenida. El bar, que estaba en la esquina, entre un muelle y una calleja estrecha por donde no podían pasar ni los coches, se llamaba el Almirante. En la acera había cuatro mesas cubiertas de manteles a cuadros. En contraste con el sol de fuera, que el agua todavía hacía reverberar más, el interior parecía sombrío y en él reinaba un agradable frescor.

Un «barman» con nariz aplastada de boxeador y orejas anchas estaba ocupado lavando los vasos. A aquella hora no había ni un cliente, un camarero estaba arreglando el local.

—Buenos días, comisario. ¿Qué le sirvo?

Se dirigía a Marella, a Maigret no lo conocía.

—¿Tiene usted vino de Provenza? —preguntó Marella.

—Rosado embotellado.

—Dos rosados. O una botella, da igual.

Los dos estaban muy satisfechos. Bob ya no lo estaba tanto.

—Oye, Bob, ayer tuviste una visita, ¿no?

—Aquí, señor, no son visitas lo que faltan precisamente.

—No hablo de ningún cliente. Hablo de alguien que vino expresamente de París para verte.

—¿Para verme a mí?

—Bueno, para pedirte un favor.

—No sé qué favor podría hacerle.

—¿Hace tiempo que le conoces?

—Siete u ocho años.

—¿Está fichado?

—No ha estado nunca en la cárcel. Su expediente judicial está aún virgen.

—¿Y el tuyo?

—No, usted lo sabe muy bien.

—¿Qué quería?

—Estaba de paso y vino a charlar un poco conmigo.

—Te pidió que llamaras.

—¡No te hagas el imbécil! Uno de mis hombres estaba aquí y te vio meterte en la cabina mientras él esperaba. Duró bastante la charla, por cierto. Estaba nervioso. Pero cuando tú volviste a tu sitio y le hablaste, pareció tranquilizarse.

—Se trataba de María; la quería volver a ver.

—¿Vive en Sanary ahora?

—Claro que no.

—No te conviene nada callarte, Bob. Tú llamaste a Pepito Giovanni. Habías trabajado antes con él. Conseguiste que recibiera a tu amigo Marcel. Cosa que es un triunfo porque Giovanni no recibe a cualquiera y menos en su casa. ¿Qué le dijiste?

—¿A Giovanni? Que aquí había un amigo mío que buscaba trabajo.

—¡No!

—¿Por qué dice usted que no?

—Porque sabes muy bien que no dijiste eso. El primero que se reirá de esta mentira será Giovanni cuando se la cuente.

—Le dije que tenía un asunto importante entre manos, un asunto completamente legal.

—¿Te enseñaron el juguete?

—No.

—¿Sabes de qué se trata?

—Marcel no me lo dijo. Sólo me dijo que era un asunto de mucho, muchísimo dinero. Un asunto internacional que interesaría sobre todo en América.

—Eso empieza a marchar mejor, acabaré creyéndote y todo. ¿Giovanni dijo que sí?

—Me dijo que quería ver a mi amigo ayer a las tres.

—¿Eso es todo?

—Recomendó que le trajera el juguete y que no fuera nadie más con él.

El vino rosado estaba fresco y en su punto. Maigret escuchaba aquel diálogo con una ligera sonrisa en los labios. Sentía un gran aprecio por Marella, si se hubiera quedado en París quizás actualmente estaría ocupando su sitio en el Quai des Orfèvres, pero él estaba más en su elemento en Toulon; había nacido en Niza y conocía a todos los sinvergüenzas y a todas las chicas de mala reputación desde Menton a Marsella.

—¿Quieres preguntarle algo más, Maigret?

Bob frunció las cejas.

—¿Este señor es el comisario Maigret?

—Sí. Y es con él con quien corres el riesgo de tenerte que enfrentar.

—Le ruego que me disculpe por no haberle reconocido. —Al ver que Maigret abría su cartera se apresuró a decir—: No, no. Es a cuenta de la casa, señor.

—Nada de eso.

Maigret dejó un billete de diez francos sobre la mesa.

—Supongo que tan pronto como vea que hemos salido va a llamar a Giovanni, ¿no?

—Ni hablar, a no ser que usted me lo mande. No tengo ningún interés en ponerme en contra de usted o del comisario Marella.

De nuevo estaban a pleno sol entre marineros de cuello azul y borla roja.

—¿Quieres que vayamos a ver a Giovanni, o prefieres ir solo?

—Prefiero ir contigo, naturalmente.

—En ese caso mejor será que vayamos primero a mi despacho a buscar el coche.

Cruzaron La Seyne; había un navío medio demolido, después vieron el cabo de Sanary en el que se levantaba una amplia mansión.

—Es su casa. En el caso de que no le haya telefoneado Bob, lo habrá hecho Marcel; seguro que nos espera. Con éste va a ser más duro.