Capítulo tres

—¿Supongo que me debe de haber estado usted buscando?

—Todavía no. Su madre me dijo que estaba en la Costa Azul.

—¡Bueno, de lo que mi madre pueda decirle no se fíe, comisario!… ¿Puedo fumar?

—Si quiere, sí.

El muchacho no parecía sentirse impresionado lo más mínimo de encontrarse en la P. J. Miraba a Maigret como a un funcionario cualquiera.

Y sin embargo, en el joven no había ni desafío ni vana ostentación. Llevaba el cabello muy largo y era pelirrojo, pero aun así no se le podía confundir con ningún hippi. Llevaba una camisa a cuadros y una chaqueta de ante. Sus pantalones eran de pana beige y calzaba mocasiones.

—Cuando leí en el periódico lo que le había ocurrido a mi tía, pensé inmediatamente que usted querría verme.

—Bien, celebro que haya venido.

No se parecía en nada a la masajista. La mujer era alta y gruesa, con anchos hombros, casi de hombre; el chico, en cambio, era bajo y delgado. Maigret se había sentado detrás de su despacho y le había indicado con la mano que se sentara en el sillón que tenía enfrente.

—Gracias. ¿En realidad podría decirme qué es exactamente lo que le ha ocurrido a la vieja? Los periódicos no dicen casi nada.

—Dicen lo único que sabemos: que ha sido asesinada.

—¿Le han robado algo?

—Al parecer, no.

—Desde luego, no solía guardar nunca mucho dinero en casa.

—¿Cómo lo sabe usted?

—La iba a ver de vez en cuando.

—¿Cuando estaba en apuros?

—Claro. ¿Qué otra cosa podría haber ido a hacer allí? Mis historias no podía explicárselas, no creo que le hubieran interesado.

—¿Le daba dinero?

—Normalmente me daba cien francos, pero debía cuidarme de ir demasiadas veces.

—Me han dicho que es usted músico.

—Soy guitarrista, es verdad. Formo parte de un grupo llamado «Los Malos».

—¿Consigue ganarse la vida con eso?

—Tengo altibajos. A veces nos contratan en alguna «boîte» importante, y otras tenemos que contentarnos tocando en los cafés. ¿Qué le ha dicho mi madre de mí?

—Nada de particular.

—Desde luego, el rasgo más sobresaliente de mi madre no es el amor maternal precisamente. Además, he de decirle que no nos avenimos en nada. Mi madre sólo piensa en el dinero y en la vejez. Siempre lo dice y se pasa la vida ahorrando. Sería capaz de privarse hasta de comer con tal de ahorrar más.

—¿Su madre quería a su tía?

—No podía ni verla. Le oí decir más de una vez: «Esa vieja parece que no va a reventar jamás».

—¿Por qué deseaba su muerte?

—Para heredar. ¡Toma! Esa anciana, con la pensión que cobraba de sus dos maridos, debía de tener una buena cantidad de dinero ahorrada.

»Yo la quería mucho, y creo que ella a mí también me apreciaba. Siempre me daba café e insistía en que comiera pastas secas. Me decía: “Hijo, no debes de comer todos los días, ¿verdad? ¿Por qué no coges un buen trabajo?”.

»Mi madre también habría querido que yo aprendiera bien un oficio. Cuando yo tenía quince años incluso ya lo había pensado por mí: quería que fuera ortopédico.

»Hay tan pocos que a veces hay que esperar hasta un mes para conseguir que te visiten. Es una profesión que da mucho y que no es nada desagradable.

—¿Cuándo fue usted a ver a su tía abuela por última vez?

—Hará unas tres semanas. Estuvimos en Londres todo el conjunto. Creíamos que allí conseguiríamos un buen contrato, pero son mejores que nosotros y tienen más conjuntos musicales de los que quieren. Volvimos sin un céntimo, y entonces fui a ver a la vieja.

—¿Y le dio los cien francos, como siempre?

—Sí. Y mis correspondientes pastas secas.

—¿Dónde vive usted?

—Cambio continuamente de domicilio. A veces vivo con una chica y otras solo. Ahora vivo solo. Tengo una habitación en un pequeño hotel de la calle Mouffetard.

—¿Y trabaja?

—A veces. ¿Conoce el Bongo?

Maigret dijo que no. El joven se quedó muy sorprendido de que pudiera haber alguien que no conociera el Bongo.

—Es un pequeño café-restaurante que está en la plaza Maubert. El patrón es de Auvernia y se ha dado cuenta de qué es lo que interesa en el barrio. Ha procurado atraerse a los hippis, y por poco dinero y un poco de comida da acogida a artistas como nosotros. Nosotros tocamos dos o tres piezas cada noche y además tiene también a Line, que es una chica que canta de un modo extraordinario.

»Eso atrae a los clientes. Vienen para ver de cerca a los famosos hippis y no nos creen cuando les decimos que nosotros no tomamos ni marihuana ni haschisch.

—¿Piensa usted seguir siendo músico toda la vida?

—Si puedo, sí. Para mí sólo eso es importante. He empezado incluso a componer, pero todavía no he encontrado mi fórmula exacta. Pero lo que sí puedo decirle es que yo no he matado a la vieja… No es mi estilo eso de matar a la gente, pero me doy cuenta de que debo de ser el principal sospechoso.

—¿Tenía usted la llave del piso?

—¿Yo? ¿De qué me habría servido?

—¿Dónde estaba usted ayer hacia las seis de la tarde?

—En la cama.

—¿Solo?

—Sí. Habíamos estado casi toda la noche en el Bongo. Me había llevado conmigo a una chica con mucho gancho. Era una nórdica, una danesa o una sueca. Bebimos mucho. De madrugada me la llevé a casa y no pude dormirme hasta las tres de la tarde por lo menos.

»Algo más tarde noté que se levantaba de la cama y oí algo de ruido. De momento no logré despertarme, pero notaba que ya no estaba a mi lado. Estaba cansadísimo, tenía la garganta seca y no me levanté hasta las nueve de la noche.

—O sea que en definitiva no le ha visto nadie entre las cinco y las ocho, ¿no?

—Eso es.

—¿Podría usted volver a ver a esa chica?

—Si esta noche no está en el Bongo, estoy seguro de que estará en cualquier otra «boîte» del barrio.

—¿La conoce?

—No.

—¿Es una principiante?

—No es lo que usted cree. Nosotros vamos y venimos. Ya le he dicho que fuimos a Londres. También fuimos a Copenhague haciendo auto-stop, y en seguida hicimos compañeros y amigos.

—¿Sabe usted cómo se llama?

—Sólo sé que se llama Hilda y que su padre es un funcionario muy importante.

—¿Qué edad tiene esa chica?

—Veintidós años. Eso es lo que me ha dicho al menos. Estaba citada con alguien, si no, se habría quedado conmigo algunas semanas. Nosotros lo hacemos así. Después nos separamos, la mayoría de las veces sin saber ni por qué. Pero seguimos siendo buenos compañeros.

—Hábleme de sus relaciones con su madre.

—Ya le he dicho que no son buenas.

—Pero ha sido ella quien le educó, ¿no?

—Sí, pero no quería hacerlo y ésa es una de las razones por las que siempre la ha tenido tomada con la vieja. Ella esperaba que fuera la tía quien se ocupara de mí. Como trabajaba, me llevaba cada mañana a una casa-cuna y venía a buscarme por la noche. Cuando ya fui mayorcito hacía lo mismo con la guardería primero y luego con la escuela. No le gustaba nada tener un niño y le molestaba más todavía cuando recibía a los hombres.

—¿La visitaban muchos?

—Depende. Durante seis meses vivimos con un hombre al que debía llamar papá y que se pasaba la mayor parte del tiempo en casa…

—¿No trabajaba?

—Él decía que era viajante, pero no viajaba demasiado. Otras veces oía ruido por la noche y al día siguiente no veía a nadie. Durante los últimos tiempos casi siempre eran hombres más jóvenes que ella.

»Hace unos quince días la vi en el bulevar Saint-Germain con un tipo al que he visto muchas veces en las “boîtes” y al que llaman el Gran Marcel.

—¿Lo conoce usted?

—Personalmente no, pero tiene fama de ser un chulo. No hay que olvidar además que mi madre empina mucho el codo.

Resultaba cínico y cándido a la vez.

—Ahora no empiece a pensar usted que ha sido mi madre quien ha matado a la vieja, yo no he dicho nada de eso; mi madre es así. Cada uno es como es y nadie puede cambiar. Tal vez me convertiré en un gran artista o tal vez nunca seré más que un fracasado como hay tantos en pleno Saint-Germain. ¿Tiene usted que preguntarme algo más?

—Sí, supongo que sí, pero son tantas cosas que ni consigo acordarme. ¿Está usted contento de su suerte?

—La mayoría de las veces, sí.

—¿No habría usted preferido convertirse en un ortopédico como deseaba su madre? Posiblemente hoy en día ya estaría casado y tendría hijos.

—Por ahora, eso no me seduce nada. Tal vez más tarde sí.

—¿Qué efecto le ha producido saber que su tía había muerto?

—Se me ha encogido el corazón. No la conocía mucho y consideraba que era una anciana de tanta edad que ya debería hacer mucho tiempo que tendría que haber muerto, pero de todos modos yo la quería. Me gustaban sus ojos y su sonrisa sobre todo.

»“Come”, me decía.

»Y se quedaba viéndome comer las pastas secas con cierta ternura en la mirada. A excepción de mi madre, yo era todo lo que le quedaba de familia.

»—¿De verdad no quieres cortarte los cabellos?

»Eso era lo que la tenía más preocupada.

»—Con esa melena pareces lo que no eres. Porque en el fondo tú eres un buen chico.

»¿Cuándo tendrá lugar el entierro?

—Todavía no lo sé. Déjeme su dirección y ya le avisaré. Posiblemente dentro de dos días. Eso dependerá en parte del juez de instrucción.

—¿Cree que ha sufrido?

—Apenas si se ha defendido. ¿Tiene usted alguna bufanda roja de lana o que tenga dibujos encarnados?

—Yo nunca llevo bufanda. ¿Por qué me pregunta usted esto?

—Por nada. Busco. Y ando dando palos de ciego.

—¿Sospecha de alguien?

—De un modo concreto no.

—¿Podría ser un crimen crapuloso?

—¿Por qué habrían ido a escoger a la señora Antoine y se habrían interesado precisamente por ese piso lleno como un huevo? El asesino buscaba algo.

—¿Dinero?

—No estoy seguro. Si la conocía no debía de ignorar que ella en casa sólo tenía pequeñas sumas. Además, ya había ido varias veces al piso en ausencia de la anciana. ¿Sabe usted si poseía algún objeto de gran valor?

—Tenía bastantes joyas, pero no valían mucho. Eran joyas modestas que le habían regalado sus dos maridos.

Maigret las había encontrado. Un anillo con un granate y unos pendientes haciendo juego. Un brazalete de oro y un relojito de oro también.

En la misma caja había encontrado una aguja de corbata con una perla que debía de haber pertenecido a Caramé, lo mismo que los gemelos de plata. Todo aquello estaba pasado de moda y prácticamente no tenía ningún valor comercial.

—¿Poseía documentos?

—¿A qué llama usted documentos? Era una anciana muy sencilla, que había vivido una existencia tranquila, primero con su primer marido y después con el segundo. Yo no conocí a Caramé. Murió poco antes de nacer yo, pero conocí al otro, a Joseph Antoine, y era un buen hombre…

Maigret se levantó y lanzó un suspiro.

—¿Va usted a ver a menudo a su madre?

—No, no voy casi nunca.

—¿Ignora usted si vive sola en este momento o si el señor Marcel del que me ha hablado vive con ella?

—Lo ignoro.

—Gracias por haber venido, señor Louette. Es posible que una de estas noches vaya a escucharle.

—En ese caso la mejor hora es hacia las once.

—Es una hora en la que suelo tener la costumbre de estar en la cama ya.

—¿Sigo siendo sospechoso?

—Hasta que se pruebe lo contrario, todo el mundo es sospechoso, pero usted no lo es más que cualquier otra persona.

Maigret cerró la puerta tras el joven y se fue a acodar a la ventana. Caía la noche. Los contornos de las cosas se desdibujaban. Se había enterado de muchas cosas que no sabía, pero no le servían de nada.

¿Qué podían buscar en casa de aquella anciana del muelle de la Mégisserie?

Vivía desde hacía más de cuarenta años en el mismo piso. Había tenido un primer marido que no tenía nada de misterioso. Después había permanecido viuda durante casi diez años.

Su segundo marido tampoco parecía plantear demasiados problemas. Hacía años que había muerto, y ella llevaba una existencia monótona sin ver a nadie a excepción de su sobrina y de su sobrino-nieto.

¿Por qué no habían intentado entrar en la casa antes? ¿Acaso lo que estaban buscando hacía poco tiempo que estaba allí?

Se encogió de hombros, gruñó un poco y se dirigió hacia el despacho de los inspectores.

—Hasta mañana, chicos.

Volvió a su casa en autobús y no dejó de decirse a sí mismo que su trabajo no tenía nada de fácil. Se quedó mirando a sus anónimos vecinos y pensó que de un momento a otro podría muy bien tener que intervenir en sus existencias.

Aquel muchacho pelirrojo realmente le resultaba simpático. Empezaba a sentir deseos de hacerle unas cuantas preguntas indiscretas a su madre.

La señora Maigret abrió la puerta tan pronto como lo oyó en el rellano; siempre lo hacía.

—Pareces preocupado.

—Tengo de qué. Estoy con un caso en el que no entiendo nada.

—¿El asesinato de la anciana?

Naturalmente, su mujer había leído el periódico y había escuchado la radio.

—¿La viste viva tú?

—Sí.

—¿Y qué pensaste de ella?

—Me dije que era una loca o algo parecido. Era una personita delicada y frágil que me suplicaba que me ocupara de ella como si yo fuera el único ser en el mundo capaz de poderla ayudar.

—¿Hiciste algo?

—No podía hacerla proteger día y noche por un inspector.

»De lo único que se quejaba era de que ciertos días, al volver a su casa, no encontraba los objetos exactamente en el mismo lugar donde los había dejado.

»Confieso que de momento creí que sería pura imaginación o bien que sufría pérdida de memoria. Sin embargo, le prometí que la iría a ver, más para tranquilizarla que por otra cosa. Ayer debió de volver antes de lo normal, y su visitante masculino o femenino estaba aún en el piso.

»Bastó con mantener una bufanda o cualquier otra clase de tela sobre la cara para asfixiarla…

—¿Tenía familia?

—Sólo tiene una sobrina y un sobrino-nieto. Los he visto a los dos. La sobrina es alta y fuerte como un hombre. Es masajista. El chico, en cambio, es pequeño, delgado y pelirrojo. Toca la guitarra en una «boîte» de la plaza Maubert.

—¿No le han robado nada?

—Resulta imposible saberlo. El único indicio, si es que se puede hablar de indicios en este caso, es que el cajón de la mesita de noche contenía un revólver y que ahora no está.

—Pero no se mata a una anciana a sangre fría para cogerle un revólver. Tampoco se registra el piso varias veces para encontrar algo así.

—¡Comamos!

Comieron frente a frente, delante de la ventana abierta, y no pusieron la televisión. Hacía un tiempo espléndido. El aire permanecía inmóvil, y poco a poco se impregnaba de un agradable frescor. Apenas si se oía el susurro de las hojas entre los árboles.

—Como no has venido a la hora de comer, te he recalentado el estofado de cordero.

—Has hecho bien.

Comía con apetito, pero pensaba en otra cosa. Le parecía estar viendo todavía a aquella anciana vestida de gris en la acera del Quai des Orfèvres, y recordaba también aquella mirada vibrante de confianza y admiración que le había dirigido.

—¿No sería mejor que dejaras de pensar en eso esta noche al menos?

—Eso quisiera. Pero es superior a mí. No hay nada que me horrorice más que decepcionar a la gente y esta vez además la pobre anciana perdió hasta la vida.

—¿Quieres que demos un paseo?

Maigret dijo que sí. No le apetecía quedarse toda la velada encerrado en casa. Además, mientras llevaba a cabo una investigación, tenía la costumbre —se habría podido decir hasta la manía— de repetir cada día los mismos gestos.

Bajaron hacia la Bastilla y se sentaron en una terraza. Un guitarrista melenudo tocaba de mesa en mesa, y una chica de ojos muy negros tendía un platito a los consumidores.

Aquello le hizo pensar en el pelirrojo. También él en los días malos debía pasar el platillo por los cafés.

Maigret se mostró más generoso que otras veces, y su mujer se dio cuenta de ello. No le dijo nada, se contentó con sonreír. Ambos se quedaron un buen rato mirando las luces de la noche.

Fumaba lentamente, a pequeñas bocanadas. Por un momento sintió la tentación de ir al Bongo. ¿Mas para qué? ¿Qué podría descubrir allí que no supiera ya?

Los inquilinos de la casa del muelle de la Mégisserie eran sospechosos también. Alguno de ellos podía conocer a la anciana mejor de lo que confesaba. Resultaba fácil tomar el molde de la cerradura y hacer otra llave.

¿Por qué? Ésa era la pregunta que acudía sin cesar a la cabeza de Maigret. ¿Por qué? ¿Por qué tanta visita repetida? No sería por el poco dinero que la señora tenía en la casa, unos pocos cientos de francos fácilmente encontrables en el primer cajón de la cómoda. Pero allí nadie había tocado nada. Maigret había encontrado los billetes doblados y guardados dentro de la libreta de la Caja de Ahorros.

—Mañana haré una investigación sobre la vida de los dos maridos.

Todo aquello parecía ridículo. Y más teniendo en cuenta que el segundo hacía ya muchos años que había muerto también.

Existía un secreto, un secreto lo bastante importante para que un ser humano hubiera tenido que ser sacrificado a él.

—¿Andamos?

Maigret se había bebido un vasito de Calvados y estuvo a punto de pedir otro. Aquello no le habría gustado nada a su amigo Pardon, que lo había puesto en guardia contra toda bebida alcohólica…

—Se soporta bien el vino y el alcohol durante unos años, pero luego viene una edad en la que el organismo ya no lo tolera.

Se encogió de hombros y empezó a andar entre las mesas. En la acera, la señora Maigret le cogió del brazo. Bulevar Beaumarchais, calle Servan. Después bulevar Richard-Lenoir y su piso.

En contra de lo que esperaba, se durmió en seguida.

No ocurrió nada en el muelle de la Mégisserie en el transcurso de la noche, y el gordo Torrence pudo dormir a pierna suelta en el viejo sillón de la anciana. A las ocho de la mañana, Lourtie fue a reemplazarle; al entrar se había encontrado a un periodista en animada conversación con la portera.

Un Maigret abotargado y gruñón empujó a las nueve la puerta de los inspectores e indicó a Janvier y a Lapointe que le siguieran.

—Lucas, ven aquí.

Se sentó delante de la mesa de su despacho y escogió una pipa con gran cuidado, como si de aquella elección dependiera algo importante.

—Bueno, chicos, estamos igual que ayer por la mañana. Ya que no encontramos nada que valga la pena en el presente, trataremos de hurgar un poco en el pasado. Tú, Lucas, irás al Economato del Ayuntamiento, al departamento de Jardinería y Maquinaria Agrícola. Vendedores que debían de ser unos principiantes en la época del señor Antoine todavía deben seguir trabajando en el establecimiento.

»Pregúntales todo lo que quieras. Me gustaría saber lo más posible sobre ese buen hombre, sobre su mentalidad, su modo de vivir, etc.

—Comprendido, jefe. ¿No será mejor que pida una autorización firmada a la dirección? No se atreverán a decir que no, y los empleados se sentirán más cómodos que si, en cierto modo, voy a hablar con ellos algo fraudulentamente.

—De acuerdo. En cuanto a ti, Janvier, irás al Ayuntamiento a hacer lo mismo que Lucas, pero en lo concerniente a Caramé. Te resultará más difícil, porque hace más tiempo que ha muerto. Si los que lo conocieron ya están jubilados, pide la dirección y ve a verles a su casa.

Pura rutina simplemente, pero a veces la rutina también da su fruto.

—Tú, Lapointe, ven conmigo.

Una vez estuvieron en el patio, el joven inspector preguntó:

—¿Cogemos un coche?

—No. Vamos sólo al otro lado del puente. A la calle Saint-André-des-Arts. Tardaríamos más yendo en coche que a pie.

La casa era vieja como la del muelle de la Mégisserie y como todas las casas del barrio. A la derecha de la puerta había una tienda de cuadros y marcos; a la izquierda una pastelería. La puerta encristalada de la portería daba a un pasillo que conducía a un patio.

Maigret entró en la portería y dijo quién era. La portera era bajita y regordeta, de pequeña debía de tener en la cara graciosos hoyuelos, y todavía se le notaban ahora cuando sonreía.

—Ya suponía yo que alguien de la policía iba a venir.

—¿Por qué?

—Cuando leí lo que le había ocurrido a esa pobre anciana, en seguida caí en que una de las inquilinas de esta casa era su sobrina.

—¿Se refiere usted a Angèle Louette?

—Sí.

—¿Le ha hablado ella de su tía?

—No es excesivamente habladora, pero aun así de vez en cuando se detiene aquí y habla un poco conmigo. Una vez hablamos de los malos pagadores, y me dijo que ella también tenía a algunos entre su clientela y que no se atrevía a insistir demasiado porque era gente importante.

»—¡Menos mal que algún día voy a heredar de mi tía!

»Dijo eso tal cual pinta. Me dijo también que su tía se había casado dos veces, que tenía dos pensiones y que debía de haber ahorrado una buena cantidad.

—¿Recibe a mucha gente?

La portera pareció turbada.

—¿Qué quiere usted decir?

—¿Viene alguna amiga a verla?

—Amigas, no.

—¿Clientes?

—Ella aquí no trabaja. Va a domicilio.

—¿Recibe a hombres en su casa?

—Bueno, a fin de cuentas no sé por qué iba a callarme. Sí, los recibe, desde luego. Hubo uno incluso que vivió con ella casi seis meses. Tenía diez años menos que ella, y era él quien cuidaba de la casa y quien iba a la compra.

—¿Está en casa en este momento esa señora?

—Ha salido hace casi una hora. Empieza a trabajar a primera hora de la mañana. Pero arriba hay alguien.

—¿Uno de sus visitantes habituales?

—No lo sé. Volvió muy tarde ayer por la noche. Cuando apagué la luz oí pasos de dos personas, pero no he visto bajar a nadie.

—¿Eso ocurre a menudo?

—Muy a menudo no, pero sí de vez en cuando.

—¿Y su hijo?

—Se puede decir que no viene nunca por aquí. Hace dos meses que no le he visto. Tiene un aspecto un poco hippi, pero creo que es un buen chico en el fondo.

—Muchas gracias. Vamos a echar una ojeada ahí arriba.

No había ascensor. El piso daba a un patio. La puerta no estaba cerrada con llave, y Maigret entró, seguido de Lapointe. Se encontró en seguida en un «living-room» amueblado de un modo muy moderno, según el último grito de los grandes almacenes.

Como no oyó ningún ruido, empujó una puerta y, en una cama para dos personas, encontró a un hombre que abrió los ojos asustado y se les quedó mirando estupefacto.

—¿Qué quieren? ¿Qué quieren de mí?

—Yo a quien deseaba ver era a Angèle Louette, pero ya que está usted aquí…

—Usted es…

—Sí, soy el comisario Maigret. Y ya nos hemos encontrado en otra ocasión hace mucho tiempo. En aquella época usted era «barman» y trabajaba en la calle Fontaine. Le llamaban el Gran Marcel.

—Todavía siguen llamándome así. ¿Le molestaría dejarme un momento? Quisiera ponerme los pantalones al menos, estoy completamente desnudo.

—No importa, póngaselos aunque estemos nosotros delante.

Era alto y huesudo. Se puso rápidamente el pantalón y buscó a tientas las zapatillas que tenía bajo la cama.

—Mire, con Angèle no es lo que usted cree. Simplemente somos viejos y buenos amigos. Ayer pasamos el día juntos y me encontré mal. Entonces, en lugar de atravesar todo París para ir hasta mi casa, que está en el bulevar de Batignolles…

—Claro. Y por casualidad también encontró usted aquí sus zapatillas además.

Maigret abrió un armario. Había dos trajes de hombre colgados en sendas perchas, varias camisas, algunos pares de calcetines y unos cuantos calzoncillos.

—¡Perfectamente! Y ahora empiece a explicarse.

—¿Puedo hacerme una taza de café?

Maigret le siguió a la cocina, donde el Gran Marcel empezó a prepararse el café como si estuviera muy acostumbrado a hacerlo todos los días.

—No hay nada que contar. Yo he tenido altibajos, usted ya lo sabe. Pero nunca he sido un chulo, como han tratado de hacer creer por ahí. Por eso me he visto en la calle muchas veces.

—¿Qué edad tiene usted?

—Treinta y cinco años.

—¿Y ella?

—No lo sé con exactitud. Supongo que debe rondar los cincuenta. Tal vez ya los tiene.

—O sea que usted es su gran amor.

—Somos buenos compañeros. No puede vivir sin mí. Cuando estoy una semana sin venir, trata de encontrarme en todos los lugares que frecuento.

—¿Dónde estaba usted ayer a finales de la tarde?

—¿Ayer? ¡Espere! No estaba muy lejos de aquí porque tenía una cita con Angèle a las siete.

—Ella no me dijo nada de eso.

—No se le habrá ocurrido. Teníamos que cenar juntos. Tomé el aperitivo en una terraza de un café del bulevar Saint-Germain.

—¿Ella llegó a las siete?

—Creo que se retrasó un poco. Sí. Se retrasó bastante. Una cliente la hizo esperar. Llegó un poco después de las siete y media.

—¿Cenaron juntos, tal y como habían previsto?

—Sí. Después fuimos al cine. Puede usted comprobarlo. Cenamos en casa Lucio, en el muelle de la Tournelle. Los conozco mucho.

—¿Cuál es actualmente su profesión?

—A decir verdad, estoy buscando trabajo, pero no es cosa fácil de encontrar en estos momentos.

—¿Lo mantiene ella?

—Procura utilizar las expresiones más hirientes a propósito, ¿verdad, inspector? La policía se ha pasado años acusándome injustamente. Es verdad que me ha prestado un poco de dinero, pero no mucho, no gana demasiado con su trabajo.

—¿Se había propuesto dormir toda la mañana?

—Angèle tiene que volver ahora, le queda una hora libre entre dos sesiones. Ya fue a verle ayer y ya le dijo todo cuanto sabía. ¿Qué ha venido a hacer usted aquí?

—¡Entre otras cosas a verle a usted, por lo visto!

—¿No podría irse a la otra habitación mientras me ducho?

—Claro, dúchese, y hasta puede afeitarse —dijo irónicamente Maigret.

Lapointe no salía de su asombro ante el descubrimiento que acababan de hacer.

—Ha sido arrestado cuatro o cinco veces por proxeneta. Fue sospechoso también de servir de indicador a la banda de los Corsos, que sembraron el pánico en París hace algunos años. Pero es más difícil de coger que una anguila; no se le pudo probar nada.

Se oían pasos en la escalera. La puerta se abrió. La sobrina de la señora Antoine se quedó parada y muda de asombro en el umbral.

—¡Pase, pase! Sólo he venido a hacerle una visita.

Angèle se había quedado mirando fijamente la puerta de la habitación.

—Sí, está ahí. Ahora se está duchando y luego se afeitará.

La masajista se encogió de hombros desdeñosamente y cerró la puerta.

—Después de todo, esto me concierne sólo a mí, ¿no?

—Tal vez.

—¿Por qué dice usted tal vez?

—Resulta justamente que es un viejo conocido mío ese caballero; anteriormente se dedicó a una serie de actividades que la ley castiga.

—¿Quiere usted decir que es un ladrón?

—No, que yo sepa. Pero, cuando era «barman», había dos o tres mujeres que trabajaban para él en el barrio, incluida una que era animadora del establecimiento donde él trabajaba.

—No lo creo. Si eso hubiera sido cierto, habría ido a parar a la cárcel.

—Y no fue porque no hubo pruebas suficientes.

—Bien, pero eso no me indica en absoluto qué ha venido usted a hacer aquí.

—Para empezar quisiera hacerle una pregunta. Ayer me habló usted de su hijo y me dijo que estaba en la Costa Azul…

—Le dije que creía que estaba en la Costa Azul.

—La realidad es que no se ha movido de París; ambos sostuvimos una conversación muy interesante.

—Sé que no me quiere.

—Él no la quiere, y usted tampoco quería a su tía, ¿no?

—Ignoro qué puede haberle contado. Es un cabeza loca. No será nunca nada en la vida.

—El día en que murió su tía, usted tenía una cita a las siete con el Gran Marcel en una terraza de un café del bulevar Saint-Germain.

—Si él se lo ha dicho será verdad.

—¿A qué hora llegó usted?

—Una de mis clientes me hizo esperar. Debí de llegar hacia las siete y media poco más o menos.

—¿Dónde cenó usted?

—En un restaurante italiano del muelle de la Tournelle, en casa Lucio.

—¿Y después qué hizo?

—Me fui con Marcel al cine Saint-Michel.

—¿Sabe usted a qué hora fue asesinada su tía?

—No. Sólo sé lo que usted me dijo.

—Entre las cinco y media y las siete.

—¿Y eso en qué cambia las cosas?

—¿Posee usted un revólver?

—No. No sabría ni cómo servirme de él.

El Gran Marcel salió de la habitación en aquel momento, recién afeitado, con camisa blanca y aparentemente muy ocupado en hacerse el nudo de una corbata de seda azul.

—Hola, Angèle —dijo bromeando—. Como puedes ver, he sido despertado por estos caballeros; de repente me los he encontrado de pie delante de la cama. De momento me he preguntado si no sería una escena de alguna película.

—¿Tiene usted un revólver? —le preguntó Maigret.

—¡No soy tan idiota! Es el mejor medio para que le ahorquen a uno.

—¿En qué número vive del bulevar de Batignolles?

—En el 27.

—Muchas gracias a los dos por su cooperación. En lo referente a su tía, señorita, puede usted hacerse cargo del cadáver en el Instituto Médico Legal y efectuar el entierro cuando quiera.

—¿Tendré que pagarlo con dinero de mi bolsillo?

—Naturalmente. Ya que usted es su más directa heredera, se va a encontrar con dinero suficiente como para que le quede bastante aún después del entierro.

—¿Qué tengo que hacer? ¿Tengo que ir a ver a un notario?

—Diríjase usted primero al banco, allí se lo dirán. Por si no lo sabía, le diré que hay una libreta de la Caja de Ahorros y un bloc de cheques en el cajón de la cómoda.

—Gracias.

—De nada.

—No se olvide de hacerme saber la hora en que tendrá lugar el entierro.

Maigret había visto pocas veces ojos tan duros como los que le estaban mirando en aquel momento. Marcel, por su parte, trataba de adoptar un aire lo más despreocupado posible.

—Buenos días, señor Maigret —le dijo irónicamente al salir.

Maigret y Lapointe empezaron a bajar la escalera y una vez en la calle el comisario entró en un bar de la esquina.

—Ésos de ahí arriba me han hecho entrar sed. ¿Tú quieres?

—Lo mismo.

—Dos cervezas.

Maigret se secó la frente con el pañuelo.

—Mira tú cómo se puede perder el tiempo cuando una anciana de ojos grises muere de muerte violenta. Uno empieza a meterse en casa de la gente y se pone a hacerles preguntas idiotas. De momento este par debe de estar burlándose de nosotros a placer.

Lapointe no se atrevió a decir nada. No le gustaba ver al jefe de aquel humor.

—Mira, eso ocurre casi en todas las investigaciones. Hay un momento en que la máquina gira en el vacío y uno no sabe hacia qué lado volverse. Pero de pronto ocurre algo, algo insignificante la mayoría de las veces, a lo que de momento ni se le da importancia…

—A su salud.

—A la tuya.

A aquella hora todavía matutina, la calle tenía un aire alegre, y estaba llena de atareadas amas de casa que iban de una a otra tienda. No estaban lejos del mercado Buci que tanto gustaba a Maigret.

—Ven.

—¿Dónde vamos?

—Volvemos. Veremos si Lucas y Janvier han tenido más suerte.

Janvier había regresado, pero Lucas aún no.

—Ha sido muy fácil, jefe. Su sucesor todavía trabaja allí y lo conoció muy bien.

—Cuenta.

—No hay nada que ocultar, a no ser que a sus espaldas la gente lo llamaba Su Majestad Caramé. Era un hombre muy lúcido que daba una gran importancia a su indumentaria. Estaba muy satisfecho del puesto que ocupaba y esperaba tener muy pronto la Legión de Honor que le habían prometido. Aprovechaba todas las ocasiones que podía para ponerse el chaqué. Su hermano era coronel.

—¿Todavía vive?

—Lo mataron en Indochina. Caramé hablaba siempre que podía de su hermano y decía:

»—Mi hermano el coronel…

—¿Eso es todo?

—Eso es todo cuanto han podido decirme. No se le conocía ningún vicio en especial. Lo que le apenaba era no haber tenido hijos. Un viejo ujier me ha contado una historia, pero no me ha podido garantizar su autenticidad…

»Tras tres o cuatro años de matrimonio, mandó a su mujer a un ginecólogo y ése, según dicen, pidió ver al marido. En una palabra, que no era ella quien no podía tener hijos, sino él. A partir de este momento dejó de hablar de ellos.

Maigret iba y venía de un lado a otro de su despacho, con aire preocupado, y de vez en cuando se detenía delante de la ventana como para tomar al Sena por testigo de la mala pasada que le estaban jugando.

Llamaron a la puerta.

Era Lucas, que había subido rápidamente la escalera y llegó resoplando.

—Calma, hombre, calma.

—Encontré en la quincallería a un tipo que había trabajado directamente bajo las órdenes de Antoine. Ahora tiene sesenta años y es jefe del departamento.

—¿Qué dice ése?

—Al parecer, ese Antoine era una especie de maníaco. En el buen sentido de la palabra. Es decir, que tenía su chaladura. Cuando le preguntaban qué profesión tenía, respondía: inventor.

»Y es cierto que le dieron una patente para un abrelatas muy original que vendió a un fabricante de electrodomésticos. Hizo otros inventos, al parecer…

—Sí, un aparato para mondar patatas.

—¿Cómo lo sabe?

—Lo he visto en la casa de la Mégisserie.

—Siempre quería perfeccionar las cosas. Al parecer, tenía montado en su casa un pequeño taller donde se pasaba la mayor parte de sus horas libres.

—También lo vi. ¿No inventó nada más importante?

—No, o por lo menos el hombre con el que yo he hablado no lo sabe, pero por lo visto solía decir muy serio:

»—Algún día haré un auténtico descubrimiento y todo el mundo hablará de mí.

—¿Nunca fue más preciso?

—No. A excepción de cuando hablaba de su manía, más bien era un hombre taciturno que hacía su trabajo a conciencia. No bebía. No salía de noche. Parecía estar muy satisfecho de su mujer. Digo satisfecho, no enamorado, dada la edad que tenían ambos. Se entendían muy bien y se apreciaban mucho. Mi interlocutor fue a comer dos veces a su casa y todo le pareció muy bien.

»—Era una señora muy bonita y muy distinguida. La única cosa un poco fastidiosa era que cuando hablaba, nunca se sabía si estaba hablando de su primer marido o del segundo. Se habría dicho que los confundía.

—¿Eso es todo?

—Eso es todo, jefe.

—Un detalle es seguro: no hace mucho tiempo que había una pistola en la mesita de noche. Y esa pistola ha desaparecido.

»Tengo ganas de ir a dar una vuelta por el bulevar de Batignolles. ¿Vienes, Lapointe? Coge un coche. Uno al que le funcione el motor.

Antes de salir del despacho, cogió una pipa.