6. De la diferencia de las edades de la vida

Con belleza suprema ha dicho Voltaire:

Qui n’a pas l’esprit de son âge,

De son âge a tout le malheur[237].

De ahí que al final de las presentes reflexiones eudemonológicas sea apropiado echar un vistazo a los cambios que las edades de la vida producen en nosotros.

A lo largo de toda nuestra vida sólo disponemos realmente del presente, y nada más que del presente. La única diferencia en este último consiste en que al comienzo vemos cómo se despliega un largo futuro ante nosotros, y, en cambio, hacia el final de la vida, vemos cómo se despliega un largo pasado tras nosotros; además, nuestro temperamento —aunque no nuestro carácter— va experimentando algunos cambios harto conocidos, lo que le da cada vez al presente un tinte peculiar.

En mi obra principal, tomo II, cap. 31, pp. 394 ss. (3.ª ed. 449 ss.)[238], he afirmado que en la infancia adoptamos un comportamiento mucho más cognoscitivo que volitivo, y he explicado además la causa de este fenómeno. Precisamente a esto se debe esa dicha que experimentamos en el primer cuarto de nuestra vida, la cual hace que ese período quede luego en nuestro pasado como un paraíso perdido. En la infancia tenemos pocas relaciones y nuestras necesidades son muy limitadas, es decir, hay poco estímulo para la voluntad: la mayor parte de nuestro ser, pues, está dedicado a la actividad de conocer. El intelecto, al igual que el cerebro, que alcanza su plena dimensión ya a los siete años, se desarrolla tempranamente, aunque sin llegar todavía a su madurez, y busca incesantemente nutrirse del universo de esta aún tierna existencia, donde todo, absolutamente todo, está barnizado por el estímulo de la novedad. De ahí que los años de nuestra infancia sean un poema perpetuo. La esencia de la poesía, al igual que la de todo arte, consiste en la captación de la idea platónica, es decir, de lo que es esencial a cada individuo y por lo tanto común a toda su clase; lo cual permite que cada cosa figure como representante de su respectivo género, y que un solo caso valga por mil. Ahora bien, aunque pareciera que en las escenas de nuestra infancia siempre estamos ocupados del objeto o la actividad que nos depara cada ocasión sólo en la medida en que nuestra voluntad se interesa en ellos, en el fondo no es así. A saber, la vida se presenta ante nosotros en toda su significación de una manera todavía tan novedosa, fresca y desprovista del embotamiento que resulta de la repetición, que nosotros, en medio de nuestro quehacer infantil, estamos permanentemente dedicados, en silencio y sin proponérnoslo, a captar, por medio de las escenas y acontecimientos individuales, la esencia de la vida misma y los tipos básicos de sus formas y representaciones. Como dice Spinoza, vemos todas las cosas y personas sub specie aeternitatis [«desde el punto de vista de la eternidad»][239]. Cuanto más jóvenes somos, tanto más representa cada cosa al conjunto de su género. Esto va disminuyendo progresivamente, año tras año: de ahí que las cosas en nuestra juventud nos impresionen de manera harto diferente a como lo hacen cuando somos mayores. Las experiencias y las relaciones de nuestra infancia y nuestra adolescencia se convierten después en los tipos y los rubros permanentes de todos los conocimientos y experiencias posteriores, en suerte de categorías de estos, en las que, no necesariamente de forma consciente, vamos subsumiendo todo lo que acaece después. Por eso, ya en los años de la niñez se forma la base fija de nuestra manera de ver el mundo, así como también la correspondiente superficialidad o profundidad de la misma: ella será luego desarrollada y completada, pero no modificada en lo esencial. Así pues, a raíz de esta visión puramente objetiva y por ello poética que caracteriza a la infancia y que viene reforzada por el hecho de que la voluntad dista aún de aparecer en todo su vigor, nos comportamos en nuestra niñez mucho más como seres cognoscentes que como seres volitivos. Eso explica la mirada seria y atenta de algunos niños, que Rafael ha empleado con tanto éxito en sus ángeles, especialmente los de la Virgen de la Capilla Sixtina. Y esa es también la razón de que los años de la infancia sean tan felices que su recuerdo siempre viene acompañado de nostalgia. Mientras estamos, así, embelesados tan seriamente en la primera captación intuitiva de las cosas, la educación, por su lado, se esfuerza en transmitirnos conceptos. Sólo que estos no proporcionan lo realmente esencial: el fondo y el auténtico contenido de todos nuestros conocimientos consisten, más bien, en la comprensión intuitiva del mundo. Y esta sólo puede ser adquirida por nosotros mismos, no es susceptible de enseñársenos en forma alguna. Por ende, nuestro valor intelectual, al igual que el moral, no nos viene de fuera, sino de lo profundo de nuestro propio ser, y ni toda la ciencia pedagógica de un Pestalozzi podría hacer que un tonto de nacimiento se convirtiera en un hombre que piensa por sí solo: ¡jamás! Nació tonto y tonto morirá. La referida captación profunda de la imagen intuitiva y primigenia del mundo externo explica también por qué los paisajes y experiencias de nuestra infancia se graban tan firmemente en nuestra memoria. Hemos estado totalmente entregados a ellos, sin distraernos en cosa alguna, y hemos mirado las cosas que teníamos frente a nosotros como si fueran las únicas de su especie, e incluso como si fueran las únicas existentes. Más tarde, el gran número de objetos que llegamos a conocer nos despojan de la audacia y la paciencia. Si ahora recordamos lo que he expuesto en las pp. 372 ss. (3.ª ed. 423 ss.)[240] del tomo arriba citado de mi obra principal, a saber, que la existencia objetiva de todas las cosas, es decir, su existencia en la mera representación, es siempre agradable, mientras que su existencia subjetiva, que consiste en la actividad volitiva, está fuertemente impregnada de dolor y de aflicción, estaremos dispuestos a sintetizar este asunto por medio del enunciado siguiente: todas las cosas son maravillosas de ver, pero terribles en su ser. Según lo dicho antes, conocemos las cosas en nuestra infancia más desde el lado del ver, es decir, de la representación, de la objetividad, que del lado de ser, que es el de la voluntad. Y como aquel constituye el lado agradable de las cosas, mientras que el subjetivo y terrible aún nos resulta desconocido, el joven intelecto considera a todas las figuras que la realidad y el arte le presentan, como otros tantos seres afortunados: piensa que así como es hermoso verlas, sería igual o más hermoso que fueran. El mundo yace, pues, ante sus ojos como un edén: se trata de esa Arcadia en la que todos hemos nacido[241]. De ahí surge luego esa sed de vida auténtica, el ansia de hacer y padecer, que nos empuja hacia la vorágine del mundo. Una vez en este, aprendemos a conocer el otro lado de las cosas, el del ser, esto es, el de la voluntad, que debemos traspasar en cada uno de los pasos que damos. Y así nos vamos aproximando al gran desengaño, cuyo advenimiento nos hace exclamar l’âge des illusions est passé [«ha pasado el tiempo de las ilusiones»]; desengaño que, sin embargo, jamás se detiene, sino que se hace cada vez más completo. Se podría decir, en este sentido, que en la infancia la vida se nos presenta como un decorado teatral visto desde lejos; en la vejez, como ese mismo decorado, pero visto desde muy cerca.

Hay algo más, finalmente, que contribuye a la dicha de la infancia. Así como al comienzo de la primavera todo follaje tiene el mismo color y casi la misma forma, así en la infancia temprana todos nos parecemos unos a otros, y por lo tanto congeniamos maravillosamente. Pero con la pubertad comienzan las divergencias, que, como los radios de un círculo, van creciendo gradualmente.

Ahora bien, lo que enturbia e incluso hace infeliz al resto de la primera mitad de la vida —la cual tiene tantas ventajas sobre la segunda—, es decir, a la edad juvenil, es la persecución de la felicidad, que se lleva a cabo bajo la firme creencia de que esta es algo que sí se puede alcanzar en la vida. Dicha creencia da lugar a una esperanza indefectiblemente frustrada y al descontento consiguiente. Ante nuestros ojos revolotean imágenes de una felicidad soñada y vaporosa, con figuras caprichosamente escogidas, cuyo origen nos esforzamos en vano por identificar. Por eso en nuestra juventud solemos estar descontentos con nuestro entorno y nuestra situación, por muy buenos que estos sean; pues les achacamos lo que en realidad es típico de la vacuidad y mezquindad del conjunto de la vida humana, aspectos con los que ahora, tras haber aspirado a otras cosas, tenemos un primer encontronazo. Se ganaría mucho si se pudiera erradicar en los jóvenes, mediante una instrucción oportuna, la quimera de que el mundo tiene mucho que ofrecer. Pero sucede todo lo contrario, porque casi siempre conocemos primero el mundo a través de la literatura, y sólo más tarde a través de la realidad. Las escenas que aquella retrata resplandecen, ante nuestra vista, en la aurora de nuestra juventud, haciendo que nos atormente la impaciencia de verlas realizadas, de asir el arco iris con nuestras manos. El joven espera que su vida transcurra como una novela emocionante. Así surge la ilusión que ya he descrito en la p. 374 (3.ª ed. 428) del mencionado segundo tomo. Pues lo que otorga su encanto a todas aquellas imágenes es justamente el hecho de que son meras imágenes, esto es, que no son reales y que, por lo tanto, nos situamos en la serenidad y autosuficiencia del conocimiento puro cuando las contemplamos. Para que esas imágenes se hagan realidad tienen que ser insufladas de voluntad, y esta acarrea ineludibles sufrimientos. Me permito remitir de nuevo al lector interesado a un pasaje de la p. 427 (3.ª ed. 488)[242] del mencionado tomo.

Así pues, lo propio de la primera mitad de la vida es una insatisfecha añoranza de felicidad; pero lo propio de la segunda mitad es el temor a ser infeliz. En efecto, con el advenimiento de esta última, surge la certeza más o menos diáfana de que toda felicidad es quimérica, mientras que el sufrimiento es real. A partir de ese momento se persigue no tanto el placer como la simple ausencia de dolor y un estado imperturbable, al menos si la persona correspondiente es sensata[243]. Cuando en mis años mozos tocaban a mi puerta, me alegraba: pensaba que al fin había llegado lo que esperaba. Pero con el tiempo, mi sensación ante el mismo hecho ha terminado por parecerse a un susto: temo que me den alguna mala noticia. En relación con la sociedad, los individuos sobresalientes y talentosos, que en realidad no encajan del todo en ella y por lo tanto están, dependiendo de cuáles sean sus méritos, más o menos solos, pueden experimentar dos sensaciones contrapuestas: en su juventud tienen la sensación de haber sido abandonados por la sociedad; y en sus años maduros, de haber escapado a ella. La primera sensación, desagradable, se debe a que no se conoce la sociedad; la segunda, agradable, a que se la conoce muy bien. Debido a ello, la segunda parte de la vida contiene, como la segunda parte de una pieza musical, menos ímpetu que la primera, pero a la vez más serenidad, lo cual se debe a que cuando se es joven se piensa que el mundo rebosa de felicidad y placeres, sólo que estos son difíciles de alcanzar, mientras que en la vejez se sabe que no hay nada que buscar en el mundo, se ha llegado a aceptar con tranquilidad este hecho, se disfruta de un presente llevadero e incluso se experimenta la alegría de las pequeñas cosas.

Lo que el hombre maduro ha alcanzado gracias a la experiencia de su vida y le permite apreciar el mundo de otra manera que el joven o el niño es sobre todo la desinhibición. Él más que nadie ve las cosas de manera muy sencilla y las toma por lo que son; mientras que para el niño o el joven el mundo verdadero está oculto o desfigurado por una quimera que lo recubre, formada de manías inventadas, prejuicios heredados y fantasías extravagantes. Pues la primera tarea a la que se enfrenta la experiencia es la de librarnos de los devaneos y las concepciones falsas que se han ido acumulando durante la juventud. No habría mejor educación, aunque fuera de orden negativo, que la que consiguiera proteger a la edad juvenil de estos últimos; pero es muy difícil. Con este fin, habría que comenzar por restringir al máximo el campo visual del niño, y, dentro del mismo, proporcionarle únicamente conceptos claros y correctos; sólo cuando hubiese aprendido todo lo que está contenido en dicho campo se podría ir ampliándolo poco a poco, siempre teniendo cuidado de que nada quedase oscuro ni fuese entendido a medias o erradamente. Si se hiciera así, sus conceptos de las cosas y de los asuntos humanos serían ciertamente limitados y muy sencillos, pero en contrapartida, claros y correctos, por lo que en lo sucesivo sólo necesitarían ser ensanchados, mas no corregidos; y se podría proceder de esta forma hasta bien entrada la adolescencia. Este método exige sobre todo que se prohíba leer novelas, y se las reemplace por biografías, como la de Franklin o la escrita por Moritz sobre Anton Reiser.

Cuando somos jóvenes nos figuramos que los sucesos y las personas importantes y transcendentes en nuestra vida harán su aparición con bombos y platillos; pero cuando llegamos a la vejez una mirada retrospectiva nos revela que todos ellos se introdujeron en ella en silencio, por la puerta trasera, casi subrepticiamente.

Uno puede, además, comparar la vida en el aspecto aquí considerado con un bordado, del cual a cada uno le fuera dado contemplar, en la primera mitad de su vida, el anverso, y en la segunda, el reverso: esto último no es tan hermoso, pero es más instructivo; pues permite reconocer el entramado de los hilos.

La superioridad espiritual, incluso la más excelsa, hace valer su preponderancia en la conversación sólo a partir de los cuarenta años de edad. Pues la madurez de los años y la experiencia que estos brindan podrán ser aventajadas por aquella, pero son insustituibles, y es la experiencia la que dota incluso al más común de los hombres de un cierto aplomo que sirve de contrapeso a las capacidades de un espíritu superior, mientras este todavía sea joven. Me refiero únicamente a los aspectos personales, no a las obras.

Un hombre que se destaque en algún sentido, es decir, que no pertenezca a esas cinco sextas partes de la humanidad que la naturaleza ha dotado tan tristemente, difícilmente se verá libre, a partir de los cuarenta años de edad, de cierto aire de misantropía. Pues habiendo juzgado, como es natural, a los demás desde sí mismo, se habrá ido decepcionando paulatinamente de ellos, hasta darse cuenta de que ni en la cabeza ni en el corazón, ni, casi siempre, en ambos, aquellos están o estarán a su altura; por lo que preferirá no tratarlos; así como, en general, cada individuo amará u odiará la soledad, es decir, la compañía consigo mismo, en proporción a su valía interior. De este tipo de misantropía se ocupa también Kant en su Crítica del juicio, hacia el final de la nota general al § 29 de la primera parte[244].

Es mala señal, tanto desde el punto de vista intelectual como moral, que un joven se adapte tanto a la actividad y al modo de proceder de la gente, que enseguida se sienta a gusto entre esta e ingrese a su círculo como si estuviera preparado para ello: presagia vulgaridad. En cambio, un comportamiento vacilante, sorprendido, torpe y fuera de lugar denota una naturaleza noble.

La jovialidad y el entusiasmo que nos caracterizan cuando somos jóvenes se basan en parte en que, cuando iniciamos el ascenso a la montaña, no percibimos la muerte, porque esta se halla agazapada al pie de la ladera del otro lado. Pero una vez que hemos traspasado la cima, la muerte, a la cual hasta entonces conocíamos sólo de oídas, se muestra realmente a nuestros ojos, lo cual hace que disminuya nuestra ilusión de vivir, sobre todo porque nuestras fuerzas vitales comienzan a declinar a partir de este momento; por lo que ahora una seriedad sombría desplaza a la prepotencia juvenil e imprime su sello en nuestro rostro. Mientras somos jóvenes, sin importar lo que se nos diga, consideramos la vida como infinita y actuamos como si lo fuera. Y cuanto más envejecemos, más economizamos nuestro tiempo. Pues a una edad avanzada cada día perdido suscita una sensación afín a la que experimenta un delincuente cada vez que da un paso hacia el cadalso.

Vista desde los años mozos, la vida es un futuro interminablemente largo; en cambio, vista desde la vejez, es un pasado extremadamente breve; por lo que al principio se nos presenta como si acercáramos a nuestros ojos el lente del objetivo de unos gemelos de ópera; pero luego, como si les acercáramos el lente del ocular. Uno debe haber envejecido, es decir, vivido mucho, para darse cuenta de lo corta que es la vida. Cuanto más viejo se es, más pequeñas aparecen todas las cosas humanas, en conjunto y por separado: la vida, que en nuestra juventud se erguía ante nosotros sólida y estable, se nos muestra ahora como una rápida sucesión de imágenes efímeras: la inanidad de todo se hace patente. El tiempo mismo transcurre en nuestra juventud de manera mucho más lenta; en consecuencia, el primer cuarto de nuestra vida no sólo es el más feliz, sino el más largo, por lo que deja más recuerdos, y cualquiera, si fuera instado a ello, podría contar de él más cosas que de los dos siguientes. Incluso, en la primavera de la vida, al igual que en la del año, los días se alargan pesadamente. Mientras que se hacen cortos en el otoño de ambos, aunque también más alegres y estables.

Pero ¿por qué en la vejez se percibe la vida, que ahora ha quedado atrás, como tan breve? Porque se estima su brevedad por la de su recuerdo. De este, en efecto, ha sido excluido todo lo trivial y mucho de desagradable, de forma que es poco lo que queda. Pues así como nuestro intelecto es, en general, muy imperfecto, otro tanto ocurre con la memoria: lo aprendido debe ser ejercitado, el pasado, rumiado, si no se quiere que ambos se hundan lentamente en el abismo del olvido. Pero ocurre que no solemos rumiar lo trivial, y casi nunca lo desagradable; lo cual sería necesario para conservarlos en la memoria. Ahora bien, la proporción de lo trivial se vuelve cada vez mayor: pues debido a una repetición frecuente y finalmente interminable, muchas cosas que al principio nos parecían significativas comienzan a perder su sentido; razón por la cual recordamos mejor los años mozos que los tardíos. Cuanto más vivimos, menos sucesos nos parecen importantes o suficientemente significativos como para someterlos a una posterior reflexión, que es lo único que pudiera hacer que se fijaran en el recuerdo: son, por lo tanto, olvidados tan pronto como concluyen. Y así va pasando el tiempo, cada vez de manera más imperceptible. A esto se añade que no nos gusta rumiar lo desagradable, sobre todo cuando, como sucede casi siempre, hiere nuestra vanidad; lo cual, a su vez, sucede porque pocas son las desgracias que nos afectan de las que no seamos, al menos en parte, responsables. Y esto explica también que olvidemos muchas cosas desagradables. Ambos fenómenos son los responsables de que nuestro recuerdo sea tan reducido, e incluso proporcionalmente tanto más reducido cuanto más extenso sea su material. Así como los objetos de un puerto del que uno se aleja en un barco se hacen cada vez más pequeños, irreconocibles y difíciles de distinguir unos de otros, así sucede con nuestros años pasados, con sus vivencias y afanes. A esto se añade el hecho de que a veces el recuerdo y la fantasía nos traen a la memoria una escena de nuestro pasado tan vivazmente como si hubiera sucedido ayer, lo que hace que se nos vuelva muy cercana. Esto sucede porque es imposible traer de manera igualmente vivida a la memoria el largo período de tiempo transcurrido entre el ahora y el entonces; ya que este no puede ser abarcado por medio de una imagen, aparte de que los sucesos acaecidos en él han sido olvidados en su mayoría, de manera que sólo ha quedado de ellos una aprehensión general in abstracto, un mero concepto, y no una intuición. De ahí que lo transcurrido hace mucho tiempo, tomado individualmente, nos parezca tan próximo como si hubiera sucedido ayer y, en cambio, el tiempo que media entre el suceso y el presente se esfume, y la vida en su conjunto se nos antoje incomprensiblemente corta. Incluso, cuando somos mayores, el largo pasado que dejamos atrás, y por lo tanto nuestra propia edad, pueden parecemos ilusorios por un instante; y esto sucede principalmente porque siempre tenemos delante un mismo presente inmóvil. Sin embargo, todo este tipo de fenómenos internos se deben a que no es nuestro ser, sino su manifestación fenoménica, lo que está sumido en el tiempo, y a que el presente constituye el punto de contacto entre el objeto y el sujeto. Entonces, ¿por qué en la juventud la vida que se tiene ante sí parece tan larga? Porque se requiere de espacio para el sinnúmero de esperanzas con que se quiere poblarla, para cuya puesta en práctica Matusalén habría muerto muy pronto; también, porque para medirla se toman como referencia los pocos años que hasta ese momento se han vivido, cuyo recuerdo es muy rico en materiales y, por ende, largo, ya que la novedad hizo que todo pareciera estar preñado de significado, y que, en consecuencia, fuera rumiado con posterioridad, es decir, frecuentemente repetido en la memoria y, consiguientemente, grabado en ella.

En ocasiones creemos añorar un lugar apartado cuando en realidad lo que añoramos es el tiempo que hemos pasado en él cuando éramos jóvenes y lozanos. Lo cual es como si el tiempo nos engañara poniéndose la máscara del lugar. Basta con viajar al sitio en cuestión para advertir el engaño.

Suponiendo que se tenga una constitución sana, hay dos condiciones sine qua non para alcanzar una edad avanzada, y que podrían compararse a dos lámparas encendidas: una de ellas arde mucho tiempo porque, aunque tiene poco aceite, también tiene una mecha muy delgada; la otra arde mucho tiempo porque, aunque tiene una mecha muy gruesa, también tiene mucho aceite; el aceite es la fuerza vital, y la mecha, el consumo que se haga de esta en la forma que sea.

Con respecto a la fuerza vital, se nos puede comparar, hasta nuestro cumpleaños número treinta y seis, con aquellos sujetos que viven de sus intereses: lo que hoy se gasta mañana se repone. Pero a partir de ese momento se nos puede comparar con el rentista que empieza a echar mano de su capital. Al principio no se nota en absoluto: la mayor parte de lo que se gasta se sigue restituyendo por sí solo, el pequeño déficit que se produce pasa desapercibido. Pero este crece cada vez más, se hace considerable, su misma tasa de crecimiento aumenta todos los días: cada vez es más voraz, el día de hoy es siempre más pobre que el de ayer, sin que quepa esperar que se revierta la tendencia. Y así, las pérdidas, como los cuerpos que caen, se aceleran cada vez más, hasta que al final no queda nada. Un caso verdaderamente deplorable es aquel en el que ambas cosas aquí comparadas, la fuerza vital y el patrimonio, se encuentran sometidas a un mismo proceso de disolución: esta es la razón de que el amor hacía los bienes materiales aumente con la edad. En cambio, al principio y hasta la mayoría de edad, e incluso hasta un poco después, nos parecemos en lo que toca a nuestra fuerza vital a aquellos que reservan parte de sus intereses para abonarlos al capital: lo gastado no sólo se restablece por sí solo, sino que el capital crece. Y otro tanto se cumple a veces con el dinero, gracias a la previsión de un tutor honesto que esté encargado de administrar el patrimonio. ¡Oh dichosa juventud! ¡Oh triste vejez! No por ello se han de dejar de administrar bien las fuerzas juveniles. Aristóteles observa (Política, último libro, c. 5) que de los vencedores olímpicos sólo dos o tres triunfaron primero en su juventud y luego en su madurez; debido al esfuerzo temprano que exigen los entrenamientos, las fuerzas corporales quedan tan agotadas que luego declinan en la madurez. Esto es cierto no sólo con respecto a la fuerza muscular, sino todavía más con respecto a la nerviosa, que se expresa a través de todo tipo de obras intelectuales: por eso los ingenia praecocia, los niños prodigio, fruto de una educación de invernadero, que tanto asombro despiertan en su infancia, suelen convertirse luego en cabezas muy corrientes. Incluso puede que el esfuerzo temprano y compulsivo realizado para aprender lenguas antiguas sea el culpable de la posterior esterilidad y falta de criterio de tantos eruditos.

Ya he formulado la observación de que el carácter de casi todos los hombres parece adaptarse sobre todo a una edad en particular; esto les permite desempeñarse mejor en ella que en las demás. Algunos son amables cuando son jóvenes, pero no vuelven a serlo; otros son adultos fuertes y enérgicos, a quienes luego la vejez les arrebata todas sus prendas; y finalmente están los que alcanzan su esplendor en su vejez, cuando la experiencia y el sosiego los hace bondadosos: suele ser el caso de los franceses. Probablemente ello se deba a que el carácter como tal posee algo de juvenil, maduro o anciano, que puede concordar con la edad real u operar como su correctivo.

Así como, si uno está en un barco, advierte que está avanzando sólo gracias al alejamiento y consiguiente reducción de los objetos situados en la costa, así uno se da cuenta de que madura y envejece porque cada vez son mayores las personas a las que uno considera jóvenes.

Ya se explicó arriba hasta qué punto y por qué todo lo que uno ve, hace o experimenta deja cada vez menos huellas en su espíritu a medida que trascurren los años. En este sentido, se podría afirmar que sólo se es plenamente consciente en la juventud; en la vejez, sólo se es consciente a medias. Cuanto mayor es alguien, menos se da cuenta de lo que le pasa; las cosas se suceden velozmente sin dejar rastro alguno; como no lo deja la obra de arte que uno ha visto mil veces: se hace lo que se tiene que hacer, y luego no se sabe si se ha hecho. Así como la vida se torna tanto más inconsciente cuanto más se precipita hacia el estado de inconsciencia plena, así, y por la misma razón, el tiempo pasa cada vez más rápido. En la infancia, la novedad de todos los objetos y acontecimientos hace que estemos conscientes de cada uno: de ahí que el día sea interminablemente largo. Lo mismo nos sucede en los viajes, en los que un solo mes parece más largo que cuatro en casa. Esta novedad de las cosas no impide, sin embargo, que a menudo el tiempo que en ambos casos parece más largo sea también realmente «largo», más que en la vejez o que cuando estamos en casa. Pero al acostumbrarse durante mucho tiempo a las mismas percepciones, el intelecto se desgasta progresivamente de tal manera, que todo comienza a deslizarse frente a él sin dejar huella; lo que hace que los días resulten cada vez más carentes de significado y por lo tanto más cortos: las horas de un niño son más largas que los días de un anciano. Por ello el tiempo de nuestra vida posee un movimiento de aceleración, como el de una esfera rodante; y así como en un disco que gira los puntos se mueven con mayor rapidez cuanto más distan del centro, así para cada uno, dependiendo de lo alejado que esté del comienzo de su vida, el tiempo pasa más y más rápido. Por lo tanto, se puede aseverar que, según la evaluación directa de nuestro ánimo, la duración de un año está en proporción inversa al cociente de este dividido por nuestra edad: por ejemplo, si el año representa un quinto de nuestra edad, nos parecerá diez veces más largo que el que represente la quincuagésima parte de la misma. Esta variación en la velocidad del tiempo tiene muchísima influencia sobre todos los aspectos de nuestra vida en cada una de sus edades. Para empezar, hace que la infancia, que comprende apenas unos quince años, sea la época más larga de la vida y, por lo tanto, la más rica en recuerdos; pero también nos hace generalmente susceptibles al aburrimiento en relación inversamente proporcional a nuestra edad: los niños necesitan estar siempre ocupados, ya sea en juegos o en tareas; y si dejan de estarlo, un terrible aburrimiento se apodera de ellos. También los jóvenes son bastante vulnerables al aburrimiento, y miran con angustia las horas desocupadas. En la madurez el aburrimiento va disminuyendo cada vez más: para los ancianos el tiempo es demasiado corto y los días pasan raudos como flechas. Se sobreentiende que hablo de hombres enteros, y no de ganado viejo. Esta aceleración del paso del tiempo es, pues, la responsable de que en los años tardíos casi siempre desaparezca el aburrimiento; y como además enmudecen las pasiones con su respectivo tormento, se puede decir que, siempre que se esté saludable, el peso de la vida se torna generalmente más llevadero que en la juventud: de ahí la expresión «años dorados» para designar al período que precede al inicio del debilitamiento y de los achaques de la edad avanzada. Con respecto a nuestra sensación de bienestar, es muy posible que lo sean; en cambio, los años de la juventud, en los que todo deja una huella y se introduce vivamente en la consciencia, tienen la ventaja de ser la época fructífera para el espíritu, la primavera que hace que este florezca. Pues las verdades profundas sólo se pueden intuir, no inferir, es decir, su primera captación es inmediata y es suscitada por una impresión momentánea: sólo puede darse, por ende, mientras esta última sea intensa, vivaz y profunda. De ahí que, con respecto a este punto, todo dependa del empleo que se haga de los años mozos. En los tardíos podemos más bien influir en los demás, e incluso en el mundo: porque hemos alcanzado la madurez y la completitud, y ya no estamos a merced de las impresiones: pero, a la vez, el mundo nos afecta menos. Estos años, por consiguiente, se prestan para la acción y el logro de metas; aquellos otros, en cambio, para la comprensión y el aprendizaje iniciales.

En la juventud predomina la intuición, y en la vejez el pensamiento: de ahí que aquella sea un tiempo para la poesía, y esta, sobre todo, para la filosofía. También en lo práctico ocurre que en la juventud nos dejamos llevar más por lo intuido y su consiguiente impresión en nosotros, y en la vejez sólo por el raciocinio. Esto se debe en parte a que sólo la vejez permite acumular un número suficiente de casos intuitivos y subsumirlos bajo conceptos, de modo que adquieran significado, contenido y credibilidad plenos, y quepa así moderar al mismo tiempo, por medio de la costumbre, los efectos de la intuición. En cambio, en la edad juvenil, la impresión de lo intuitivo y, en consecuencia, del lado exterior de las cosas, es tan arrolladora, sobre todo cuando se trata de cabezas vivaces e imaginativas, que los jóvenes contemplan el mundo como si fuera un cuadro; lo que explica que se preocupen sobre todo por cómo figuran y se destacan en él, y no tanto por cómo se sienten frente a él. Esto se muestra ya en la vanidad personal de los jóvenes y en su afán de acicalarse.

La energía y tensión de las fuerzas del espíritu nunca son más intensas que en la juventud, y se mantienen cuando mucho hasta los treinta y cinco años de edad: a partir de ese momento comienzan a declinar, aunque muy lentamente. Pero los años posteriores, e incluso la vejez, no dejan de compensar espiritualmente por esa pérdida. La experiencia y el conocimiento alcanzan por fin su plenitud: uno ha tenido tiempo y oportunidad de ver las cosas desde todos los ángulos posibles y de ponderarlas, las ha comparado unas con otras y ha descubierto cuáles son sus conexiones mutuas y eslabones intermedios; por lo que apenas ahora se tiene una visión de conjunto. Todo se ha aclarado. Por eso, ahora se conoce más exhaustivamente incluso aquello que ya se sabía de joven; se dispone, en efecto, de más evidencias para cada idea. Lo que se creía conocer en la juventud se conoce realmente apenas en la vejez, además de que en esta se conocen muchas más cosas y se posee un saber que ha sido examinado en todos sus aspectos y que, por consiguiente, es mucho más coherente; mientras que en la juventud nuestro conocimiento resulta siempre incompleto y fragmentario. Sólo quien llega a viejo alcanza una noción completa y exacta de la vida, porque percibe a esta en su totalidad y en su desenvolvimiento natural, pero especialmente porque la contempla no sólo como lo hacen los otros, esto es, desde su punto de partida, sino también desde su punto de llegada, lo que le permite, sobre todo, captar enteramente su inanidad; mientras que los demás siguen presos de la ilusión de que algún día la justicia triunfará. Por otra parte, la juventud tiene más creatividad; lo cual permite sacar mayor partido a lo poco que se sabe: pero en la vejez hay más tino, perspicacia y profundidad. El material para los conocimientos más auténticamente propios, para las ideas fundamentales más originales y, en fin, para todo aquello que un gran espíritu está destinado a legar al mundo, este último lo va reuniendo desde que es joven; pero el dominio de todo ese material sólo se alcanza en los años de la madurez. Así, se comprueba casi siempre que los grandes escritores han producido sus obras maestras cuando rondaban los cincuenta años de edad. Y, sin embargo, la juventud permanece como la raíz del árbol del conocimiento, por más que los frutos sólo se den en la copa. Cada época histórica, hasta la más miserable, se jacta de ser mucho más sabia que la anterior y, por descontado, que todas las anteriores, y lo mismo sucede con cada edad de la vida del hombre: y no obstante, ambas, época histórica y edad, suelen equivocarse. Así, en los años de crecimiento corporal, en los que también crecen a diario nuestras facultades mentales y nuestros conocimientos, el hoy acostumbra a mirar con desdén al ayer. Esta costumbre se afianza y se mantiene incluso hasta que comienza el declive de las fuerzas del espíritu, cuando el hoy debería más bien mirar con veneración al ayer; de donde surge nuestra tendencia a minusvalorar los logros y las opiniones de nuestros años tempranos.

En general hay que observar aquí que aunque el intelecto, o sea la cabeza, —lo mismo que el carácter, el corazón del hombre—, sea innato en sus rasgos esenciales, no se mantiene tan inalterable como este último, sino que llega a experimentar algunas transformaciones, las cuales, vistas en conjunto, se manifiestan con cierta regularidad; transformaciones que se deben en parte al hecho de que aquel tiene un fundamento físico, y en parte a que su material es empírico. De ahí que su fuerza intrínseca se desarrolle progresivamente, hasta llegar a su acmé[245], y luego decaiga poco a poco, hasta desembocar en la senilidad. Por otro lado, el material en el que se enfoca toda esta fuerza y que la mantiene activa, es decir, el contenido del pensamiento y del saber, la experiencia, los hechos conocidos, la repetición y el consiguiente perfeccionamiento del saber, es una magnitud que crece sin cesar hasta que por fin el advenimiento de una debilidad extrema hace que todo se derrumbe. Este darse del hombre a partir de algo completamente inalterable y de algo alterable, pero que cambia regularmente en dos sentidos mutuamente contrapuestos, explica las distintas facetas y momentos de apogeo en las diferentes edades de la vida.

Y, de manera más amplia, se podría también decir: los primeros cuarenta años de nuestra vida nos proporcionan el texto principal, mientras que los treinta años siguientes nos brindan el respectivo comentario, que nos enseña a entender el verdadero significado e ilación interna de aquel, junto con la moraleja y las sutilidades del mismo.

Hacia el final de la vida, por otra parte, ocurre como en un baile de disfraces cuando se caen las máscaras. Uno ve ahora cómo han sido siempre en realidad aquellas personas con las que uno se ha relacionado durante toda su vida. Pues los caracteres han quedado de manifiesto, los hechos han dado sus frutos, los logros han obtenido su justa valoración y todas los espejismos se han disipado. Lo más extraño, sin embargo, es que uno llega a reconocerse y comprenderse verdaderamente a sí mismo, a su destino y a sus metas, sólo hacia el final de su propia vida, sobre todo en lo que atañe a la relación con el mundo, con los demás. A menudo, pero no siempre, uno tendrá que asignarse a sí mismo una posición más baja que la que antes creyó merecer; a veces, sin embargo, hasta una más elevada, lo cual sucede cuando no se tuvo una imagen suficientemente clara de la inferioridad del mundo y se colocaron las metas propias por encima de este. Se descubre, de paso, lo que uno vale.

Se acostumbra a llamar a la juventud la edad feliz de la vida, y a la vejez, la triste. Eso sería cierto si las pasiones pudiesen proporcionar la felicidad. Pero las pasiones zarandean a la juventud de un lado a otro, para poca alegría y mucha desgracia suya. A la vejez la dejan en paz, con lo que esta adquiere pronto un halo contemplativo, pues el conocimiento queda en libertad y asume el control. Y como este es en sí mismo indoloro, la conciencia se torna tanto más feliz cuanto más esté dominada por él. Basta con recordar que todo gozo es de naturaleza negativa y todo dolor de naturaleza positiva, para entender que las pasiones no pueden hacernos felices, y que la vejez no merece ser aborrecida por el simple hecho de que algunos placeres le estén vedados. Pues todo placer no es sino la satisfacción de una necesidad: el que con esta última desaparezca también aquella es algo tan poco digno de lamentar como el que alguien que acaba de levantarse de la mesa no pueda seguir comiendo, o el que alguien que haya dormido bien tenga que permanecer despierto. Mucho más acertado es Platón cuando (al comienzo de la República) califica de feliz a la senectud porque esta se habría finalmente desembarazado de ese apetito sexual que tanto nos había obsesionado hasta entonces. Incluso se podría decir que los variados e incontables caprichos procedentes del apetito sexual, así como los sentimientos a que estos dan lugar, alimentan en el hombre, mientras se encuentra bajo el influjo de ese apetito o demonio, que lo acosa sin cesar, una especie de locura benigna y continuada; por lo que sólo con la desaparición del mismo se recupera la razón. En todo caso, lo cierto es que, en general y prescindiendo de circunstancias y situaciones determinadas, la juventud se caracteriza por una especie de melancolía y tristeza, y la vejez, por una especie de jovialidad; y la causa de ello no es otra que el hecho de que la juventud se halla todavía bajo el dominio o incluso el vasallaje del mencionado demonio, que no le deja libre ni por un instante, y que, al mismo tiempo, es el responsable directo o indirecto de casi todas las calamidades que afectan o amenazan al género humano; en cambio, la vejez posee la jovialidad de quien, liberado de los grilletes que había tenido que arrastrar durante muchos años, ahora se desplaza a su gusto. Por otra parte, habría asimismo que reconocer que al apagarse el apetito sexual, también se apaga el verdadero meollo de la vida, dejando únicamente un cascarón vacío; es más, que la vida se parece a una comedia que fuera comenzada por hombres y terminada por autómatas que visten sus ropas.

Sea como fuere, la juventud es tiempo de intranquilidad, y la vejez de lo contrario: esto por sí solo bastaría para colegir la naturaleza de los placeres respectivos. El niño extiende ansioso sus manos en el aire tratando de alcanzar todas las cosas variopintas y multiformes que ve; pues estas lo estimulan, debido a lo fresco y tierno de su sensorium [«sensibilidad»]. Otro tanto ocurre, aunque con más intensidad, en el joven. También él se siente estimulado por el mundo multicolor y sus diversos contornos: su fantasía hace pronto de todo esto más de lo que el mundo podrá jamás ofrecer. Por eso está repleto de un deseo y una nostalgia de lo indeterminado, en desmedro de la tranquilidad, la cual es la condición indispensable de cualquier forma de dicha. En la vejez, en cambio, todo se ha apaciguado; en parte porque la sangre se ha enfriado y el sensorium es menos impresionable; en parte porque la experiencia sobre el valor de las cosas y el contenido de los placeres lo ha hecho a uno más sabio, ayudándolo a desprenderse paulatinamente de las ilusiones, quimeras y prejuicios que antes encubrían y deformaban la visión clara de la realidad; por lo que ahora se percibe todo de una manera más nítida y exacta y se toma por lo que es, y, en mayor o menor medida, se está convencido de la inanidad de todos los asuntos terrenales. Esto es justamente lo que le da al anciano, incluso a aquel cuyas cualidades son bastante ordinarias, cierto aire de sabiduría que lo distingue de los jóvenes. Pero, sobre todo, se alcanza la serenidad de ánimo: ahora bien, esta es un elemento muy valioso de la felicidad; incluso, su condición y su parte esencial. Mientras que el joven cree poder obtener del mundo, una vez que descubra dónde están, las mil y una maravillas, el anciano está plenamente convencido del «todo es vanidad» del Qoheleth[246] y sabe que todas las nueces, y no sólo esta o aquella, son huecas por dentro, incluso si están bañadas en oro.

Sólo a una edad avanzada logra el hombre alcanzar plenamente el horaciano nil admirari [«no admirarse de nada»][247], es decir, la inmediata, sincera y firme convicción acerca de la vanidad de todas las cosas y la vaciedad de todas las maravillas del mundo: las quimeras han desaparecido. Deja de soñar con que en algún lugar, sea palacio o choza, more algún tipo especial de dicha, mayor que aquella de la que ya disfruta siempre que se encuentra libre de dolores corporales o anímicos. Las distinciones que hace el mundo entre lo grande y lo pequeño, lo distinguido y lo vulgar, han perdido para él su validez. Esto le da al anciano una peculiar serenidad de ánimo que le permite contemplar con una sonrisa en los labios las artimañas del mundo. Está totalmente desengañado y sabe que la vida humana, por mucho que se la pula y disfrace, pronto trasluce en toda su precariedad a través de sus abalorios de feria, por lo que, a pesar de sus tintes y adornos, sigue siendo en todas partes esencialmente la misma, es decir, una existencia cuyo verdadero valor siempre se mide por la ausencia de sufrimiento, y no por la presencia de placeres, ni menos por la del fasto (Hor. Epist. L. I, 12, v. 1-4)[248]. El rasgo característico básico de la edad avanzada es el desengaño: las ilusiones, que hasta entonces habían sido el encanto de la vida y el acicate de las acciones, se han esfumado; uno se da cuenta de la nulidad y vaciedad de todas las glorias del mundo, del fasto, el brillo y las pompas; uno ha descubierto por experiencia que tras las cosas más deseadas y los placeres más codiciados hay muy poco que buscar, y ha llegado de este modo a convencerse de la gran indigencia y oquedad de nuestra existencia. Apenas a los setenta años se comprende completamente el primer verso del Qoheleth. Pero eso es también lo que le da a la vejez un cierto dejo de amargura.

Por lo general, se cree que el destino inexorable de la vejez es la enfermedad y el aburrimiento. Pero la primera no es en absoluto esencial a la vejez, sobre todo si se logra que esta última se alargue mucho; pues crescente vita, crescit sanitas et morbus [«Cuanto más avanza la vida, más crecen la salud y la enfermedad»][249]. Y en lo que respecta al aburrimiento, ya he mostrado más arriba por qué la vejez está incluso menos expuesta que la juventud a sus estragos: ni hay por qué suponer que el aburrimiento sea un compañero inseparable de la soledad, a la que sí, en cambio, nos conduce la vejez, y por razones muy fáciles de comprender; sólo lo es para aquellas personas que no han conocido más placeres que los sensoriales y los provenientes de la vida en sociedad, aquellas que no han enriquecido su espíritu o desarrollado sus capacidades. Es cierto, sin embargo, que en edad avanzada disminuyen también las fuerzas del espíritu, pero donde había mucho, de seguro quedará suficiente para combatir el aburrimiento. Además, como se dijo arriba, la experiencia, los saberes, el ejercicio y la reflexión perfeccionan el conocimiento, afinan el juicio y ayudan a entender las cosas; en todo se obtiene, cada vez más, una visión sintética de la realidad: de ese modo, gracias a la acumulación de conocimientos previamente adquiridos y al concurso de algunos nuevos, el conocimiento de uno mismo por uno mismo sigue progresando, y mantiene ocupado al espíritu para su íntima satisfacción y recompensa. Todo esto resarce hasta cierto punto del ya mencionado debilitamiento. A esto se añade que en la vejez, como se dijo, el tiempo pasa mucho más rápidamente, lo cual es un dique de contención contra el hastío. El declive de las fuerzas corporales es poco dañino cuando estas no se requieren para la subsistencia. Ser pobre en la vejez es una gran desgracia. Pero si se ha conjurado la pobreza y conservado la salud, la vejez puede ser una parte muy llevadera de la vida. La comodidad y la seguridad son sus principales necesidades: por eso en la vejez se ama el dinero más que antes; porque este proporciona el reemplazo de las fuerzas perdidas. Repudiado por Venus, uno acude gustosamente a los placeres de Baco. Y el anhelo de ver, viajar y aprender es sustituido por el de enseñar y hablar. Pero la mayor dicha se produce cuando el anciano logra conservar el amor a sus estudios, a la música, al teatro y, en general, una cierta receptividad hacia lo externo; rasgos que en algunos perduran hasta la edad más avanzada. Nunca como en la senectud aprovecha tanto lo que alguien «lleva consigo en su interior». Por supuesto, la mayoría de las personas, que siempre fueron obtusas, terminan por convertirse en autómatas en su vejez: piensan, dicen y hacen siempre lo mismo, y ninguna impresión externa será capaz de evitarlo o de provocar en ellos alguna novedad. Hablar con esos ancianos es como escribir en la arena: la huella dejada se borra casi inmediatamente. Una ancianidad de ese tipo es ciertamente el caput mortuum[250] de la vida. La naturaleza parece querer simbolizar el inicio de una segunda infancia en la edad avanzada por medio de la aparición, en algunos casos excepcionales, de una tercera dentadura.

La mengua progresiva de todas las fuerzas en la edad avanzada es, sin duda, muy triste: pero es necesaria, e incluso beneficiosa; porque de lo contrario la muerte, para la que ella nos prepara, sería muy difícil de soportar. De ahí que la mayor recompensa que nos puede brindar una edad muy avanzada sea la eutanasia, es decir, una muerte extremadamente benigna, no inducida por enfermedad alguna, carente de convulsiones, y casi imperceptible; de la cual se encontrará un retrato en la segunda parte de mi obra principal, cap. 41, p. 470 (3.ª ed. 534)[251].

En los Upanishads del Veda (vol. II, p. 53) se estima que la duración natural de la vida es de cien años. Yo creo que con razón; pues he dicho en otra parte que sólo quienes pasan la barrera de los noventa años reciben el beneficio de la eutanasia, es decir, mueren sin enfermedades o apoplejía, sin convulsiones o jadeos, y a veces incluso sin perder el color de la tez, casi siempre sentados y tras haber comido; o mejor dicho: no mueren, sino que dejan de vivir. En cualquier edad anterior, en cambio, sólo se muere por enfermedad, es decir, precozmente[252].

La vida humana no se puede calificar en el fondo ni de larga ni de corta[253]; ya que en principio ella es la unidad de medida con la que estimamos todas las demás duraciones.

La diferencia fundamental entre la juventud y la vejez es y seguirá siendo que aquella tiene la vida por delante y esta la muerte por delante; es decir, que la primera posee un pasado breve y un futuro largo; y la segunda, todo lo contrario. Es cierto que cuando se es viejo sólo se tiene la muerte por delante; pero cuando se es joven se tiene a la vida por delante; y habría que preguntar cuál de las dos perspectivas es la más inquietante, y si a final de cuentas la vida, vista en su conjunto, no será algo que es preferible tener tras de sí que delante de sí; pues ya dice el Qoheleth (7, 2): «el día de la muerte es mejor que el día del nacimiento». Anhelar tener una vida muy larga es, en todo caso, un deseo muy peligroso. Pues «quien larga vida vive mucho mal vive», como dice el refrán español.

Si bien el curso de la vida de un individuo no está escrito de antemano en los planetas, como pretende la astrología, sí lo está, sin duda, el de la vida humana como tal, porque a cada una de sus edades le corresponde, en un mismo orden, un planeta diferente, y la vida en su conjunto está gobernada sucesivamente por todos ellos. A los diez años de edad rige Mercurio. Al igual que este, el hombre se mueve con soltura y rapidez, en una órbita muy reducida: se altera por pequeñeces; pero aprende mucho y sin dificultad, bajo el influjo del dios de la astucia y de la persuasión. Con el vigésimo cumpleaños comienza el reinado de Venus: el amor y las mujeres absorben por completo al individuo. A los treinta años gobierna Marte: el hombre es ahora vehemente, fuerte, atrevido, belicoso y pertinaz. A los cuarenta rigen los cuatro asteroides; la vida, en consecuencia, se diversifica: se es frugal, es decir, se venera lo útil, bajo la influencia de Ceres; el sujeto tiene su propio rebaño, gracias a Vesta; ha aprendido lo que necesita saber, merced a Palas, y su casa es administrada por su esposa, una especie de Juno[254]. Pero en el año cincuenta Júpiter asume el mando. En cuanto el hombre ha superado en edad a la mayoría de sus congéneres, se siente superior a ellos. Aún goza de la plenitud de sus fuerzas y es rico en experiencias y conocimientos: tiene (de acuerdo a su personalidad y su posición) autoridad sobre todos los que le rodean. Por lo tanto, ya no está dispuesto a recibir órdenes, quiere darlas. Es ahora cuando está más calificado para fungir como guía y jefe en su respectiva esfera de influencia. Así culmina el reinado de Júpiter y, con él, el del quincuagenario. Pero luego, al cumplirse el año sesenta, aparece Saturno, y con él el peso, la parsimonia y la rigidez del plomo:

But old folks, many feign as they were dead;

Unwieldy, slow, heavy and pale as lead.[255]

Rom. y Jul., acto 2, escena 5

Por último viene Urano: con él ya se está, como suele decirse, a un paso del otro mundo. A Neptuno (bautizado así por descuido) no lo incluyo aquí; porque no me es dado llamarlo por su verdadero nombre, que no es otro que el de Eros. De lo contrario, me habría gustado mostrar cómo el fin se conecta con el principio, es decir, cómo Eros se encuentra en una secreta conexión con la muerte, que permite que Orco —el Amentes de los egipcios (según Plutarco, De Iside et Os. c. 29), el λαμβάνων καὶ διδούς [«el que quita y da»], es decir, el que no sólo da sino que también quita, o sea, la muerte— sea el gran réservoir de la vida. De aquí, de este Orco, provienen todas las cosas, y por él ha tenido que pasar cada ser vivo: si sólo fuésemos capaces de entender el truco de magia que permite que todo esto suceda, ¡todo estaría claro!