Capítulo dos

—Le mandaré dos o tres agentes para apartar a los curiosos —propuso el comisario de policía.

Los inquilinos ya formaban un grupo en el rellano de la escalera. Los de la Fiscalía no estuvieron demasiado rato, y los del Instituto Médico Legal rápidamente se pudieron llevar el cuerpo en una camilla.

Lapointe no había dejado de observar la seriedad de Maigret y la palidez de su cara. Tres días antes, no conocía a la difunta, ni siquiera había oído hablar nunca de ella. Pero, en su desespero, imaginario o real, la anciana había sido a él a quien había acudido. Había tratado de verle personalmente, porque confiaba en él, y todavía le parecía estar viéndola acercársele por la acera, con los ojos brillantes de admiración.

La había tomado por una loca o algo parecido, pero una vaga duda persistía en el fondo de sí mismo y le había prometido que iría a hacerle una visita. Habría ido aquella misma tarde probablemente.

Demasiado tarde. La habían asesinado, tal y como ella temía.

—Que examinen todas las huellas de todas las habitaciones, las de todos los objetos, incluso las de aquellos menos susceptibles de haber sido tocados.

Oyó ruido en la escalera y entreabrió la puerta. Había allí una docena de periodistas y de fotógrafos a los que un agente impedía entrar en el piso.

Alguien le puso un micro en la boca.

—¿De qué tipo de crimen se trata, comisario?

—No sé nada, señores. Todavía puede decirse que no ha empezado la investigación.

—¿Quién es la víctima?

—Una anciana señora.

—Sí, la señora Antoine de Caramé, nos lo ha dicho la portera. También nos ha dicho que a principios de semana la policía vino a hacerle unas cuantas preguntas respecto a ella. ¿Por qué? ¿Tenía usted alguna razón para creer que corría algún peligro?

—Lo único que puedo decirles es que en este momento no sé nada.

—Vivía sola, ¿verdad? ¿Y no recibía a nadie?

—Que sepamos, no, Pero tiene una sobrina, cuyo nombre ignoro, que a veces la venía a visitar. Es masajista y vive cerca de aquí, al otro lado del Puente-Nuevo.

Maigret estaba seguro de que no tardaría en oír por la radio aquella corta declaración que acababan de grabar los periodistas. La noticia apareció ya en los periódicos de la tarde. Casi seguro que después de lo que había dicho, la sobrina iba a darse a conocer.

—¿Podemos fotografiar el interior?

—Todavía no. Están trabajando aún los de la Identidad Judicial. Y ahora, por favor, les ruego que despejen el rellano y la escalera.

—Le esperaremos en el patio.

Maigret cerró otra vez la puerta y se puso a inspeccionar el piso. En la parte exterior estaba el salón donde había sido agredida la señora Antoine, posiblemente cuando volvía de dar su habitual paseo por las Tullerías.

¿Alguien entraba en su piso durante su ausencia, tal y como ella sospechaba? Probablemente sí. Pero ¿qué buscaba? ¿Qué podía haber en aquel piso para que provocara semejante dedicación?

Posiblemente había vuelto antes de lo acostumbrado, y el intruso, sorprendido, se había desembarazado de ella.

¿Eso no indicaba acaso que ella lo conocía? En caso contrario lo normal era que hubiera huido, pero ¿necesitaba matarla?

—De huellas ¿qué?

—Por ahora nada más que las de la vieja. En la mesa del salón se han encontrado huellas del médico. Pero ésas no interesan, claro.

El salón tenía dos ventanas y, como todas las habitaciones del piso, era bajo de techo. Una puerta daba a un comedor tan anticuado como el resto y la propia anciana. En un rincón, sobre una mesa, había una enorme planta verde dentro de un tiesto forrado de satén.

Por todas partes reinaba el mismo orden, la misma meticulosa limpieza.

El comedor tenía sólo una ventana y, enfrente de ella, había una puerta que lo ponía en comunicación con la cocina. La caja del pan contenía una barra todavía tierna. En la nevera, Maigret encontró varios paquetes. Uno de ellos contenía una loncha de jamón, el otro, la mitad de una chuleta. Encontró también una lechuga y media botella de leche.

Sólo le quedaba por ver una habitación que, al igual que la cocina, daba al patio: era el dormitorio. Había un gran armario de nogal con espejo de cuerpo entero, la cama y el resto de los muebles también eran de la misma madera. Sobre el suelo había una alfombra de reminiscencias vagamente orientales, algo descolorida y vieja.

Todo aquello tenía cierta dignidad. Por la tarde volvería para estudiar todos aquellos objetos uno a uno, y examinaría también el contenido de los armarios y de los cajones.

—Hemos terminado, jefe.

Los fotógrafos prepararon las cámaras. En cuanto a las huellas, todo estaba igual: sólo habían encontrado las de la anciana.

Maigret dio instrucciones a un agente para que no dejara entrar a nadie, excepto al inspector que iba a mandar inmediatamente. Bajó la escalera sombría de peldaños desgastados y pulido pasamanos debido al uso que durante dos o tres siglos se había hecho de él.

En el patio, los periodistas y los fotógrafos estaban tratando de hablar con la portera, que les contestaba sin demasiado entusiasmo. Lapointe seguía al comisario en silencio. También él estaba impresionado. Le parecía estar viendo aún a la señora Antoine en el pequeño despacho donde la había recibido y donde había decidido que no estaba completamente en sus cabales.

El comerciante de pájaros, el señor Caille, si era el suyo el nombre que aparecía en la fachada de su establecimiento, estaba junto a las jaulas en aquel momento y llevaba una larga bata gris.

—¿Me permite llamar por teléfono?

—Naturalmente, señor comisario.

Sonreía maliciosamente. Se sentía muy orgulloso de haber reconocido a Maigret. El teléfono estaba en el almacén, donde había un montón de jaulas y varias peceras llenas de peces rojos. Un viejo, vestido también con una bata gris, les estaba dando de comer.

—¡Oiga!… ¿Lucas?… Tendrías que mandarme a alguien al muelle de la Mégisserie. Al 8 bis… ¿Janvier?… Perfectamente… Que vaya al piso y que no deje entrar a nadie… Llama a mi mujer y dile que no iré a comer…

Cuando colgó, se volvió al viejo comerciante de pájaros.

—¿Hace mucho tiempo que vive en esta casa?

—Desde que mi padre se trasladó aquí, yo tenía entonces sólo diez años.

—Conoció usted, pues, a la señora Antoine desde que llegó a esta casa, ¿no?

—Sí, hace unos cuarenta años de eso. Entonces todavía vivía su primer marido, el señor Caramé. Era un hombre guapo y elegante. Ocupaba un puesto importante en el Ayuntamiento, y cuando organizaban alguna fiesta allí, siempre nos daba pases.

—¿En esa época tenían muchas amistades?

—Había dos o tres matrimonios que venían cada semana a jugar a las cartas con ellos.

—¿Cómo era la señora Antoine?

—Muy bonita y graciosa. Lo que son las cosas: Se habría dicho que no llegaría a vieja, ¡era tan frágil! En cambio, él era un hombre muy corpulento al que jamás vi ni un día enfermo. Sabía vivir bien. Y fue él el que se murió, de repente, en su despacho y, en cambio, su mujer aún ayer estaba con vida.

—¿Se volvió a casar poco después?

—¡Oh, no! Tardó casi diez años. Luego encontró a ese señor Antoine no sé dónde y acabó casándose con él. Era un buen hombre, pero no tenía la distinción del primer marido, desde luego.

»Trabajaba en el Economato del Ayuntamiento, era jefe de sección, según creo. Era viudo. Había montado un pequeño taller ahí arriba; era su mayor afición. No hablaba demasiado. Buenos días. Buenas noches. Y apenas salía.

»Tenía un coche, y el domingo llevaba a su mujer al campo. En verano, iban a un sitio cerca de Etretat.

—¿Hay otros inquilinos en el piso que los conocieran bien?

—Mucho me temo que yo sea el último y el único ya. Todos los demás se han ido muriendo uno detrás de otro. Ha entrado gente nueva en la casa. No veo a nadie de los antiguos ya.

—Te olvidas del señor Crispin, papá —intervino el hijo, que seguía de pie en el umbral.

—Es verdad, pero como nunca se le ve, apenas si consigo recordar que aún vive. Hace cinco años que está impedido. Vive en dos habitaciones del quinto, y es la portera quien le sube las comidas y le limpia las habitaciones.

—¿Era amigo de los Antoine?

—Espere, a ver si me acuerdo. A veces lo confundo todo. Vino aquí un poco después que ellos. Todavía vivía el señor Caramé. No creo que durante esta época se frecuentaran. Sólo después, cuando la señora Caramé se casó con el señor Antoine, lo vi a menudo con éste. También él se dedicaba al comercio. Al ramo de la pasamanería, según creo; trabajaba en la calle del Sender.

—Muchas gracias, señor Caille.

Janvier ya había tenido tiempo de llegar.

—¿Has comido?

—He comido algo, pero ¿y usted?

—Yo comeré con Lapointe. Tú sube al primero y te quedas en el piso. No toques nada, ni siquiera un pequeño bibelot sin importancia. Ya verás por qué en seguida. ¡Ah! Sólo debes dejar entrar a la sobrina si es que se presenta.

Diez minutos después, Maigret y Lapointe estaban instalados en una mesa de la cervecería Dauphine.

—¿Quieren un aperitivo? —les dijo el patrón.

—No. Sírvanos en seguida una botella de beaujolais. ¿Qué hay de comida?

—Embutido de Auvernia; me ha llegado esta mañana.

Para empezar, Maigret escogió además unos filetes de arenque.

—¿Qué opinas tú de todo eso? —preguntó Maigret con voz un poco sorda.

Lapointe no sabía qué responder.

—Jamás habría creído que estaba diciendo la verdad. Hubiera jurado que todo era simple imaginación, como suele ocurrirles a los viejos tantas veces.

—Pero está muerta.

—Y si la puerta no hubiera estado entreabierta, se habría podido tardar días en descubrir el cadáver. Seguro que conocía a su asesino; si no, no habría tenido necesidad de matarla.

—Me estoy preguntando qué debía estar buscando.

—Cuando lo sepamos, si es que algún día llegamos a saberlo, la investigación quedará prácticamente terminada. Para empezar vamos a examinar el piso metro a metro. Tiene que haber algo, algo que el asesino andaba buscando. Algo difícil de encontrar, ya que inspeccionó varias veces el lugar.

—¿Y si al fin hubiera descubierto lo que buscaba?

—Entonces, ya casi no nos queda ninguna probabilidad de atraparlo. Habrá que interrogar a fondo a los inquilinos de la casa también. ¿Cuántos pisos tiene?

—Seis y las buhardillas.

—A dos inquilinos por piso…

El beaujolais era perfecto, y el embutido de Auvernia, acompañado de patatas fritas, no le iba a la zaga.

—Hay algo que no alcanzo a comprender. La señora Antoine tenía ochenta y seis años. Hacía unos doce años que era viuda. ¿Por qué se les ha ocurrido empezar a revolver en su piso precisamente ahora? ¿Acaso lo que andan buscando no hace mucho tiempo que estaba en su poder?

—En ese caso, la anciana lo habría sabido. Y ella te dijo bien claramente que no tenía ni la menor idea de lo que querían.

—Parecía tan sorprendida como nosotros mismos.

—Los dos maridos que tuvo sucesivamente no tenían nada de misteriosos. Al contrario. Ambos parecían representar perfectamente al francés medio, y lo único que ocurría, al parecer, era que uno resultaba más decorativo que el otro.

Llamó al dueño del local:

—Dos cafés, Léon.

El cielo continuaba azul, y el aire resplandeciente. A lo largo de los muelles se veía a los turistas con la máquina de retratar colgada al cuello.

Los dos hombres volvieron al muelle de la Mégisserie. Sólo había un periodista andando de un lado a otro del patio.

—Supongo que no deben tener nada para mí, ¿no? —dijo de mal humor.

—Nada por ahora.

—Ha subido una señora hará cosa de unos diez minutos, pero no ha querido decirme quién era.

Un poco después, Maigret y Lapointe estaban frente a ella. Era una mujer gorda, hombruna, que aparentaba tener unos cuarenta y cinco o unos cincuenta años. Estaba sentada en uno de los sillones del salón y Janvier no parecía que hubiera tratado de hacerle hablar.

—¿Es usted el comisario Maigret?

—Sí. Le presento a dos de mis inspectores, Janvier y Lapointe.

—Yo soy Angèle Louette.

—¿Señora?

—No, señorita. Pero tengo un hijo de veinticinco años y no me avergüenzo de ello, al contrario.

—¿La señora Antoine era su tía?

—Sí, era la hermana de mi madre, la hermana mayor. Y, sin embargo, fue mi madre la que murió primero, hace más de diez años que falleció ya.

—¿Vive usted con su hijo?

—No. Vivo sola. Tengo un pequeño apartamento en la calle Saint-André-des-Arts.

—¿Y su hijo?

—Vive tan pronto en un sitio como en otro. Ahora creo que está en la Costa Azul. Es músico.

—¿Cuándo vio usted a su tía por última vez?

—Hará unas tres semanas.

—¿Venía usted a verla a menudo?

—Una vez cada mes o cada dos meses.

—¿Se llevaba usted bien con ella?

—No discutíamos.

—¿Qué quiere decir?

—Que no había ninguna intimidad entre nosotras. Mi tía era una persona desconfiada. Creía que le hacía visitas de vez en cuando para congraciarme con ella y para heredar cuando se muriera.

—¿Tenía dinero?

—Algo ahorrado sí debía de tener, pero no creo que demasiado.

—¿Sabía usted si tenía una cuenta en el banco?

—Nunca me habló de ella. Lo que siempre me decía era que por favor la hiciera enterrar en la misma tumba que su primer marido, que tenía el nicho en el cementerio Montparnasse.

»Creo que si se volvió a casar fue para no estar sola únicamente. Todavía era joven, conoció a tío Antoine, no sé dónde, y un buen día me dijo que se volvía a casar y me preguntó si quería ser su testigo…

Maigret no perdía una palabra de lo que ella decía. Le había indicado a Lapointe, que se había sacado ya el bloc del bolsillo, que no tomara ninguna nota. Era el tipo de mujer que probablemente se habría callado si la hubieran interrogado de un modo oficial.

—Dígame, señorita Louette, ¿cree usted que su tía tenía alguna razón para creer que alguien atentaba contra su vida?

—No, que yo sepa.

—¿No le habló nunca de un misterioso visitante?

—No, nunca.

—¿La llamaba a veces o iba a verla de vez en cuando?

—No. Era yo quien venía de vez en cuando para asegurarme de que estaba bien y de que no necesitaba nada. Me inquietaba saber que vivía sola. Le habría podido ocurrir cualquier cosa y nadie se habría enterado siquiera.

—¿Nunca se le ocurrió tomar una criada?

—Habría podido tenerla, desde luego; con sus dos viudedades le llegaba de sobra. Yo siempre le insistía para que no viviera sola, pero ella sólo quería tener una mujer de faenas. Decía que no necesitaba más. Ya ven cómo tenía el piso de limpio. No hay ni un átomo de polvo en ningún sitio.

—Usted es masajista, ¿verdad?

—Sí. Y tengo una buena clientela. No puedo quejarme.

—¿Qué ocurrió con el padre de su hijo?

—Me abandonó antes del nacimiento de éste. Me alegré de ello, porque me había equivocado. Fue una cabezonada, como suele decirse. No sé ni siquiera qué ha sido de él, y es muy posible que si me lo encontrara por la calle no lo reconociera.

—¿Su hijo está inscrito, pues, como hijo de padre desconocido, y lleva su nombre?

—Sí. Se llama Emile Louette. Pero desde que toca la guitarra en los cabarets ha escogido el nombre de Billy.

—¿Está usted en buenas relaciones con él?

—Me viene a ver de vez en cuando, sobre todo cuando necesita dinero. Es muy bohemio, pero es un buen chico en el fondo.

—¿Venía a ver a su tía de vez en cuando también?

—De niño me acompañaba. Pero creo que desde los quince o dieciséis años no la ha vuelto a ver.

—Habría podido pedirle dinero a ella también.

—No es su estilo. A mí sí, porque soy su madre, pero a nadie más. Es muy orgulloso.

—¿Conoce usted bien el piso?

—Muy bien.

—¿Dónde solía estar la mayor parte del tiempo su tía?

—En ese sillón que está cerca de la ventana.

—¿Cómo pasaba el día y las noches?

—Para empezar tenía que hacer gran parte del trabajo de la casa y además ir a la compra. Luego se preparaba la comida, no era mujer que se contentara con un trozo de carne fría, sobre un pedazo de pan, comido en un rincón de la mesa. Aunque estuviera sola, comía en el comedor y no dejaba nunca de poner un mantel sobre la mesa.

—¿Salía mucho?

—Cuando hacía buen tiempo iba a sentarse a un banco.

—¿Leía?

—No. Se quejaba mucho de que sus ojos no le permitían hacerlo; se le cansaba mucho la vista. Miraba a la gente que pasaba y a los niños que jugaban en la avenida. Siempre sonreía de una manera algo melancólica. Debía de pensar en el pasado.

—¿No le hacía confidencias?

—¿Qué habría podido decirme? Su vida era de lo más sencillo.

—¿No tenía amigas?

—Sus antiguas amigas ya habían muerto todas, y no le apetecía hacer nuevas amistades. Incluso por esto cambió de banco; de repente se me ha venido esto a la cabeza.

—¿Cuánto tiempo hace de eso?

—Fue en el verano pasado, hacia finales de temporada. Se sentaba siempre en el mismo banco en el jardín de las Tullerías. Un día vio a una mujer que tenía poco más o menos su misma edad y que le preguntó si estaba libre el sitio que quedaba a su lado. Tuvo que contestar que sí, claro. No se puede reservar un sitio en un banco público. Desde el primer día esa mujer se puso a hablarle, le dijo que era de origen ruso y que había sido una gran bailarina…

»Al día siguiente mi tía la volvió a encontrar en el mismo sitio y durante más de una hora la extranjera le estuvo contando sus éxitos pasados. Había vivido mucho tiempo en Niza. Continuamente hablaba de esa ciudad y se quejaba del clima de París.

»Es uno de los pocos acontecimientos de su vida que me contó mi tía.

»—¡Le tenía tanto cariño a este banco! —me dijo suspirando—. Pero he tenido que cambiar y no sólo de banco sino hasta de jardín porque en cuanto me hubiera visto me la habría encontrado a mi lado.

—¿Esta rusa nunca vino aquí?

—No, que yo sepa. Y como conozco muy bien a mi tía, estoy segura de que no la invitó.

—En suma, que no tiene la menor idea sobre la posible identidad del asesino.

—Ninguna, señor comisario. ¿Qué tengo que hacer para el entierro?

—Déjeme su número de teléfono y ya la tendré al corriente. Oiga, ¿tiene alguna foto reciente de su tía?

—La última tiene al menos doce años; se la hizo mi tío Antoine. Llame, a poder ser, por la noche, porque durante el día casi siempre estoy en casa de los clientes.

En la puerta de la calle el agente continuaba montando la guardia.

—¿Qué piensa usted de ella, jefe?

—Habla bien y de un modo muy categórico.

Janvier miraba asombrado a su alrededor.

—¿Todo el piso es del mismo estilo?

—Sí. El dormitorio todavía resulta un poco más anticuado. ¡Lapointe! Tú que conoces algo mejor la casa, ve a llamar a la puerta de los distintos pisos. Pregúntales si veían a la anciana, qué relaciones tenían con ella y si habían visto entrar a algunos visitantes en su casa.

En todo el salón sólo había un objeto moderno, un aparato de televisión, situado frente a un sillón cubierto con una funda de flores.

—Y ahora —dijo Maigret a Janvier— vamos a revisarlo todo metódicamente, anotando el lugar que ocupa cada objeto. En realidad, lo que la empezó a inquietar fue el hecho de que encontrara algunos objetos ligeramente fuera de su sitio.

El suelo, de planchas separadas por el desgaste del tiempo, no estaba recubierto con una alfombra, sino con varias alfombritas de dormitorio, una de las cuales estaba colocada bajo las tres patas de la mesa redonda.

Apartaron la mesa, levantaron la alfombra y se aseguraron de que debajo no había nada oculto. Después volvieron a poner la mesa en su sitio; ésta estaba recubierta con un tapete. Con todo cuidado volvieron a poner en su sitio los pequeños objetos que habían examinado: una caracola marca Dieppe, una pastora de porcelana y una estatuilla de falso bronce que representaba a un escolar con su cartera atada a la espalda y vestido con traje de marinero.

Sobre la chimenea había varias fotos alineadas; fotos de dos hombres, de dos maridos que se habría dicho que habían acabado por confundirse en el alma de la anciana dama. Uno de ellos, de cara grande, casi gordo, y lampiño, había escogido una pose favorecedora. Era el jefe de departamento del Ayuntamiento.

El otro, más desdibujado, llevaba un bigote gris. Era el tipo de hombre que uno encuentra sobre todo en el metro y en los autobuses. Tanto habría podido ser un empleado como un contable o un vendedor de unos grandes almacenes, como era el caso. Sonreía, y su sonrisa era sincera. Se le notaba que estaba satisfecho de su existencia.

—Oye, Janvier, ¿cómo entró la sobrina, tenía llave?

—No. Ha llamado a la puerta y he ido a abrirle.

—Este mueble está cerrado con llave, tiene que haber algún manojo de llaves en algún sitio.

Fue en el bolso de la anciana donde primero buscó Maigret, en aquel bolso de cuero blanco que debía de haber sacado del armario durante los primeros días de primavera. No contenía barra de labios, pero sí polvos de arroz compactos y algo azulados. El pañuelo llevaba bordada la letra L, los dos hombres iban a descubrir poco después que la señora Antoine se llamaba Léontine.

Nada de cigarrillos. Evidentemente no fumaba. Había una pequeña bolsita de bombones comprados en la calle Rivoli. Los bombones debía hacer tiempo que estaban allí porque estaban pegados.

—Aquí están las llaves.

Estaba casi seguro de que las encontraría dentro del bolso que la anciana llevaba siempre consigo. Había tres llaves de muebles, una de la habitación y otra de la puerta de entrada.

—Seguramente abrió la puerta y volvió a poner las llaves en el bolso antes de entrar. De lo contrario las llaves habrían quedado en la cerradura o las habríamos encontrado en el suelo. Tuvo el tiempo justo de poner el bolso sobre el sillón antes de ser atacada.

Maigret hablaba maquinalmente, más para sí mismo que para el inspector Janvier. No podía conseguir apartar de sí cierta sensación de malestar. Pero aunque a él se le hubiera ocurrido ir la víspera, ¿en qué habría podido cambiar este hecho las cosas? No habría podido encontrar suficientes elementos para que la casa hubiera podido ser vigilada las veinticuatro horas del día. Y el asesino, como habría ignorado su visita, habría actuado de la misma manera que lo había hecho.

Empezó a probar las llavecitas una tras otra en el pequeño cajón de un baúl y acabó por encontrar la buena.

El cajón estaba lleno de papeles y fotografías. A la derecha vio una libreta de la caja de ahorros a nombre de Léontine Antoine, muelle de la Mégisserie; la cuenta era de diez mil francos. Sólo había imposiciones, ni una sola retirada de dinero, y las imposiciones habían empezado veinticinco años atrás. Por eso bajo el nombre de Antoine se había tachado el de Caramé.

Veinticinco años de vida, de economías. La compra por la mañana. Los bancos de la plaza por la tarde y quizá cuando llovía alguna vez un cine.

Otra de las libretas era de una agencia de la Sociedad General de Banca. El saldo era de veintitrés mil doscientos francos. Habían sido retirados dos mil quinientos francos algunos días antes de la última Navidad.

—¿Esa cifra no te dice nada?

Janvier con la cabeza indicó que no.

—La televisión. Estoy seguro de que fue eso lo que le costó. Debió de ser el regalo de Navidad que se hizo a sí misma.

Había otra retirada de dinero, hecha doce años antes, que correspondía probablemente al entierro de su segundo marido.

Encontraron varias tarjetas postales. La mayoría de ellas estaban firmadas por un tal Jean. Procedían de distintas ciudades de Francia, de Bélgica y de Suiza, y debían de haber sido enviadas con ocasión de algunos congresos. La letra era bonita, un poco redonda. El texto siempre era el mismo:

«Con cariño,

Jean».

Jean era Caramé. Antoine había viajado menos solo, por lo que no encontraron ninguna tarjeta postal de él. En cambio, había numerosas fotografías de él solo y de los dos. La máquina de retratar, muy complicada, estaba en el mismo cajón.

Al parecer, los Antoine cambiaban cada año de lugar de vacaciones y además debían de ser muy aficionados a hacer excursiones. Habían ido a Quimper, a La Baule, a Arcachon, a Biarritz. Habían viajado también por el Macizo Central y habían pasado algunos días en la Costa Azul.

De una a otra fotografía a menudo cambiaba la edad y por ellas se habría podido proceder a una clasificación cronológica.

Algunas cartas, sobre todo de Angèle Louette, la sobrina masajista. Procedían de provincias también.

«Estamos pasando unas buenas vacaciones aquí, Emile y yo. Emile ahora ya es todo un chico que se pasa el día en las dunas…»

Había una única foto de ese Emile que ahora se hacía llamar Billy. Tenía quince años y miraba fijo delante de él con aire de desafiar al mundo entero.

—Nada secreto en nada. Nada inesperado —dijo Maigret suspirando.

En una mesita había lápices, plumas, goma y papel de cartas sin membrete. La anciana Léontine no debía de escribir a menudo. ¿A quién habría escrito?

Había sobrevivido al pelotón de todos aquellos que había conocido; todos habían muerto antes que ella. Sólo le quedaba su sobrina y su sobrinito, del que aparte de la fotografía y de una referencia a él en una carta de su madre, no había ninguna otra huella.

La cocina la pasaron a cedazo. Maigret vio una serie de instrumentos que no conocía y que no creía que pudieran proceder del comercio. Había un abrelatas de un modelo muy perfeccionado, y también una pequeña máquina muy simple, pero muy ingeniosa, para mondar patatas.

Lo comprendieron todo cuando, al otro lado del pasillo, al abrir la habitación con la segunda llave, se encontraron ante un cuartito muy reducido cuya ventana daba al patio. Había un banco de carpintero y en los muros había gran cantidad de herramientas colocadas en perfecto orden.

O sea que el bueno de Antoine tenía aquella afición. En un rincón, sobre una madera, había un montón de revistas técnicas, y en un cajón había varios cuadernos en los que había dibujados varios croquis incluido el de la máquina de mondar patatas.

¿Cuántos matrimonios como aquél debía de haber entre los millones de parisinos que tenía la ciudad? Muchos seguramente. Eran unas vidas ordenadas y sencillas.

Lo que resultaba sorprendente e inusitado era la muerte de aquella anciana tan menudita de ojos color gris claro.

—Nos falta la habitación y los armarios.

Había de todo en el armario, un abrigo de invierno de astracán, otro de lana negra, dos vestidos también de lana, uno de ellos de color malva, y tres o cuatro vestidos de verano.

No había ningún traje de hombre. Cuando había muerto su segundo marido debía de haberse desprendido de todas sus cosas a no ser que dispusiera de una buhardilla o de una parte del desván. Tendría que informarse de aquello hablando con la portera.

Todo estaba cuidado y limpio, y los cajones tenían todos papel blanco en el fondo.

Pero el cajón de la mesita de noche tenía una mancha muy grande, una mancha de grasa o de aceite, y estaba vacío.

Maigret, intrigado, lo olió y lo hizo oler también a Janvier.

—¿Qué crees que es?

—Grasa.

—Sí, pero no una grasa cualquiera. Es una grasa que sirvió para engrasar un arma. La anciana tenía un revólver o un automático en este cajón.

—¿Y dónde debe de estar?

—No lo hemos encontrado en el piso y lo hemos registrado muy a fondo. Pero la mancha parece aún reciente. Acaso la persona que ha matado a la anciana…

Era difícil creer que el asesino, hombre o mujer, hubiera pensado en llevarse el revólver.

Aquella mancha que acababan de descubrir en el último momento lo cambiaba todo.

¿Había sido la anciana la que había comprado el arma para defenderse en caso necesario? Era poco probable. Maigret habría jurado que hasta debía de tenerle miedo a las armas de fuego. No podía llegar a imaginársela entrando en una armería pidiendo una pistola y probándola en el sótano.

¿Pero por qué no, a fin de cuentas? ¿No le había sorprendido acaso la energía que había visto reflejada en sus ojos? Era muy frágil y sus puños no eran mayores que los de un niño, pero con aquellas manos conseguía tener un piso limpísimo como la mejor y más joven de las amas de casa.

—Eso debe de ser de la época de uno de los dos maridos.

—¿Pero dónde está el arma? Acuérdate de entregar este papel al laboratorio para que analicen esta mancha. Aunque ya sé la respuesta por adelantado.

Oyeron un timbre y Maigret buscó maquinalmente el aparato del teléfono.

—Es en la puerta de entrada —dijo Janvier.

Fue a abrir y se encontró frente a un Lapointe que parecía extenuado.

—¿Has visto a todos los inquilinos?

—A todos los que estaban en casa sí. Lo peor es que apenas si me dejaban hacer las preguntas. Eran ellos los que me interrogaban. ¿Cómo murió? ¿Qué arma utilizaron para matarla? ¿Cómo es posible que no se haya oído ningún disparo?

—Cuenta.

—El piso que está justamente encima de éste lo ocupa un solterón de unos sesenta años que es, al parecer, un historiador muy conocido. He visto sus libros en la biblioteca. Sale poco. Posee un perrito, y su ama de llaves viene todos los días a arreglarle la casa y a prepararle las comidas. Digo ama de llaves porque es la palabra que él ha empleado. La he visto. La llaman la señorita Elise y rebosa dignidad por todas partes.

»El piso es tan viejo como éste, pero está puesto con mejor gusto. En cierto momento me ha dicho:

»—¡Si al menos no se le hubiera ocurrido comprarse esa maldita televisión! La ponía casi todos los días hasta las once. Y yo me levanto a las seis de la mañana para dar mi cotidiano paseo…

Lapointe añadió:

—Nunca le había dirigido la palabra, y hace veinte años que vive en la casa. Se contentaba con saludarla cuando se la encontraba en la escalera. Se acuerda del marido porque también era ruidoso. Al parecer, tenía un pequeño taller en la casa y por las noches aserraba, picaba y claveteaba sin cesar.

—¿Y los del piso de enfrente?

—No he encontrado a nadie allí. He bajado a preguntarle a la portera. Es un matrimonio joven el que lo ocupa. El marido trabaja como ingeniero de sonido en una casa de cine y la mujer es montadora de la misma empresa. Comen con frecuencia en la ciudad y regresan muy tarde. Se levantan tarde también porque empiezan a trabajar al mediodía.

—¿Y en el tercero?

Lapointe consultó sus notas.

—Los Lapin. Sólo he visto a la abuela y al crío. La mujer trabaja en una camisería de la calle Rivoli y el marido es corredor de seguros. Viaja mucho, al parecer.

—¿Y en el otro piso?

—¡Espere! He interrogado a la abuela y me ha dicho:

»—No, señor, no tenía tratos con ella. Me parece que esa mujer era una sinvergüenza. Para prueba basta un botón, sus dos maridos. Yo también soy viuda. ¿Acaso me he vuelto a casar yo? ¿Se me habría ocurrido acaso ponerme a vivir con otro hombre en el mismo piso y con los mismos muebles?

Lapointe volvió a consultar el bloc.

—El tal Raymond no sé a qué especie pertenece. Es muy viejo y prácticamente no sale de su piso. Ignoraba hasta la existencia de Léontine Antoine, ex Léontine de Caramé.

»He subido también al piso de arriba. Está vacío. Lo van a ocupar dentro de quince días. Lo están pintando y arreglando. Lo tiene alquilado un matrimonio de cuarenta años; tienen dos hijos que van al instituto.

»He visto al viejo al que le hace la limpieza la portera. Está sentado en una silla de ruedas que maneja con extraordinaria habilidad. Creía que me encontraría con un tipo extraño y amargado, pero nada de eso, es un viejo con muy buen humor.

»—¡De manera que la han matado! —ha exclamado—. Pues hacía más de cincuenta años que no había ocurrido nada, absolutamente nada, en la casa, quizás incluso más. ¡Vaya, conque por fin tenemos un bonito asesinato! ¿Se sabe ya quién ha sido? ¿Supongo que esta vez no se tratará de un crimen pasional?

Lapointe añadió:

—El hombre estaba exultante. Si hubiera podido bajar, estoy seguro de que habría pedido permiso para visitar el lugar del suceso.

»Enfrente vive una tal señora Blanche, de unos sesenta años, que trabaja como cajera en una cervecería. No la he podido ver porque no vuelve hasta las doce.

La casa parecía una pequeña colmena y, sin embargo, en el primer piso acababan de asesinar a una anciana y nadie parecía darle demasiada importancia.

—¿Cómo la han matado?

—¿Quién ha sido?

—¿Por qué no ha gritado pidiendo auxilio?

La mayoría de ellos se saludaban de un modo vago en la escalera, pero no se dirigían la palabra. Cada uno metidito en su casita y la puerta bien cerrada.

—Bueno, tú vas a quedarte ahí hasta que te envíe a alguien para relevarte —le dijo Maigret a Janvier—. Puede parecer ridículo, pero tengo la impresión de que el hombre o la mujer que tanto anda revolviendo y buscando en este piso podría muy bien volver.

—Mande a Torrence, si está libre. Le encanta la televisión.

Maigret se llevó la hoja de papel manchada de aceite o de grasa. Una vez en el Quai des Orfèvres subió directamente al laboratorio de Moers.

—¿Quieren hacer analizar esta mancha, por favor?

Moers refunfuñó algo entre dientes, se quedó mirando a Maigret como diciendo que la cosa no tenía demasiadas dificultades y se fue a llevar la hoja a uno de los especialistas que estaba trabajando en aquella inmensa habitación de techo inclinado.

—Lo que creía. Grasa de fusil.

—Necesito un análisis oficial porque hasta ahora éste es el primer y único indicio que poseo. ¿Hace tiempo que está ahí esa grasa?

—El hombre que está haciendo el análisis se lo dirá, mas para eso necesito un poco más de tiempo.

—Gracias. Entrégueme el resultado lo más pronto posible.

Bajó a su despacho y de allí pasó al despacho de los inspectores. Torrence estaba allí, y también Lapointe, que ya estaba redactando el informe con ayuda de las notas que tenía en su bloc.

—Oiga, Torrence, ¿tiene hambre?

El gordo Torrence lo miró sorprendido.

—¿A las cinco de la tarde?

—Después probablemente ya no tendrá tiempo de comer. Vaya a comer o cómprese unos cuantos bocadillos. Tiene que ir al muelle de la Mégisserie a reemplazar a Janvier en el primer piso de la casa. Le haré relevar mañana por la mañana a primera hora. Encontrará las llaves en la mesa redonda del salón.

»Desconfíe, porque el asesino posee una llave también, de manera que para entrar no tendrá que forzar la puerta.

—¿Cree usted que volverá?

—Este caso es tan original que creo que todo es posible.

Maigret llamó al doctor Forniaux.

—¿Ha tenido tiempo de practicar la autopsia? —inquirió Maigret.

—Sí, ahora iba a hacer el informe. ¿Sabe usted que esa mujer, en apariencia tan débil, tenía un cuerpo capaz de resistir los cien años? Tiene los órganos en tan buen estado como una jovencita.

»La han asfixiado, como pensé desde un principio. Creo poder añadir que ha sido con un echarpe o una tela que contenía hilos rojos, he encontrado uno de esos hilos entre los dientes. Ha tratado de morder, y desde luego se debatió y luchó bastante antes de morir víctima de la falta de oxígeno.

—Muchas gracias, doctor. Espero su informe.

—Le llegará mañana con el primer correo.

Léontine Antoine no bebía, no había ni vino ni ninguna clase de alcohol en el piso. Comía mucho queso. Eran un par de detalles que daban vueltas en la cabeza de Maigret mientras miraba el tráfico que había sobre el puente de Saint-Michel. Un convoy de barcazas pasaba bajo el puente, tirado por un remolcador con un inmenso trébol blanco pintado en la chimenea.

El cielo era de un rosa ligeramente azulado, las hojas de los árboles tenían un tono verde tierno aún, y los pájaros piaban con todas sus fuerzas.

Fue en ese momento cuando el agente que había sido el primero en descubrir a la anciana solicitó ser recibido por el comisario.

—No sé si lo que vengo a decirle podrá interesarle. Acabo de ver la fotografía en el periódico. A esa mujer yo la conozco. Quiero decir que ya la había visto hace cosa de una semana. Estaba de guardia en el portal. Anduvo arriba y abajo de la acera un buen rato mirando las ventanas y el patio. Yo de momento creí que me iba a dirigir la palabra, pero se marchó sin decir nada.

»Volvió al día siguiente y ya se atrevió incluso a entrar en el patio. Yo creí que era una turista, como hay tantos…

»Al día siguiente ya no estaba de guardia, pero Lecoeur, que era quien me reemplazaba, la vio entrar en el patio y dirigirse sin vacilar hacia la puerta de la P. J. Iba tan decidida que ni se le ocurrió preguntarle si tenía una citación.

—Gracias. Hágame un informe y dígale a Lecoeur que me haga otro también.

O sea que había estado rondando por delante de la P. J. antes de decidirse a preguntar por el comisario Maigret. Y él le había mandado a Lapointe, al que ella había tomado por su hijo.

Y eso no le había impedido quedarse esperándole en la calle hasta que lo había podido ver personalmente a él.

El viejo Joseph estaba llamando a la puerta, reconocía su especial manera de hacerlo; abrió antes de que él le hubiera contestado.

Le tendió una tarjeta en la que se leía: «Billy Louette».

Y la masajista le había dicho pocas horas antes que su hijo se encontraba en la Costa Azul.

—Hágale pasar, Joseph.