Capítulo cuatro

La placa de marmolita de la puerta del hotel anunciaba:

«Habitaciones amuebladas, al día, a la semana o al mes. Todo confort».

La mayoría de los inquilinos las alquilaban por meses, y el confort consistía en un lavabo en cada habitación y un cuarto de baño cada dos pisos.

A la derecha de la entrada, había un despacho con una serie de casilleros y varias llaves colgadas de ellos.

—¿El Gran Marcel está en casa?

—¿El señor Marcel? Sí, acaba de entrar precisamente. Su coche todavía está delante de la puerta.

Era un descapotable de color rojo, de un modelo de varios años atrás. Pero aun así dos chicos que pasaban por la calle se lo quedaron mirando con envidia y empezaron a hablar entre sí como si discutieran la velocidad que debía de ser capaz de alcanzar.

—¿Hace mucho tiempo que vive aquí?

—Más de un año. Es un huésped muy agradable.

—Si no me equivoco, no debe dormir muchas veces en su habitación, ¿no?

—Vuelve casi siempre por la mañana, porque trabaja de noche. Es «barman» de un cabaret.

—¿Se trae chicas consigo?

—Pocas veces. Además, eso no es cosa mía.

El dueño era un tipo gordo, con papada, y calzaba unas viejas y deshilachadas zapatillas.

—¿Qué piso?

—Segundo. Habitación 23. Espero que eso no nos vaya a traer complicaciones a nosotros. Le he reconocido. No me gusta ver a la policía en casa.

—Lo tiene usted todo en regla, ¿no?

—Con ustedes nunca se sabe.

Maigret subió seguido de Lapointe. Un letrero colgado al pie de la escalera decía:

«Limpíese los pies, por favor».

Y en caracteres distintos trazados a mano podía leerse:

«Está prohibido cocinar en las habitaciones».

Maigret conocía aquel tema perfectamente. Aquel letrero no iba a conseguir impedir que los huéspedes tuvieran cada uno su hornillo de alcohol para recalentarse los platos que compraban ya preparados en la charcutería más cercana.

Llamó al 23. Oyó pasos, y la puerta se abrió bruscamente.

—¡Vaya! —exclamó extrañado el Gran Marcel—. ¡Ya están ahí!

—¿Esperaba nuestra visita?

—Cuando la policía empieza a meter la nariz en algún sitio, ya se puede estar casi seguro de que se les vuelve a ver a ustedes.

—¿Preparando la marcha?

Había una maleta encima de la cama y otra en el suelo. El ex «barman» empezó a meter trajes y ropa interior en ella.

—Sí, corto el hilo. Ya estoy harto.

—¿De qué?

—De esta hembra que habría tenido que hacerse militar.

—¿Se han peleado?

—Un poco. Me ha llamado de todo porque estaba aún en la cama cuando han llegado ustedes. Yo no soy ningún masajista y no tengo que ir a horas fijas a sobar a la gente a domicilio.

—Todo esto no explica el porqué se cambia de hotel.

—No sólo cambio de hotel, cambio también de población, me voy a Toulon. Allí tengo amigos, verdaderos amigos que me encontrarán trabajo en seguida.

Maigret vio dentro de una de las maletas el traje que había visto un poco antes en el armario de la calle Saint-André-des-Arts. El otro, el Gran Marcel lo llevaba puesto. Se llamaba Montrond, pero nadie le llamaba así, incluso Angèle le llamaba Marcel.

—¿Es de usted el coche rojo que está delante de la puerta?

—Sí, no vale demasiado; tiene casi diez años, pero todavía le saco jugo.

—Naturalmente, se va usted en coche y por carretera.

—Eso es. A no ser que a usted se le ocurra la ideíca de impedírmelo.

—¿Y por qué iba a impedírselo?

—Con la policía nunca se sabe.

—Una pregunta. ¿Puso usted los pies en el piso del muelle de la Mégisserie?

—¿Qué habría ido a hacer yo allí? ¿A presentarle mis respetos a la vieja?

»—Buenos días, señora. Soy el amante de su sobrina. Como estoy en un mal paso, vivo a cuenta de ella, porque su sobrina siempre necesita un hombre. Es una zorra y hay que andarse con cuidado con ella.

Continuaba haciendo sus maletas, iba sacando objetos de los cajones.

Sacó de uno de ellos una máquina de retratar. También cogió un tocadiscos.

—¡Bueno! En cuanto usted se haya ido, me voy.

—¿Tiene usted alguna dirección donde pueda encontrarle en Toulon si le necesito?

—Sí, le bastará con escribirme al bar del Almirante, Quai de Stalingrado. Escríbame a nombre de Bob, el «barman», es un antiguo compañero. ¿Cree usted que todavía va a necesitarme?

—Eso nunca puede saberse.

Antes de que cerrara las maletas, Maigret revolvió un poco con la mano, pero no encontró nada comprometedor.

—¿Cuánto le ha sacado?

—¿A quién? ¿Al gendarme? Quinientos francos. Pero he tenido que prometerle que volvería en seguida. Nunca se sabe lo que quiere. Tan pronto me trata como a un perro y me pone en la puerta, como al cabo de pocos minutos empieza a gemir diciendo que no puede vivir sin mí.

—Buen viaje —le dijo Maigret suspirando mientras se dirigía hacia la puerta.

Al pasar por delante del dueño del hotel le dijo:

—Me parece que está a punto de perder un cliente.

—Ya me ha avisado. Se va al Midi y estará allí unas semanas.

—¿Se queda con la habitación?

—No, pero ya le tendremos otra guardada para cuando vuelva.

Los dos hombres regresaron a la P. J. Maigret llamó inmediatamente a Toulon.

—Quisiera hablar con el comisario Marella. Aquí, Maigret, de la P. J.

Inmediatamente reconoció la voz de su colega. Habían ingresado en el cuerpo casi a la vez; ahora Marella era jefe de la P. J. de Toulon.

—¿Qué tal? ¿Cómo estás?

—No del todo mal.

—¿Conoces el bar del Almirante?

—¡Cómo no! Es uno de los lugares de cita de toda clase de sinvergüenzas.

—¿Conoces a uno llamado Bob?

—Sí, es el «barman». Les sirve de correo.

—Esta noche o mañana, un tal Marcel Montrond llegará ahí. Posiblemente irá inmediatamente al Almirante. Quisiera que lo hicieras seguir.

—¿De qué es sospechoso?

—De todo y de nada. No sé nada aún. Está más o menos mezclado con un caso que me trae negro.

—¿El de la anciana del muelle de la Mégisserie?

—Sí.

—Un caso muy raro, ¿no? Sólo sé de él lo que han dicho los de la radio y lo que pone el periódico, pero me parece un caso muy misterioso. ¿Ya has atrapado a ese jovencito de la guitarra?

—Sí. Pero no creo que esté mezclado en el caso. Lo malo es que nadie parece estar mezclado en este asunto; no encuentro ninguna razón lógica para que mataran a la anciana…

—Ya te tendré al corriente. ¿Ese Marcel de quien hablas es el Gran Marcel acaso?

—Sí.

—Es un «gigolo», ¿no? Ha estado varias veces por ahí, por la Costa Azul. Siguiéndole a él siempre se descubre algo.

—Gracias. Hasta pronto.

El teléfono sonó casi inmediatamente.

—¿El comisario Maigret?

—Aquí Angèle Louette. Le llamo para decirle que he puesto a ese pájaro en la puerta.

—Ya lo sé. Ha salido hacia Toulon.

—Créame, ese tipo no es de los que a mí me gustan. No volveré a cometer equivocación semejante.

—¿Qué tiene usted en contra de él?

—Que viva continuamente a costa de las mujeres y que se pase la mitad del día en una cama que no es suya. No se quería marchar, he tenido que darle dinero para que se fuera.

—Ya lo sé.

—¿Encima se jacta de ello?

—Claro, la llama a usted «el gendarme», se lo digo a título de curiosidad.

—Quería decirle también que el entierro tendrá lugar mañana por la mañana. El cuerpo será llevado esta tarde a la casa de la Mégisserie. No habrá velatorio porque mi tía no conocía a nadie. El entierro tendrá lugar mañana a las diez.

—¿Será un entierro por la iglesia?

—Sí, se rezará un responso en Notre-Dame-des-Blanc-Manteaux. ¿No ha descubierto nada aún?

—No.

—¿Tiene usted la dirección de mi hijo?

—Sí, me la ha dado.

—Me gustaría avisarle. A lo mejor, a pesar de todo, quiere venir al entierro de su tía-abuela.

—Vive en el Hotel des Îles y del Bon Pasteur, en la calle Mouffetard.

—Gracias.

Maigret conocía la impaciencia de los jueces de instrucción, y poco después cruzaba la puerta que separa la P. J. del Palacio de Justicia.

En los pasillos donde se alineaban los despachos de los magistrados, había varios clientes y testigos o sospechosos en casi todos los bancos; algunos de los que esperaban entre dos gendarmes iban esposados.

El juez Libart y su secretario estaban solos en el despacho.

—Bueno, bueno, señor comisario, ¿cómo va nuestro pequeño caso?

Hablaba de él casi alegremente y se frotaba las manos.

—He querido dejarle trabajar en paz. ¿Ha logrado algún resultado?

—Ninguno.

—¿Ni siquiera hay nadie sospechoso?

—Nadie en particular. Y ni una pista, sólo sé que el asesino buscaba algo cuando fue sorprendido por la anciana señora.

—¿Dinero?

—No lo creo.

—¿Joyas?

—No habrían dado casi nada por todo lo que ella poseía.

—¿Algún maníaco?

—No creo. ¿Por qué un maníaco habría ido a escoger aquel piso precisamente? ¿Y por qué habría ido varias veces antes de que se cometiera el crimen por la tarde?

—¿Algún asunto de familia? ¿Algún heredero con demasiada prisa?

—Es posible, pero improbable. Su única heredera es una sobrina que es masajista y que se gana muy bien la vida.

—Parece usted desanimado.

Maigret trató de sonreír.

—Perdone. Es un mal momento éste. El entierro tendrá lugar mañana.

—¿Irá usted?

—Sí. Es una vieja costumbre, y a menudo me ha servido para hallar una pista.

Fue a comer a su casa. La señora Maigret, tras haberle visto la mala cara que traía, evitó hacerle ninguna pregunta. Andaba casi de puntillas. Le había preparado fricando, uno de sus platos preferidos.

Cuando volvió al Quai des Orfèvres, Lapointe llamó a la puerta de su despacho.

—Pase.

—Perdone, jefe. ¿Qué tengo que hacer?

—Nada. Lo que quieras. Si tienes alguna idea…

—Quisiera volver a visitar al pajarero. Él siempre ve pasar a la gente que entra y sale. Tal vez preguntándole mucho conseguiría despertar en él algún recuerdo olvidado.

—Bueno.

Le ponía furioso encontrarse así, sin resorte, sin imaginación. Los mismos pensamientos volvían a acudir a su mente con insistencia, pero no conducían a ninguna parte.

Para empezar, la anciana señora Antoine no estaba loca.

¿Por qué entonces había andado dando vueltas por el Quai des Orfèvres antes de decidirse a ver a la policía? ¿Sospechaba de alguien?

¿Se daba cuenta acaso de que la gente no le haría caso si se quejaba de que los objetos que tenía en casa cambiaban ligeramente de lugar cuando ella no estaba?

Y, sin embargo, era verdad. Habían registrado el piso varias veces.

¿Qué buscaban?

Dinero no, acababa de decírselo al juez de instrucción. Joyas tampoco, le había dicho al juez exactamente lo que pensaba.

Pero no cabía duda de que buscaban algo lo suficientemente importante como para haberse decidido a matar a la anciana.

¿Había logrado encontrar al fin lo que buscaba? ¿Se disponía a marcharse con su botín cuando ella llegó algo más temprano de lo que habitualmente solía hacerlo?

¿Qué podía tener una anciana, viuda por dos veces, que vivía modestamente, para que le quitaran hasta la vida?

Maigret estaba haciendo difuminados dibujos sobre una hoja de papel. De pronto se dio cuenta de que la figura que estaba dibujando se parecía algo a la anciana.

Hacia las cinco empezó a ahogarse en su despacho y se fue al Quai de la Mégisserie. Se había llevado una fotografía del Gran Marcel que había encontrado en los archivos de la brigada mundana.

La foto era mala, los rasgos resultaban más duros que en la realidad, pero se podía llegar a reconocer perfectamente al personaje. Empezó por la portera.

—¿Ha visto alguna vez a este hombre?

La mujer tuvo que ir a ponerse las gafas, las tenía sobre el aparador.

—No sé qué decirle, hasta cierto punto me parece que su cara me resulta familiar. Pero hay tanta gente que se parece…

—Mire bien la foto. Si lo ha visto tendría que ser hace poco.

—Es su traje a cuadros lo que más me llama la atención. He visto un traje como éste hace una o dos semanas, pero no podría decir dónde.

—¿Recuerda si lo vio aquí? ¿En la portería?

—No lo creo.

—¿En el patio? ¿En la escalera?

—Francamente, no lo sé. Ese joven inspector también me ha venido a interrogar hace poco. Pero no puedo inventar. ¿Sabe que ya la han traído?

—¿A quién, a la señora Antoine?

—Sí. Su sobrina está arriba. Ha dejado la puerta entreabierta y ha encendido dos cirios, uno a cada lado de la cama. Algunos inquilinos han entrado y han rezado una corta oración. Si hubiera tenido a alguien que me hubiera podido reemplazar mañana, habría ido al entierro, pero estoy sola. Tengo a mi marido desde hace tres años en un manicomio.

Maigret volvió a encontrarse en la acera, delante de las jaulas de pájaros. Caille hijo lo reconoció en seguida.

—¡Toma! Ahora mismo acabo de recibir la visita de uno de sus inspectores, de aquel tan joven.

—Ya lo sé. ¿Quiere mirar esta fotografía?

El hombre la miró y movió ligeramente la cabeza, la miró primero de cerca y luego de lejos.

—No puedo decir que lo reconozco. Pero hay algo que me resulta familiar.

—¿El traje?

—No precisamente. La expresión de la cara. Parece que se está burlando de la gente.

—¿No será alguno de sus clientes?

—No, seguro que no.

—¿Quiere preguntárselo a su padre, por favor?

—Lo haré, pero tiene muy mala vista ahora.

Cuando volvió movió la cabeza negativamente.

—No lo reconoce. La verdad es que mi padre se pasa la mayor parte del tiempo en el interior de la casa, sólo se interesa por sus peces y sus pájaros. Los quiere tanto que casi, si se atreviera, me diría que no los vendiera.

Maigret entró en la casa y subió hasta el primer piso. La mujer que vivía enfrente del piso de la anciana salía de su casa en aquel momento con una bolsa de la compra en la mano.

—Está ahí —dijo casi en un susurro señalando la puerta entreabierta.

—Ya lo sé.

—La entierran mañana. Al parecer, su primer marido tenía un nicho en el cementerio Montparnasse y había dejado dicho en el testamento que la enterraran a su lado.

—¿A quién le había hablado de esto?

—A su sobrina tal vez. Y a la portera. Decía que Ivry estaba demasiado lejos, que se sentiría perdida entre tantas tumbas.

—Quisiera enseñarle algo. ¿Puedo entrar en su piso?

El piso estaba en orden, era más sombrío que el de la anciana, porque cerca de las ventanas había un árbol.

—¿Ha visto alguna vez a este hombre?

Y de nuevo sacó la pequeña fotografía que le habían hecho al Gran Marcel los de la Identidad Judicial.

—¿Es alguien que conozco?

—No lo sé. Por eso se lo pregunto.

—Desde luego, yo he visto a ese hombre. Y no hace mucho tiempo. Fumaba un cigarrillo. Me estaba preguntando qué le encontraba a faltar y era eso: el cigarrillo.

—Piénselo antes de contestar. No se precipite.

—No le vi en ninguna tienda. Ni en el patio.

Se le notaba que trataba de recordar todo lo que le fuera posible sobre aquel hombre.

—¿Supongo que eso debe de ser importante?

—Sí.

—¿Tiene algo que ver con la señora Antoine?

—Probablemente.

—Mi declaración podría perjudicarle, ¿verdad?

—Es muy posible.

—Supongo que comprenderá por qué no me atrevo a ser más categórica. No quisiera que por mi culpa tuviera preocupaciones un inocente.

—Si es inocente ya lo sabremos.

—No siempre lo descubren. A veces se cometen errores judiciales. ¡Bueno! En realidad, recuerdo que aquel día yo salía…

—¿Qué día?

—No lo recuerdo. Era la semana pasada. Iba a buscar a la niña al colegio.

Una niña de doce años poco más o menos estaba haciendo sus deberes en la habitación contigua.

—Eran un poco menos de las cuatro, pues, ¿no?

—No sé si era al mediodía. Es lo que trataba de recordar. No, no, debían de ser las cuatro porque recuerdo que llevaba la bolsa de la compra, y es a esa hora cuando salgo a comprar lo de la cena. Mi marido no viene a comer, y al mediodía mi hija y yo comemos poco.

»Bajaba la escalera sin mirar demasiado delante de mí, y tropecé con alguien. Subía los peldaños de cuatro en cuatro. Estuvo a punto de tirarme al suelo. Por eso me acuerdo.

»Se volvió y me preguntó si me había hecho daño. Le contesté que no, que no era nada.

—¿No sabe usted en qué piso se detuvo?

—No. Yo tenía prisa. A mi hija no le gusta que la haga esperar delante de la escuela, y tal y como está ahora la circulación no me atrevo a dejar que vuelva sola.

Maigret suspiró. ¡Por fin aparecía un ligero destello de esperanza!

Momentos después empujaba la puerta de la habitación mortuoria y se quedaba mirando fijamente la cara de rasgos finos de la anciana a la que todos habían tomado por una loca.

Las cortinas estaban echadas casi del todo, y la habitación permanecía en la penumbra. Sólo una mancha de sol temblorosa aparecía en el suelo. Dos cirios encendidos, colocados uno a cada lado de la cama, acababan de dar a la habitación un aspecto insólito.

Angèle Louette estaba allí, inmóvil, silenciosa en un sillón. Durante un momento, a Maigret le pareció que estaba dormida. Fue al mirarla por segunda vez cuando se dio cuenta que tenía sus oscuros ojos fijos en él.

Permaneció un momento piadosamente recogido delante de la difunta, y luego pasó al salón donde volvió a encontrar la tranquilizadora luz del sol. Tal y como suponía, Angèle Louette le había seguido.

Tenía los rasgos más duros que nunca.

—¿Qué ha venido usted a hacer aquí?

—He venido a presentar mis últimos respetos a su tía.

—Confiese que eso es lo que menos le interesa. Y lo mismo digo de los inquilinos, pero aun así ha habido dos que ya han venido a hacerme una visita. Conque volvió usted a ver a ese pinta de Marcel, ¿eh?

—Se marchó hacia Toulon en su coche.

Maigret se dio cuenta de que aquello la había hecho sobresaltarse.

—¡Menos mal! Con lo que me costó ponerlo en la puerta. ¿Sabe usted que tuve que darle quinientos francos para que saliera de mi piso?

—Puede usted presentar una denuncia de extorsión.

—Eso tal vez será lo que haga, sobre todo si trata de volver…

—¿Sabía usted que estuvo aquí la semana pasada?

Angèle tuvo una fuerte sacudida nerviosa y frunció el entrecejo.

—¿Sabe usted el día?

—No.

—¿Y la hora?

—Alrededor de las cuatro.

—¿Ha sido él quien se lo ha dicho?

—No.

—¿Y le ha hecho usted preguntas sobre esta visita?

—Esta mañana todavía no estaba al corriente. ¿Cómo conocía él la dirección de su tía?

—Un día, hará cosa de un mes, cruzamos juntos el Puente Nuevo. Maquinalmente le señalé de lejos las ventanas del piso y le dije:

»—Ahí vive una vieja tía mía.

—Supongo que usted debió de añadir a eso que algún día le dejaría una buena herencia.

—Lo único que le dije fue que había tenido dos maridos y que tenía mucho para vivir. ¿Dónde está?

—En este momento, a no ser que cambie de opinión, va camino de Toulon.

—Continuamente me hablaba de Toulon y de los amigos que tenía allí.

—¿Sabe usted a qué tipo de familia pertenecía?

—No.

—¿Nunca le habló de su juventud?

—No. Lo único que sé es que todavía tiene madre y que vive en un pueblo del Centro.

—¿Está usted segura de que no puso usted los pies aquí desde hace ocho días, mejor dicho, desde hace quince?

—¿Otra vez?

—Reflexione antes de contestar.

—Estoy segura.

—¿Sabe usted qué hay en el cajón de la mesita de noche?

—Nunca lo he abierto.

—¿Ni siquiera esta mañana cuando ha arreglado los muebles de la habitación mortuoria?

—Ni siquiera esta mañana.

—¿Sabía usted que su tía poseía un arma?

—No. Habría sido la última persona a quien se le habría ocurrido coger un revólver.

—¿No tenía miedo de vivir sola?

—No le temía a nada ni a nadie.

—¿Alguna vez le habló de los inventos de su segundo marido?

—Un día me enseñó un aparato que había inventado para mondar patatas. Incluso me dijo que me daría uno, pero nunca me lo dio. Eso ocurrió cuando Antoine aún vivía. Me hizo visitar incluso su pequeño taller, un cuartito en el que apenas puede uno moverse.

—Gracias.

—¿Vendrá usted al entierro?

—Probablemente sí.

—Los de la funeraria vendrán a las diez menos cuarto. Tenemos que estar en la iglesia a las diez.

—Hasta mañana.

Había momentos en que su dureza, casi masculina, no resultaba del todo antipática; incluso podía confundirse con la franqueza. No era hermosa. Nunca lo había sido. Y la edad la había hecho engordar.

¿Por qué no iba a reivindicar ella, al igual que los hombres que estaban en su mismo caso y en su misma posición, el tener sus aventuras?

No se ocultaba. Recibía en su casa a sus amantes de una noche o de una semana. La portera los veía entrar y salir. Los otros inquilinos también debían de saberlo. Por otra parte, era una mujer desconfiada, se quedaba mirando fijamente a su interlocutor como si esperara continuamente que le estuvieran tendiendo una trampa.

Al volver al Quai, Maigret se detuvo en la cervecería Dauphine a beber un vaso de vino blanco del Loire. No tenía ganas de tomar cerveza. El vino blanco, casi resplandeciente, que empañaba el vaso de vapor, resultaba más acorde con el ambiente primaveral.

Era la hora de la calma. A excepción de un repartidor con bata azul, no había nadie en el café.

—Otro —se decidió a pedir.

El doctor Pardon no se iba a enterar al fin y al cabo. Además, lo único que le había recomendado Pardon era que tuviera moderación.

En el Quai des Orfèvres se encontró con Lapointe, que una vez más había recorrido la casa de arriba a abajo, exhibiendo la fotografía del Gran Marcel.

—¿Ha habido suerte?

—No.

—Mañana por la mañana te necesitaré para que me acompañes al entierro.

Volvió a su casa a pie, le daban vueltas por la cabeza un montón de pensamientos más o menos desagradables.

—La única cosa de la que estamos seguros es de que ha desaparecido un revolver.

¿Y lo estaban siquiera de eso? Habían encontrado grasa de fusil en el fondo de un cajón. Pero aquella grasa, ¿no habría llegado allí por otro procedimiento?

Los especialistas de Moers habían asegurado que no hacía más de un mes que estaba allí.

Empezaba a desconfiar de todo él también. De buena gana habría empezado la investigación partiendo de cero otra vez, a poco que hubiera tenido un ligero punto de apoyo, por frágil que éste fuera.

—¡Ya estás aquí!

Su mujer no le había abierto la puerta, por una vez se había servido de la llave para abrir.

—Creo que esta noche tendré que salir.

—¿Dónde tienes que ir?

—A un lugar donde me parece que será mejor que no vengas; tengo que ir a un tabernucho lleno de hippis que está en la plaza Maubert.

Antes de cenar aún tuvo tiempo de leer el periódico y de darse una ducha fría. Una vez más, cenaron delante de la ventana abierta.

—Mañana iré al entierro.

—¿Habrá mucha gente?

—Es muy posible que sólo estemos su sobrina y yo. Sólo dos de los inquilinos de la casa bajaron a verla a la cámara mortuoria.

—¿Y los periodistas?

—El caso no es de los que apasionan a los lectores. Se contentan con encontrar unas cuantas líneas en tercera página.

Puso la televisión. Tenía que esperar hasta las diez de la noche, al menos, si quería encontrar a Billy Louette en el Bongo.

En la esquina del bulevar Voltaire cogió un taxi. Le dio la dirección al chófer, y éste se lo quedó mirando, extrañado de que un burgués como él fuera a pervertirse en un lugar como el Bongo.

No se habían metido en gastos de decoración precisamente. Las paredes estaban encaladas y habían trazado líneas de color que no significaban nada.

Aparentemente aquello era lo único original. El bar tenía el mostrador de zinc como todos y el patrón en mangas de camisa y con delantal azul servía personalmente a los clientes. Una puerta daba a una cocina llena de humo, de la que emanaban efluvios de grasa.

Unas diez parejas estaban comiendo espaguetis, que al parecer eran la especialidad de la casa.

Algunos de los jóvenes llevaban téjanos y camisas floreadas. Otros eran simples curiosos que habían ido allí a meter las narices.

A meter las narices y a oír. Había tres músicos que armaban tanto ruido como una orquesta entera. Billy tocaba la guitarra. Había un batería y un contrabajo, además.

Los tres músicos eran melenudos, y los tres llevaban pantalones de terciopelo negro y camisa de color rosa.

—¿Desea cenar?

El patrón tenía que chillar casi para hacerse oír.

Maigret dijo que no con un movimiento de cabeza. Pidió un vaso de vino blanco. Billy lo había visto entrar y no había demostrado ninguna sorpresa.

El comisario no entendía nada de música pop, pero desde luego aquélla no le parecía peor que la que a veces oía por la radio o por la televisión. Los tres chicos se empleaban tan a fondo como podían, y acabaron por caer en una especie de frenesí.

Les aplaudieron frenéticamente. Era el intermedio. Billy se reunió con Maigret en el mostrador.

—Supongo que debe de haber venido a verme a mí, ¿no?

—Desde luego. ¿Le ha dicho algo su madre?

—No.

—En ese caso no debe de saber aún que el entierro tendrá lugar mañana por la mañana. Vaya usted al Quai de la Mégisserie a las diez menos cuarto. El responso se rezará en Notre-Dame-des-Blanc-Manteaux. La enterrarán en el cementerio de Montparnasse.

—Me parece que mi tío-abuelo Antoine está enterrado en Ivry.

—Es cierto, pero su viuda ha preferido el nicho de su primer marido.

—Dentro de pocos minutos vamos a tocar de nuevo. ¿Qué le parece nuestro estilo?

—No entiendo nada de ese tipo de música. Me gustaría preguntarle algo. ¿Sabía usted que su tía-abuela poseía un revólver?

—Sí.

Vaya, por fin había alguien que contestaba llanamente a lo que se le preguntaba y sin titubear.

—¿Le había hablado ella de él?

—Hace ya mucho tiempo de eso, hará un año o dos. Yo por aquel entonces no tenía ni cinco. Fui a llamar a su puerta y me di cuenta de que tenía varios billetes de cien en el cajón de la cómoda.

»Para algunos, varios centenares de francos no son nada, pero conozco a otros, entre los que me cuento, para los que esto representa una fortuna.

»Le dije con toda naturalidad:

»—¿No le da miedo tener eso en casa?

»—¿Miedo? ¿De quién? ¿De qué? ¿De ti?

»—No, de mí no. Pero vive sola. La gente lo sabe. Cualquier ladronzuelo podría…».

Les hizo una señal a sus compañeros indicándoles que inmediatamente iría a reunirse con ellos.

—Me contestó que ya estaba preparada contra los ladrones, y abrió el cajón de la mesita de noche.

»—No dudaría en usarlo si fuera preciso.

Bueno, ya se contaba con algo más que una mancha de grasa. Una persona al menos había visto el arma.

—¿Era un revólver o una automática?

—¿Qué diferencia hay?

—El revólver es cilíndrico, y la automática es plana.

—Entonces, si no recuerdo mal, creo que era un revólver.

—¿De qué calibre?

—No lo sé. Apenas si lo miré. Tendrá poco más o menos el largo de la mano.

—¿A quién le habló de esto?

—A nadie.

—¿No le dijo nada de eso a su madre?

—No estamos en tan buenas relaciones como para que yo vaya a contarle historias.

El muchacho se volvió a reunir con sus compañeros, y la música empezó de nuevo. Se le notaba completamente inmerso en el ritmo que estaba creando y que el batería acompañaba.

—Es un buen chico —le dijo el patrón inclinándose por encima del mostrador—. Los tres son buenas personas, ninguno de ellos se droga. Cosa que no podría decir de muchos clientes.

Maigret pagó su consumición, abrió la puerta y se encontró en la acera. Le costó bastante encontrar un taxi. Al final lo consiguió y se hizo llevar a casa.

Al día siguiente por la mañana, subió a la planta de los jueces de instrucción y entró en el despacho del juez Libart.

—Desearía que me diera un mandato de registro. A nombre de Angèle Louette, soltera, de profesión masajista, que vive en la calle Saint-André-des-Arts.

El escribiente lo redactó y se lo entregó inmediatamente.

—¿Significa esto acaso que ya está cerca de saber el resultado?

—No tengo ni la menor idea. Le confieso que actúo un poco a ciegas.

—Esa mujer, ¿no es la sobrina de la anciana?

—Sí.

—Y es su heredera, además, ¿no? En ese caso resulta extraño, ¿verdad?

Maigret ya esperaba aquella objeción, se le habría ocurrido a cualquiera. Angèle Louette estaba segura de que un día u otro iba a heredar, y no podía tardar demasiado, dada la edad de su tía. ¿Para qué iba a arriesgarse a pasar el resto de su vida en la cárcel para apoderarse de algo que de todas maneras igualmente iba a tener?

—Bueno. Le deseo suerte, comisario.

A las diez menos cuarto, Maigret estaba en el Quai de la Mégisserie en compañía de Lapointe, que conducía el pequeño cochecito negro. No había crespones en la puerta, ni grupos de curiosos, ni gente.

El coche de la funeraria estaba parado junto a la acera; dos empleados subieron a buscar el ataúd. No había ni flores ni coronas. Maigret notó que los visillos se movían en varias ventanas de la casa. La portera fue hasta la puerta e hizo el signo de la cruz.

El viejo pajarero salió un momento de la penumbra para ir a reunirse con su hijo en la terraza.

Eso fue todo.

Angèle Louette subió sola al coche negro que habían traído los empleados de la funeraria. La iglesia estaba vacía. Sólo dos mujeres esperaban delante de un confesonario. Se habría dicho que todo el mundo tenía prisa, hasta el cura y los empleados de la funeraria.

Maigret se había quedado al fondo de la iglesia. Lapointe, después de haber aparcado el coche había ido a reunirse con él.

—Ni siquiera resulta triste —dijo el joven inspector.

Era cierto. El sol inundaba la nave de la iglesia. No habían vuelto a cerrar la puerta y se oían todos los ruidos de la calle.

—Et ne nos inducas in tentationem…

—Amen…

Se volvieron a llevar el ataúd, poco debía pesar. Menos de un cuarto de hora después entraban en el cementerio de Montparnasse, recorrieron un trecho de una avenida y se detuvieron ante una lápida de mármol rosa.

—Ya le dije que no habría nadie —le dijo la masajista mientras bajaban a la anciana a la tumba.

Añadió:

—No ha habido tiempo de grabar su nombre en la lápida, al lado del de su primer marido. Se hará la semana próxima.

Angèle Louette se había vestido de negro, sobriamente, y aquellos vestidos le daban un aspecto todavía más severo. Tenía el aspecto de una institutriz o de una directora de escuela.

—Ahora —le dijo Maigret— iremos a su casa.

—¿Todos?

—Sí.

—¿Qué más quiere de mí aún?

El cementerio resultaba más alegre todavía que la iglesia. El sol jugueteaba con las hojas de los árboles y el piar de los pájaros se oía por todas partes.

—Un momento. Tengo que dar las propinas. Supongo que ya puedo decirle al del coche que se vaya.

—Sí, tiene sitio en el nuestro.

La volvieron a encontrar junto a la reja. Angèle subió detrás, Maigret se sentó, como tenía por costumbre hacerlo, junto a Lapointe.

—Calle Saint-André-des-Arts.

La sobrina de la anciana dijo amargamente en aquel momento:

—Ya esperaba que la gente me criticaría. Siempre hay gente dispuesta a hablar de uno a sus espaldas, y si no tienen nada de qué hablar lo inventan. Pero que hasta la Policía Judicial, que hasta el comisario Maigret en persona la tenga tomada conmigo…

—Lo siento, señorita, pero me limito a cumplir con mi deber.

—¿Por qué habría tenido que ir yo a escondidas a casa de mi tía?

—¿Y por qué habría tenido que ir cualquier otra persona?

—¿Me cree usted capaz de matar a una anciana?

—Yo no creo nada. Busco, simplemente. Tan pronto como hayas aparcado, Lapointe, reúnete conmigo.

Cuando estuvieron arriba, Angèle se quitó el sombrero y los guantes, luego la chaqueta y se quedó con la blusa que llevaba debajo. Por primera vez, Maigret reparó en que si bien era algo hombruna, sin embargo, no dejaba de ser una mujer bien hecha y extraordinariamente bien conservada para su edad.

—Bien, dígame de una vez ya qué quiere.

Maigret se sacó del bolsillo el mandato del juez de instrucción.

—Léalo usted misma.

—Eso quiere decir que va usted a registrarlo todo, ¿no? ¡Que va a dejarme el piso patas arriba, vamos!

—No tema. Estamos acostumbrados a hacer estos trabajos y los hacemos casi a la perfección. Estoy esperando a dos peritos de la Identidad Judicial que volverán a poner los objetos en su sitio exacto.

—Le aseguro que no acabo de entenderlo.

—Su hijo no estaba en el entierro.

—He de confesarle que con todo el ajetreo que tuve ayer me olvidé de avisarle. Ni siquiera sabía dónde vivía hasta que usted me lo dijo.

—Usted no le avisó, pero yo sí —replicó Maigret—. Por eso me extraña no haberle visto allí. Parece un buen chico.

—Sí, pero siempre quiere hacer su real gana.

—No quiere ser ortopédico, ¿verdad?

—¿Se lo ha dicho él?

—Es bastante más espontáneo que usted y no hay necesidad de preguntarle las cosas diez veces, desde luego.

—¡Si hubiera tenido la vida que he tenido yo, quizá no sería tan espontáneo! Haga lo que quiera en mi piso. Yo necesito tomar una copa.

No bebió vino, sino whisky, que sacó de un mueble de la entrada que contenía toda una batería de botellas.

—¿Gusta? ¿Prefiere tinto o blanco?

—Gracias, de momento no deseo nada.

Los hombres de la Identidad Judicial llegaron antes que Lapointe, que todavía debía estar buscando un lugar donde aparcar.

—Bueno, muchachos, las habitaciones las quiero todas hechas a conciencia. Ya sabéis lo que buscamos, pero la presencia de cualquier otro objeto tal vez podría resultar interesante también. Lo único que os pido es que luego lo volváis a dejar todo como estaba.

Angèle había encendido un cigarrillo y se había sentado en un sillón cerca de la ventana desde donde se veía toda una perspectiva de tejados y también una pequeña porción de la Torre Eiffel.

—Tú quédate aquí —le dijo a Lapointe, que acababa de entrar en aquel momento—. Yo tengo que ir a un recado ahí mismo, en el barrio.

Una vez fuera, se dirigió hacia la calle Mouffetard, no sin antes haberse tomado un vaso de vino blanco en un bar de clientela fija. Sobre el mostrador había una fuente de huevos duros.