El agente Picot montaba guardia a la izquierda del portal del Quai des Orfèvres y su camarada Latuile estaba a la derecha. Eran poco más o menos las diez de la mañana de un día de mayo. El sol brillaba, y París tenía tonalidades de pardo dorado.
Hubo un momento en que Picot se fijó en ella, pero no le dio importancia: era una viejecita pequeñita que llevaba un sombrero blanco, guantes de hilo blanco y un traje de color gris. Tenía las piernas muy flacas y un poco arqueadas debido a la edad.
¿Llevaba en la mano un capacho o una bolsa? Picot no lo recordaba. No la había visto llegar. Estaba parada allí, en la acera, a pocos pasos de él, y mirando hacia el patio de la Policía como si contemplara los coches allí alineados.
Hay muchos curiosos, generalmente turistas, que gustan de echar una ojeada al Quai des Orfèvres. Se adelantó hasta la puerta, se quedó mirando al agente, después dio media vuelta y se dirigió hacia el Puente-Nuevo.
Al día siguiente, por la mañana, Picot de nuevo estaba de guardia y, poco más o menos a la misma hora que el día anterior, la volvió a ver allí parada. Esta vez, tras haber titubeado un buen rato, se le acercó y le dirigió la palabra.
—Es aquí donde tiene su despacho el comisario Maigret, ¿verdad?
—Sí, señora. En el primer piso.
La señora levantó la cabeza y se quedó mirando las ventanas. Tenía unos rasgos finos y delicadamente dibujados, y sus ojos, de un gris claro, parecían tener siempre una expresión de eterna sorpresa.
—Gracias, señor agente.
Se marchó a pequeños pasos. Llevaba en la mano una bolsa de la compra, y esto hacía suponer que era del barrio.
Al día siguiente Picot estaba libre. Su sustituto no se ocupó de aquella viejecita que entró en el patio. Anduvo por allí un rato antes de abrir la puerta de la izquierda y empezó a subir la escalera. Cuando estuvo en el primer piso, el largo pasillo pareció impresionarla. Se sintió un poco perdida. El viejo Joseph, el ordenanza, se le acercó y le preguntó amablemente:
—¿Busca usted algo, señora?
—Sí, el despacho del comisario Maigret.
—¿Desea usted hablar con el comisario?
—Sí. He venido para eso.
—¿Tiene usted una citación?
La viejecita dijo que no con la cabeza y lo miró asustada.
—¿Es preciso tener una citación?
—¿Quiere usted dejarle algún recado?
—Tengo que hablar personalmente con él. Es de importancia.
—Llene esta ficha y ya veré si el comisario puede recibirla.
La anciana se sentó delante de la mesa cubierta de felpa verde. Un fuerte olor a pintura reciente reinaba en el local. La anciana no lo sabía y encontró que para ser una oficina administrativa el ambiente resultaba casi alegre.
Rompió la primera ficha. Escribía lentamente, meditando cada palabra, y subrayaba algunas de ellas. La segunda ficha también fue a parar al cesto, y lo mismo la tercera; sólo a la cuarta pareció quedar satisfecha; inmediatamente se dirigió hacia Joseph.
—Se la dará usted en propia mano, ¿verdad?
—Sí, señora.
—Supongo que debe de estar muy ocupado.
—Mucho.
—¿Cree que me recibirá?
—No lo sé, señora.
Tenía más de ochenta años, tal vez ochenta y seis u ochenta y siete; no debía pesar más que una chiquilla. Su cuerpo, con el tiempo, parecía haberse evaporado; su piel resultaba diáfana. Sonreía tímidamente, como para seducir al bueno de Joseph.
—Haga lo que pueda, por favor. ¡Es tan importante para mí!
—Siéntese usted, señora.
Joseph se dirigió hacia una de las puertas y llamó. Maigret estaba hablando con Janvier y Lapointe; los dos estaban de pie. Los ruidos del exterior entraban libremente por la ventana abierta de par en par.
Maigret cogió la ficha, le echó una ojeada y frunció las cejas.
—¿Cómo es?
—Es una anciana muy cortés y un poco tímida. Me ha rogado que insistiera con usted para que la recibiera.
Sobre el punteado de la primera línea había escrito su nombre con un tipo de letra firme y regular.
«Señora Antoine de Caramé»
Como dirección había puesto:
«8 bis, Quai de la Mégisserie»
Y como razón de su visita, había escrito:
«Desea comunicar al comisario Maigret algo de suma importancia. Es cuestión de vida o muerte».
La escritura de este párrafo era algo más temblorosa y las líneas tampoco eran tan rectas. Había algunas palabras subrayadas. Para empezar había subrayado la palabra «comisario» y también las palabras «suma importancia». La frase cuestión de vida o muerte, la había subrayado con doble trazo.
—¿Es una loca? —dijo Maigret entre dientes dándole una chupada a la pipa.
—No da esa impresión. Parece muy tranquila.
En el Quai des Orfèvres estaban muy acostumbrados a recibir cartas de locos o de gente algo loca al menos. Casi siempre en las cartas que recibió de los dementes había palabras subrayadas.
—¿Quieres recibirla tú, Lapointe? Si no la recibimos vamos a tenerla aquí todas las mañanas.
Instantes después, Joseph hizo entrar a la anciana señora en el despachito del fondo. Lapointe estaba solo y se había colocado junto a la ventana.
—Entre, señora. Siéntese, por favor.
Mirándole curiosamente, la señora dijo:
—¿Es usted su hijo?
—¿El hijo de quién?
—Del comisario.
—No, señora. Yo soy el inspector Lapointe.
—¡Pero si es usted un muchacho!
—Tengo veintisiete años…
Era verdad, pero también era verdad que parecía que tuviera veintidós a lo sumo, y que a menudo lo tomaban por un estudiante en lugar de considerarlo como a un policía.
—Yo quería hablar con el comisario Maigret.
—Desgraciadamente está muy ocupado y no puede recibirle.
La señora titubeaba, daba vueltas a su bolso blanco entre las manos y no se decidía a sentarse.
—¿Y si volviera mañana?
—Sería igual.
—¿El comisario Maigret no recibe nunca a nadie?
—Sólo recibe en casos de extraordinaria importancia.
—Bueno, es que mi caso es de extraordinaria importancia. Es cuestión de vida o muerte.
—Sí, ya lo ha puesto usted en su ficha.
—¿Entonces?
—Por favor, si quiere decirme de qué se trata, yo se lo diré al comisario y él decidirá.
—¿Y me recibirá?
—No puedo prometerle nada, pero desde luego es posible que sí.
Pareció meditar largamente el pro y el contra; al final se decidió a sentarse en el borde de una silla, frente a Lapointe, que se había sentado tras la mesa de su despacho.
—¿De qué se trata?
—Bueno. Para empezar, lo primero que tiene que saber es que vivo en el mismo piso desde hace cuarenta y dos años, vivo en el muelle de la Mégisserie. En los bajos hay un pajarero y, en verano, cuando pone las jaulas sobre la acera, oigo a los pájaros durante todo el día. Eso me hace compañía.
—Hablaba usted de un peligro.
—Ciertamente, corro un peligro; seguramente usted estará pensando que ya chocheo. Los jóvenes tienen la manía de creer que los viejos pierden la cabeza…
—Esa idea no se me había ni siquiera ocurrido, señora.
—No sé cómo explicarle. Desde la muerte de mi segundo marido, hace de eso doce años, vivo sola y nadie entra en mi piso. Se ha convertido en algo demasiado grande para mí sola, pero quiero conservarlo hasta mi muerte. Tengo ochenta y seis años y no necesito a nadie para que me ayude en la casa y en la cocina.
—¿Tiene usted algún animal? ¿Un perro o un gato, por ejemplo?
—No. Ya le he dicho que oía cantar a los pájaros de los bajos, porque yo vivo en el primer piso.
—¿Y qué le ocurre, pues?
—Es difícil de decir. Cinco veces al menos, en dos semanas, he encontrado cambiados de sitio varios objetos de mi casa.
—¿Qué quiere usted decir? ¿Que al volver no los encuentra donde los ha dejado al salir?
—Eso es. Por ejemplo, un cuadro de los que tengo colgados en la pared lo encuentro movido, o bien un jarro aparece colocado en un sentido distinto a como yo lo he dejado.
—¿Está usted segura de que se acuerda bien de todo, señora?
—¿Lo ve? Como soy una persona de edad, ya está usted dudando de mi memoria. Ya le he dicho que vivo en el mismo piso desde hace cuarenta y dos años. Sé con toda exactitud dónde se encuentra cada objeto.
—¿No le han robado nada? ¿Ni le ha desaparecido nada tampoco?
—No, señor inspector.
—¿Guarda usted dinero en su casa?
—Muy poco. Sólo lo que necesito para vivir durante un mes. Mi primer marido trabajaba en el Ayuntamiento y me dejó una pensión que cobro regularmente. Además, tengo dinero en la Caja de Ahorros.
—¿Posee usted objetos de valor, cuadros, bibelots u otras cosas?
—Hay cosas a las que les tengo un gran cariño, pero no tienen un gran valor económico.
—Su visitante, masculino o femenino, ¿no deja huellas? Un día de lluvia, por ejemplo, podría dejar marcadas las pisadas.
—Hace diez días que no ha llovido.
—¿Ceniza de cigarrillo?
—No.
—¿Hay alguien que tenga la llave de su piso además de usted?
—No. Yo llevo en el bolso la única llave que existe.
Lapointe la miraba perplejo.
—En definitiva que usted lo único que quiere declarar es que en su casa los objetos cambian ligeramente de colocación, ¿no?
—Eso es.
—No ha sorprendido nunca a nadie en el piso.
—No, nunca.
—¿Y no tiene ni la más ligera idea de quién podría ser ese misterioso visitante?
—No. No tengo la más ligera idea.
—¿Tiene usted hijos?
—Desgraciadamente nunca los tuve.
—Y familia, ¿tiene?
—Tengo una sobrina que es masajista, pero la veo muy poco, aunque vive justamente al otro lado del Sena.
—¿Tiene amigos o amigas?
—La mayoría de la gente que yo conocía ha muerto ya.
Hablaba normalmente, sin excitarse, y su mirada era decidida.
—Además, me siguen.
—¿Quiere decir que la siguen por la calle?
—Sí.
—¿Ha visto usted a la persona que la sigue?
—He visto a varios, al volverme bruscamente, pero no sé quién puede ser.
—¿Sale usted mucho de casa?
—Salgo por la mañana. Hacia las ocho, voy a la compra. Lamento que ya no existan los Halles, los tenía a dos pasos y ya estaba acostumbrada a comprar allí. Después he probado varias tiendas. Pero no es lo mismo.
—La persona que la sigue, ¿es un hombre?
—No lo sé.
—Supongo que debe volver a casa hacia las diez, ¿no?
—Poco más o menos esa hora debe de ser. Me siento junto a la ventana y empiezo a pelar las legumbres que he traído del mercado.
—¿Está usted en casa por la tarde?
—Sólo me quedo en casa cuando hace frío. Normalmente, voy a sentarme a un banco del jardín de las Tullerías. No soy la única que ha escogido ese banco. Hay allí personas poco más o menos de mi edad, y hace años que los encuentro siempre en el mismo sitio.
—¿Y también la siguen en las Tullerías?
—Me siguen cuando salgo de casa, como si quisieran asegurarse de que no voy a volver en seguida.
—¿Alguna vez ha vuelto repentinamente a casa?
—Sí, tres veces. Simulé haberle dejado algo y volví a subir al piso.
—No había nadie, claro.
—Pero eso no impide que otras veces haya encontrado los objetos ligeramente cambiados. Alguien la tiene tomada conmigo, y no sé por qué. Yo nunca he hecho daño a nadie. Quizá son más de uno.
—¿Qué empleo tenía su marido en el Ayuntamiento?
—Mi primer marido era jefe de departamento. Tenía muchas responsabilidades. Desgraciadamente, murió joven, a los cuarenta y cinco años; falleció de un ataque al corazón.
—¿Se volvió usted a casar?
—Sí, casi diez años después. Mi segundo marido era encargado del Economato del Ayuntamiento. Estaba en el departamento de venta de utensilios agrícolas.
—¿Y también murió?
—Sí, pero ya hacía mucho tiempo que estaba retirado. Si aún viviera tendría noventa y dos años.
—¿Cuánto tiempo hace que murió?
—Creía que ya se lo había dicho: doce años.
—¿No tenía hijos su marido tampoco? ¿Era viudo ya cuando usted se casó con él?
—Sólo tenía un hijo, vive en Venezuela…
—Muy bien, señora, ya le hablaré al comisario de cuanto me ha dicho.
—¿Y cree usted que va a recibirme?
—No sé. Si decide verla ya le enviará una citación.
—¿Tiene usted mi dirección?
—Está en su ficha, ¿no?
—Sí, es cierto. No pensaba en eso ahora. ¡Es que le tengo tanta confianza! Me parece que sólo él será capaz de desentrañar todo esto. No digo eso para molestarle, ¿sabe?, pero desde luego he de confesarle que a usted lo encuentro demasiado joven.
Lapointe la acompañó hasta la puerta y luego a lo largo del pasillo hasta llegar a la escalera.
Cuando entró en el despacho de Maigret, Janvier ya no estaba allí.
—¿Qué?
—Creo que tenía usted razón, jefe. Es una loca. Pero una loca tranquila, serena, muy dueña de sí misma. Tiene ochenta y seis años y ya quisiera conservar yo su vigor a esa edad.
—¿Y qué terrible peligro es el que la amenaza?
—Vive desde hace más de cuarenta años en el mismo piso de la Mégisserie. Ha estado casada dos veces. Dice que cuando ella se va de casa los objetos de su piso cambian de sitio.
Maigret volvió a encender su pipa.
—¿Qué clase de objetos, por ejemplo?
—Encuentra los cuadros de través, los jarrones orientados en distinto sentido…
—¿No tiene gato o perro?
—No. Se contenta con escuchar el trinar de los pájaros de la planta baja.
—¿Y no ha dicho nada más?
—Sí. Está persuadida de que alguien la sigue por la calle.
—¿Ha reparado en alguien especialmente?
—No. Pero lo repite como una idea fija.
—¿Tiene que volver?
—Quiere verle personalmente a usted. Habla del comisario Maigret como de Dios, cree que sólo usted será capaz de comprenderla. ¿Qué tengo que hacer?
—Nada.
—Volverá.
—Entonces veremos qué hacemos. A lo sumo podrías ir a interrogar a la portera.
Maigret volvió a sumirse en el examen del expediente que tenía encima de la mesa mientras Lapointe se fue al despacho de los inspectores.
—¿Es una loca? —le preguntó Janvier.
—Es probable, pero no es como las demás.
—¿Conoces a muchas?
—Tengo una tía en un manicomio.
—Se diría que esta vieja te ha impresionado.
—Sí, tal vez sí. Me miraba como si yo fuera un chiquillo incapaz de entender nada. Sólo confía en Maigret.
Aquella tarde Lapointe pasó por la Mégisserie. En la mayoría de las tiendas vendían pájaros y otras clases de animalitos. Con aquel tiempo radiante, las mesas de los cafés estaban ya en las terrazas. Lapointe, al levantar la cabeza, comprobó que las ventanas del primer piso estaban abiertas. Le costó trabajo encontrar la portería; estaba al fondo del patio. La portera, sentada en medio de una mancha de sol, estaba zurciendo unos calcetines de hombre.
—¿Qué desea?
Lapointe le enseñó su carnet de la Policía.
—Quisiera que me dijera usted cuanto sepa sobre la señora Antoine de Caramé. Ése es su nombre, ¿no? Es una anciana que vive en el primer piso.
—Lo sé. Lo sé. En realidad, Antoine es el apellido de su segundo marido, o sea que oficialmente es la señora Antoine. Pero como está muy orgullosa de su primer marido, que tenía un puesto importante en el Ayuntamiento, se hace llamar señora Antoine de Caramé.
—¿Cómo se comporta habitualmente?
—¿Qué quiere usted decir?
—¿No es un poco rara?
—Me estoy preguntando por qué de repente la policía empieza a ocuparse de ella.
—Ha sido ella quien ha reclamado nuestra ayuda.
—¿Qué le pasa?
—Al parecer, durante su ausencia los objetos cambian de sitio en su piso. ¿No le ha hablado de esto?
—A mí sólo me preguntó si alguna vez veía subir a gente desconocida a su casa. Le contesté que no. Ahora que desde aquí no puedo ver quién entra y quién sale. La escalera está por la parte de la avenida.
—¿Recibe visitas?
—La visita su sobrina una o dos veces cada mes. Pero a veces está hasta tres meses sin venir.
—¿Esa señora se comporta como todo el mundo?
—Sí, como todas las ancianas que viven solas. Es una persona que ha recibido una buena educación y es muy atenta con todos.
—¿Está en casa en este momento?
—No. Aprovecha el menor rayo de sol para ir a sentarse a su banco de las Tullerías.
—¿Habla con usted de vez en cuando?
—Sí, me dice algo al pasar. Me pregunta sobre todo por mi marido, que está hospitalizado.
—Gracias por todo.
—Supongo que no tengo que decirle nada de esta visita; ¿verdad?
—Es igual.
—Desde luego, loca no creo que lo esté. Tiene sus manías, como todos los viejos, pero no tiene más que los otros.
—Tal vez volveré a verla otro día.
Maigret estaba de buen humor. Hacía diez días que no había caído una gota de agua, la brisa era ligera, el cielo era de un tono azul pálido. En aquel ideal mes de mayo París tenía los colores de un decorado de opereta.
Se quedó un poco en su despacho para echarle una mirada a un informe que andaba por allí desde hacía bastante tiempo y del que tenía ganas de desembarazarse de una vez. Oía pasar los coches, los autobuses y, de vez en cuando, resonaba la sirena de un remolcador.
Eran casi las siete cuando abrió la puerta del despacho contiguo, donde Lucas estaba de guardia con otros dos o tres inspectores. Les dio las buenas noches y se marchó.
Al bajar la escalera se preguntó si pasaría por la cervecería Dauphine para tomar el aperitivo; todavía no había decidido nada mientras cruzaba la puerta flanqueada por dos agentes que le saludaron.
A fin de cuentas se decidió a volver a casa directamente, y apenas había dado unos cuantos pasos hacia el bulevar del Palais cuando una silueta menuda surgió delante de él. Inmediatamente supo quién era, le bastó recordar la descripción que Lapointe le había hecho de ella.
—Es usted, ¿verdad? —dijo casi con fervor la anciana.
La señora no lo había nombrado por su nombre, pero sólo podía tratarse de él, del famoso comisario del que ella seguía todas las reseñas del periódico. Incluso recortaba los artículos y los pegaba en cuadernos.
—Le ruego me disculpe por abordarle en plena calle, pero es que allá arriba no me dejaban pasar.
Maigret se sentía un poco ridículo; no le costaba nada imaginar la mirada burlona de los dos que tenía a su espalda.
—Desde luego, comprendo que tiene que ser así. No estoy enfadada con ellos. Es preciso que le dejen trabajar, ¿verdad?
Lo que más le impresionaba al comisario eran aquellos dos ojos de un color gris claro, de un gris deslavado, dulce y resplandeciente al mismo tiempo. La señora le sonreía. Se le notaba que creía encontrarse en el Paraíso. Pero se notaba también que dentro de aquel cuerpo menudo vibraba una energía extraordinaria.
—¿Hacia dónde iba?
Maigret indicó con la mano la dirección de Saint-Michel.
—¿Le molestaría mucho que lo acompañara hasta allí?
Empezó a andar a pequeños pasos a su lado; todavía parecía más bajita comparada con él.
—Lo más importante para empezar es que usted se dé cuenta de que yo no estoy loca. Sé perfectamente cómo ven los jóvenes a los viejos y yo soy una mujer vieja.
—Tiene usted ochenta y seis años, ¿verdad?
—Ya veo que ese joven que me ha recibido le ha hablado de mí. Es muy joven para tener un cargo tan importante, pero es muy bien educado y muy simpático.
—¿Hacía mucho rato que me esperaba?
—Desde las seis menos cinco. Creía que salía del despacho a las seis. He visto salir a muchos señores, pero usted no estaba entre ellos.
Así, pues, había permanecido una hora entera esperándole, de pie, bajo la mirada indiferente de los guardianes de la paz.
—Noto que estoy en peligro. Alguien se introduce en mi casa y cambia las cosas de sitio.
—¿Cómo sabe usted que las cambia?
—Porque cuando vuelvo a casa no las encuentro en el mismo sitio. Yo soy una maniática del orden. En mi casa cada objeto tiene su sitio exacto desde hace cuarenta años.
—¿Y eso ha ocurrido varias veces?
—Sí, por lo menos cuatro.
—¿Posee usted objetos de valor?
—No, señor comisario. No tengo más que esa serie de pequeñas cosas que una va recogiendo a lo largo de la vida y que luego se van guardando por sentimentalismo.
La señora se volvió bruscamente, y Maigret le preguntó:
—¿Alguien la sigue en este momento?
—Creo que no. Le ruego que venga a verme. Cuando vea el ambiente lo comprenderá todo mejor.
—Procuraré hacer todo lo posible para ir.
—Haga más que eso por una anciana desvalida como yo. La calle de la Mégisserie está a dos pasos de aquí. Venga a verme un día de éstos y le aseguro que no trataré de retenerle. Le doy mi palabra de no venir a verle a su despacho.
Desde luego, la señora era inteligente.
—Está bien, le prometo ir uno de estos días a verla.
—¿De esta semana?
—Posiblemente iré un día de esta semana o a principios de la otra.
Maigret había llegado a la parada del autobús.
—Bien, perdone, señora, pero ahora tengo que irme a casa.
Le habría costado un buen trabajo en aquel momento decir lo que pensaba de ella. Claro que su historia era de aquéllas que los mitómanos inventan de buena fe, pero, cuando uno se encontraba ante ella y se quedaba mirándole a la cara, se caía en la tentación de tomar su relato en serio.
Regresó a su casa y se encontró con que ya estaba la mesa puesta; le dio un par de besos a su mujer y le dijo:
—Supongo que habrás salido esta tarde con este tiempo tan bueno, ¿no?
—Sí, fui a hacer algunas compras.
Entonces Maigret le preguntó una cosa que le sorprendió.
—Oye, ¿se te ocurre a ti alguna vez cuando sales ir a sentarte a un banco público?
La señora Maigret tuvo que hacer un esfuerzo para recordar.
—Creo que sí; alguna vez he tenido que esperar la hora de ir al dentista, por ejemplo, y me he sentado un momento.
—Esta tarde he estado hablando con una persona que se pasa casi todas las tardes sentada en un banco de las Tullerías.
—Mucha gente lo hace.
—¿Y alguien te dirigió alguna vez la palabra a ti estando sentada?
—Por lo menos una vez que recuerde sí. La mamá de una chiquilla me pidió que la vigilara un momento, mientras ella iba a comprar algo al otro lado de la plaza.
Aquí también estaba abierta la ventana. Para cenar, como en los mejores días del verano, había carne fría, ensalada y mayonesa.
—¿Y si fuéramos a dar una vuelta?
El sol todavía enrojecía el cielo; el bulevar Richard-Lenoir estaba en calma. A un lado y a otro de la calle había gente acodada en las ventanas.
Andaban por andar, por sentir el placer de sentirse juntos, pero no tenían nada particular que decirse. Ambos miraban a las mismas personas con las que se cruzaban y, de vez en cuando, uno de los dos decía algo. Habían pasado por la Bastilla y ahora volvían por el bulevar Beaumarchais.
—Esta tarde he recibido a una extraña anciana. Mejor dicho, ha sido Lapointe quien la ha recibido. A mí me ha esperado en la calle y me ha pescado al vuelo. Por lo que cuenta se diría que está loca. O por lo menos que no está del todo en sus cabales.
—¿Qué le ha ocurrido?
—Nada. Pero, según dice, cada vez que vuelve a casa descubre que los objetos han cambiado ligeramente de posición.
—¿Tiene gato?
—Eso mismo ha sido lo primero que le ha preguntado Lapointe. Le ha dicho que no tiene ningún animal. Vive precisamente encima de una pajarería y eso le basta, los oye trinar durante todo el día.
—¿Crees que es verdad?
—Mientras la he tenido enfrente de mí no lo he dudado un momento. Tiene unos ojos grises que expresan a la vez candor y bondad. Casi diría más: simplicidad de alma. Hace doce años que es viuda. Vive sola. Sólo tiene una sobrina a la que no ve casi nunca y no tiene a nadie más de familia.
»Por la mañana hace sus compras en el mismo barrio. Lleva un sombrero blanco y guantes blancos. Por la tarde, la mayoría de las veces va a sentarse a un banco de las Tullerías. No se queja ni se aburre. La soledad no parece pesarle demasiado.
—Eso les ocurre a muchos viejos.
—Quisiera creerte, pero hay en ella algo distinto que no acabo de desentrañar.
Cuando volvieron a casa era ya de noche, y el aire era más fresco. Se fueron a la cama temprano y, al día siguiente por la mañana, como seguía haciendo buen tiempo, Maigret decidió ir a pie hasta su despacho.
Un montón de cartas le esperaba encima de la mesa, como todos los días. Tuvo tiempo de echarles una ojeada y de ver a sus inspectores antes de reunirse para el informe. No había nada importante.
Pasó una mañana tranquila y banal, después decidió ir a comer a la plaza Dauphine y llamó a su mujer para decirle que no iría a casa. Una vez hubo terminado de comer estuvo a punto de cruzar el Puente-Nuevo y de ir hasta el barrio de la Mégisserie. Pero se dio la casualidad de que en la calle se encontró con un ex colega que ya estaba retirado, y se quedaron hablando durante más de un cuarto de hora en la acera, de pie y tomando el sol.
Aquella tarde pensó por dos veces en la anciana a quien los inspectores ya habían bautizado con el nombre de la vieja loca de Maigret. Las dos veces se dijo que ya iría a hacer aquella visita otro día, mañana tal vez.
¿Qué iban a decir los periódicos si se enteraban de toda aquella historia de objetos movedizos?
Aquella noche se quedaron viendo la televisión. Al día siguiente fue a su despacho en autobús, porque se le había hecho un poco tarde. Era casi mediodía cuando el comisario de policía del distrito lo llamó por teléfono.
—Tengo un caso que creo que debe pertenecer a su brigada, pues la portera me ha dicho que uno de sus inspectores, uno joven, muy guapo al parecer, fue a verla no hace mucho.
Maigret tuvo un presentimiento.
—¿Es en la Mégisserie?
—Sí.
—¿Muerta?
—Sí.
—¿Está usted ahí?
—Estoy en los bajos, en la tienda de pájaros; en ese piso no hay teléfono.
—Ahora mismo voy.
Lapointe estaba en el despacho vecino.
—Ven conmigo.
—¿Algo grave, jefe?
—Para ti y para mí, sí. Se trata de la anciana.
—¿La del sombrero blanco y los ojos grises?
—Sí. Está muerta.
—¿Asesinada?
—Supongo que sí, de lo contrario el comisario del distrito no me habría avisado.
No cogieron ningún coche, ya que llegarían antes a pie. El comisario Jenton, al que Maigret conocía muy bien, esperaba junto a la acera, al lado de un loro atado con una cadena.
—¿La conocía usted?
—Sólo la vi una vez. Le había prometido ir a verla uno de estos días. Tenía que haber venido ayer.
—¿Cree que su visita habría cambiado el curso de los acontecimientos?
—¿Hay alguien arriba?
—Uno de mis hombres y el doctor Forniaux. Acaba de llegar ahora.
—¿De qué murió?
—No lo sé aún. Una vecina, que vive en el segundo piso, ha visto la puerta entreabierta hacia las diez y media. No le ha dado importancia al hecho y se ha ido a la compra. Cuando ha vuelto, a las once, ha visto que la puerta seguía entreabierta y ha llamado:
»¡“Señora Antoine!… ¡Señora Antoine!… ¿Está usted ahí?…”.
»Como nadie le ha contestado ha empujado la puerta y casi ha tenido que saltar por encima del cuerpo.
—¿Estaba en el suelo?
—Sí. En el salón. La vecina ha llamado inmediatamente a la comisaría.
Maigret subía lentamente la escalera y su cara reflejaba preocupación.
—¿Cómo va vestida?
—Todavía lleva el sombrero blanco y los guantes que se había puesto para salir.
—¿Se ve alguna herida o magulladura?
—Yo no he visto nada. La portera me ha dicho que uno de sus hombres vino no hace mucho a hacerle unas cuantas preguntas respecto a ella, y por eso le he llamado en seguida.
El doctor Forniaux, de rodillas sobre la alfombra, se estaba levantando en el momento en que entraron los tres hombres.
Se estrecharon la mano.
—¿Ha determinado ya cuál es la causa de la muerte?
—Asfixia.
—¿Quiere usted decir que ha sido estrangulada? —preguntó Maigret.
—No. Deben de haberse servido de un trozo de tela cualquiera, de una servilleta, tal vez de un pañuelo, que han colocado delante de la nariz y de la boca hasta que le ha sobrevenido la muerte.
—¿Está usted seguro de eso?
—Se lo confirmaré después de la autopsia.
La ventana era grande y estaba abierta; se oía el trinar de los pájaros de la tienda de la calle.
—¿Cuándo cree usted que ocurrió eso?
—Ayer, por la tarde o por la noche.
La anciana todavía parecía más pequeña muerta que viva. Era sólo un ligero cuerpecillo, una de cuyas piernas había quedado extrañamente doblada, lo que le daba el aspecto de un polichinela desarticulado.
El médico le había cerrado los ojos. La cara y las manos eran de un blanco marfileño.
—¿Cuánto tiempo cree que habrán tardado en darle muerte de esa manera?
—Resulta difícil precisar. Sobre todo debido a su edad. Tal vez cinco minutos, poco más o menos…
—Lapointe, llama por favor a la fiscalía y al laboratorio. Dile a Moers que nos mande a los de su equipo.
—¿No me necesitan para nada más, señores? Haré que manden el furgón para que me la lleven al Instituto Médico Legal tan pronto como ustedes hayan terminado.
El comisario del distrito envió a un agente abajo. Ya se había formado un pequeño grupo.
—Hágales circular. Esto no es una feria.
Maigret y Lapointe estaban acostumbrados a ver crímenes. Y, sin embargo, no podían dejar de sentirse impresionados, quizá, sobre todo, porque se trataba de una mujer tan anciana, tal vez porque no presentaba ninguna herida.
Aquel cuadro impresionaba, todo era de principios de siglo e incluso del siglo pasado. Los muebles eran macizos, de caoba, pesados, brillantes, y los sillones estaban tapizados de felpa color crema, como aún puede verse en algunos salones de provincia. Abundaban los bibelots y las fotografías enmarcadas. Las había colgadas en todas las paredes, cubiertas de papel floreado.
—Sólo tenemos que esperar a que lleguen los del Juzgado.
—No tardarán. Nos mandarán a cualquier suplente acompañado de un escribano; mirará un poco a su alrededor y asunto concluido.
—En efecto, así suele ocurrir. Después, los técnicos toman posesión del lugar cargados con sus molestos aparatos.
La puerta se abrió sin ruido y Maigret se sobresaltó. Era una chiquilla que posiblemente vivía en algún otro piso y que había oído ruido.
—¿Acostumbras a venir por aquí?
—No. Nunca había venido antes.
—¿Dónde vives?
—Ahí, en el piso de enfrente.
—¿Conocías a la señora Antoine?
—A veces la veía en la escalera.
—¿Te hablaba?
—No, pero me sonreía.
—¿Nunca te dio chocolate o bombones?
—No.
—¿Dónde está tu madre?
—En la cocina.
—Llévame junto a ella.
Dijo adiós al comisario de policía.
—Cuando lleguen los del Juzgado, avíseme, por favor.
La casa era vieja. Hacía tiempo que paredes y suelos no estaban perfectamente escuadrados, y entre las planchas del parquet del suelo había huecos.
—Mamá, hay un señor que quiere hablar contigo.
La mujer salió de la cocina secándose las manos con el delantal. Tenía incluso un poco de espuma en el codo.
—Soy el comisario Maigret. Por casualidad he visto a su hija empujando la puerta de enfrente. ¿Ha sido usted quien ha descubierto el cuerpo?
—¿Qué cuerpo? Vete a tu habitación, Lucette.
—El de su vecina.
—¿Ha muerto? Siempre dije que algún día le ocurriría eso. A su edad no se puede vivir sola. Ha debido encontrarse mal y ha sido incapaz de llamar.
—La han asesinado.
—No he oído nada. Claro que hay tanto ruido en esa calle…
—No ha habido ningún disparo, y esto no ha ocurrido esta mañana sino ayer por la tarde o por la noche.
—¡Pobre mujer! Yo la encontraba un poco orgullosa para mi gusto, pero no le tenía antipatía.
—¿Se llevaban ustedes bien?
—No creo que llegáramos a cruzar más de diez frases en los siete años que llevamos aquí.
—¿No sabe usted nada de la vida que hacía?
—A veces la veía salir por la mañana. En invierno llevaba un sombrero negro, en verano uno blanco, y siempre llevaba guantes, incluso para ir al mercado. Pero eso era cosa suya, ¿no?
—¿Recibía visitas?
—No, que yo sepa. Espere. Dos o tres veces vi a una mujer gorda, un poco hombruna, llamar a la puerta.
—¿Durante el día?
—No, por la tarde. Un poco después de la cena.
—¿Durante estos últimos tiempos no ha notado usted idas y venidas en la casa?
—¡Hay siempre tantas idas y venidas en esta casa! La gente va y viene sin parar. La portera está siempre metida en su casa, al fondo del patio, y no se preocupa de los inquilinos.
Se volvió hacia su hija, que había vuelto a entrar sin hacer ruido.
—¿Pero qué te he dicho? ¿Quieres volverte inmediatamente a tu habitación?
—Volveré otro día, debo interrogar a todos los inquilinos de la casa. Adiós y gracias.
—Supongo que no se sabe aún quién ha hecho eso, ¿verdad?
—No.
—¿Cómo lo han descubierto?
—Alguien que vive en el segundo piso ha visto la puerta entreabierta. Una hora después, viendo que la puerta seguía abierta, ha llamado y, al no contestarle nadie, ha entrado.
—Ya sé quién es.
—¿Por qué?
—Porque es la más fisgona de toda la casa. Seguro que se trata de la Rochin.
Se oían pasos y voces en el rellano; Maigret fue al encuentro de los de la Fiscalía que acababan de llegar.
—Por aquí —dijo—. El doctor Forniaux ya ha venido, pero está muy ocupado esta mañana y se ha tenido que marchar.
El suplente era un hombre alto, joven, elegante y distinguido. Miraba a su alrededor sorprendido, como si nunca hubiera visto un piso como aquél. Después se quedó mirando durante unos momentos aquella forma gris ovillada sobre la alfombra.
—¿Se sabe cómo la han matado?
—Por asfixia.
—Salta a la vista que no era capaz de ofrecer una gran resistencia.
El juez Libart acababa de llegar a su vez. También se había quedado mirando el piso con curiosidad.
—Parece el decorado de una película antigua —dijo a modo de comentario.
Lapointe había vuelto a subir y su mirada se cruzó con la de Maigret. Ambos pensaban lo mismo.