En ningún otro lugar me he propuesto menos que aquí alcanzar la exhaustividad; pues de hacerlo, habría tenido que repetir las numerosas reglas de vida, en parte excelentes, que numerosos pensadores de todos los tiempos, desde Teognis y Pseudo-Salomón hasta La Rochefoucauld, ya formularon; con lo que tampoco habría podido omitir muchos lugares comunes harto trillados. Pero con la exhaustividad desaparece también, en buena medida, la ordenación sistemática. Sirva de consuelo la reflexión de que ambas cosas, en asuntos de esta especie, suelen traer consigo el aburrimiento. Me he limitado, pues, a proporcionar lo que se me ha ido ocurriendo o me ha parecido digno de comunicarse, o no ha sido, hasta donde yo recuerdo, dicho todavía, o al menos no del todo, o no de la misma manera que yo lo voy a decir; a proporcionar, en suma, sólo un suplemento al ámbito casi inabarcable de lo ya logrado por otros.
Sin embargo, para poner cierto orden en la enorme diversidad de opiniones y consejos relacionados con este tema, quisiera dividirlos en generales, luego en aquellos que tienen que ver con nuestra conducta respecto de nosotros mismos, con nuestra conducta respecto de los demás y finalmente con nuestra conducta respecto del curso del mundo y del destino.
A. Generales
1. Como regla suprema de toda sabiduría de la vida considero una afirmación que Aristóteles hace, como de pasada, en la Ética a Nicómaco (VII, 12): ὁ φρόνιμος τὸ ἄλυπον διώκει, οὐ τὸ ἡδύ (quod dolore vacat, non quod suave est, persequitur vir prudens) [«El hombre prudente persigue lo que está libre de dolor, no lo que es agradable»][131]. La versión latina de la frase es pobre. En alemán se podría traducir mejor, como: Nicht dem Vergnügen, der Schmerzlosigkeit geht der Vernünftige nach [«No la diversión, sino la ausencia del dolor, es lo que persigue el prudente»]; o: Der Vernünftige geht auf Schmerzlosigkeit, nicht auf Genuß aus [«El prudente orienta su conducta hacia la ausencia de dolor, no hacia el placer»]. Esta verdad se basa en que la naturaleza de todo placer y toda felicidad es negativa, mientras que el dolor tiene naturaleza positiva. El desarrollo y fundamentación de este último enunciado se pueden encontrar en el tomo I, § 58 de mi obra principal[132]. Sin embargo, me gustaría clarificarlo aquí con ayuda de un hecho observable a diario. Cuando el cuerpo en su conjunto está completamente sano, excepto por una pequeña herida o alguna parte que nos duele, el estado de salud como tal se borra de la consciencia, y la atención se dirige todo el tiempo hacia el dolor de la zona herida, haciendo que desaparezca la sensación de bienestar que corresponde al hecho de estar vivo. De forma similar, cuando todos nuestros asuntos transcurren de acuerdo con nuestros deseos, exceptuando uno solo que es contrario a nuestras intenciones, este último, por insignificante que sea, no se nos quita de la cabeza: pensamos frecuentemente en él, y poco, en cambio, en aquellas otras cosas, más importantes, que suceden conforme a nuestros deseos. Pues bien, en ambos casos lo que ha sido vulnerado es nuestra voluntad, primero, tal como se objetiva en el organismo, y luego, tal como se objetiva en las aspiraciones humanas; y en ambos comprobamos que la eventual satisfacción de la voluntad se lleva a cabo únicamente por vía negativa y, por lo tanto, no es experimentada directamente, sino que, a lo sumo, se hace consciente a través de la reflexión. En cambio, la inhibición de la voluntad es lo positivo, lo que se anuncia por sí solo. Todo placer consiste únicamente en la anulación de este impedimento, en nuestra liberación de él, y tiene, por ello, una corta duración.
En esto se basa, pues, la regla aristotélica anteriormente encarecida, que nos aconseja no fijar nuestra atención en los placeres y las comodidades de la vida, sino sustraernos en la medida de lo posible a sus innumerables penalidades. Si este no fuera el camino correcto, también la sentencia de Voltaire, le bonheur n’es qu’un rève, et la douleur est réelle [«El placer no es sino un sueño, y el dolor es real»][133], tendría que ser tan falsa como verdadera es. Quien, por lo tanto, desee evaluar en sentido eudemonológico el resultado de su vida, debería hacer el balance tomando en cuenta no los placeres de que ha disfrutado, sino los males que ha logrado evitar. En efecto, la eudemonología ha de comenzar aclarando que su nombre no es más que un eufemismo, y que bajo «vivir feliz» sólo hay que entender vivir «menos infeliz», o sea, llevaderamente. Por otra parte, no cabe duda de que la vida no es para ser disfrutada, sino para sobreponerse a ella, para echarla a un lado; a ello se refiere más de una expresión, como degere vitam [«pasar la vida»], vita defungi [«cumplir con la vida» (i. e. morir)], el italiano si scampa cosi [«se sale de apuros»], el alemán man muß suchen durchzukommen [«hay que tratar de salir adelante»], er wird schon durch die Welt kommen [«él saldrá airoso del mundo»], etc. De hecho, uno de los consuelos de la vejez es que ya no hay que trabajar. Por eso, ha de considerarse como el más dichoso de los hombres quien pueda vivir su vida sin sufrimientos desproporcionados, sean corporales o anímicos; y no quien haya experimentado las alegrías más intensas o los placeres más grandes. El que quiera evaluar mediante estos últimos la dicha de una vida humana se habrá equivocado de patrón de medida. Pues los placeres son y seguirán siendo negativos: la idea de que pueden proporcionar la felicidad es una ilusión alimentada por la envidia, para tormento de sí misma. En cambio, los sufrimientos son experimentados positivamente; por eso su ausencia permite medir el grado de felicidad de una vida. Si a un estado sin dolor se une la ausencia del aburrimiento, la felicidad terrenal habrá sido alcanzada en lo fundamental; pues todo lo demás es quimera. De ahí que nunca se deban adquirir los placeres a costa de dolores o de la mera posibilidad de que estos ocurran; puesto que ello consistiría en pagar algo negativo y, por tanto, ilusorio, en divisas contantes y sonantes. En cambio, siempre se sale ganando si se renuncia a ciertos placeres por evitar sufrimientos. En ambos casos es indiferente si los dolores ocurren antes o después de los placeres. La equivocación más grande que se puede cometer es querer transformar este valle de lágrimas en un jardín de las delicias y, en lugar de trazarse como meta la mayor ausencia posible de dolor, ir en pos de goces y alegrías, como hace tanta gente. Mucho menos yerra quien, con el ceño fruncido, considera a este mundo como una especie de infierno, y por ende sólo se ocupa de construirse en él una morada a prueba de calamidades. El necio persigue los placeres de la vida y termina engañado; el sabio evita los pesares. Y si fracasa en el intento, la culpa será en todo caso del destino, y no de su falta de cordura. Pero si en cambio lo logra, no se habrá equivocado, pues los pesares de los que se apartó son algo muy real. E incluso si se apartara de ellos en demasía, sacrificándoles innecesariamente algunos placeres, no habría perdido nada: pues todos los placeres son quiméricos, y lamentar no haberlos disfrutado sería mezquino, cuando no ridículo.
El no reconocer esta verdad —una actitud fomentada por el optimismo— es la fuente de numerosas desgracias. Mientras nos vemos libres de sufrimientos, nuestros inquietos deseos nos hacen imaginarnos las quimeras de una felicidad que no existe, haciendo que nos desviemos de nuestro camino para perseguirlas; pero al hacerlo estamos llamando al dolor, cuya realidad nadie puede negar. Entonces lamentamos, la ausencia del estado libre de sufrimientos que dejamos atrás, como un paraíso perdido y quisiéramos en vano desandar lo andado. Es como si un genio maligno nos sedujera continuamente, por medio de las imágenes tramposas de los deseos, para que nos apartemos de ese estado libre de pesares que constituye la más elevada y auténtica felicidad. El joven cree irresponsablemente que el mundo está ahí para ser disfrutado, que encierra una felicidad positiva que sólo dejan de alcanzar quienes carecen de la habilidad suficiente para conquistarla. Las novelas y los poemas, así como la hipocresía que el mundo siempre despliega por doquier en su aspecto exterior, y a la que pronto me referiré, refuerzan esta convicción suya. A partir de ese momento su vida se convierte en una cacería, más o menos premeditada, de la dicha positiva, es decir, aquella que supuestamente está compuesta de placeres positivos. Por supuesto, todo esto supone lidiar con los múltiples peligros a los que uno está expuesto. Esta cacería de una presa inexistente conduce por lo general a una desdicha positiva muy real, que se presenta como dolor, sufrimiento, enfermedad, pérdidas, preocupaciones, pobreza, ignominia y mil calamidades más. El desengaño llega demasiado tarde. Pero si, de conformidad con la regla aquí pergeñada, la vida se planifica para evitar el dolor, es decir, para alejar las necesidades, la enfermedad o cualquier otra desgracia, entonces la meta se vuelve real: es mucho lo que se puede hacer a este respecto, sobre todo si el plan no es obstaculizado por la quimera de la felicidad positiva. Esto concuerda también con lo que Goethe, en las Wahlverwandtschaften[134], pone en boca de Mittler, ese personaje siempre comprometido en promover la felicidad de los demás: Wer ein Übel los sein will, der weiß immer was er will: wer was Besseres will, als er hat, der ist ganz starblind [«Quien desea desprenderse de un mal sabe siempre lo que quiere; pero quien quiere algo mejor de lo que tiene, es porque está completamente ciego»][135]. Y recuerda también al hermoso dicho francés: le mieux est l’ennemi du bien [«lo mejor es enemigo de lo bueno»]. Es más, de aquí se puede derivar el pensamiento fundamental del cinismo, tal como yo lo he expuesto en el capítulo 16 del tomo II de mi obra principal. Pues, ¿qué motivó a los cínicos a rechazar los placeres sino la reflexión sobre los dolores que estos acarrean tarde o temprano, así como el hecho de que prefirieron evitar los segundos a conseguir los primeros? Estaban profundamente impresionados por el descubrimiento de la negatividad del placer y la positividad del dolor; por lo que se dispusieron consecuentemente a hacer todo lo posible por evitar los males, para lo cual consideraron necesario el rechazo completo y deliberado de los placeres; pues vieron en estos meras trampas que nos tiende el sufrimiento.
Es cierto que todos nacemos en Arcadia[136], como dice Schiller; es decir, venimos al mundo llenos de anhelos de felicidad y de gozo y albergamos la insensata esperanza de poder satisfacerlos. Sin embargo, generalmente ocurre que pronto aparece el destino, nos da un sacudón y nos enseña que nada es nuestro y todo suyo, mostrándonos que tiene un derecho incontestable no sólo a nuestro patrimonio y a nuestras ganancias, a nuestra esposa y a nuestros hijos, sino también a nuestros brazos y piernas, ojos y oídos, y hasta la nariz misma que llevamos plantada en medio del rostro. De cualquier forma, poco después viene la experiencia y nos hace darnos cuenta de que la felicidad y el placer son un espejismo, visible de lejos, que se esfuma en cuanto nos acercamos; y que, en cambio, los sufrimientos y el dolor son entes reales que se presentan por sí solos y no necesitan recurrir a ilusiones o falsas esperanzas. Si la lección surte efecto, abandonaremos la cacería del placer y la felicidad, y nos concentraremos en hacer todo lo posible para no dar cabida al dolor y a los sufrimientos. Enseguida nos daremos cuenta de que lo mejor que el mundo nos puede ofrecer es una vida exenta de dolor, tranquila y soportable, y limitaremos nuestras aspiraciones a la consecución de este objetivo para asegurárnoslo mejor. Pues el medio más idóneo para no ser muy infeliz es no pretender ser muy feliz. Esto lo había reconocido ya Merk, amigo de juventud de Goethe, cuando escribió: die garstige Prätension an Glückseligkeit, und zwar an das Maß, das wir uns träumen, verdirbt Alles auf dieser Welt. Wer sich davon los machen kann und nichts begehrt, als was er vor sich hat, kann sich durchschlagen[137] (Briefe an und von Merk[138], p. 100). Es aconsejable reducir a un mínimo razonable las propias pretensiones al placer, a la propiedad, al rango, al honor, etc., ya que las causantes de las mayores desgracias son precisamente la ambición y la lucha por la felicidad, el brillo y el placer. Ello es tanto más sabio y aconsejable cuanto que ser muy infeliz es sorprendentemente fácil; mientras que ser muy feliz no es que sea difícil: es imposible. Tiene, pues, mucha razón el poeta de la sabiduría de la vida:
Auream quisquis mediocritatem
Diligit, tutus caret obsoleti
Sordibus tecti, caret invidenda
Sobrius aula.
Saevius ventis agitatur ingens
Pinus: et celsae graviore casu
Decidunt turres: feriuntque summos
Fulgura montes.[139]
Pero quien haya asimilado completamente mi doctrina filosófica y sepa, por consiguiente, que habría sido preferible no haber nacido, y que la mayor sabiduría consiste en negar y rechazar nuestra vida, ese no abrigará mayores esperanzas respecto de ninguna cosa o situación, no se afanará apasionadamente por nada en el mundo, ni se lamentará en demasía por su fracaso en conseguir cualquier cosa; sino que se sentirá plenamente imbuido de las palabras de Platón οὔτε τι τῶν ἀνθρωπίνων ἄξιον μεγάλης οπουδῆς [«tampoco hay asunto humano digno de gran atención»][140] (Rep. X, 604), así como también de estas otras:
Ist einer Welt Besitz für dich zerronnen,
Sei nicht in Leid darüber, es ist nichts;
Und hast du einer Welt Besitz gewonnen,
Sei nicht erfreut darüber, es ist nichts.
Vorüber gehn die Schmerzen und die Wonnen,
Geh’ an der Welt vorüber, es ist nichts[141].
Anwari Soheili.
(Véase el epígrafe al Gulistán de Saadi, traducido por Graf).
Pero lo que realmente dificulta la adquisición de estas creencias tan saludables es la ya aludida hipocresía del mundo, sobre la que habría que advertir tempranamente a los jóvenes. La mayoría de las cosas que se consideran extraordinarias son, como las tramoyas del teatro, pura apariencia: les falta sustancia. Por ejemplo, los barcos engalanados y llenos de pendones, los cañonazos, la iluminación, los timbales y las trompetas, las exclamaciones de júbilo, los gritos, etc., no son sino el letrero, la alusión y el jeroglífico de la alegría: pero la alegría no se encuentra allí casi nunca, es el único invitado que no asistió a la fiesta. Cuando la alegría va a algún sitio, lo hace por regla general sin haber sido invitada y sin previo aviso, sans façon [«sin formalidades»], incluso introduciéndose sigilosamente, a menudo con las excusas más insignificantes y fútiles, bajo las circunstancias más cotidianas, y nunca menos que en las celebraciones brillantes o famosas; está, como el oro de Australia, regada por aquí y por allá, según los antojos del azar, sin seguir regla o ley alguna, casi siempre en vetas pequeñas y muy rara vez en grandes cantidades. La única finalidad de signos como los arriba mencionados es, en cambio, hacer creer a los demás que en los lugares respectivos la alegría está presente; crear esta ilusión en la cabeza de los demás es lo que se busca. Y con la tristeza sucede igual que con la alegría. ¡Qué solemne y parsimonioso se acerca el largo cortejo fúnebre! La hilera de carruajes no tiene fin. Pero miren en su interior: todos están vacíos; los únicos que realmente acompañan al difunto a su tumba son todos los cocheros que hay en la ciudad. ¡Qué bien se retratan aquí la amistad y el respeto de este mundo! Tal es la falsedad, el vacío y la hipocresía de la conducta humana. Otro ejemplo similar lo proporcionan los numerosos invitados que en sus trajes de gala son recibidos solemnemente en una reunión; son el augurio de un noble y distinguido espíritu de sociabilidad; pero en lugar de este, sólo han asistido a la reunión el compromiso, las incomodidades y el aburrimiento; pues donde hay muchos invitados hay mucha chusma, no importa que estos lleven prendidas del pecho todas las estrellas del firmamento. La verdadera buena sociedad es en todas partes muy reducida. Pero especialmente las fiestas y celebraciones espléndidas y estridentes llevan siempre un vacío, e incluso una nota discordante, en su seno; aunque sólo sea porque contradicen abiertamente la miseria y la fragilidad de nuestra existencia, y porque el contraste magnifica la verdad de cualquier cosa. Sin embargo, todo aquello surte su efecto, al menos para un espectador externo: y ese era su propósito. Chamfort lo expresa magníficamente: la société, les cercles, les salons, ce qu’on appelle le monde, est une pièce misérable, un mauvais opéra, sans intérêt, qui se soutien un peu par les machines, les costumes, et les décorations [«La sociedad, los círculos, los salones, eso que llaman el mundo, es una miserable pieza de teatro, una mala ópera, sin interés alguno, que medianamente se sostiene gracias a las tramoyas, los disfraces y los decorados»][142]. De manera semejante, las academias y cátedras filosóficas son el anuncio y la apariencia externa de la sabiduría, pero también ella se ha excusado casi siempre de asistir y se encuentra en un sitio muy diferente. O el doblar de las campanas, la vestimenta de los sacerdotes, los ademanes piadosos y una actuación gesticulante son el reclamo, la apariencia exterior de la devoción, y así sucesivamente. En conclusión, casi todo en este mundo merece llamarse un cascarón vacío: su contenido mismo es raro, y más raro aún es que se halle dentro de la cascara. Hay que buscarlo en otro lugar y casi siempre se lo encuentra por casualidad.
2. Cuando se quiere diagnosticar el estado de un hombre en lo que respecta a su felicidad, no se debe preguntar acerca de lo que le gusta, sino acerca de lo que le disgusta; pues cuanto más reducido sea esto último tomado por sí mismo, tanto más feliz habrá que considerar al hombre respectivo; porque para ser sensible a las pequeñeces es necesario hallarse primero en una situación de bienestar: en la desgracia, ni siquiera percibimos estas cosas.
3. Cuídese uno de construir su propia felicidad sobre un fundamento amplio, pidiéndole demasiadas cosas a la vida, porque entonces será más fácil que aquella se venga abajo, dado que está expuesta a un mayor número de accidentes, y estos nunca se hacen de esperar. Así pues, el edificio de nuestra felicidad se comporta en este sentido al revés que todos los demás, que son más firmes cuanto más amplio sea el fundamento sobre el que reposan. De ahí que la vía más segura para evitar ser muy desgraciado es mantener lo más bajo posible el nivel de las aspiraciones propias, consideradas en relación con los medios de que se dispone.
En general, una de las insensateces más grandes y frecuentes es elaborar proyectos demasiado ambiciosos para la vida, del tipo que sean. Pues, en primer lugar, estos se hacen con la vista puesta en una vida completa y perfecta, la cual es alcanzada por muy pocos. Luego, incluso si la persona vive muchos años, el tiempo resulta ser demasiado breve para los planes; pues la realización de estos siempre exige más tiempo del que se había previsto inicialmente; además, los proyectos, como cualquier otro asunto humano, pueden fracasar o encontrar obstáculos, por lo que muy rara vez consiguen su objetivo. Y, finalmente, incluso si todo esto lograra superarse, habríamos pasado por alto los cambios que el tiempo ocasiona en nosotros mismos; es decir, habríamos olvidado que las habilidades que necesitamos para trabajar y divertirnos no duran toda la vida. Esto explica que frecuentemente nos esforcemos por conseguir cosas que, una vez logradas, ya no nos sirven de nada; y que gastemos, en preparativos para una obra, muchos años que terminan por arrebatarnos, sin que nos demos cuenta, las fuerzas necesarias para llevarla a cabo. Por eso, a veces no logramos disfrutar de la riqueza que hemos acumulado tras largos esfuerzos y mil penalidades, y nos damos cuenta de que hemos estado trabajando para los demás; o no nos hallamos en condiciones de desempeñar el cargo finalmente obtenido tras muchos años de arduo trabajo y tesón; las cosas llegaron demasiado tarde para nosotros. O, al contrario, somos nosotros quienes llegamos muy tarde para las cosas; a saber, en el caso de méritos o producciones: el gusto de la época se ha transformado; una nueva generación ha aparecido que ya no se interesa por ellas; otras personas, empleando vías más expeditas, se nos han adelantado, etc. Horacio tenía todo esto en mente cuando escribió:
Quid aeternis minorem
Consiliis animum fatigas?[143]
El motivo de este frecuente desatino es la inevitable ilusión óptica de nuestro ojo anímico, que hace que la vida parezca interminable cuando es vista desde su inicio, pero muy corta cuando es contemplada retrospectivamente al final del camino. Tal ilusión tiene, empero, una ventaja: pues sin ella sería muy difícil llevar a cabo algo grande.
Y en general, en la vida nos pasa lo mismo que al caminante, para quien los objetos, a medida que avanza, adquieren formas diferentes de las que mostraban cuando eran divisados de lejos y se transforman en mayor o menor grado a medida que se aproxima a ellos. Así sucede especialmente con los deseos. Unas veces encontramos algo distinto, e incluso mejor, de lo que buscábamos; otras, encontramos lo mismo, pero por una vía diferente de la que emprendimos infructuosamente al comienzo. Además, muchas veces, en lugar del placer, la suerte o la dicha que buscábamos, encontramos enseñanza, sabiduría y conocimiento, o sea, un bien permanente y auténtico, en lugar de uno efímero e ilusorio. Esta es la idea que atraviesa como una grave nota dominante el Wilhelm Meister, que no en balde es una novela intelectual y, por lo mismo, más elevada que todas las demás, incluyendo las de Walter Scott, que son éticas en su totalidad, es decir, captan la naturaleza humana únicamente desde la faceta de la voluntad. Y también es la misma idea básica que está simbolizada con rasgos amplios y toscos, como todos los de los decorados teatrales, en La flauta mágica, ese jeroglífico grotesco pero significativo y sugerente cuya fábula sería perfecta si en el acto final, Tamino, tras haber sido disuadido de su empeño de poseer a Tamina, en lugar de esta demandara y consiguiera la admisión al templo de la sabiduría; en cambio, no está mal que a Papageno, su antípoda, le sea entregada su Papagena. Los hombres nobles y superiores asimilan muy pronto aquella moraleja del destino y se someten, dóciles y agradecidos, a ella; se dan cuenta de que el mundo tiene sólo moralejas, pero ninguna felicidad que brindar y, por lo tanto, se acostumbran a intercambiar de buena gana las esperanzas por los conocimientos, hasta llegar a decir a coro con Petrarca:
Altro diletto, che’ mparar, non provo[144].
En algunas personas pudiera incluso darse el caso de que persiguen sus deseos y ambiciones por salvar las apariencias y medio en broma, pero que realmente, en la seriedad de su fuero interno, sólo buscan aprender, lo cual termina por infundirles un aire contemplativo, genial y sublime. En este sentido, se podría decir también que nos ocurre como a los alquimistas, los cuales, cuando buscaban el oro, descubrieron la pólvora, la porcelana, varias medicinas y hasta algunas leyes de la naturaleza.
B. Concernientes a nuestra conducta en relación con nosotros mismos
4. Semejante al obrero que ayuda a construir un edificio, que no necesita conocer el plan completo del mismo, o al menos tenerlo constantemente ante la vista, así se comporta el hombre, cuando devana sucesivamente los días y las horas de su existencia, con respecto al curso global de su vida y al carácter de la misma. Cuanto más digna, significativa, delineada y personal sea esta, tanto más necesario y beneficioso será, sin embargo, que el hombre tenga ante sus ojos cada cierto tiempo un bosquejo en miniatura del conjunto, o sea, un plan. También es cierto que debe haber dado un primer paso en cuanto al γνῶθι σαυτόν [«conócete a ti mismo»][145] dilucidando qué quiere verdaderamente y por encima de cualquier otra cosa, o sea, qué es lo más esencial para su felicidad, qué va en segundo y en tercer lugar; y es importante que sepa aproximadamente cuáles van a ser su profesión, su rol y su relación con el mundo. Si esto es de índole significativa y grandiosa, la visión a pequeña escala del plan de su vida lo fortalecerá, guiará, elevará y motivará más que cualquier otra cosa, evitando que se aparte del camino trazado.
Así como un caminante no reconoce ni adquiere la visión de conjunto del sendero que ha dejado atrás, con todos sus vericuetos y obstáculos, hasta que llega a un promontorio, así nosotros no reconocemos hasta el final de alguna etapa de nuestra vida, o incluso de toda ella, la verdadera relación entre nuestros actos, logros y obras, sus repercusiones y concatenación, y aun su valor mismo. Pues mientras estamos sumergidos en el diario trajinar, obramos únicamente según los rasgos permanentes de nuestro carácter, motivados por ciertos intereses y llegando hasta donde nos lo permiten nuestras capacidades, es decir, obramos de forma enteramente necesaria, dado que a cada momento hacemos únicamente lo que nos parece más adecuado. Sólo el resultado final nos muestra si todo valió la pena, sólo una visión retrospectiva global nos revela el cómo y el porqué de todo. Es por ello por lo que mientras estamos realizando grandes acciones o creando obras inmortales no somos conscientes de ellas como tales, sino de lo que se adecua a los fines del momento, responde a nuestros intereses y es, por ende, correcto aquí y ahora; pero sólo el conjunto, en sus relaciones mutuas, hace que posteriormente salgan a relucir nuestro carácter y nuestras facultades, y luego, a menudo, constatamos en detalle que, como por arte de inspiración y siempre guiados por nuestro genio, habíamos escogido el único camino correcto entre mil extravíos posibles. Esto vale ya para la teoría, pero sobre todo para la práctica, e incluso para lo malo y lo equivocado, sólo que en sentido inverso.
5. Un punto importante de la sabiduría de la vida consiste en hallar la recta proporción entre el cuidado que prestamos al presente y el que dedicamos al futuro, de modo que ninguno de los dos anule al otro. Muchos viven demasiado sumidos en el presente: son los frívolos; otros piensan demasiado en el futuro: son los pusilánimes y aprehensivos. Rara vez se encuentra a alguien que guarde el justo equilibrio. Aquellos que por sus deseos y esperanzas sólo viven en el futuro, que miran siempre hacia adelante y se lanzan impacientes hacia lo que viene, creyendo que les habrá de traer la verdadera felicidad y, mientras tanto, dejan pasar el presente sin prestarle atención o disfrutarlo, son comparables, no obstante su previsión petulante, a esos asnos a los que en Italia se les ata a la cabeza, para que aceleren su trote, un palo del que cuelga un haz de heno que ven continuamente ante sus ojos y creen poder alcanzar. Pues se engañan a sí mismos con respecto a su propia existencia, ya que viven siempre sólo ad interim [«de forma provisional»], hasta que mueren. Por consiguiente, en vez de ocuparnos exclusiva e incesantemente de planes y previsiones para el futuro o, alternativamente, entregarnos a la nostalgia del pasado, jamás deberíamos olvidar que sólo el presente es real y está asegurado, mientras que el futuro casi siempre termina siendo diferente de como nos lo habíamos imaginado; y, de hecho, también el pasado lo fue; ambos tienen, en términos generales, menos importancia de lo que parece. Pues la distancia, que empequeñece los objetos ante la vista, los agranda para el pensamiento. Sólo el presente es verdadero y real: constituye el tiempo empleado efectivamente, del que depende exclusivamente nuestra vida. Por eso, deberíamos brindarle siempre una cálida acogida, disfrutando consciente y plenamente cada hora llevadera y libre de contrariedades o de sufrimientos inmediatos, sin empañarla con caras amargadas por el hecho de que no se hayan cumplido nuestras expectativas o estemos preocupados por el futuro. Es un disparate, en efecto, renunciar a una buena hora presente, o arruinarla deliberadamente con disgustos sobre lo ocurrido o con temores sobre lo que vendrá. Eso no impide, ciertamente, que la previsión, e incluso el arrepentimiento, reciban su tiempo correspondiente; pero transcurrido este, lo sucedido debería llamarnos a la reflexión siguiente:
Ἀλλὰ τὰ μὲν προτετύχθαι ἐάσομεν ἀχνύμενοί περ,
Θυμὸν ἐνὶ στήθεσσι φίλον δαμάσαντες ἀναγκῃ[146],
y a esta otra, referida al futuro:
Ἤτοι ταῦτα θεῶν ἐν γούνασι κεῖται[147],
pero sobre el presente deberíamos pensar: singulas dies singulas vitas puta [«Valora cada día como si fuera una vida»][148] (Séneca), y deberíamos intentar pasar ese tiempo presente, el único real, de la manera más agradable posible.
Sólo estamos justificados en preocuparnos por esos males futuros respecto de los cuales sabemos con certeza que van a ocurrir y cuándo van a ocurrir. Suelen ser muy escasos: pues los males o son posibles y, a lo sumo, probables, o son inevitables, pero sin que se sepa en qué momento sucederán. Y si uno se fuera a preocupar siempre por ellos, entonces no se tendría ni un momento de sosiego. Por lo tanto, para no arruinar la serenidad de nuestra vida a causa de los males inciertos o de los indeterminados, debemos acostumbrarnos a ver a los primeros como si nunca fueran a ocurrir; y a los segundos, como si fuera seguro que no van a ocurrir pronto.
Ahora bien, cuanto menos nos agobia el temor, tanto más lo hacen los deseos, los instintos y las aspiraciones. La canción tan querida de Goethe, Jch hab’ mein’ Sach auf nichts gestellt[149] [«he puesto mi anhelo en nada»], quiere decir realmente que sólo cuando el hombre es obligado a renunciar a todas sus aspiraciones y se ve reducido a su existencia desnuda y yerma, puede alcanzar esa serenidad de ánimo que, como condición para disfrutar del presente y, por extensión, de la vida entera, constituye el fundamento de la felicidad humana. Con este propósito deberíamos ponderar constantemente que el día de hoy viene sólo una vez y no regresa jamás. Es cierto que nos figuramos que volverá mañana; pero se trata sólo de una ilusión, porque mañana es un día diferente, que también viene sólo una vez. Nosotros, olvidando que cada día es una parte integral y, por lo tanto, irremplazable de la vida, lo concebimos como si estuviera subsumido en ella del mismo modo en que los individuos se subordinan a un concepto genérico. También valoraríamos y disfrutaríamos más el presente si en los días buenos y saludables nos acordásemos de cómo, en la enfermedad o en la aflicción, el recuerdo nos hace representarnos cada hora transcurrida sin dolor y privaciones como un paraíso perdido, una especie de amigo que poseíamos sin saberlo. En lugar de ello, malgastamos nuestros días propicios sin reparar siquiera en que existen; y sólo cuando llegan los malos añoramos su regreso. Con rostro agrio dejamos que pasen, sin disfrutarlas, mil horas alegres y gratas, para luego, en tiempos difíciles, llorar su pérdida con vana nostalgia. Pero deberíamos venerar cualquier tiempo presente que sea medianamente llevadero, cuyo transcurso ahora presenciamos con indiferencia o incluso aceleramos para que termine pronto, y deberíamos estar siempre conscientes de que fluye en este preciso instante hacia esa apoteosis del pasado en la cual, bañado por una luz intemporal, habrá de ser conservado para siempre en la memoria, para que cuando esta, sobre todo en horas difíciles, quiera alzar el telón, pueda manifestarse como objeto de nuestra más entrañable añoranza.
6. Toda limitación proporciona felicidad. Cuanto más limitados sean nuestro horizonte, nuestro campo de acción y nuestras relaciones sociales, tanto más dichosos seremos, y cuanto más se extiendan, más frecuentemente nos inquietaremos o angustiaremos. Pues a medida que aquellos crecen, se multiplican y agravan los afanes, los deseos y los temores. Por ello, ni siquiera los ciegos son tan infelices como a priori se pudiera creer: lo atestigua la expresión plácida y casi alegre de sus rasgos faciales. Esta regla explica también que la segunda parte de nuestra vida suela ser más triste que la primera. Pues el horizonte de nuestras metas y relaciones se ensancha incesantemente a medida que envejecemos. En la niñez está circunscrito al entorno más cercano y a los sucesos más íntimos; en la adolescencia se amplía considerablemente; y en la edad adulta abarca toda nuestra historia personal y se extiende además a los sucesos más lejanos, a estados y naciones enteras; en la vejez se incluye además a nuestra prole. En cambio, aquella limitación recomendada, incluso la espiritual, promueve nuestra felicidad. Cuanto menos se agita la voluntad, menos se sufre: y ya vimos que el sufrimiento es lo positivo, mientras que la felicidad es algo meramente negativo. Restringir el círculo de acción libra a la voluntad de potenciales causas externas de perturbaciones; y restringir el espíritu, de las internas. Esto último, sin embargo, tiene el inconveniente de abrir las puertas al aburrimiento, fuente de innumerables males, ya que para escapar de él se recurre a todos los medios posibles, tales como entretenimientos, reuniones sociales, lujos, juegos de azar, bebida, etc., los cuales arrastran consigo indefectiblemente dolores, ruinas y desgracias de todo tipo. Difficilis in otio quies [«Es difícil la serenidad en el ocio»]. En cambio, hasta qué punto la felicidad humana, en la medida en que es alcanzable, se ve favorecida, o incluso posibilitada, por la limitación de lo externo se pone de manifiesto por el hecho de que el único género literario que se da a la tarea de retratar hombres felices, a saber, el idílico, los representa básicamente en una situación y un entorno extremadamente acotados. El sentimiento correspondiente es seguramente lo que explica nuestra afición por las estampas de género. Por consiguiente, la máxima sencillez de nuestras condiciones materiales y la regularidad de nuestro estilo de vida, siempre que no generen aburrimiento, nos hacen dichosos; porque disminuyen nuestra sensibilidad hacia la vida misma, y por ende hacia su inevitable lastre; si logramos tenerlas, la vida fluirá de largo, como un torrente, sin formar olas o remolinos.
7. En relación con nuestro bienestar o nuestra desdicha lo realmente determinante es el contenido y la actividad de la consciencia. En este sentido, toda actividad puramente intelectual aportará al espíritu capaz de desempeñarla mucho más que la vida real, con su incesante alternancia de éxitos y fracasos, sus trastornos y sus calamidades. Claro que, para ello, se requiere poseer dotes espirituales preponderantes. Vale la pena observar, sin embargo, que, así como la vida activa volcada hacia fuera nos distrae y aparta de los estudios, privando al espíritu de la tranquilidad y el recogimiento que este necesita para realizarlos, así también la permanente actividad espiritual nos incapacita por su parte, en mayor o menor grado, para los asuntos cotidianos de la vida. Por eso, cuando las circunstancias requieren algún tipo de labor práctica y enérgica, es aconsejable interrumpir completamente la actividad espiritual durante un tiempo.
8. Para vivir con total sensatez y aprovechar la enseñanza que la experiencia propia puede ofrecer, se requiere mirar frecuentemente hacia atrás y recapitular lo vivido, hecho, experimentado o sentido, y comparar las opiniones pasadas con las presentes, los proyectos y los deseos con el éxito o la satisfacción con que hayamos podido coronar a estos últimos. Tal es la cartilla que la experiencia le lee a cada sujeto. La experiencia se puede concebir asimismo como un texto cuyos comentarios son la reflexión y los conocimientos. Mucha reflexión y conocimiento aunados a una escasa experiencia son como esas ediciones cuyas páginas contienen cuarenta líneas de comentarios por cada dos líneas de texto. Mucha experiencia y poca reflexión y conocimientos se asemejan, en cambio, a las ediciones bipontinas[150], que no poseen notas y dejan muchas dudas sin aclarar.
A la aquí mencionada recomendación apunta asimismo la regla de Pitágoras respecto de que en la noche, antes de dormir, se pase revista a todo lo que uno ha hecho durante el día. Quien dedica todo su tiempo al barullo de los negocios o a los entretenimientos, sin jamás cavilar sobre su pasado, y así va devanando su vida incesantemente, termina por perder la luz de su buen tino: su estado de ánimo se vuelve caótico y una cierta confusión se apodera de sus ideas, de lo que no tarda en dar fe lo abrupto, entrecortado y casi atomizado de su conversación; tanto más cuanto mayores sean su agitación externa y el número de sus impresiones, y cuanto menor sea la actividad interior de su espíritu.
Aquí encaja la observación de que cuando transcurre mucho tiempo y han pasado los sucesos y las circunstancias que nos influenciaron, ya no podemos recordar y reproducir en nosotros el estado de ánimo y los sentimientos que aquellos provocaron en nosotros: aunque sí podemos recordar las expresiones verbales a las que estos dieron lugar. Estas expresiones han de considerarse, por lo tanto, como el resultado, la manifestación y el síntoma de aquellos. De ahí que la memoria o el papel deberían conservarlas cuidadosamente cuando se refieran a ocasiones especiales. A este respecto son muy útiles los diarios.
9. Bastarse a sí mismo, no depender de nadie en ningún asunto y poder declarar omnia mea mecum porto [«Llevo conmigo todas mis cosas»][151], es, sin lugar a dudas, la cualidad más útil para nuestra felicidad; por eso no puede repetirse lo suficiente la aseveración de Aristóteles ἡ εὐδαιμονία τῶν αὐτάρκων ἐστί (felicitas sibi sufficientium est [«La felicidad es de quienes se bastan a sí mismos»][152], Eth. Eud. VII, 2). (Se trata esencialmente del mismo pensamiento expresado por Chamfort de manera extraordinariamente ingeniosa en el pasaje que sirve de epígrafe a este tratado). Pues, por un lado, no se puede confiar nunca del todo en nadie que no sea uno mismo y, por otro, las molestias y desventajas, el peligro y los disgustos que la compañía de los demás acarrea son infinitos e inevitables.
No hay camino más errado hacia la felicidad que la vida en el gran mundo, la «gran vida» (high life): su meta es convertir nuestra mísera existencia en una sucesión de alegrías, placeres y entretenimientos, la cual, sin embargo, termina necesariamente por decepcionarnos; como decepcionante es también su inevitable secuela, las mentiras que los hombres se dicen unos a otros[153].
Lo primero que exige una sociedad es que sus integrantes se acomoden y moderen recíprocamente; por lo tanto, cuanto más grande sea una sociedad, más insulsa será. Una persona no puede ser completamente ella misma sino cuando está sola; quien no ama la soledad es porque no ama la libertad, pues únicamente se es libre cuando se está solo. La coerción es la compañera inseparable de las relaciones humanas, las cuales, sin importar de qué tipo sean, siempre exigen sacrificios tanto más grandes cuanto más significativa sea la propia individualidad. Así, cada cual, dependiendo del valor de su persona, evitará, soportará o amará la soledad. En la soledad el desgraciado siente su propia desgracia, el espíritu grande toda su grandeza y, en suma, cada uno aquello que es. Además, cuanto más alto esté alguien en la escala natural, tanto más solitario estará, y, por cierto, de forma esencial e inexorable. Pero entonces, se sentirá aliviado si a la soledad anímica viene a unirse la física, ya que, de no ser así, el estar frecuentemente rodeado de seres heterogéneos tendrá en él un efecto perturbador e incluso hostil, que le arrebatará su propio yo sin darle nada a cambio. Además, mientras que la naturaleza ha establecido, en lo moral y en lo intelectual, las más amplias diferencias entre los hombres, la sociedad, pasándolas por alto, los ha declarado a todos iguales, o, para ser más exactos, ha sustituido aquellas por las distinciones y los grados artificiales del estamento y del rango, que suelen hallarse diametralmente opuestos a la escala natural. De este orden de cosas se benefician mucho aquellos a quienes la naturaleza ha dotado pobremente; los pocos, en cambio, que fueron privilegiados por ella reciben menos de lo que merecen; por eso estos suelen rehuir la compañía de los demás, y en las agrupaciones grandes prevalece la mediocridad. El mayor perjuicio que la sociedad inflige a los grandes espíritus es la igualdad de derechos y, por lo tanto, de las aspiraciones, no obstante la desigualdad en las capacidades de la gente y, por ende, en lo que esta puede producir (en lo social). La llamada «buena sociedad» reconoce todo tipo de méritos, excepto los intelectuales: a estos los mira como si fueran de contrabando. Nos obliga a soportar con paciencia ilimitada cualquier necedad, desvarío, inmoralidad o torpeza; y exige, de otro lado, que pidamos perdón por los méritos personales o los disimulemos; pues la superioridad espiritual ofende con su mera presencia, sin que se requiera el concurso de la voluntad. Así, la «buena sociedad» no sólo tiene la desventaja de depararnos individuos a los que jamás podríamos alabar o amar, sino que encima nos prohíbe ser auténticos; nos exige que nos encojamos o nos desfiguremos para no desentonar con los demás. Los discursos y las iniciativas inteligentes sólo encuentran cabida en los círculos inteligentes; en los de personas ordinarias, en cambio, son inexorablemente repudiados, pues para complacer a estas últimas hay que ser vulgar y corto de miras. En compañía de tales personas debemos, pues, traicionarnos a nosotros mismos y renunciar a tres cuartas partes de nuestra personalidad si queremos mimetizarnos con los demás. Bien es cierto que, a cambio, nos granjearemos su simpatía; pero cuanto más valga alguien, tanto más se dará cuenta de que aquí las ganancias no compensan las pérdidas, y que habrá salido perdiendo en el trueque; pues la gente es, por regla general, insolvente, es decir, su compañía no tiene nada con qué compensar las molestias y los disgustos que ella nos provoca ni la falta de autenticidad que nos impone; en efecto, la mayoría de los círculos sociales es tal, que canjearlos por la soledad constituye un excelente negocio. A ello se añade que la sociedad, para reemplazar la verdadera superioridad, es decir, la espiritual, que, aparte de escasa, le resulta insoportable, ha asumido arbitrariamente una superioridad falsa, convencional, basada en criterios arbitrarios, la cual tradicionalmente se propaga entre los estamentos superiores y varía al son de las consignas de turno; y que no es otra que lo que se suele llamar «buen tono», bon ton, fashionableness [«estar a la moda»]; una superioridad que, no bien entra en contacto con la auténtica, se desmorona. Especialmente, porque quand le bon ton arrive, le bon sens se retire [«Cuando llega el buen tono, se retira el buen sentido»].
Y, en general, cabe afirmar que sólo consigo mismo se puede estar en completa armonía: no con el amigo ni con la amada, pues aun las diferencias de personalidad y de estado de ánimo producen cierta disonancia, por mínima que sea. De ahí que la verdadera y profunda paz de corazón y la perfecta serenidad de ánimo, que constituyen, junto con la salud, los más preciados bienes terrenales, sólo se puedan hallar en soledad y, como disposición permanente, en el recogimiento más absoluto. Si, además, se es poderoso y adinerado, se podrá gozar del estado más feliz que cabe encontrar sobre esta pobre tierra. Y digámoslo de una vez: por mucho que la amistad, el amor y el matrimonio vinculen entre sí a los hombres, lealtad real es sólo la que cada uno tiene consigo mismo, y a lo sumo con su hijo o hija. Cuanto menos necesite uno entrar en contacto, por razones objetivas o subjetivas, con las otras personas, tanto mejor le irá. La soledad y el aislamiento, aunque nos hacen sentir sus penas sólo paulatinamente, al menos nos permiten preverlas; en cambio, la sociedad es insidiosa: tras la fachada del entretenimiento, de la comunicación, del placer de la compañía, etcétera, esconde grandes y a veces irremediables sufrimientos. Una de las principales lecciones para la juventud debería ser aprender a soportar la soledad; pues esta es uno de los manantiales de la felicidad y de la serenidad de ánimo. De todo ello se sigue que está en mejor situación quien sólo cuenta consigo mismo y se vale por sí solo en todas las cosas; el propio Cicerón dice: Nemo potest non beatissimus esse, qui est totus aptus ex esse, quique in se uno ponit omnia [«Es imposible que no sea muy feliz aquel que se vale completamente por sí mismo y que tiene en su persona todo lo que necesita»][154]. (Paradox. II). Ello sin olvidar que cuanto más tiene alguien en sí mismo, tanto menos lo pueden afectar los demás. Cierto sentimiento de autosuficiencia lleva a las personas dotadas de valía y riqueza interiores a abstenerse de hacer los grandes sacrificios que demanda la compañía de los demás, y, sobre todo, a abstenerse de buscar esta misma a costa de la propia personalidad. Y es justamente lo contrario lo que vuelve a las personas corrientes tan sociables y acomodaticias: se les hace más fácil soportar a los demás que soportarse a sí mismas. Además, lo realmente valioso del mundo es poco estimado, y lo que en él se estima no vale nada. De esto es a la vez prueba y consecuencia el retraimiento de toda persona digna y excelente. Según lo anterior, todo el que tenga algún mérito debe considerar que actúa ajustado a una auténtica sabiduría de la vida si, llegado el caso, limita sus necesidades con tal de preservar o incrementar su libertad y, por lo tanto, se conforma con poco para no tener que vincularse demasiado con el mundo de los hombres.
Lo que, por otra parte, hace a los hombres sociables es su incapacidad para soportar la soledad y, con esta, su propio yo. Son su vacío y desencanto interiores lo que los motiva a buscar la compañía ajena, mudar de residencia o emprender viajes. Su espíritu carece del dinamismo necesario para moverse por sí solo: de ahí que a menudo se quiera estimularlo con vino, y son muchos los que de este modo han parado en alcohólicos. También debido a ello estos hombres necesitan constantemente estímulos externos, y de la clase más intensa, o sea, la que proviene de seres como ellos. Sin tales estímulos, su espíritu se hunde bajo su propio peso, sumiéndose en una especie de letargo depresivo[155]. Cada uno de esos hombres representa únicamente una pequeña fracción de la idea de humanidad, por lo que necesita ser complementado por los demás para producir hasta cierto punto una consciencia humana plena, mientras que el hombre entero, el hombre par excellence, representa una unidad y no una fracción, y se basta por lo tanto a sí mismo. Se podría, en este sentido, comparar a la sociedad común y corriente con ese tipo de música rusa en la que cada corno toca una sola nota y donde la melodía surge únicamente gracias al concurso sincopado de todos. Pues monótonos, como cada uno de aquellos cornos invariables, son la mente y el espíritu de la gran mayoría de los hombres; no en balde muchos de ellos parecieran tener siempre el mismo y único pensamiento y ser incapaces de concebir algún otro. Esto explica no sólo que sean tan aburridos, sino también que sean tan sociables y tengan la costumbre de aparecer en público siempre en manadas: the gregariousness of mankind [«el gregarismo de la humanidad»]. Lo que ninguno de ellos puede soportar es la monotonía de su propio ser: omnis stultitia laborat fastidio sui [«Toda estulticia labra su propio aburrimiento»][156]: sólo juntos y gracias a la unión consiguen ser algo; justamente como aquellos cornos. En cambio, el hombre de talento es comparable a un virtuoso de la música que da un concierto a solas; o a un piano. Pues así como este instrumento musical, tomado por sí solo, constituye una pequeña orquesta, así aquel encarna un mundo en miniatura, y representa en la unicidad de su consciencia lo mismo que los demás sólo obtienen mancomunadamente. Como el piano, ese hombre no es parte de una sinfonía, sino que se presta mejor para una pieza de solo y para la soledad; y si tiene que actuar con los demás, lo hace, al igual que el piano, como solista principal en una orquesta; o para dar el tono, como lo hace un piano en la música vocal. Quien, a pesar de todo, guste de la compañía de los demás, podrá extraer de la comparación anterior la regla siguiente: que las personas de su entorno deben suplir con cantidad lo que les falta en calidad. Un solo hombre de talento es compañía más que suficiente: pero si sólo están disponibles hombres ordinarios, es mejor recurrir a muchos, de modo que de su variedad y acción conjunta surja algo aceptable, para seguir, una vez más, con la analogía de la aludida música de cornos: pero que el cielo dé paciencia en esta empresa.
Aquel vacío interior y aquella menesterosidad de los hombres son también los responsables de que cada vez que un grupo de personas de índole superior se asocian entre sí para perseguir un objetivo loable y desinteresado, casi siempre se infiltren o se entrometan algunos individuos provenientes de esa plebe de la humanidad que, en cantidades infinitas, lo cubre todo y todo lo invade como una plaga de insectos y siempre está dispuesta a intervenir en lo que sea, con tal de aliviar su aburrimiento y hasta sus defectos; y tales individuos pronto destruyen completamente el proyecto o lo modifican de tal modo que se convierte en lo contrario de lo que se buscaba inicialmente.
Por lo demás, también cabe entender la sociabilidad como un abrigarse de las personas entre sí, parecido al que se produce físicamente por el roce mutuo de los cuerpos cuando hace un frío intenso. Pero quien esté provisto de suficiente calor espiritual en su propio ser no necesita recurrir a tal agolpamiento. Una fábula inventada por mí a este efecto[157] se encontrará en el último capítulo del segundo tomo de esta obra. Así pues, la sociabilidad de cada uno está aproximadamente en proporción inversa a su valor intelectual; y la expresión «es muy insociable» equivale casi a «es un hombre de grandes cualidades».
Para el individuo intelectualmente descollante la soledad tiene una doble utilidad: en primer lugar, le permite estar a solas consigo mismo, y en segundo lugar, evita que esté con los demás. Para valorar la segunda, piénsese en la cantidad de obligaciones, molestias e incluso peligros que acarrea el trato social. Tout notre mal vient de ne pouvoir être seul [«Todo nuestro mal viene de nuestra incapacidad para estar solos»][158], dice Labruyère. La sociabilidad debe ser contada como una tendencia peligrosa, incluso perversa, ya que nos pone en contacto con seres que en su inmensa mayoría son moralmente malos o intelectualmente obtusos o están trastornados. Insociable es quien no los necesita. Tener tanto en sí mismo como para no requerir el trato social es por lo tanto una gran suerte, siquiera porque casi todos nuestros padecimientos provienen de la sociedad, pero también porque la serenidad de ánimo, elemento primordial, junto con la salud, de nuestra felicidad, corre peligro a causa de dicho trato y por lo tanto no puede perdurar sin una dosis considerable de soledad. Para hacerse partícipes de la dicha que supone la serenidad de ánimo, los cínicos renunciaban a toda posesión material: quien, con ese mismo propósito, renuncie a la compañía de los demás, habrá optado por el remedio más sabio. Pues lo que dice Bernardin de St. Pierre es tan exacto como hermoso: la diète des alimens nous rend la santé du corps, et celle des hommes la tranquillité de l’âme [«La dieta de los alimentos nos proporciona la salud del cuerpo; y la de los hombres, la tranquilidad del alma»][159]. Quien a tiempo se haga amigo de la soledad o llegue incluso a amarla habrá adquirido una mina de oro. No todos, sin embargo, pueden lograrlo. Pues, así como lo hace al principio la necesidad, también el aburrimiento, que aparece tras haber sido superada esta, impulsa a los hombres a agruparse. De no ser por una y otro, no cabe duda de que cada uno permanecería aislado; pues la soledad es el único entorno que cuadra a la importancia sobresaliente, o incluso singular, que cada uno se atribuye a sí mismo, y que suele ser reducida a una insignificancia por el mundanal ruido; ya que este le imparte continuamente un penoso démenti [«mentís»] a esa importancia. En este sentido, se podría afirmar que la soledad es el estado natural de cada hombre: lo coloca, como si fuera un primer Adán, en la felicidad primigenia que cuadra a su naturaleza.
Sí, pero ¡es que Adán no tuvo padre ni madre! Pero por eso, en otro sentido, la soledad no es natural al hombre; cuando este llega al mundo, en efecto, no está solo, sino rodeado de padres y hermanos, es decir, en compañía. No se puede decir, pues, que el amor a la soledad sea innato; se trata de algo que surge únicamente como resultado de la experiencia y de la reflexión: a saber, de forma paralela al desarrollo de la propia fuerza espiritual y de conformidad con el paso de los años; de ahí que, en términos generales, la sociabilidad de cada cual sea inversamente proporcional a la edad que tiene. El niño pequeño se asusta y prorrumpe en llanto en cuanto se lo deja solo unos minutos. Para el muchacho, estar solo constituye una dura penitencia. Los jóvenes traban amistad mutua con gran rapidez; y sólo los más nobles y elevados de miras buscan algunas veces la soledad: pero incluso pasar solos todo el día es algo que les cuesta trabajo. Para el adulto, en cambio, esto resulta fácil: puede estar solo mucho tiempo, y tanto más cuanto mayor sea su edad. El anciano que no sólo ha sobrevivido a varias generaciones, sino que ya ha perdido el gusto por los placeres de la vida, o incluso está muerto para ellos, identifica a la soledad como su verdadero elemento. En todos estos casos, sin embargo, la intensidad de la inclinación hacia el apartamiento y la soledad dependerá de cuánto valga la persona intelectualmente. Pues, como se dijo, dicha inclinación no es algo puramente natural o el efecto inmediato de las necesidades, sino el resultado de experiencias pasadas y de las reflexiones sobre las mismas, es decir, de haber comprendido lo moral e intelectualmente precaria que es la índole de la inmensa mayoría de los hombres, cuya más grave consecuencia es que, en cada individuo, las imperfecciones morales e intelectuales se aúnan y conspiran entre sí para dar lugar a toda suerte de fenómenos sumamente desagradables, que hacen que relacionarse con la mayoría de la gente sea muy difícil o imposible. Y así sucede que, a pesar de que este mundo contiene muchas cosas realmente malas, la peor de ellas sigue siendo la sociedad; por lo que incluso Voltaire, ese francés tan sociable, se vio obligado a decir: la terre est couverte de gens qui ne méritent pas qu’on leur parle [«La tierra está llena de gentes que no merecen que se les dirija la palabra»][160]. También el apacible Petrarca, quien tanto y tan fielmente amó la soledad, justificó esta inclinación con el mismo argumento:
Cercato o sempre solitaria vita
(Le rive il sanno, e le campagne e i boschi)
Per fuggir quest’ ingegni storti e loschi,
Che la strada del ciel’ anno smarrita.[161]
En el mismo sentido expone este autor la cuestión en su hermoso libro De vita solitaria, que parece haber servido a Zimmermann como modelo para su famosa obra sobre la soledad. Dicho origen secundario e indirecto de la insociabilidad es corroborado por Chamfort en su peculiar estilo sarcástico: on dit quelquefois d’un homme qui vit seul, il n’aime pas la société. C’est souvent comme si on disait d’un homme, qu’il n’aime pas la promenade, sous le prétexte qu’il ne se promène pas volontiers le soir dans la forêt de Bondy [«A veces se dice que un hombre que vive solo no ama la sociedad. Es como si se dijera que a un hombre no le gustan los paseos, sólo porque evita deliberadamente pasear de noche por el bosque de Bondy»][162]. Incluso el muy humilde y cristiano Angelus Silesius, a su modo y con su lenguaje mítico, dice exactamente lo mismo:
Herodes ist ein Feind; der Joseph der Verstand,
Dem macht Gott die Gefahr im Traum (im Geist) bekannt.
Die Welt ist Bethlehem, Ägypten Einsamkeit:
Fleuch, meine Seele! Fleuch, sonst stirbest du vor Leid.[163]
Giordano Bruno se expresa en términos similares: tanti uomini, che in terra hanno voluto gustare vita celeste, dissero con una voce: «ecce elongavi fugiens, et mansi in solitudine» [«Muchos hombres que han querido disfrutar de una vida celestial en esta tierra han dicho al unísono: “Ved como he huido por mucho tiempo y he permanecido en soledad”»][164]. Y el persa Saadi se refiere a sí mismo en el Gulistán en estos términos: «Harto de mis amigos de Damasco, me retiré al desierto cercano a Jerusalén, buscando la compañía de las fieras». Así han hablado, en suma, todos aquellos a quienes Prometeo[165] modeló de la mejor arcilla ¿Qué placer podría brindarles a estos el trato con seres para convivir con los cuales es preciso recurrir a lo más bajo e innoble de la propia naturaleza —es decir, a lo cotidiano, trivial y vulgar que esta pueda contener—, seres que, por no poder elevarse ellos mismos al nivel de otros, los rebajan al de ellos? Esto demuestra que la tendencia al retraimiento y a la soledad se nutre de un sentimiento aristocrático. Toda canalla es sociable, hasta el punto de que da lástima; en cambio, lo primero que permite reconocer la naturaleza noble de un hombre es el hecho de que no se siente a gusto en compañía de los demás, sino que prefiere cada vez más la soledad a la compañía ajena, hasta que finalmente, con el paso de los años, llega a la conclusión de que en este mundo, con pocas excepciones, no hay más alternativa que escoger entre la soledad, por un lado, y lo social y vulgar, por otro. Esto es algo que, a pesar de lo chocante que suena, ni siquiera Angelus Silesius, que estaba imbuido de mansedumbre y caridad cristianas, pudo dejar de mencionar:
Die Einsamkeit ist not: doch sei nur nicht gemein:
So kannst du überall in einer Wüste sein.[166]
En lo que atañe a los grandes espíritus, es sin duda natural que estos auténticos educadores del género humano se sientan tan poco inclinados a buscar frecuentemente la compañía de los demás como lo estaría un pedagogo a mezclarse en el juego de un bullicioso grupo de niños que lo rodease. Pues aquellos que han venido al mundo para guiar hacia la verdad a quienes nadan en el océano de sus propios errores, sacándolos del abismo profundo de su aspereza y vulgaridad y atrayéndolos hacia la luz, hacia la instrucción y hacia el perfeccionamiento, están ciertamente obligados a habitar entre estos, pero sin pertenecer a su grupo, por lo que se sienten desde jóvenes como seres notablemente distintos del resto, aunque sólo llegan a ser plenamente conscientes de este hecho paulatinamente, con el advenimiento de la madurez, tras lo cual procuran que a su retiro espiritual concurra también un alejamiento físico, para garantizar que nadie que no esté exento de la vulgaridad generalizada pueda acercárseles.
De todo lo anterior se sigue que el amor hacia la soledad no se presenta ni de forma inmediata ni como instinto originario, sino que se desarrolla de forma indirecta, sobre todo en espíritus nobles, sólo poco a poco, no sin previa superación del instinto natural de sociabilidad e incluso bajo ocasional tentación mefistofélica:
Hör’ auf, mit deinem Gram zu spielen,
Der, wie ein Geier, dir am Leben frißt:
Die schlechteste Gesellschaft läßt dich fühlen,
Daß du ein Mensch mit Menschen bist.[167]
La soledad es el destino de todos los espíritus sobresalientes: puede que en ocasiones estos la deploren; pero al final la aceptarán como un mal menor. Con el paso de los años, sin embargo, se va haciendo más fácil y natural el sapere aude [«atrévete a saber»][168] en este particular, y a los sesenta años la introversión se convierte en algo realmente asimilado y hasta instintivo, pues ahora todo se conjuga para promoverla. Lo que más incita a la sociabilidad, es decir, el amor a las mujeres y el impulso sexual, ya no está presente; la ausencia de deseo sexual en la vejez da pie a cierto sentido de independencia que termina por absorber completamente el impulso de sociabilidad. Uno está de vuelta de mil ilusiones y bagatelas; la vida activa ha concluido en su mayor parte, ya no se espera nada, se carece de planes y metas; la generación a la que uno pertenecía ya no existe; en medio de gentes extrañas, se está objetiva y esencialmente solo. El tiempo pasa ahora más rápido, y se lo quiere aprovechar intelectualmente. Pues basta con que el cerebro haya conservado su vigor para que la abundancia de experiencias y conocimientos adquiridos, la asimilación de ideas lentamente alcanzada y el entrenamiento de todas las capacidades mentales hagan que ahora todo tipo de estudio sea más interesante y fácil que nunca. Se ven con claridad miles de cosas que antes estaban como envueltas en la niebla: se llega a resultados sólidos y uno es consciente de su superioridad. A raíz de una larga experiencia, se ha dejado de esperar mucho de los hombres, que en su mayoría no salen bien parados cuando se los conoce de cerca; al contrario, uno sabe que, a excepción de algún que otro individuo, no es posible hallar sino ejemplares muy defectuosos de la especie humana, con los que es preferible no involucrarse demasiado. No se está expuesto, por lo tanto, a las ilusiones acostumbradas, se capta al punto quién es un sujeto y rara vez se sienten ganas de intimar con él. A todo ello se agrega, finalmente, la costumbre de estar solo y de ocuparse de sí mismo, la cual se convierte en segunda naturaleza, sobre todo si se tiene el privilegio de reconocer en la soledad a una vieja amiga de los años mozos. El amor a la soledad, que antes se practicaba a costa del impulso gregario, ahora se convierte en algo completamente natural y sencillo: se está en la soledad como pez en el agua. De ahí que toda individualidad sobresaliente, y, por ende, distinta de las demás y solitaria, perciba en su juventud, como una carga, el mencionado y para ella tan esencial aislamiento, pero en su vejez, como un alivio.
Pues, aunque cada uno se beneficia de esta auténtica ventaja de la edad en proporción a sus fuerzas intelectuales, y nadie se beneficia más, por ende, que la cabeza eminente, casi todos sacan provecho de ella. Sólo las naturalezas muy mediocres y vulgares siguen siendo tan sociables en su vejez como lo fueron en su juventud: se convierten en un fastidio para la sociedad, en la que ya no encajan, y donde a lo sumo logran ser toleradas; mientras que antes eran muy populares.
La mencionada relación inversa entre nuestra edad y nuestro grado de sociabilidad posee también una dimensión teleológica. Cuanto más joven es alguien, tanto más tiene que aprender, en todo sentido: la naturaleza remite a este al aprendizaje recíproco que obtendrá al relacionarse con sus semejantes, y que permite caracterizar a la sociedad humana como una gran institución Bell-Lancaster[169]; pues los libros y las escuelas como tales sólo son instituciones artificiales, en tanto se apartan de los planes de la naturaleza. No es extraño, pues, que el hombre acuda frecuentemente a aquella otra institución natural de enseñanza, sobre todo cuando es más joven.
Nihil est ab omni parte beatum [«Nada es completamente perfecto»][170], dice Horacio, y «No hay loto sin tallo», reza un proverbio indio: también la soledad tiene, junto a numerosas ventajas, sus pequeños inconvenientes y molestias, que sin embargo, comparados con los de la sociedad, son prácticamente desdeñables; razón por la cual el hombre de valía interior siempre encontrará más fácil desenvolverse sin los demás que con ellos. Entre esos inconvenientes hay uno, no obstante, más difícil de notar que el resto, a saber: que así como nuestro cuerpo, debido a una larga permanencia en casa, se hace tan sensible a los influjos externos que hasta una pequeña corriente de aire es capaz de afectar su salud, así nuestro ánimo, por un retraimiento y una soledad persistentes, se hace tan susceptible, que el más mínimo suceso, palabra o gesto basta para hacer que nos sintamos nerviosos, molestos u ofendidos; en cambio, el que se la pasa con otras personas no presta atención a este tipo de cosas.
A quien, sin embargo, no logre soportar a la larga el tedio de la soledad a pesar de haberse sentido numerosas veces atraído hacia ella a consecuencia de una legítima indignación con los hombres, le recomiendo, especialmente si es joven, que se acostumbre a llevar consigo una parte de la misma cuando se reúna con los demás, es decir, que en cierta forma aprenda a estar solo en compañía; que evite decir inmediatamente a los otros todo lo que piensa, y no se tome, a su vez, demasiado a pecho lo que estos digan, antes bien, que reste importancia moral e intelectual a sus palabras; y, por lo tanto, que cultive esa indiferencia en relación con las opiniones ajenas que es el medio más seguro para ejercer siempre una loable tolerancia. Si así lo hace, no estará, aunque se encuentre entre ellos, del todo con ellos, lo que le permitirá tratarlos más objetivamente: eso lo protegerá de un contacto demasiado estrecho con la sociedad y, consiguientemente, de un eventual contagio o incluso de una lesión. Un retrato dramático, y muy digno de leerse, de esta sociabilidad restringida o, mejor dicho, atrincherada, lo tenemos en la obra jocosa El café o sea la comedia nueva[171], de Moratín, específicamente en el personaje de Don Pedro, sobre todo en la segunda y la tercera escenas del primer acto. En este sentido, se puede comparar a la sociedad con una hoguera de la que el sabio se mantiene a distancia prudencial, sin llegar a tocarla, a diferencia del necio, quien, después de quemarse con ella, se retira hacia el frío de la soledad bajo protesta de que el fuego quema.
10. La envidia es algo connatural a los hombres, pero no por eso deja de ser tanto un vicio como una desgracia[172]. Conviene, pues, ver en ella a un enemigo de nuestra felicidad y tratar de ahogarla como a un genio maligno. Así nos lo encarece Séneca con estas hermosas palabras: nostra nos sine comparatione delectent: nunquam erit felix quem torquebit felicior [«Que nuestras cosas nos complazcan sin que las comparemos con las de los demás; jamás será feliz quien se atormenta pensando en una felicidad mayor»][173] (De ira III, 30); y, de nuevo: quum adspexeris quot te antecedant, cogita quot sequantur [«Cuando te exaspere pensar en cuántos están por delante de ti, piensa en cuántos te siguen»][174] (Ep. 15): prestemos, pues, más atención a aquellos que están en peor situación que nosotros que a aquellos a los que pareciera irles mejor. Cuando nos aquejan males auténticos, uno de los consuelos más efectivos, aunque tenga la misma procedencia que la envidia, es, no sólo pensar en sufrimientos mayores que los nuestros, sino en relacionarnos con las personas que están en nuestra misma situación, con los sociis malorum [«compañeros de desgracia»].
Esto en lo se refiere al lado activo de la envidia. Sobre su lado pasivo, tómese en cuenta que ningún odio es tan implacable como ella; por lo que no deberíamos empeñarnos con tanto denuedo y diligencia en suscitarla; haríamos mejor en renunciar, debido a sus peligrosas consecuencias, al placer que nos proporciona.
Hay tres aristocracias: 1) la de cuna y de rango; 2) la aristocracia del dinero, y 3) la aristocracia del espíritu. Esta última es realmente la más sobresaliente, como termina por reconocérsele con el paso del tiempo; pues ya lo dijo Federico el Grande: les âmes privilégiées rangent à l’égal des souverains [«Las almas privilegiadas están a par de los soberanos»], y lo dijo, por cierto, cuando hablaba con el jefe de su Casa Real, quien se había molestado porque, mientras que los ministros y generales comían en la mesa del jefe de la Casa Real, a Voltaire se le había asignado una mesa a la que sólo se sentaban reyes y príncipes. Cada una de estas formas de aristocracia está rodeada de un ejército de envidiosos secretamente irritados contra sus integrantes a cada uno de los cuales se dan a la tarea de hacer saber, siempre que no tengan nada que temer de ellos, aquello de que «¡Tú no eres más que nosotros!». Pero estos esfuerzos demuestran justamente que están convencidos de lo contrario. Lo que los individuos envidiados deberían hacer por su parte, es mantener a raya a los miembros de este enjambre, evitando al máximo cualquier contacto con ellos y separándose de ellos por medio de un profundo foso; y si no lo consiguen, soportar con mucha entereza sus ataques para neutralizar la fuente de los mismos: un remedio que, dicho sea de paso, vemos emplear continuamente. En cambio, los miembros de cada aristocracia suelen llevarse bien y sin envidias con los miembros de las otras dos; porque cada uno tiene méritos propios que contraponer a los ajenos.
11. Por más que se pondere repetidamente un proyecto antes de ponerlo en práctica y se analicen con detenimiento todos sus pormenores, es preciso reconocer en el conocimiento humano un factor de incertidumbre que hace que siempre puedan surgir de repente circunstancias que era imposible prever y que echen por tierra el cálculo previamente realizado. Este reparo habrá de ejercer siempre su peso en el platillo negativo de la balanza de la deliberación, y nos aconseja no tocar las cosas en asuntos de importancia a menos que sea indispensable: quieta non movere [«No mover lo que está quieto»][175]. Pero si ya se tomó una decisión y se pusieron manos a la obra, de modo que ya sólo quede esperar el resultado, entonces no vale angustiarse cavilando una y otra vez sobre la decisión tomada o sopesando el riesgo que se corre: es preferible desprenderse por completo del asunto y considerar como cerrado el respectivo expediente de ideas, consolándose con la certeza de que a su debido momento ya se consideró todo con ecuanimidad. Esta es la moraleja que imparte el refrán italiano legala bene, e poi lascia la andare, y que Goethe traduce como Du, sattle gut und reite getrost [«Cincha bien y cabalga confiado»]; por cierto, una gran parte de las sentencias agrupadas por este autor bajo el título de Sprichwörtlich[176] no son sino refranes italianos traducidos al alemán. Y si, a pesar de todo, el resultado es malo, ello se habrá debido a que todos los asuntos humanos están sujetos al azar y al error. El que Sócrates, el más sabio de los hombres, requiriese de las exhortaciones de un daimonion [«demon»] para tomar decisiones correctas en asuntos personales, o al menos evitar las incorrectas, es sólo una confirmación adicional de que ningún entendimiento humano basta en estos menesteres. Por eso, la sentencia, atribuida a un papa, de que somos responsables, total o parcialmente, de todo lo que hacemos, no es cierta ni de manera irrestricta ni en todas las circunstancias: aunque sí, desde luego, en la gran mayoría de ellas. La intuición de esta verdad parece ser la causa de que las personas traten por todos los medios de ocultar sus desgracias y de plantar sobre su rostro, si consiguen esto último, una sonrisa de satisfacción. Lo que en realidad les preocupa, sin embargo, es que sus sufrimientos delaten su culpabilidad.
12. Respecto de un hecho desafortunado, una vez que ha ocurrido, es decir, que ya es irreversible, uno no debería ponerse a pensar que hubiese podido no ocurrir, y menos todavía que uno habría podido evitar que ocurriese: pues esta última idea incrementa el dolor hasta límites insoportables; y uno termina convertido en un ἑαυτοντιμωρούμενος [«torturador de sí mismo»][177]. Más bien hay que hacer como el rey David, que, mientras que su hijo yacía en la cama enfermo, no cesaba de implorar a Jehová con súplicas y oraciones; pero que, una vez muerto este, se sobrepuso al hecho y no pensó más en el asunto. Pero quien no sea lo suficientemente despreocupado, refúgiese en el punto de vista fatalista, meditando sobre la gran verdad de que todo lo que sucede sucede por necesidad y, por lo tanto, es inevitable.
A pesar de todo lo anterior, la regla mencionada peca de unilateral. Bien es verdad que tiene el efecto inmediato de aliviarnos y tranquilizarnos cuando nos sobreviene una desgracia; pero si la culpa de esta recae, como sucede en la mayoría de los casos, parcial o totalmente sobre nuestra negligencia, o sobre nuestra temeridad, la reflexión repetida y dolorosa de cómo habría podido evitarse lo sucedido opera como un autocastigo saludable que aguza nuestro ingenio y nos hace mejores, o sea, nos prepara para el futuro. Y no deberíamos, como acostumbramos a hacerlo, justificar ante nosotros mismos los errores crasos que cometemos, ni maquillarlos, ni restarles importancia, sino confesárnoslos y exponerlos en toda su gravedad ante nuestros ojos, para poder adoptar con firmeza la resolución de evitarlos en el futuro. Esto, sin duda, equivale a infligirse a sí mismo el gran dolor resultante de estar descontento consigo mismo; pero ὁ μὴ δαρεὶς ἄνθρωπος οὐ παιδεύεται [«El hombre no aprende a menos que sea castigado»][178].
13. En todo lo que toca a nuestro bienestar y a nuestra desgracia deberíamos mantener a raya a la fantasía: me refiero, ante todo, a no hacer castillos en el aire; porque estos son demasiado onerosos, ya que al poco tiempo, sollozantes, nos vemos obligados a demolerlos. Pero menos aún deberíamos agobiar nuestro corazón pintándonos desgracias meramente posibles. Es cierto que si estas no tuvieran ningún asidero, o si fueran totalmente traídas por los pelos, sabríamos inmediatamente que todo no había sido más que un engaño, y nos alegraríamos mucho más de la realidad, que saldría ganando de la comparación, y a lo sumo habríamos extraído de dicha alucinación una advertencia sobre desgracias que, aunque posibles, son muy lejanas. Sucede, sin embargo, que a nuestra fantasía no le resulta fácil manejar estas cosas: lo único que construye de manera despreocupada son sus alegres castillos de aire. En cambio, el material de sus pesadillas son desgracias que, aunque lejanas, suponen para nosotros cierta amenaza real: son ellas las que la fantasía agranda, colocando la posibilidad de su ocurrencia mucho más cerca de nosotros de lo que en realidad está, y dibujándonosla con los colores más terribles. De un sueño así no es tan fácil desprenderse al despertar como de los alegres: pues a estos los contradice pronto la realidad, dejando a lo sumo una débil esperanza en el pecho de la posibilidad. Pero no bien damos cabida a fantasías sombrías (blue devils), cuando estas nos traen imágenes que no se van fácilmente: pues la posibilidad del asunto ha quedado, en términos generales, demostrada, y no siempre estamos en condiciones de evaluar el índice de su gravedad; es fácil, pues, que se convierta en probabilidad, y de ahí al miedo no hay sino un paso. Por eso, las cosas que atañen a nuestro bienestar y a nuestra desgracia las debemos considerar sólo con el ojo de la razón y de la facultad de juzgar y, en consecuencia, con el de la reflexión sobria y serena, que funciona únicamente con conceptos, in abstracto. La fantasía no debe desempeñar aquí papel alguno: pues es incapaz de discernir, y se limita a presentar imágenes ante la vista, que afectan al ánimo de forma adversa y a menudo muy dolorosa. Esta regla debería ser observada de manera estricta sobre todo en las noches. Pues así como la oscuridad nos vuelve asustadizos y nos hace ver formas espantosas por doquier, de manera análoga opera la imprecisión de las ideas; toda duda, en efecto, genera inseguridad: de ahí que en la noche, cuando la falta de inhibiciones ha cubierto al entendimiento y al juicio con un oscuro manto de subjetividad, cuando el intelecto está cansado y θορυβούμενος [«alterado»] y no puede llegar hasta el fondo de la realidad, los objetos de nuestras cavilaciones, si están referidos a nuestros asuntos personales, adquieren fácilmente un cariz peligroso y se convierten en espectros. Esto ocurre sobre todo cuando nos hallamos en el lecho, porque entonces el espíritu está completamente relajado y la facultad de juzgar no está a la altura de su función, y, sin embargo, la fantasía sigue activa. Entonces la noche tiñe a todo y a todos de tinieblas. Por eso, nuestros pensamientos antes de dormir, o cuando nos despertamos a medianoche, producen, casi tanto como los sueños, una deformación e inversión de las cosas, hasta el punto de que cuando atañen a asuntos personales pueden llegar a ser negros como la pez, incluso pavorosos. En la mañana todos estos espectros, al igual que los sueños, se habrán disipado: a ello se refiere el refrán español «Noche tinta, blanco el día». Pero también ocurre que en la noche, no bien se enciende la luz artificial, el entendimiento, al igual que el ojo, ya no ve tan claro como de día: por lo que ese período no se presta para meditar sobre asuntos graves, sobre todo si son desagradables. Para esto último, el momento más propicio es la mañana; que lo es también, por cierto, para cualquier labor, sea de índole espiritual o corporal. Pues la mañana es la juventud del día: en ella todo es alegre, fresco y fácil, nos sentimos fuertes y tenemos todas nuestras facultades a nuestra entera disposición. No se la debería abreviar levantándose tarde, ni malgastarla en tareas o conversaciones insignificantes, sino considerarla como la quintaesencia de la vida y tratarla casi como algo sagrado. En cambio, la noche es la vejez del día: en ella estamos apagados y somos locuaces y frívolos. Todo día es una vida en miniatura, todo despertar y levantarse un nacimiento breve, toda mañana fresca una juventud corta; y, asimismo, todo acostarse y dormirse, una pequeña muerte. Incluso, para completar la imagen, se podría comparar lo incómodo y difícil de levantarse en la mañana con los dolores que se experimentan al nacer.
Pero, en general, el estado de salud, el sueño, la alimentación, la temperatura, el clima, el entorno y muchos otros factores externos tienen una poderosa influencia sobre nuestro estado de ánimo, que a su vez influye sobre nuestros pensamientos. De ahí que nuestra capacidad para realizar una obra esté tan supeditada a la época y el lugar en que surge como nuestra opinión sobre cualquier tema. Por ello:
Nehmt die gute Stimmung wahr,
Denn sie kommt so selten[179].
G.
No sólo en el caso de las concepciones puramente objetivas y de las ideas originales debe uno esperar a ver si vienen, y cuándo vienen; incluso la reflexión concienzuda sobre un asunto personal no siempre se logra en el momento que habíamos reservado para ella o cuando nos considerábamos preparados para abordarla; mientras que, otras veces, la adecuada ilación de ideas se presenta sin previo aviso y capta toda nuestra atención.
Otro medio de lograr el ya recomendado control de la fantasía es no permitir que esta nos traiga a la memoria y nos pinte las injusticias, los daños, las pérdidas, las ofensas, los menosprecios, los ultrajes, etc., que sufrimos en el pasado; porque de lo contrario reviviríamos la antipatía, la ira y toda una retahíla de pasiones que estaban dormidas desde hace tiempo y enturbiaríamos nuestro ánimo. Y es que, para usar una bella metáfora del neoplatónico Proclo, así como en cada ciudad, aparte de los nobles y distinguidos, también vive todo la más variopinta plebe (ὄχλος), así también en cada hombre, sin exceptuar al más noble y elevado, está presente en potencia lo más bajo y vulgar de la naturaleza humana, e incluso de la animal. No se debe alborotar a esa plebe, porque podría convertirse en turba, y ni siquiera permitir un asomo de esa posibilidad; porque entonces sus desmanes serán incontables: pero las aludidas imágenes de la fantasía no son sino los demagogos de esa plebe. Aquí encaja también el hecho de que la más mínima contrariedad, provenga de hombres o de cosas, si es incubada continuamente o pintada en colores vivos y grandes proporciones, puede crecer hasta convertirse en un monstruo que nos haga perder el control de nosotros mismos. Todo lo desagradable debería, más bien, manejarse de manera comedida y prosaica, para que pueda ser sobrellevado lo más fácilmente posible.
Al igual que los objetos pequeños limitan nuestro campo de visión y ocultan el mundo cuando son acercados al ojo, también los hombres y las cosas de nuestro entorno inmediato frecuentemente absorben nuestra atención y nuestros pensamientos más de lo debido, y muchas veces, para colmo, de forma desagradable, desalojando otras ideas y asuntos importantes. No deberíamos permitir que esto suceda.
14. Al contemplar aquello que no poseemos, es fácil que surja en nosotros la idea: «¡Ah, si esto fuera mío!», que nos haga conscientes de nuestra carencia. En vez de ello, deberíamos preguntarnos frecuentemente: «Y ¿qué tal si esto no fuera mío?»; me refiero a que cada cierto tiempo deberíamos esforzarnos en pensar en aquello que poseemos como si ya lo hubiéramos perdido; y hablo de cualquier cosa: bienes, salud, amigos, amante, esposa, hijo, caballo y perro; pues casi siempre sólo la pérdida nos muestra el valor de las cosas. Pero si las contemplamos como nos lo sugiere la regla aquí propuesta, su posesión nos alegrará directamente mucho más que antes, y en segundo lugar haremos todo lo posible para evitar su pérdida, es decir, no arriesgaremos nuestro patrimonio, no irritaremos a nuestros amigos, no pondremos a prueba la fidelidad de nuestra esposa, no descuidaremos la salud de nuestros hijos, etc. A menudo tratamos de iluminar lo sombrío del presente especulando sobre posibles oportunidades favorables, y al hacerlo inventamos toda suerte de esperanzas quiméricas y preñadas de desengaño, el cual se presenta tan pronto aquellas se estrellan contra la realidad. Sería mucho mejor concentrar nuestra especulación en las múltiples adversidades a las que estamos expuestos, lo que daría pie a medidas para prevenirlas o, en caso de que no llegasen a materializarse, a agradables sorpresas. Pues cada vez que nos sobreponemos a algún temor estamos más contentos. Y hasta es conveniente que nos imaginemos cada cierto tiempo grandes males que pudieran amenazarnos; de modo que la idea de que no llegaron a ocurrir pueda luego consolarnos de los más leves que nos sobrevengan. La observancia de esta última regla, sin embargo, no debe hacernos descuidar la precedente.
15. Como los asuntos y sucesos que nos atañen se presentan de forma aislada y se entrecruzan sin orden ni concierto, en franca oposición mutua y sin nada en común salvo el hecho mismo de ser nuestros asuntos, también nuestras reflexiones y previsiones acerca de los mismos, han de ser no menos abruptas para poder hacerles justicia. De ahí que cuando tenemos algo en la mira debamos hacer abstracción de todo lo demás y consagrarnos del todo a nuestra empresa, para que, despreocupados de lo restante, podamos disfrutar y soportar cada cosa a su debido tiempo: debemos disponer de especies de gavetas para guardar nuestros pensamientos, de modo que podamos siempre abrir una de ellas mientras mantenemos cerradas las demás. Así evitaremos que una preocupación molesta menoscabe hasta el más mínimo placer que nos brinda el presente y nos robe la paz de ánimo; que una reflexión desplace a otra; que la atención a un asunto importante nos haga descuidar otros muchos de menor envergadura, etc. Pero sobre todo, la persona capaz de pensamientos elevados no debe dejar que su espíritu se sumerja y concentre tanto en cuestiones personales y preocupaciones mezquinas que se le haga imposible acceder a aquellos; pues sería, en verdad, como propter vita vivendi perdere causas [«malograr los fines de la vida por estar viviendo»][180]. Claro que para guiar y conducir nuestro yo de este modo, al igual que para tantas otras cosas, se necesita mucho autocontrol: a adquirir este último debería estimularnos la reflexión de que el hombre experimenta desde fuera múltiples y enormes coacciones, de las cuales no está libre ninguna vida, y que a veces un poco de autocontrol en el momento oportuno puede librarnos de una buena cantidad de coacción externa; del mismo modo que a un pequeño segmento de circunferencia próximo al centro le corresponde un segmento cien veces mayor en la periferia. Nada nos libra tanto de la coerción externa como la propia: esto es lo que expresa la sentencia de Séneca: si tibi vis omnia subjicere, te subjice rationi [«Si quieres someter a ti mismo todas las cosas, sométete tú mismo a la razón»][181] (Ep. 37). Además, somos dueños de nuestro autocontrol, por lo que podemos, si se exagera demasiado, o si nos resulta insoportable, relajarlo un poco; mientras que la coerción externa no tiene contemplaciones, es severa e inmisericorde. Sabio es, pues, prevenir esta última cultivando aquel.
16. Acotar nuestros deseos, moderar nuestros instintos y domeñar nuestra ira, sin perder nunca de vista que al individuo sólo le es dado alcanzar una ínfima parte de todo lo deseable, y que, en cambio, son muchos los males que aquejan a cada cual, en una palabra, ἀπέχειν καὶ ἀνέχειν (abstinere et sustinere) [«abstenerse y resistir»][182], es una regla cuya inobservancia hace que ni la riqueza ni el poder puedan evitar que nos sintamos desdichados. A esto apunta Horacio:
Inter cuncta leges, et percontabere doctos
Qua ratione queas traducere leniter aevum;
Ne te semper inops agitet vexetque cupido,
Ne pavor, et rerum mediocriter utilium spes.[183]
17. Ὀ βίος ἐν τῇ κινήσει ἐστί [«La vida está en movimiento»] (vita motu constat) [«La vida consiste en movimiento»][184], dice Aristóteles, y con mucha razón: y así como nuestra vida física consiste, por ende, en un movimiento constante y se sostiene gracias a él, así también nuestra vida interior y espiritual exige una constante ocupación, práctica o especulativa, con un objeto determinado; prueba de ello es la costumbre de tamborilear con los dedos o con algún objeto, a la que recurren de inmediato los hombres desocupados o distraídos. Nuestra existencia es, en efecto, esencialmente inquieta: la inactividad completa se nos hace pronto insoportable, porque conduce al más terrible hastío. Ahora bien, se debería regular este impulso para poder satisfacerlo metódica y, por lo tanto, eficientemente. De ahí que una condición indispensable para que un hombre sea feliz es que esté activo, se ocupe de algo y, de ser ello posible, produzca algo, o al menos aprenda algo: sus fuerzas reclaman ser usadas, y a él le gustaría ver que rinden sus frutos. La mayor satisfacción a este respecto la proporciona, sin embargo, el producir o fabricar algo, ya sea una cesta o un libro; el hecho de presenciar cómo una obra crece a diario bajo nuestras manos, hasta alcanzar la perfección, nos transmite una dicha inmediata. Esto se consigue a través de una obra de arte, un escrito o un simple trabajo manual; aunque sin duda el grado de satisfacción será mayor cuanto más noble sea la clase de obra. Los más felices, en este sentido, son los mejor dotados, pues están conscientes de su capacidad para producir obras más significativas, grandes y perfectas. Esto reviste el conjunto de su existencia de un interés de índole superior, y le otorga un atractivo del que carece la vida de los demás, que, en comparación, es harto superficial. Para ellos, la existencia y el mundo tienen, además del interés material que es común a todos, un segundo interés más elevado, formal, ya que encierra la materia prima de sus obras, cuya recopilación los mantendrá ocupados toda su vida, con tal que la satisfacción de sus necesidades personales les dé un respiro. También su intelecto es, hasta cierto punto, de naturaleza doble: una parte de él se ocupa de las relaciones ordinarias (asuntos de la voluntad), y se asemeja en tal sentido al de los demás; y la otra, de la captación puramente objetiva de las cosas. Así, viven por partida doble, son espectadores y actores a la vez, mientras que los demás son sólo actores. En todo caso, que cada cual se ocupe de algo, y que este algo se corresponda con sus capacidades. El efecto nocivo de no tener actividad planificada alguna en el ámbito que sea puede apreciarse durante los largos viajes de placer, en los que no es raro que el viajero se sienta a ratos muy desdichado; y la razón es que, al carecer de una ocupación verdadera, se siente arrancado de su elemento natural. Afanarse y vencer obstáculos es para el hombre tan necesario como escarbar lo es para un topo. Si pudiera hallarse perennemente en un estado de goce, la inactividad resultante se le haría insoportable. Superar impedimentos significa para él disfrutar plenamente de su vida; estos podrán ser de tipo material, como en el comercio o en el trabajo, o de tipo espiritual, como en el aprendizaje y en la investigación: pero luchar contra ellos y vencerlos es lo que lo hace feliz. Y si no tiene dificultades para vencer, se las inventa como puede: según sea su personalidad, saldrá de caza, jugará bilboquet[185], o, guiado por una tendencia inconsciente de su naturaleza, se dedicará al comercio, urdirá intrigas o cometerá todo tipo de engaños y de malas acciones, todo con tal de poner fin a aquel estado de quietud que se le hace insoportable. Difficilis in otio quies [«La tranquilidad es difícil en el ocio»].
18. Uno debería tomar como norte de sus aspiraciones no las imágenes de la fantasía, sino ciertos conceptos pensados con claridad. Pero casi siempre sucede lo contrario. Basta con reflexionar un poco para constatar que lo realmente determinante en última instancia en nuestras decisiones no son casi nunca los conceptos y los juicios, sino alguna figura de la imaginación, que representa a una de las alternativas disponibles y las sustituye. Ya no recuerdo en qué novela de Voltaire, o quizás de Diderot, la virtud siempre se le aparecía al héroe, un joven Hércules en la encrucijada de su vida, bajo la forma de su antiguo mayordomo, que, con una caja de tabaco en la mano izquierda y una dosis de rapé en la derecha, lo exhortaba a ser bueno; mientras que el vicio se le aparecía siempre bajo la forma de la doncella de su madre. La meta de la felicidad se decanta, sobre todo cuando somos jóvenes, en determinadas imágenes que guardamos en la mente y que a menudo perduran media vida, si es que no la vida entera. Se trata en el fondo de fantasmas burlones: cada vez que los alcanzamos, se esfuman en el aire, a saber, cuando nos damos cuenta de que no cumplen nada de lo que prometían. De este tipo son determinadas imágenes aisladas de la vida doméstica, ciudadana, social y rural; estampas del hogar o del vecindario; figuras de las distinciones honoríficas, condecoraciones, signos de respeto, etc., chaque fou a sa marotte [«cada loco con su tema»]: también la imagen de la amada suele contarse entre ellas. Que nos pase esto es comprensible: pues la representación, por ser algo inmediato, actúa sobre nuestra voluntad de forma más directa que el concepto o el pensamiento abstracto, que sólo transmite lo general sin lo individual, a pesar de que lo individual es precisamente el constitutivo básico de la realidad: por lo que el concepto sólo puede influir en nuestra voluntad de forma indirecta. Y, sin embargo, sólo él cumple sus promesas: es señal de educación confiar sólo en él. A veces necesitará, ciertamente, ser explicado y parafraseado por medio de algunas imágenes; pero cum grano salis[186].
19. La regla anterior puede ser subsumida bajo otra más general según la cual siempre se deberían controlar las impresiones de lo que está efectivamente presente o nos es dado de cualquier manera en la representación intuitiva. Esas impresiones son mucho más vigorosas que lo simplemente pensado o sabido, y no, por cierto, a causa de su materia y su contenido, que suelen ser muy pobres, sino a causa de su forma, de su visibilidad y de su inmediatez, que penetran en nuestro ánimo y destruyen su tranquilidad o subvierten sus propósitos. Pues lo presente, lo intuitivamente captado, por ser fácil de comprender, ejerce toda su fuerza de una sola vez: mientras que los pensamientos y los principios requieren de tiempo y ocio para poder ser pensados metódicamente, razón por la cual no se los puede tener completamente presentes a cada instante. He aquí por qué una cosa agradable, aunque hayamos renunciado a ella como consecuencia de la deliberación, nos sigue atrayendo cada vez que la vemos; y por qué nos enoja una opinión cuya falta de fundamento conocemos; o nos irrita una ofensa que sabemos desdeñable; o, por la simple sospecha de que un peligro se halla presente, son ignoradas diez razones que niegan su existencia, etc. Todo esto pone de manifiesto la irracionalidad innata de nuestro ser. Muchas mujeres suelen ser víctimas de una impresión semejante, y pocos hombres son tan racionales que escapen a sus efectos. Si no la podemos controlar valiéndonos sólo de pensamientos, lo mejor es que la neutralicemos por medio de la impresión contraria; por ejemplo, que neutralicemos la impresión que produce una ofensa, acudiendo a las personas que nos aprecian; o la de un peligro inminente, trayendo a nuestra consciencia aquello real que pudiera contrarrestarlo. Leibniz nos cuenta (en los Nouveaux essais, liv. I, c. 2, § 11) que cierto personaje italiano pudo incluso resistir los sufrimientos de la tortura gracias al hecho de que durante la misma no dejó ni por un momento que se borrara de su mente la imagen del cadalso al cual lo habría conducido inexorablemente su confesión, lo cual lo hacía exclamar cada cierto tiempo: io ti vedo; palabras que explicaría después. Por esta razón, cuando las personas que nos rodean tienen una opinión distinta de la nuestra y se comportan de conformidad con ella, es difícil evitar que nos hagan vacilar en nuestras convicciones, aun cuando estemos seguros de que esas personas se equivocan. Para un rey fugitivo, perseguido, que viaja de incógnito, el ceremonial que su mayordomo de confianza le presta cuando están a solas debe de resultarle un verdadero bálsamo que evita que al final dude hasta de sí mismo.
20. Tras haber subrayado en el segundo capítulo el gran valor de la salud, factor primordial de nuestra felicidad, quiero dar aquí un par de reglas de conducta muy generales para su fortalecimiento y conservación.
Uno debe endurecerse a sí mismo imponiéndole a su cuerpo, tanto en todo el organismo como en cada una de sus partes, mientras se está sano, mucho esfuerzo y fatigas, y acostumbrarlo a resistir penalidades de todo tipo. Pero cuando haya síntomas de alguna patología, sea en todo el organismo o en alguna de sus partes, hay que aplicar inmediatamente el procedimiento contrario, evitando esfuerzos y cuidando del cuerpo entero o de la parte afectada: pues lo que está enfermo o débil no es susceptible de fortalecimiento alguno.
El músculo se fortalece si se lo ejercita vigorosamente; pero el nervio se debilita por ese mismo medio. Ejercítense, pues, los músculos mediante un esfuerzo apropiado, pero protéjanse los nervios de todo tipo de esfuerzo; por ejemplo, los ojos, de una luz demasiado intensa, sobre todo cuando está reflejada, así como de la fatiga que produce la penumbra al atardecer o la observación prolongada de objetos diminutos; también los oídos, de un ruido demasiado fuerte; pero sobre todo el cerebro, de cualquier esfuerzo impuesto, demasiado prolongado o inoportuno; asimismo, hay que dejar que este descanse durante la digestión; porque entonces la fuerza vital que sirve para formar los pensamientos se desvía para trabajar intensamente en el estómago y en los intestinos en la preparación del chymus y el chylus [«el quimo y el quilo»]; también hay que dejar que descanse el cerebro durante, o inmediatamente después de, esfuerzos musculares considerables. Pues con los nervios motores sucede como con los sensibles; y así como el dolor que sentimos en los miembros tiene su verdadero asiento en el cerebro, así también no son realmente las piernas y los brazos los que caminan y trabajan, sino el cerebro; o más exactamente, la parte del mismo que, por medio del bulbo raquídeo y de la médula espinal, estimula los nervios de aquellos miembros y les infunde movimiento. Consecuentemente, el cansancio que sentimos en las piernas o en los brazos tiene su auténtica fuente en el cerebro; por lo que sólo se cansan aquellos músculos cuyo movimiento es voluntario, es decir, procede del cerebro, pero no aquellos otros en los que no interviene nuestro arbitrio, como el corazón. Es obvio, pues, que el cerebro resulta afectado cuando se le somete simultáneamente a una intensa actividad muscular y a una gran tensión intelectual, o se le obliga a realizar una de ellas a continuación de la otra. Esto no impide que alguien, al comienzo de un paseo, o generalmente en trayectos cortos, pueda experimentar una actividad intelectual intensa: porque ahí no se ha iniciado aún el cansancio de las mencionadas partes del sistema nervioso, y porque, además, tal actividad ligera de los músculos, así como la respiración acelerada que resulta de ella, favorecen la ascensión de la sangre arterial, ahora mejor oxigenada, al cerebro. Pero sobre todo ha de dársele al cerebro una cantidad suficiente de sueño, la cual necesita para su refacción; pues el sueño es para el hombre como la cuerda para un reloj (Cf. El mundo como voluntad y representación, II, p. 217; 3.ª ed. II, 240)[187]. Dicha cantidad será tanto mayor cuanto más desarrollado y activo esté el cerebro; pero dormir más de la cuenta sería, sin embargo, una pérdida de tiempo, pues el sueño perdería entonces en intensión lo que ganase en extensión. (Cf. El mundo como voluntad y representación, II, 247; 3.ª ed. II, 275)[188]. Téngase en cuenta que, de hecho, nuestro pensamiento no es otra cosa que la función orgánica del cerebro, y que, por lo tanto, opera en lo que toca a la fatiga y al reposo de manera análoga a como lo hace cualquier otra actividad orgánica. Así como un esfuerzo exagerado arruina los ojos, lo mismo sucede con el cerebro. Con razón se ha dicho: el cerebro piensa como el estómago digiere. La quimera de un alma inmaterial, simple, esencial, siempre pensante y, por lo tanto, incansable, de la que el cerebro sería tan sólo un alojamiento pasajero, un alma que no requiere de nada en el mundo, ha conducido a más de uno a realizar cosas absurdas y a provocar el embotamiento de sus fuerzas intelectuales; así por ejemplo, Federico el Grande intentó en cierta ocasión acostumbrarse a prescindir completamente del sueño. Los catedráticos de filosofía harían bien, por cierto, en abstenerse de promover, mediante su filosofía de comadres filocatequética, este desvarío, cuyas consecuencias prácticas son por lo demás funestas. Uno debería acostumbrarse a considerar sus fuerzas mentales como funciones fisiológicas, para que estas puedan recibir el trato, cuidado, ejercicio, etc., que merecen; y a tener siempre presente que todo dolor, molestia y desorden del cuerpo en cualquiera de sus partes afecta también al intelecto. Una inmejorable ayuda en este sentido la proporciona Cabanis, con su obra Des rapports du physique et du moral de l’homme[189].
La inobservancia del anterior consejo ha sido la causa de la obtusidad, puerilidad y a veces senilidad que ha aquejado en su vejez a algunos grandes espíritus, e incluso a numerosos eruditos. El que, por ejemplo, algunos de los más celebrados poetas ingleses del siglo XIX, como Walter Scott, Wordsworth, Southey, etc., perdieran en su vejez, y a veces a partir de los sesenta años, sus facultades espirituales y mentales, hasta llegar, en algunos casos, a un estado de imbecilidad, se explica sin duda porque todos ellos, tentados por los elevados sueldos que recibían, practicaron la escritura como una profesión, es decir, escribieron para ganar dinero. Esto conduce a un esfuerzo antinatural, y quien unce su Pegaso a un yugo y fustiga su Musa con un látigo lo pagará tan caro como aquel que realiza trabajos forzados para Venus. Sospecho que también Kant, en su vejez, después de alcanzar finalmente la fama, trabajó más de la cuenta y ocasionó así esa segunda infancia en que consistieron los cuatro últimos años de su vida.
Cada mes del año ejerce una influencia peculiar y directa, es decir, independiente del clima, sobre nuestra salud y, en general, sobre nuestro estado corporal, e incluso espiritual.
C. Concernientes a nuestra conducta en relación con los demás
21. Para salir airoso en la vida es útil llevar consigo una buena provisión de precaución y tolerancia: la primera nos protege de daños y pérdidas, la segunda, de discusiones y riñas.
Quien tenga que vivir entre sus semejantes no debe rechazar de manera tajante individualidad alguna, debido a que todas ellas están puestas y sostenidas por la naturaleza; ni siquiera a la peor, a la más deplorable o la más ridícula. Debe reconocer a cada individualidad como algo inalterable, que, como consecuencia de un principio eterno y metafísico, no puede por menos de ser como es, y en los casos más irritantes pensar: «es inevitable que haya tipos raros»[190]. Ahora bien, supongamos que no lo hace; entonces cometerá una injusticia, y es como si desafiara al otro a una guerra de vida o muerte. Pues nadie puede cambiar su verdadera individualidad, es decir, su carácter moral, sus capacidades cognoscitivas, su temperamento, su fisionomía, etc. Si, por lo tanto, condenamos irremisiblemente el ser de alguien, este no tendrá más remedio que luchar contra nosotros como si fuésemos su mortal enemigo, pues hemos supeditado nuestro reconocimiento de su derecho a existir a la condición de que se convierta en alguien distinto de la persona inalterable que efectivamente es. De ahí que si queremos vivir entre los hombres, debemos dejar que cada uno de ellos exista y medre en su individualidad respectiva, sin importar cuál sea esta, y a lo más que podemos llegar es a valemos de ellos según lo permitan sus respectivas especie e índole; pero en ningún caso aspirar a que cambien, ni condenarlos por la naturaleza que tienen[191]. He ahí el verdadero sentido del dicho «vivir y dejar vivir»[192]. La tarea no es, sin embargo, tan fácil como justa; y dichoso aquel que puede evitar definitivamente la compañía de ciertas personas. Entretanto, le recomiendo a quien desee aprender a soportar a los hombres que desarrolle su paciencia con esos objetos inanimados que entorpecen tenazmente nuestras acciones debido a alguna regularidad mecánica o física; tendrá a diario ocasiones para ejercitarse. Uno aprende luego a trasladar a los hombres la calma así adquirida, porque se acostumbra a pensar que también estos, cada vez que obstaculizan nuestros designios, lo hacen forzados por una necesidad tan implacable y connatural como aquella que rige la causalidad de los objetos inanimados; molestarse por sus acciones sería tan irracional como molestarse porque una piedra pequeña venga rodando a interponerse en nuestro camino.
22. Es asombroso con cuánta facilidad y rapidez sale a relucir en cualquier conversación la homogeneidad o heterogeneidad de los hombres en lo que se refiere a su intelecto y su talante: estas se revelan en cada detalle. Supongamos que la conversación versa sobre los más extraños y triviales asuntos: si se trata de personas esencialmente heterogéneas cada oración de un interlocutor habrá de disgustar o irritar, en distintos grados, al otro. En cambio, los individuos homogéneos perciben inmediatamente en todas las cosas una cierta concordancia, la cual, si la homogeneidad es grande, puede llegar a alcanzar una perfecta armonía o incluso la unanimidad. Esto explica en primer término por qué la gente corriente es tan sociable y encuentra amigos en todas partes: se trata de la llamada gente correcta, amable y cabal. Con las personas poco corrientes sucede lo contrario, y tanto más cuanto más excelentes sean; por lo que algunas veces, debido precisamente a su excelencia, pueden alegrarse si logran encontrar en el otro alguna fibra común a ambos, por pequeña que sea. Pues nadie puede ser para otro mucho más de lo que el otro es para él. Los espíritus verdaderamente grandes anidan, como las águilas, en las alturas, solos. En segundo lugar, esto explica también por qué los que tienen un mismo talante congenian tan fácilmente, como si se atrajeran magnéticamente entre sí: las almas afines se reconocen de lejos. Es cierto que esto es más fácil de constatar en las gentes que poseen un talante ruin o están pobremente dotadas; pero sólo porque son legión, mientras que las naturalezas mejores y destacadas son escasas y difíciles de encontrar. Así se explica, por ejemplo, que en cualquier asociación enfocada hacia fines prácticos dos completos pillos se reconozcan entre sí tan rápidamente como si llevaran puesta una insignia, y se reúnan enseguida para tramar una estafa o maquinar una traición. Si hubiera, per impossibile [«por un supuesto negado»], una comunidad grande formada únicamente de gente muy razonable e ingeniosa, excepto por dos tontos que formasen parte de ella, estos se atraerían entre sí con simpatía, y pronto cada uno se alegraría en su corazón de haber encontrado al menos a un hombre sensato. Es todo un espectáculo ver cómo dos sujetos, sobre todo si son moral e intelectualmente deficientes, se reconocen a primera vista, se esfuerzan afanosamente por encontrarse y cada uno sale al encuentro del otro saludándolo amable y alegremente, como si fueran viejos conocidos; es tan llamativo, que uno está tentado a suponer, apelando a la doctrina budista de la metempsicosis[193], que ya eran amigos en una vida anterior.
Lo que, en cambio, por mucha afinidad que exista, mantiene a los hombres mutuamente distanciados, hasta el punto de hacer que se enemisten algunas veces entre sí, es la divergencia entre sus respectivos estados de ánimo en un momento particular, estados que varían para cada cual según cuál sea su situación presente, su ocupación y su entorno, su estado corporal, el curso momentáneo de sus ideas, etc. Ello provoca discrepancias hasta entre las individualidades más armoniosas. Aplicar constantemente el correctivo que demanda semejante perturbación e introducir un clima propicio es, sin duda, el signo de la más elevada educación. Para comprobar cómo contribuye la homogeneidad de ánimo a la convivencia armónica de un grupo, basta con observar que hasta los miembros de sociedades grandes propenden a una comunicación recíproca vivaz y a un sincero interés mutuo, para alegría general, en cuanto aparece algún factor objetivo, ya sea un peligro, una esperanza o una noticia, una perspectiva inusitada, una obra de teatro, una melodía o lo que sea, que tenga un efecto idéntico y simultáneo en todos: pues este, al subyugar todos los intereses privados, suscita la unificación global de los ánimos. A falta de un factor semejante, se suele recurrir a uno subjetivo, y las botellas de licor son por lo general el medio más socorrido para promover en un grupo una atmósfera compartida. Incluso el té y el café pueden servir de sucedáneos.
La misma falta de armonía que tan fácilmente produce la desavenencia en el ánimo momentáneo de cualquier círculo de personas explica en parte que en el recuerdo —el cual está libre de este y otros influjos semejantes, perturbadores pero transitorios— cada uno se represente a sí mismo de forma idealizada y, a veces, como un dechado de perfección. El recuerdo tiene aquí el mismo efecto que la lente convergente de una cámara oscura[194]: lo concentra todo en una superficie reducida y logra una imagen más bella que el original. Hasta la ausencia más corta nos proporciona la ventaja de que otros nos vean así. Pues aunque el recuerdo idealizador requiere de un tiempo considerable para llevar completamente a cabo su obra, sus efectos empiezan a sentirse de inmediato. Por esta razón es incluso prudente dejar pasar algún tiempo antes de presentarse de nuevo ante los conocidos o los buenos amigos; uno notará, al reencontrarse, que el recuerdo ha hecho lo suyo.
23. Nadie puede ver por encima de sí mismo. Con esto quiero decir que cada cual descubre en el otro lo que él mismo es: pues sólo puede apreciar y comprender al otro de acuerdo con su propia inteligencia. Si esta es de la más baja especie, ni todas las cualidades espirituales reunidas, incluyendo las más elevadas, lo impresionarán en lo más mínimo, y no percibirá en el portador de las mismas sino lo menos valioso de su persona, es decir, sus flaquezas y los defectos de su temperamento y de su carácter. De eso se compondrá un gran hombre ante los ojos del otro. Sus elevadas cualidades espirituales serán para él tan inexistentes como el color para un ciego. Pues todas las personas de talento son invisibles para quien carece del mismo: y toda valoración es el producto que resulta de multiplicar la valía del evaluado por la esfera de conocimientos del evaluador. De ello se sigue que uno se rebaja siempre al nivel de su interlocutor, pues cualquier cualidad en que pudiera aventajarlo desaparece, mientras que la autonegación con que debe sacrificarse quien condesciende a conversar pasa desapercibida. Y si se considera cuán malintencionados y mal dotados, es decir, cuán completamente vulgares son la mayoría de los hombres, se dará uno cuenta de que no es posible hablar con ellos sin hacerse uno mismo vulgar durante el tiempo que dura la conversación (según la analogía de la transmisión de la electricidad), y entonces se entenderá el sentido profundo y la exactitud de la expresión sich gemein machen [«hacerse popular»][195], y se tratará de evitar cualquier compañía que nos exija recurrir a la partie honteuse [«la parte vergonzosa») de nuestra naturaleza. También se entenderá que la única manera de hacer valer la razón ante los obtusos y los insensatos es no hablando con ellos. Pero entonces más de uno se sentirá en compañía de los demás como un bailarín que asiste a un baile y descubre que allí todos son inválidos: ¿con quién bailará?
24. Merece todo mi respeto, como si fuera uno entre cien, aquel hombre que, estando sentado sin hacer nada porque espera algo, no empieza de inmediato a martillar o tabalear rítmicamente con lo primero que cae entre sus manos, como un bastón, un tenedor, un cuchillo o lo que sea. Lo más probable es que esté pensando en algo. En cambio, a muchos se les nota que en ellos la vista ha usurpado por completo el puesto del pensamiento: con su tableteo tratan de recordarse a sí mismos que existen; si es que acaso no tienen a mano un cigarro que cumpla esa función. Y por la misma razón, son completamente ojos y oídos para lo que pasa a su alrededor.
25. Rochefoucauld ha observado atinadamente que es difícil admirar mucho a alguien y amarlo a la vez[196]. Según esto, tendríamos que escoger entre buscar la admiración o el amor de los hombres. El amor en la especie humana es algo totalmente egoísta, aunque el egoísmo asuma aquí formas harto peculiares. Por otra parte, no siempre lo obtenemos por medio de algo de lo que podamos sentirnos orgullosos. Llega a ser muy querido de los demás quien les exige muy poco en punto de inteligencia y corazón, y además lo hace plenamente convencido, sin fingir o basarse en la condescendencia que procede del desdén. Si se reflexiona sobre la sentencia muy cierta de Helvetius: le degré d’esprit nécessaire pour nous plaire, est une mesure assez exacte du degré d’esprit que nous avons [«El grado de espíritu necesario para complacernos es una medida bastante exacta del grado de espíritu que tenemos»][197], se podrá extraer fácilmente de sus premisas la conclusión pertinente. Con respecto a la admiración de los hombres ocurre todo lo contrario: suele obtenerse contra la voluntad de los mismos y, justamente por ello, mantenerse casi siempre en secreto. Nos proporciona, en consecuencia, una satisfacción interna mucho mayor: depende de nuestra valía, lo cual no sucede necesariamente con el amor: pues este es subjetivo, mientras que la admiración es objetiva. Aunque hay que reconocer que el amor nos resulta mucho más útil.
26. La mayoría de los hombres son tan subjetivos que en el fondo nada les interesa, salvo su propia persona. A ello se debe que piensen inmediatamente en sí mismos cada vez que alguien dice algo, y que cualquier cosa que esté vinculada, siquiera remotamente, con un asunto que les atañe atraiga y consuma toda su atención, con lo que ya no les quedan fuerzas para comprender el contenido objetivo mismo del discurso; y no se les puede convencer con razones cuando estas contravienen su interés o su vanidad. Son tan fáciles de distraer, herir, ofender o molestar, que cuando uno habla con ellos de forma objetiva acerca del tema que sea, no puede cuidarse lo suficiente de no decir algo que tenga la más leve relación, acaso desfavorable, con esa persona valiosa y tierna que uno tiene ante su vista: pues eso es lo único que les preocupa, y, aunque no tienen sentido ni sensibilidad para lo verdadero y lo exacto, para lo bello, lo fino o lo gracioso del discurso ajeno, son sumamente delicados respecto de todo lo que pudiera, incluso de la manera más lejana o indirecta, lastimar su mezquina vanidad o proyectar alguna sombra sobre su inapreciable persona; por lo que se parecen en su susceptibilidad a esos perritos falderos a los que uno pisa sin querer y cuyos aullidos de dolor tiene luego que soportar; o a un enfermo cubierto de llagas y heridas, con quien tenemos que tener sumo cuidado de evitar todo contacto posible. Algunos llegan al extremo de considerar el ingenio y el buen juicio desplegados, o no suficientemente disimulados, durante una conversación, como una auténtica ofensa, aunque se cuidan, naturalmente, de reconocerlo; lo cual hace luego que el novato se pregunte y devane los sesos tratando de averiguar qué cosa en el mundo pudo granjearle el resentimiento y el odio de sus interlocutores. Pero esa misma subjetividad hace que sea muy fácil, en cambio, halagarlos y ganarse su confianza. Por eso, la mayoría de las veces, su juicio es venal, una simple declaración a favor de su propio partido o clase; y no un dictamen objetivo y ecuánime. Todo lo cual se debe a que en ellos la voluntad prevalece sobre el conocimiento, y a que su inteligencia mediocre está al servicio exclusivo de la voluntad, sin que pueda desprenderse de esta ni por un instante.
Una prueba magnífica de la subjetividad deplorable de los hombres, que hace que todo lo relacionen con sus personas y tracen inmediatamente una línea recta desde cualquier pensamiento hasta sí mismos, nos la proporciona la astrología, que reconduce el curso de los grandes astros a ese mísero yo y establece vínculos entre los cometas del firmamento y los quehaceres y miserias terrenales. Esto es algo que ha sucedido siempre, aun desde las épocas más remotas. (Véase por ejemplo Estob., Eclog., l. I, c. 22, 9, p. 478).
27. Cada vez que alguien dice una tontería en público o los libros la recogen con beneplácito, o al menos sin criticarla, uno no debe desesperarse pensando que todo va a quedar así; debe tener más bien el consuelo de saber que con toda seguridad el asunto será posterior y gradualmente rumiado, iluminado, pensado, evaluado, discutido y por último, casi siempre, juzgado correctamente; por lo que, tras un plazo acorde con la dificultad del asunto, casi todos terminan entendiendo lo que una cabeza clara había visto desde un principio. Es cierto que, mientras llega ese momento, uno debe armarse de paciencia. Pues un hombre lúcido entre necios se parece a alguien que posee un reloj que funciona bien, pero vive en una ciudad donde todos los relojes de torre están averiados. Sólo él sabe qué hora es: pero ¿de qué le sirve?; todos se rigen por los relojes de torre que marcan mal la hora; incluso aquellos que saben que sólo funciona bien el reloj que él tiene.
28. Los hombres se parecen a los niños en que se hacen malcriados si uno los mima; por lo tanto, no se debe ser demasiado complaciente o amable con nadie. Y es falso que se pierda a un amigo por negarle un préstamo, aunque sí muy fácil que ello ocurra, en cambio, si se le concede; ni tampoco por comportarse orgullosa y algo displicentemente, aunque sí por exceso de amabilidad y atenciones, que harán que el otro se vuelva arrogante e insoportable, con lo que se producirá la ruptura. Pero, definitivamente, lo que los hombres no pueden tolerar en absoluto es la idea de que uno los necesite; la prepotencia y el atrevimiento son la inevitable secuela de la misma. En algunos, esta idea surge ya, al menos en parte, por el simple hecho de que uno converse frecuentemente, o con demasiada sinceridad, con ellos: no tarda en ocurrírseles que también uno debería aguantar sus caprichos, e intentan rebasar los márgenes de la buena educación. Muy pocos están, por lo tanto, capacitados para mantener una amistad cercana de cualquier tipo, por lo que hay que tener especial cuidado en no hacer causa común con las naturalezas mediocres. Pues basta con que alguien conciba la idea de que yo lo necesito más a él que él a mí para que se sienta como si yo le hubiera robado algo: tratará de vengarse y recuperarlo. La superioridad en el trato se deriva únicamente de que uno no necesite de los demás en ningún respecto, y además lo dé a entender. Por esa razón conviene hacer sentir cada cierto tiempo al otro, sea hombre o mujer, que uno pudiera perfectamente prescindir de él o ella: es algo que afianza la amistad; incluso, la mayoría de las personas no toman a mal que uno las trate con cierto desdén de vez en cuando, al contrario, eso nos eleva ante sus ojos: chi non istima vien stimato [«quien no estima es estimado»], dice un agudo refrán italiano. Pero si, a pesar de todo, apreciamos mucho a alguien, debemos ocultárselo como si se tratara de un crimen. Esto, por supuesto, no es nada agradable; pero así es la vida. Ni los perros pueden soportar una amistad desbordada; y menos los hombres.
29. El que las personas de naturaleza más noble y facultades más elevadas manifiesten tan a menudo, sobre todo en su juventud, una notable falta de prudencia y de conocimiento de los hombres, y el que, por lo tanto, puedan ser tan fácilmente engañadas o confundidas, mientras que las naturalezas inferiores se saben desenvolver más rápido y mejor en el mundo, se debe a que, a falta de experiencia, se ha de juzgar a priori, y a que ninguna experiencia se equipara a lo que es a priori. Pues este a priori proporciona a las gentes de clase ordinaria el pleno control sobre su propio yo, pero no a las nobles y superiores, las cuales, precisamente por ser tales, son muy diferentes del resto. Y como las personas nobles juzgan las ideas y acciones de las demás según las propias, nunca les sale bien la cuenta.
Pero incluso cuando la persona noble llegue finalmente a aprender a posteriori —es decir, mediante la enseñanza ajena o la experiencia propia— lo que cabe esperar del conjunto de los seres humanos, o sea, que, debido a la índole moral e intelectual de sus cinco sextas partes, quien no haya sido puesto por las circunstancias en el entorno inmediato de estos últimos tendrá razón si los evita de plano o los trata lo menos posible; incluso esa persona difícilmente obtendrá jamás una noción suficiente del carácter mezquino y miserable de aquellos, por lo que deberá ampliarla y completarla por el resto de sus días, y entretanto no podrá evitar equivocarse frecuentemente, en detrimento suyo, en los cálculos que haga. Por ello pudiera suceder también que, una vez que ha internalizado la enseñanza recibida, se tope con un círculo de personas a las que no conocía, y no deje de sorprenderse de lo razonables, sinceras, honestas, honorables y virtuosas, amén de lo recatadas e ingeniosas, que parecen ser en todas sus palabras y gestos. Pero que no se deje confundir: esta ilusión se debe únicamente a que la naturaleza no obra como los malos poetas, que cuando van a representar a canallas o a tontos proceden de forma tan tosca y previsible que es como si uno estuviera viendo detrás de esos personajes al poeta mismo, el cual desautoriza a cada paso lo que ellos expresan y piensan, exclamando continuamente: «este es un canalla y aquel otro un tonto; no presten atención a lo que dicen». La naturaleza, en cambio, procede como Shakespeare o Goethe, en cuyas obras cada personaje, así se trate del mismísimo diablo, tiene la razón mientras esté presente y hable; porque el personaje es concebido tan objetivamente, que no podemos por menos de sentirnos atraídos y cautivados por sus intenciones: pues, al igual que ocurre con las obras de la naturaleza, ha sido desarrollado a partir de un principio interior, que hace que lo que dice y hace parezca natural y, por lo tanto, necesario. Así pues, quien en este mundo espere reconocer al diablo por sus cuernos y a los bufones por sus cascabeles siempre les servirá de víctima o juguete. A esto se añade además que la gente se comporta en sus relaciones como la luna y los jorobados, que sólo muestran una de sus caras, y que además cada individuo tiene un talento innato para mimetizarse y cubrir su fisonomía con una máscara que representa exactamente lo que él debería ser, la cual, como ha sido diseñada especialmente para su individualidad, le cuadra y encaja tan perfectamente, que el efecto que produce es capaz de engañar al más listo. Máscara que, por cierto, se pone cada vez que quiere abrirse paso por medio de lisonjas. Se le debería dar tanto valor a esta máscara como a un cartón, y recordar el excelente refrán italiano: non è si tristo cane, che non meni la coda [«no hay perro tan malo que no menee la cola»].
En todo caso, debemos evitar cuidadosamente forjarnos una opinión demasiado favorable de una persona recién conocida; de lo contrario, nos decepcionaremos más tarde, para vergüenza o perjuicio nuestros. Al respecto, vale la pena considerar una frase de Séneca: argumenta morum ex minimis quoque licet capere [«También de pequeñeces se pueden obtener pruebas sobre los hábitos»][198] (Ep. 52). El hombre revela su carácter precisamente a través de los detalles, cuando suele estar distraído, por lo que podemos observar cómodamente su infinito egoísmo fijándonos en sus acciones menudas y hasta en sus simples modales, un egoísmo sin miramientos hacia los demás, que luego no es desmentido, aunque sí disimulado, cuando se pasa a mayores. No se pierda esta oportunidad de oro. Cuando alguien procede sin escrúpulos en los pequeños quehaceres y circunstancias de la vida, en las cosas en las que rige el de minimis lex non curat [«La ley no se ocupa de nimiedades»] y busca sólo su propio provecho o su comodidad a costa de los demás; cuando se apodera de lo que es de todos, etc., téngase la certeza de que en su corazón no mora la justicia, y que también en los asuntos importantes será un granuja mientras la ley y la fuerza no le aten de manos; y jamás se le permita traspasar el umbral de la casa. Es más, quien no se avergüence de violar las normas del club al que pertenece también violará las del Estado, siempre que pueda hacerlo sin riesgo para su persona[199].
Cada vez que alguna de las personas con las que tenemos algún contacto o trato nos causa alguna molestia o disgusto, debemos preguntarnos si la apreciamos lo suficiente como para permitir (o no) que nos vuelva a hacer lo mismo, o incluso algo peor. (Perdonar y olvidar significa arrojar por la ventana las preciosas experiencias vividas). En caso afirmativo, no habrá mucho que decir, pues las palabras son aquí de poca ayuda: nos veremos obligados, con o sin amonestación previa, a dejar pasar la cosa; pero debemos saber que con ello estaremos llamando a que se repita de nuevo. En caso negativo, empero, no nos queda más remedio que romper con el bueno de nuestro amigo de una vez para siempre, o, si se trata de un sirviente, deshacernos de él. Pues es inevitable que, llegado el caso, nos vuelva a hacer lo mismo, o algo completamente análogo, por mucho que ahora nos jure solemne y sinceramente lo contrario. Uno puede olvidarse de todo, absolutamente de todo, salvo de uno mismo, de su propia esencia. El carácter es sencillamente incorregible, porque todas las acciones del hombre proceden de un solo principio, según el cual, dadas las mismas circunstancias, este hará siempre lo mismo y no otra cosa. Léase mi trabajo de concurso sobre el denominado libre albedrío y uno se habrá desembarazado de la correspondiente quimera. Reconciliarse, pues, con un amigo con el que uno había roto relaciones es una debilidad que se expía desde el momento en que este, en la primera oportunidad que se le presenta, hace justa y exactamente lo mismo que dio lugar a la ruptura, e incluso con más atrevimiento, ya que ahora piensa que no se puede prescindir de él. Lo mismo sucede con los sirvientes que fueron despedidos y son contratados de nuevo. Sin embargo, tampoco —y por el mismo motivo— se debe esperar que alguien, en circunstancias distintas, haga lo mismo que hizo en el pasado. Al contrario, los hombres modifican su manera de pensar y actuar a medida que se van transformando sus intereses; y sus intenciones giran sus letras de cambio a tan corto plazo, que uno mismo tendría que ser miope para no elevar protesta[200].
Supongamos que queremos saber, por ejemplo, cómo obraría un sujeto si estuviera en una situación en la que pensamos colocarlo; no deberíamos fiarnos de sus promesas y aseveraciones. Pues, incluso si fuera sincero, estaría hablando de algo que no conoce. Debemos, pues, calcular su reacción considerando exclusivamente las circunstancias con las que va a tener que lidiar y el conflicto que pueda existir entre estas y su carácter.
En general, para alcanzar esa comprensión tan necesaria, clara y profunda de la naturaleza verdadera y harto triste de los hombres, tal y como estos son en su mayoría, es sumamente instructivo recurrir a la forma en que actúan y se comportan en la literatura, como comentario sobre la forma en que actúan y se comportan en la vida práctica; y viceversa. Tal medida es muy útil para no confundirse uno mismo ni dejarse confundir por ellos. Pero, al aplicarla, los casos de perfidia o estupidez particularmente graves con que nos topemos, ya sea en la literatura o en la vida, no deben jamás dar cabida al disgusto o a la amargura, sino únicamente al conocimiento, lo cual lograremos si los consideramos como un nuevo aporte a la caracterización del género humano y los registramos como tal en nuestra memoria. Hemos de mirarlos, esto es, casi como un geólogo observa un raro trozo de mineral que ha encontrado. Excepciones las hay, y más de las que imaginamos, y las diferencias entre las individualidades son enormes; pero, en términos generales, el mundo es malo, como se viene diciendo desde hace mucho tiempo: los salvajes se comen unos a otros y los civilizados se engañan mutuamente, y a eso es a lo que damos el nombre de progreso. Pues, ¿qué otra cosa son los Estados, con toda su artificiosa maquinaria interna y externa y todos sus instrumentos de fuerza, que dispositivos para tratar de controlar la infinita injusticia de los hombres? ¿Acaso no vemos cómo, a lo largo de la historia, cada rey, apenas se ha afianzado en el trono y su país goza de cierta prosperidad, utiliza a esta última para abalanzarse con su ejército —como si fuera el líder de una banda de ladrones— sobre los estados vecinos? ¿No son todas las guerras, en el fondo, campañas de pillaje? En la temprana antigüedad, al igual que en una parte de la Edad Media, los vencidos se convertían en esclavos de los vencedores, es decir, tenían básicamente que trabajar para ellos; pero nada distinto están obligados a hacer quienes pagan impuestos de guerra: entregan el fruto de su trabajo previo. Dans toutes les guerres il ne s’agit que de voler [«Todas las guerras se emprenden para robar»][201], dice Voltaire, y los alemanes merecerían escuchar esta verdad.
30. Ningún carácter es tal que se lo pueda dejar a la deriva para que haga lo que le apetezca; sino que todos precisan de la guía de conceptos y máximas. Pero si se está decidido a avanzar por esta senda con el fin de adquirir un carácter que no proceda de nuestra naturaleza innata, sino de una reflexión puramente racional, un carácter artificial que haya sido adquirido deliberadamente, entonces pronto se corroborará aquello de que
Naturam expelles furca, tamen usque recurret.[202]
En efecto, alguien puede, ciertamente, reconocer la validez de una regla de comportamiento hacia los demás, e incluso descubrirla y formularla muy acertadamente, y sin embargo ello no le impedirá infringirla en cuanto retorne a la vida real. Sin embargo, no por ello hay que desmayar y creer que en la vida pública es imposible regir la propia conducta por reglas y máximas abstractas, y que, por lo tanto, mejor es dejarse llevar por la rutina. Antes bien, aquí pasa lo mismo que con todas las normas e indicaciones teóricas sobre la práctica: lo primero es entender la regla, y lo segundo aprender a aplicarla. Aquello se consigue, de una vez, por medio de la razón; esto, paulatinamente, por medio del ejercicio. Uno enseña al alumno las distintas posiciones en el traste de un instrumento musical, o las fintas y estocadas en la esgrima: este falla al principio, a pesar de que pone todo su empeño, y aduce que es imposible seguir las instrucciones por la prisa con que hay que leer la partitura o por lo acalorado de la pelea. Y, sin embargo, va aprendiendo poco a poco, en medio de tropiezos, caídas y recuperaciones. Lo mismo ocurre con las reglas de la gramática cuando se aprende a escribir o hablar latín. No hay otra forma en que el torpe se convierta en mayordomo, el impetuoso en un curtido hombre de mundo, el franco en reservado o el noble en irónico. Esta autoeducación, adquirida mediante una larga costumbre, conservará siempre, sin embargo, el aspecto de una coerción impuesta desde fuera, a la que la naturaleza jamás deja de oponerse y de la que a veces logra liberarse inesperadamente. Pues toda conducta guiada por máximas abstractas se comporta con respecto a la conducta que surge de una inclinación originaria e innata del mismo modo que se comporta un artefacto humano (por ejemplo, un reloj), en el que forma y movimiento son impuestos a una materia que les es extraña, con respecto a un organismo vivo, en el que forma y materia están compenetrados y constituyen una unidad. A la luz de esta relación entre el carácter innato y el adquirido se confirma un dicho del emperador Napoleón: tout ce qui n’est pas naturel est imparfait [«Todo lo que no es natural es imperfecto»][203]; lo cual, por cierto, es una regla aplicable a todas y cada una de las cosas, sean físicas o morales, y cuya única excepción es, se me ocurre, el cuarzo aventurina natural, conocido por los geólogos, que es inferior al artificial.
Por lo tanto, vale la pena advertir aquí contra cualquier tipo de afectación. Esta provoca siempre desprecio: primero, por ser un engaño, que como tal es cobarde porque procede del miedo; y en segundo lugar, por ser una autoinculpación, pues se quiere aparecer como lo que no se es y, por lo tanto, como algo que se valora más que a sí mismo. La afectación de cualquier cualidad, el presumir de ella, equivale a confesar que no se posee. Si un individuo se vanagloria de ser valiente o erudito, inteligente o agudo, de tener éxito con las mujeres o de ser rico, de tener un alto rango o de cualquier otra cosa, podemos inferir con seguridad de dónde cojea: pues quien realmente posee una cualidad de modo perfecto no va por ahí exhibiéndola o presumiendo de ella, sino que la asume con tranquilidad. A eso apunta también el refrán español: «herradura que chacolotea clavo le falta». Sin embargo, como se dijo al principio, no hay necesidad de irse al otro extremo y mostrarse tal y como se es; pues los numerosos aspectos ruines y bestiales de nuestra naturaleza necesitan ser ocultados: pero ello justifica lo negativo, que es el disimulo, y no lo positivo, que es la simulación. También conviene saber que la afectación es detectada incluso antes de que se haya descubierto cuál es la cualidad que se está afectando. Y, por último, que no se sostiene durante mucho tiempo, pues algún día la máscara se cae. Nemo potest personam diu ferre fictam. Ficta cito in naturam suam recidunt [«Nadie puede llevar una máscara durante mucho tiempo. Las cosas fingidas vuelven pronto a su estado natural»][204] (Séneca, De Clementia, l. I, c. 1).
31. Así como se lleva a cuestas el peso del propio cuerpo sin sentirlo, a diferencia de lo que sucedería si uno quisiera mover de lugar el de cualquier otra persona, así no se perciben los errores y los vicios propios, pero sí los ajenos. En compensación, cada cual tiene en el otro un espejo donde puede ver reflejados con claridad sus propios vicios, errores, malas costumbres y toda clase de características repulsivas. Aunque, a decir verdad, pasa casi siempre como con el perro que le ladra al espejo porque ignora que se está viendo a sí mismo y cree que está presente otro perro. Quien critica a los demás trabaja en el mejoramiento propio. Por consiguiente, quienes tienen la inclinación o la costumbre de someter a una crítica severa y minuciosa, en silencio y para sí mismos, el comportamiento público de los demás, y en general todo su quehacer, están contribuyendo sin saberlo a su propia superación y perfeccionamiento; ya que se supone que tendrán la suficiente ecuanimidad, o al menos el suficiente orgullo y vanidad, como para evitar incurrir ellos mismos en lo que tan severamente critican. En el caso de las personas tolerantes sucede lo contrario: o sea, hanc veniam damus petimusque vicissim [«Damos esta venia y a cambio la pedimos»][205]. El Evangelio moraliza hermosamente sobre la astilla en el ojo ajeno y la viga en el propio: pero está en la naturaleza del ojo el ver únicamente hacia afuera y no verse a sí mismo; de ahí que un medio idóneo para percatarse de los propios errores sea observar y criticar su presencia en los demás. Para mejorarnos a nosotros mismos necesitamos un espejo.
Esta regla también vale con respecto al estilo literario y a la redacción: quien admira las nuevas extravagancias y no las critica, termina imitándolas. De ahí que estas se propaguen tan rápidamente en Alemania. Se nota que los alemanes son un pueblo muy tolerante; su consigna predilecta es, justamente, hanc veniam damus petimusque vicissim.
32. El hombre de índole superior cree, en su juventud, que las condiciones esenciales y decisivas y los vínculos entre los hombres que surgen de ellas son las ideales, es decir, las que se basan en la afinidad de propósitos, de forma de pensar, de gusto, de fuerzas espirituales, etc.: pero luego se percata de que las que cuentan son las reales, o sea, las que se basan en algún interés material. Estas subyacen a casi todos los vínculos: la mayoría de la gente no concibe, incluso, ningún otro tipo de condición. De ahí que a cada cual se le valore según su empleo, negocio, nación, familia y, en general, según la posición y el rol que le ha sido asignado por convención: es clasificado y tratado, de acuerdo con los convencionalismos, como si fuera un producto industrial. En cambio, lo que un individuo es en y para sí mismo, es decir, en cuanto hombre y en virtud de sus cualidades personales, es tomado en consideración de forma aleatoria y por ende excepcional, y es puesto de lado e ignorado cada vez que a alguien le apetece hacerlo; o sea, casi siempre. Sin embargo, cuanto más valga una persona, tanto menos gustará de aquella jerarquización, a cuya influencia tratará, por consiguiente, de sustraerse. El origen de la misma se debe, sin embargo, a que en este mundo de privaciones y necesidades lo esencial y determinante son siempre los medios para paliarlas y satisfacerlas.
33. Así como los billetes han sustituido a las monedas de plata, así las divisas de curso legal en este mundo ya no son la admiración sincera y la amistad auténtica, sino sus exteriorizaciones y la gesticulación que trata de imitarlas de la manera más realista posible. Entretanto, cabría preguntarse si en el fondo hay personas que realmente merezcan dicha admiración y amistad. Yo por lo menos soy de los que dan más por el sincero movimiento de la cola de un perro que por un centenar de aquellos signos y ademanes.
La amistad verdadera y auténtica presupone un interés profundo, puramente objetivo y completamente desinteresado en las alegrías y pesares de la contraparte, y ese interés, a su vez, una real identificación con el amigo. A esta, sin embargo, se opone hasta tal punto el egoísmo de la naturaleza humana, que la verdadera amistad es de esas cosas de las que uno no sabe bien si no serán, como los dragones marinos, producto de la fábula, y si realmente existen en alguna parte. Sin embargo, hay algunos vínculos entre los hombres que, a pesar de estar basados predominantemente en ocultas motivaciones egoístas de la más diversa índole, están provistos de un grano de aquella verdadera y auténtica amistad, lo cual los ennoblece tanto, que hace que, en este mundo de imperfecciones, puedan ostentar con cierto derecho el nombre de amistad. Están muy por encima de las liaisons [«relaciones»] comunes, cuya naturaleza, en cambio, es tal, que dejaríamos de hablar con la mayoría de nuestros conocidos cercanos si oyésemos lo que dicen de nosotros a nuestras espaldas.
La mejor oportunidad de comprobar la sinceridad de un amigo, aparte de los casos en los que se necesita ayuda urgente y sacrificios considerables, se presenta cuando se le informa acerca de alguna desgracia que acaba de ocurrirle a uno. Pues entonces o bien se dibuja en sus rasgos faciales una aflicción verdadera, sentida e incondicional; o bien esos rasgos corroboran, mediante una serenidad contenida o un gesto fugaz, la célebre sentencia de Rochefoucault: dans l’adversité de nos meilleurs amis, nous trouvons toujours quelque chose qui ne nos déplait pas [«En la adversidad de nuestros mejores amigos siempre hallamos algo que no nos desagrada»][206]. Los típicamente llamados amigos apenas logran contener, en situaciones parecidas, el rictus de una leve sonrisa de satisfacción. Hay pocas cosas que pongan tan de buen humor a las personas como el que les contemos acerca de alguna desgracia importante que nos ha acaecido recientemente, o les confesemos abiertamente alguna debilidad personal. ¡Típico!
La distancia y una ausencia prolongada perjudican, mal que nos pese, la amistad. Pues las personas a las que no vemos, aunque sean nuestros amigos más queridos, se van reduciendo a meros conceptos abstractos con el paso de los años, lo que hace que nuestro sentimiento hacia ellas sea cada vez más puramente racional e incluso rutinario: el vivo y profundo está reservado para aquellos seres que tenemos ante nuestra vista, incluso si se trata de mascotas queridas. Así de dependiente es la naturaleza humana de los sentidos. Se confirma, pues, una vez más la sentencia de Goethe:
Die Gegenwart ist eine mächt’ge Gottin.[207]
Tasso, acto 4, esc. 4
Los amigos de la casa suelen llevar con todo derecho este título, ya que son más amigos de la casa que de su dueño, lo cual los asemeja, por cierto, más a los gatos que a los perros.
Los amigos se precian de sinceros; los enemigos lo son: razón de más para utilizar sus críticas para conocerse mejor a sí mismo, como si se tratara de una medicina amarga.
¿Que los amigos son escasos en las dificultades? ¡Al contrario! Apenas se ha trabado amistad con alguien, este ya se encuentra en dificultades y quiere que le presten dinero.
34. ¡Qué ingenuo aquel que se figura que hacer gala de espíritu y entendimiento es una forma de hacerse amar por los demás! Estas cualidades, por el contrario, suelen suscitar en la inmensa mayoría de la gente un odio y un resentimiento tanto más acerbos cuanto que quien los experimenta no tiene derecho a señalar en público la verdadera causa de ellos, la cual esconde incluso de sí mismo. El mecanismo concreto es el siguiente: cada vez que alguien observa y detecta en su interlocutor una considerable superioridad espiritual, extrae en silencio y de forma semiconsciente la conclusión de que este, a su vez, percibe y siente en igual proporción su inferioridad. Y dicho entimema[208] suscita su odio, su rencor y su rabia más enconados. (Cf. El mundo como voluntad y representación, 3.ª ed., tomo II, 256, las palabras citadas del Dr. Johnson y de Merck[209], el amigo de juventud de Goethe).[210] Con razón dice Gracián: «Para ser bien quiso, el único medio es vestirse la piel del más simple de los brutos»[211]. (Véase Oráculo manual, y arte de prudencia, 240. [Obras, Amberes 1702, parte II, p. 287]). Hacer gala de inteligencia y sentido común es, en efecto, una manera indirecta de reprochar al resto de la gente su incapacidad y su estupidez. Además, las naturalezas corrientes se sublevan tan pronto divisan su polo opuesto, y el azuzador secreto de esta sublevación es la envidia. Pues, como se puede comprobar a diario, satisfacer la propia vanidad es un gozo que la gente valora más que ninguna otra cosa, pero que exige que uno se compare primero con los demás. Ahora bien, de ninguna superioridad se enorgullece tanto el hombre como de su inteligencia, ya que es la que fundamenta su primacía sobre las bestias[212]. Por lo tanto, echar en cara a otro la propia superioridad intelectual, y encima ante testigos, constituye el colmo del atrevimiento. El otro se siente desafiado a vengarse, y casi siempre encuentra la oportunidad de hacerlo por medio de la injuria, la cual le permite pasar desde el terreno de la inteligencia al de la voluntad, en el que en este particular todos somos iguales. Por lo tanto, mientras que el rango y la riqueza pueden contar con que obtendrán siempre el reconocimiento de la sociedad, las virtudes intelectuales no deben esperar recibirlo: en el mejor de los casos serán ignoradas; de resto, serán consideradas como una especie de impertinencia o como una ventaja que su poseedor ha obtenido ilegítimamente y con la que ahora se pavonea; de ahí que los demás abriguen la secreta esperanza de infligir a este algún tipo de humillación, y sólo esperen el momento idóneo para hacerlo. Es probable que ni el más humilde comportamiento logre hacerse perdonar una superioridad de la inteligencia. Saadi dice en el Gulistán (p. 146 en la traducción alemana de Graf): «Sépase que los necios sienten cien veces más antipatía hacia los sensatos que la que estos sienten hacia ellos». En cambio, la inferioridad de la inteligencia constituye una auténtica carta de presentación. Pues lo que es la calidez para el cuerpo, eso es el sentimiento reconfortante de aventajar a los demás para la inteligencia; de ahí que todos busquen aproximarse al objeto que sea capaz de brindar ese sentimiento, así como en invierno se busca instintivamente una estufa o los rayos del sol. Y dicho objeto no es otro que el hombre que está muy por debajo, ya sea en cualidades intelectuales, si se trata de un hombre, ya en belleza, si se trata de una mujer. Sin embargo, mostrar sinceramente inferioridad ante ciertas personas, eso es algo para lo que hay que armarse de valor. En cambio, obsérvese con cuánto afecto y amabilidad acoge una joven medianamente hermosa a una muy fea. Entre los nombres, las virtudes corporales no desempeñan un papel muy destacado; aunque uno se siente mucho más a gusto en compañía de alguien más bajo de estatura que en la de alguien más alto. De ahí que, entre los varones, los tontos e ignorantes sean los más populares y buscados, y entre las mujeres, las que son feas: es fácil que estas personas adquieran fama de poseer un gran corazón; pues todos necesitan una excusa para justificar ante sí mismos y ante los demás sus preferencias. Y, por lo mismo, cualquier tipo de superioridad intelectual tiene un efecto aislador: la gente la evita y aborrece, y como pretexto para hacerlo le endilgan a su poseedor todo tipo de defectos[213]. El mismo resultado tiene la belleza entre las mujeres: las muchachas muy bellas no encuentran amigas, y ni siquiera acompañantes. Más les vale no aspirar a un empleo como damas de compañía; pues su sola presentación hará que se nuble el rostro de su potencial nueva dueña, que lo último que necesita es semejante ornamento para sí o para su hija. Con las ventajas del rango sucede al revés; porque estas, a diferencia de las personales, no destacan mediante el contraste y la distancia, sino, como los colores del entorno reflejados sobre el rostro, mediante la irradiación.
35. La confianza que otorgamos a los demás se debe básicamente a nuestra pereza, a nuestro egoísmo y a nuestra vanidad: a nuestra pereza, cuando nosotros, para no indagar, estar atentos o hacer algo, se lo encomendamos a otro; a nuestro egoísmo, cuando la necesidad de hablar de nuestros asuntos personales nos induce a confiar un secreto a alguien; y a nuestra vanidad, cuando lo que confiamos a la otra persona nos favorece. No por ello dejamos de exigir que los demás respeten la confianza que hemos depositado en ellos.
La desconfianza, en cambio, no es algo que deba irritarnos: pues es un cumplido a la honestidad, en la medida en que reconoce sinceramente la gran escasez de esta última, que hace que se la incluya entre las cosas de cuya existencia hay razones para dudar.
36. He enunciado uno de los fundamentos de la cortesía, esa virtud cardinal china, en mi Ética, p. 201 (2.ª ed. 198)[214]: el otro consiste en lo siguiente: se trata de un acuerdo tácito de dos individuos respecto de ignorar recíprocamente su miserable naturaleza moral e intelectual, y no evocarla por ninguna circunstancia, lo cual hace más improbable que esta salga a relucir, para provecho de ambos.
La cortesía es prudencia; por lo tanto, la descortesía, necedad: utilizar a esta última para hacer enemigos de forma innecesaria e intencional es tan descabellado como incendiar la propia casa. Pues la cortesía es, al igual que los centavos espurios usados para calcular, una falsa moneda: ser avaro con ella denota poco tino, y usarla generosamente, un signo de sensatez. Todas las naciones concluyen una carta con votre très-humble serviteur, your most obedient servant, suo devotisimo servo [«su más humilde servidor»); sólo los alemanes se detienen ante «servidor» —¡alegando que no es cierto!—. Sin embargo, exagerar la cortesía hasta el punto de sacrificarle intereses auténticos es como regalar monedas de oro sólido en lugar de centavos espurios. Así como la cera, que, por naturaleza, es dura y quebradiza, al ser calentada se torna tan suave que puede adoptar una forma cualquiera; así, con algo de cortesía y amabilidad, uno puede hacer que incluso personas obstinadas y hostiles se vuelvan flexibles y complacientes. Según esto, la cortesía es al hombre lo que el calor es a la cera.
Es cierto que la cortesía es una tarea ardua, porque nos exige respetar rigurosamente a todo el mundo, a pesar de que la mayoría de la gente no merece nuestro respeto; también, porque nos obliga a aparentar que estamos muy preocupados por su bienestar, cuando en realidad nos debería alegrar el no estarlo en absoluto. Saber combinar la cortesía con el orgullo es todo un arte.
Dejaríamos de indignarnos tanto por las ofensas recibidas, las cuales en el fondo no son sino un signo de falta de respeto, si, en primer lugar, no tuviéramos una opinión tan exagerada de nuestra valía y de nuestra dignidad, es decir, si no fuéramos tan soberbios, y si, en segundo lugar, tuviéramos siempre presente lo que cada uno suele pensar del otro en el fondo de su corazón. ¡Qué contraste tan brusco existe entre la susceptibilidad de la mayoría de las personas hacia el más ligero amago de crítica que pueda afectarlas y aquello que oirían si pudiesen escuchar las conversaciones de sus conocidos! Deberíamos recordar que la cortesía ordinaria no es sino una máscara sonriente: si lo hiciéramos, no pondríamos el grito en el cielo cuando esta se desencaja o alguien se la quita temporalmente. Pero cuando una persona adopta una actitud rayana en lo grosero, es como sí se quitara toda su ropa y se quedara in puris naturalibus [«desnudo»]. Y, al igual que la mayoría de los hombres cuando se encuentran en este estado, esa persona suele entonces comportarse bastante mal.
37. No se debe tomar a ninguna otra persona como modelo de lo que se hace o se deja de hacer; porque el lugar, las dificultades y las circunstancias nunca son los mismos, y porque la diferencia del carácter da un cariz diferente incluso a la acción, por lo que duo cum faciunt idem, non est idem [«cuando dos hacen lo mismo, no es lo mismo»]. Se debe actuar de conformidad con el propio carácter tras una madura reflexión y un penetrante examen. Por lo tanto, también en los asuntos prácticos es indispensable la originalidad; de lo contrario, lo que se haga no concordará con lo que uno es.
38.No contradecir a otro; piénsese que si uno quisiera disuadirlo de todos los disparates en los que cree, alcanzaría la edad de Matusalén y aún no habría terminado.
También hay que abstenerse de hacer cualquier observación crítica, por muy bienintencionada que sea, al conversar con los demás: pues es fácil ofender a la gente, pero difícil, si no imposible, mejorarla.
Cuando los disparates de una conversación que nos vemos obligados a escuchar nos empiecen a irritar, debemos imaginar que se trata de una escena entre dos locos de una comedia. Probatum est [«y ya está probado»]. Quien haya venido al mundo para instruirlo seriamente en los asuntos más trascendentes puede considerarse dichoso si no deja el pellejo en el empeño.
39. Quien desee que su juicio encuentre crédito debe enunciarlo de manera fría y sin apasionarse. Pues toda vehemencia procede de la voluntad: de manera que el juicio pudiera ser atribuido a esta, y no al conocimiento, que por naturaleza es frío. Lo radical en el hombre, en efecto, es la voluntad, mientras que el conocimiento es algo meramente secundario y sobrevenido; de ahí que probablemente se concluya que el juicio surgió de la voluntad excitada, y no que la excitación de la voluntad surgió del juicio.
40. No ceder a la tentación de alabarse a sí mismo, por mucha razón que se tenga para hacerlo. Pues la vanidad es algo tan corriente, y el mérito en cambio algo tan insólito, que basta con que aparentemos alabarnos a nosotros mismos, aunque sea indirectamente, para que todos apuesten cien a uno que lo que habla por nuestra boca es la vanidad, la cual carece del tino suficiente para percibir lo ridículo de la situación. A pesar de ello, quizá Baco de Verulamio no esté del todo descaminado cuando dice que lo de semper aliquid haeret [«Algo queda siempre»][215] vale no sólo con respecto a la calumnia, sino también con respecto a la alabanza de sí mismo, por lo que recomienda también esta última, aunque en dosis moderadas.
41. Cuando sospechemos que alguien miente, hagámonos los crédulos: entonces el otro se confiará, seguirá mintiendo y quedará expuesto. Pero si, en cambio, nos damos cuenta de que se le escapa parte de una verdad que desea esconder, hagámonos los incrédulos, de modo que el otro, provocado por la discrepancia, haga avanzar la retaguardia de toda la verdad.
42. Debemos tratar cualquier asunto personal como si fuera un secreto, y nuestros amigos más cercanos no han de saber de nosotros más de lo que puedan ver con sus propios ojos. Pues su conocimiento de las cosas más inofensivas podría, al cambiar el tiempo y las circunstancias, llegar a perjudicarnos. En general, es mejor poner de manifiesto el propio buen juicio callando que hablando. Lo primero es cuestión de prudencia, lo segundo, de vanidad. Ambas cosas se presentan con igual frecuencia: pero solemos preferir la satisfacción efímera de la segunda a la utilidad duradera de la primera. Incluso se debería renunciar al desahogo emotivo, practicado a me nudo por las personas inquietas, de hablar de vez en cuando en voz alta consigo mismo, para no convertirlo en costumbre; porque entonces la idea se concilia y fraterniza tanto con la palabra, que de hablar con otros se pasa imperceptiblemente a pensar en voz alta, mientras que la prudencia nos aconseja mantener siempre una brecha amplia entre lo que pensamos y lo que decimos.
A veces nos imaginamos que es casi imposible que otros lleguen a creer algo sobre nosotros, mientras que a estos ni siquiera se les había pasado por la mente ponerlo en duda: pero si hacemos que se les pase por la cabeza, dejarán de creerlo. A menudo nos vamos de la lengua sólo porque nos figuramos que nadie puede dejar de darse cuenta de algo; así como cuando nos caemos desde una altura porque pensamos que es imposible mantenernos firmes donde estamos, y como la angustia de estar allí es tan grande, preferimos acortarla: me refiero a la ilusión conocida como vértigo.
Por otro lado, hay que tener en cuenta que los hombres, incluso los que por lo general no delatan demasiada agudeza, son excelentes algebristas cuando se trata de los asuntos personales de los demás, hasta el punto de que, si se les proporciona una magnitud determinada, son capaces de resolver incluso las ecuaciones más complicadas. Por ejemplo, supongamos que se les narra algún hecho sin mencionar el nombre o cualquier descripción de los involucrados; más vale que no se añada la mención, por muy nimia que parezca, de alguna circunstancia positiva y concreta, como un lugar o una fecha, el nombre de un personaje secundario o cualquier otra cosa que tenga una relación aun indirecta con el asunto: porque entonces dispondrán de un dato positivo a partir del cual su aptitud algebraica podrá inferir enseguida todo lo demás. En efecto, el entusiasmo de la curiosidad es aquí tan grande, que, gracias a él, la voluntad espolea al intelecto, y este no descansa hasta obtener los resultados más remotos. Pues aunque la gente es insensible e indiferente a las verdades generales, se desvive por las individuales.
Conforme a todo ello, los maestros del arte de la prudencia coinciden al unísono en recomendar la discreción con la mayor insistencia y los más variados argumentos; por lo que no diré más al respecto. Pero sí deseo añadir algunas máximas árabes muy elocuentes y poco conocidas: «Lo que tu enemigo no deba conocer no se lo digas al amigo». «Si callo mi secreto, él es mi prisionero; si lo revelo, me convierto en el suyo». «El fruto del árbol de la discreción es la paz.»[216]
43. No hay dinero mejor empleado que el que perdemos cuando nos dejamos estafar: pues a cambio de él obtenemos prudencia instantánea.
44. En lo posible, no debemos abrigar animosidad hacia nadie, aunque sí tomar nota de los procédés [«comportamientos»] de cada sujeto y conservarlos en la memoria, para luego poder determinar lo que este vale, al menos en lo que nos afecta, y así regular nuestra actitud y nuestra conducta hacia él, siempre convencidos de la inmutabilidad del carácter: olvidar algún rasgo negativo de una persona es como tirar a la basura un dinero ganado con mucho esfuerzo. Así se protege uno de la confianza y de la amistad necias.
«Ni ames ni odies» condensa la mitad del arte de prudencia: «No digas ni creas nada», la otra mitad. Aunque hay que reconocer que un mundo que tiene necesidad de reglas como estas y las que siguen merece que le demos la espalda.
45. Dejar entrever con palabras o gestos nuestra ira o nuestro odio es inútil, peligroso, imprudente, ridículo y vulgar. Nunca se debería mostrar la ira o el odio sino a través de acciones. Se podrá hacer esto último de manera tanto más eficiente cuanto más se haya evitado lo primero. Los animales de sangre fría son los más venenosos.
Parler sans accent [«hablar sin énfasis»]: esta vieja regla de los hombres de mundo encarece dejar al entendimiento ajeno el discernimiento de lo que uno dice: este es lento, y para cuando haya concluido su tarea, uno se hallará bien lejos. En cambio, parler avec accent [«hablar con énfasis»] significa dejarse llevar por la pasión; lo cual hace que todo salga al revés. A más de uno se le pueden espetar, con gesto cortés y tono amistoso, hasta las más grandes barbaridades sin correr peligro inmediato.
D. Concernientes a nuestra conducta en relación con el curso del mundo y con el destino
47. No importa la forma que asuma la existencia del hombre; esta consta siempre de los mismos elementos y, por lo tanto, es esencialmente igual en todas partes: ya se viva en una choza, en la corte, en un convento o en el ejército. Y por muy variados que sean sus hechos, sus avatares y sus momentos de éxito o fracaso, pasa con ella como con los panecillos dulces de los panaderos. Hay muchas y muy diversas figuras, abigarradas y variopintas, pero todo ha sido amasado con una misma pasta; y lo que le sucede a un individuo es mucho más parecido a lo que le sucede a otro de lo que uno imaginaría al oírlo contar. Los sucesos de nuestra vida también se asemejan a las imágenes de un caleidoscopio, en el que vemos algo diferente cada vez que lo hacemos girar, aunque en el fondo tengamos siempre lo mismo ante nuestros ojos.
48. Tres grandes fuerzas tiene el mundo, dice muy acertadamente un pensador de la antigüedad: σύνεσις, κράτος καὶ τύχη[217], prudencia, fuerza y azar. Creo que la más poderosa es la tercera, pues el curso de nuestra vida se parece a la navegación de un barco. El azar, τύχη, la secunda aut adversa fortuna [«fortuna favorable o adversa»], desempeña el papel del viento, que nos hace avanzar o retroceder rápidamente; contra él pueden muy poco nuestros esfuerzos y actuaciones. Estos corresponden a la función de los remos en nuestro ejemplo: cuando los remos nos han hecho avanzar un trecho determinado, gracias a muchas horas de arduo trabajo, aparece súbitamente una ráfaga de viento que nos hace retroceder otro tanto. En cambio, si el viento es favorable, nos impulsa de tal modo que podemos prescindir de los remos. Este poder de la fortuna lo expresa insuperablemente un refrán español: «Da ventura a tu hijo y échalo en el mar»[218].
Es cierto que el azar como tal es una fuerza maligna de la que uno debe depender lo menos posible. Sin embargo, ¿qué otro donante, al mismo tiempo que nos concede algo, nos da a entender de manera tan clara que no tenemos ningún derecho a sus dones, que debemos los mismos no a nuestra valía sino exclusivamente a su magnanimidad y a su compasión, y que, justamente por ello, podemos aún albergar la esperanza de recibir humildemente otro don inmerecido? Sólo el azar: él domina el arte soberano de hacernos entender que, comparado con su favor y su compasión, cualquier merecimiento es impotente y carente de valor.
Cuando se vuelve la vista atrás y se contempla el «camino laberíntico y extraviado de la vida»[219] e inevitablemente se percibe más de una oportunidad malgastada, más de una desgracia de la que uno mismo es responsable, entonces es muy fácil excederse en reproches contra uno mismo. Pues el curso de nuestra vida dista de ser simplemente obra nuestra; es el producto de dos factores, a saber, la serie de los acaecimientos y la serie de nuestras decisiones, series que están siempre entrelazándose y modificándose recíprocamente. A ello se añade que en ambas nuestro horizonte es muy restringido, pues no podemos predecir de lejos cuáles serán nuestras decisiones, y menos prever los acontecimientos, sino que en las dos sólo conocemos realmente lo que se da en el presente. De ahí que, mientras nuestra meta se halle aún lejos, no podamos ir derecho a ella; debemos fijar nuestro rumbo aproximadamente, por medio de conjeturas, es decir, bandearnos como podamos. Tenemos siempre que tomar nuestras decisiones de acuerdo con las circunstancias del momento, con la esperanza de que lo elegido nos acerque al fin principal que buscamos. De ahí que podamos comparar los acaecimientos y nuestras metas básicas con dos fuerzas que apuntan en distintas direcciones, y el curso de nuestra vida, con la diagonal que resulta de estas últimas. Terencio dijo: in vita est hominum quasi cum ludas tesseris: si illud, quod maxime opus est jactu, non cadit, illud quod cecidit forte, id arte ut corrigas [«La vida humana es como una partida de dados: si no sale el dado con la cifra deseada, hay que suplir con arte lo que el azar concedió»][220]; donde hay que suponer que tenía delante una especie de triktrak[221]. Y nosotros podemos glosarlo así: la fortuna mezcla las cartas y nosotros jugamos. Pero una comparación más apropiada para expresar mi punto de vista sería la siguiente. La vida es como una partida de ajedrez: elaboramos un plan, pero el plan está condicionado a lo que se le ocurra hacer, en el ajedrez, al oponente, y en la vida, a la fortuna. Las modificaciones que aquel plan experimenta debido a ello son casi siempre tan grandes, que si no fuera por algunos rasgos básicos no podríamos reconocerlo durante su ejecución.
Por lo demás, hay algo en el curso de nuestra vida que trasciende todo lo demás. Se trata de una verdad trivial, confirmada con demasiada frecuencia, a saber, que por lo general somos mucho más insensatos de lo que sospechamos; en cambio, que solamos ser más sabios de lo que creemos es algo que sólo descubren, y de manera tardía, los que efectivamente se hallan en esa situación. Hay algo más sabio en nosotros que la cabeza. En los lineamientos generales de nuestra vida, en los pasos principales que damos en ella, solemos actuar no tanto según un reconocimiento claro de lo recto, sino según un impulso interior, que uno está casi tentado a llamar instinto y que procede de lo más profundo de nuestro ser; y más tarde objetamos nuestras acciones según conceptos ciertamente claros, pero también deficientes, que hemos adquirido o incluso tomado en préstamo de otras personas, o acaso según reglas generales, ejemplos ajenos, etc., sin considerar suficientemente aquello de que «No a todos les conviene lo mismo»[222]; entonces resulta muy fácil que seamos injustos con nosotros mismos. Pero al final queda al descubierto quién ha tenido razón; y sólo una vejez felizmente alcanzada capacita para juzgar la cuestión desde un punto de vista tanto subjetivo como objetivo.
Quizás aquel impulso interior esté bajo la dirección, inconsciente para nosotros, de ciertos sueños proféticos que olvidamos al despertar y que le otorgan a nuestra vida esa regularidad y unidad dramática que la consciencia cerebral, tan frecuentemente insegura y extraviada, tan voluble, no es capaz de infundirle, y a consecuencia de la cual, por ejemplo, el predestinado a llevar a cabo grandes obras de una clase determinada intuye esto mismo interna y ocultamente desde su juventud y trabaja para ello como las abejas en construir su panal. Esto viene a ser para cada cual lo que Baltasar Gracián denomina «la gran sindéresis»[223]: la gran custodia instintiva de sí mismo, sin la cual el individuo acabaría por perecer. Obrar de acuerdo con principios abstractos es asunto difícil, y sólo se consigue tras mucha práctica, e incluso así, no siempre: muchas veces, además, no bastan los principios. En cambio, cada cual tiene ciertos principios concretos innatos, con los que está plenamente identificado porque son la quintaesencia de todo lo que piensa, siente y quiere. Casi nunca los percibe in abstracto, sino que, al volver la vista hacia su vida pasada, se da cuenta de que siempre los ha observado y ha sido guiado por ellos como por un hilo invisible. Dependiendo de su índole, esos principios innatos lo conducirán hacia su felicidad o hacia su desdicha.
49. Se deberían tener siempre presentes la acción del tiempo y la inestabilidad de las cosas y, por lo tanto, imaginar constantemente lo contrario de cuanto ahora sucede; es decir, en la dicha, la desdicha, en la amistad, la enemistad, en el día soleado, el lluvioso, en el amor, el odio, en la confianza y la adhesión, la deslealtad y la animadversión, y viceversa. Esto sería un manantial inagotable de auténtica prudencia, al permitirnos preservar la sensatez y no ser tan fácilmente engañados. En la mayoría de los casos sólo nos estaríamos adelantando a los acontecimientos. Pero quizás en ningún respecto es tan imprescindible la experiencia como en la correcta apreciación de la precariedad y el cambio constante de las cosas. En efecto, así como cada situación está, mientras dura, presente de manera necesaria, y por lo tanto existe de pleno derecho, así pareciera que cada año, mes o día que pasan van a seguir conservando ese derecho por toda la eternidad. Pero ninguno lo hace, y sólo el cambio es permanente. El prudente es aquel que no se deja engañar por esa falsa estabilidad, y además prevé qué rumbo va a tomar el próximo cambio[224]. Pero los hombres consideran generalmente que el cariz de las cosas en un momento dado, o su tendencia, son permanentes, porque sólo captan los efectos, pero no comprenden sus causas, a pesar de que sólo estas contienen el germen de las transformaciones futuras; y en cambio, los efectos, que es lo único que ellos reconocen, no contiene nada de eso. Estos se ciñen, pues, a los efectos, presuponiendo que las causas, que ellos ignoran, seguirán siendo capaces de producirlos. Tienen la ventaja de que cuando se equivocan, siempre lo hacen al unísono; por lo que el perjuicio que los afecta a consecuencia de su error siempre es general, mientras que la cabeza pensante, cuando se equivoca, está además sola. De paso tenemos aquí una confirmación de mi tesis de que el error siempre surge de un razonamiento que va del efecto a la causa. Véase El mundo como voluntad y representación, tomo I, p. 90 (3.ª ed. 94)[225].
Sin embargo, uno debería anticipar el tiempo sólo de forma teórica, previendo sus efectos; y no de forma práctica, es decir, saliéndole al paso para pedirle antes de tiempo lo que sólo viene con el tiempo. Pues quien haga esto último descubrirá que no hay mayor ni más implacable usurero que justamente el tiempo, el cual, cuando es forzado a anticipar un préstamo, cobra intereses más altos que los de cualquier judío. Por ejemplo, se puede abonar un árbol con cal pura y calor hasta el punto de hacer que en pocos días le broten hojas, flores y frutos: pero luego morirá. Si un adolescente pretende ejercer a su edad, aunque sólo sea por algunas semanas, la capacidad reproductiva de un adulto, y lograr en este sentido a los diecinueve años lo que no le costaría trabajo conseguir a los treinta, puede que el tiempo le conceda el anticipo deseado, pero a cambio le exigirá que pague, como interés, una parte del vigor de sus años futuros, o incluso de su vida entera. Hay enfermedades de las cuales uno se cura como es debido y a fondo sólo dejando que sigan su curso natural, tras lo cual desaparecen sin dejar rastro. Pero si en cambio se pretende estar sano de inmediato, justo en este momento, el tiempo tiene que realizar un adelanto: la enfermedad será expulsada: pero el interés a pagar es debilidad y molestias crónicas por el resto de la vida. Cuando en tiempos de guerra o de revolución se necesita dinero, y de forma urgente, justo ahora; uno se ve obligado a vender inmuebles, o bonos del Tesoro, por un tercio o menos de su verdadero precio, el cual uno obtendría íntegramente si se le diera tiempo al tiempo, es decir, si se esperase algunos años: en lugar de ello, se le obliga a conceder un anticipo. O se requiere una suma de dinero para un largo viaje: uno habría podido reuniría en uno o dos años si la hubiese ido separando de sus ingresos regulares. Pero no se quiere esperar: por lo tanto, se toma prestada la suma, o se decide retirarla del capital, es decir, el tiempo tiene que adelantarse. Entonces, el costo resulta ser un terrible desorden de caja, un déficit duradero y creciente, que no habrá ya manera de quitarse de encima. Helo aquí, pues, el usurero tiempo: sus víctimas son todos aquellos que no pueden esperar. Querer acelerar el curso del tiempo, que siempre transcurre con periodicidad, es la más dispendiosa de las empresas. Por lo tanto, evítese tener que pagarle intereses.
50. Una diferencia típica entre las cabezas comunes y las precavidas, la cual es fácilmente observable en la vida corriente, es que las primeras, cuando consideran y evalúan posibles peligros, se limitan siempre a tomar en cuenta lo que en este sentido ya ha sucedido y a inquirir sobre ello; en cambio, las segundas reflexionan, por sí solas, sobre lo que es probable que ocurra, conscientes, como dice un refrán español, de que «lo que no acaece en un año acaece en un rato». La diferencia en cuestión es, por cierto, bastante natural: pues abarcar con la vista lo que pudiera suceder exige entendimiento, mientras que para lo que ya sucedió sólo se requiere percepción.
Que nuestra máxima sea, sin embargo: ¡conjuremos los espíritus malignos! Es decir, no se escatimen esfuerzos, tiempo, incomodidades, planificación, dinero o privaciones para evitar que ocurra una desgracia: de modo que cuanto mayor sea la eventual desgracia, tanto menor, más alejada e improbable sea su posibilidad. La ejemplificación más clara de esta regla es la prima de seguros. Se trata del sacrificio institucionalizado que todos están dispuestos a hacer en el altar de los espíritus malignos.
51. No saltar de alegría ni prorrumpir en lamentos por acontecimiento alguno; en parte, debido a la mutabilidad de las cosas, que puede hacer que aquel cambie en cualquier momento; en parte por lo engañoso de nuestro juicio acerca de lo que nos conviene o perjudica; el cual es responsable de que no haya prácticamente nadie que no se haya quejado de algo que luego se revelaría como lo mejor que le pudo pasar, o se haya alborozado por lo que luego se convertiría en la fuente de sus mayores sufrimientos. La actitud aquí recomendada para afrontar este mal ha sido bellamente descrita por Shakespeare:
I have felt so many quirks ofjoy and grief,
That the first face of neither, on the start,
Can woman me unto it[226].
All’s well, acto 3, escena 2
Quien, en cambio, se mantiene sereno en medio de las adversidades revela que está consciente de lo colosales e infinitamente diversos que son los posibles males de la vida, por lo que contempla lo que sucede ahora como una pequeña fracción de lo que pudiera acaecer: en esto consiste la actitud estoica, conforme a la cual cada uno, en lugar de convertirse en un conditionis humanae oblitus [«olvidado de la condición humana»][227], debe tener siempre presente cuán triste y miserable es el destino del hombre y cuán numerosos los males a los que está expuesto. Para refrescar esta verdad basta con echar una mirada alrededor: sin importar dónde se esté, aparece siempre la misma permanente lucha, agitación y angustia en aras de una existencia desgraciada, yerma e inútil. Entonces uno reduce sus demandas, aprende a conformarse con la imperfección de todas las cosas y situaciones y prevé las desgracias para esquivarlas o soportarlas, según convenga. Pues las desgracias, sean grandes o pequeñas, son el elemento de nuestra vida: esto es algo que nunca se debe olvidar; por lo tanto, no nos lamentemos ni hagamos muecas como un δύσκολος, como sugiere Beresford, sobre las miseries of human life [«miserias de la vida humana»][228] que se presentan a cada paso, ni arruguemos el ceño, y menos queramos in pulicis morsu Deum invocare [«invocar a Dios cada vez que nos pica una pulga»][229]; sino, como un εὐλαβής [«discreto»], desarrollemos y refinemos tanto la habilidad en el remedio y la prevención de las desgracias, provengan estas de hombres o de cosas, que estemos en condiciones de superar con garbo, como un zorro astuto, cualquier contrariedad (que casi siempre es una torpeza encubierta) grande o pequeña que se presente.
El que una desgracia nos parezca menos difícil de soportar cuando previamente hemos considerado la eventualidad de que ocurra y, como suele decirse, nos hemos preparado mentalmente para ella, quizás se deba sobre todo a que cuando pensamos con tranquilidad sobre un hecho antes de que se produzca, esto es, como una mera posibilidad, estamos en condiciones de apreciar el alcance de su daño en todas sus ramificaciones, y, en esa medida, de reconocerlo como algo finito y manejable; por lo que, cuando finalmente ocurre, no nos afecta sino con su verdadero peso. Pero si, en cambio, no lo hemos previsto y nos toma por sorpresa, entonces el espíritu conmocionado es incapaz de apreciar con exactitud, en un primer momento, la magnitud del daño causado: este no puede ser abarcado por su mirada, y por lo tanto, es fácil que parezca inmenso, o al menos mucho mayor de lo que en realidad es. Ocurre igual que con la oscuridad y la incertidumbre, que magnifican todos los peligros. Sin olvidar que no sólo habremos reflexionado sobre la desgracia, sino también sobre sus posibles consuelos y remedios, y nos habremos acostumbrado a representárnosla.
Nada, sin embargo, nos capacitará mejor para sobrellevar con calma las desgracias que nos ocurran, que convencernos de la verdad que yo he deducido y asentado en mi trabajo de concurso sobre el libre albedrío a partir de sus fundamentos últimos, a saber, allí donde se dice, en la p. 62 (2.ª ed. 60): «Todo lo que sucede, desde lo más trascendente hasta lo más insignificante, sucede necesariamente». Pues el hombre aprende pronto a conformarse con lo necesario que no puede evitar, y aquella verdad le permite enfocar todas las cosas, incluso las que son el resultado de los accidentes más extraños, como igual de necesarias que lo que se origina según reglas conocidísimas y bajo la supervisión más estricta. Remito aquí a lo dicho por mí (El mundo como voluntad y representación, tomo I, p. 345 s. [3.ª ed. 361])[230] sobre el efecto tranquilizador que ejerce en nosotros el reconocimiento de lo inevitable y necesario. Quien esté plenamente imbuido de esta idea hará, primero que nada, lo que pueda hacer y, luego, soportará voluntariamente lo que tenga que soportar.
Las pequeñas contrariedades que nos vejan a toda hora se pueden considerar como destinadas a mantenernos en forma para que la fuerza de soportar las grandes no se adormezca del todo cuando estamos contentos. Frente a las adulaciones, los roces mezquinos en el trato, las pequeñas agresiones, las groserías ajenas, los chismes, etcétera, que se presentan a diario hay que transformarse en una especie de curtido Sigfrido, es decir, no percibir estas cosas en absoluto, ni menos tomárselas a pecho o irritarse por ellas, sino impedir que lleguen hasta uno, apartarlas como si fueran piedrecillas en el camino y jamás franquearles el paso al recinto de nuestro yo interior ni permitir que den pie al resentimiento.
52. Pero en cuanto a lo que la gente suele llamar el destino, la mayoría de las veces este no consiste sino en sus tontas acciones. Es difícil excederse, por lo tanto, en el esfuerzo por asimilar el contenido del hermoso pasaje en el que Homero (Ilíada XXIII, 313 ss.)[231] alaba a μῆτις la prudente reflexión. Pues aunque las malas acciones se paguen sólo en el otro mundo, las necias se saldan en este, lo que no quita que la justicia pueda a veces ser indulgente.
No es la mirada del iracundo sino la del prudente la que inspira respeto y temor: lo cual es tan cierto como que el cerebro humano constituye un arma mucho más terrible que las garras de un león.
El perfecto hombre de mundo sería aquel que jamás se paralizase por indecisión ni se apresurase por cosa alguna.
53. Junto con la prudencia, la valentía es también una cualidad sumamente importante para nuestra felicidad. Lamentablemente, nadie se puede otorgar a sí mismo ninguna de las dos, ya que aquella se hereda de la madre, y esta última, del padre: sin embargo, con determinación y ejercicio se puede complementar lo que ya se tenga de ambas. En este mundo, donde la suerte «está echada férreamente», hay que tener una resolución de hierro, blindada contra el destino y armada frente a los hombres. Pues la vida entera es una lucha, cada paso debemos ganárnoslo a pulso, y Voltaire tiene razón cuando dice: on ne réussit dans ce monde, qu’à la pointe de l’épée, et on meurt les armes à la main [«No se triunfa en este mundo sino a punta de espada, y se muere empuñando las armas»][232]. De ahí que haya que considerar cobarde al alma que, en cuanto se cubre el cielo de nubarrones o estos se vislumbran en el horizonte, se encoge, desanima y lamenta. Más bien, que nuestra consigna sea:
Tu ne cede malis, sed contra audentior ito.[233]
Mientras el resultado de un asunto peligroso sea incierto, mientras exista alguna esperanza de que el mismo tenga un final feliz, no se debe titubear, sino resistir; como tampoco debe uno desesperarse por el estado del tiempo mientras quede una mancha azul en el cielo. Sí, ármese uno de valor y exclame:
Si fractus illabatur orbis,
Impavidum ferient ruinae.[234]
Ni la vida en su totalidad ni, por descontado, sus bienes, merecen que uno les dedique siquiera un temblor y encogimiento del corazón tan cobarde como ese:
Quocirca vivite fortes,
Fortiaque adversis opponite pectora rebus.[235]
Y, sin embargo, también en este punto cabe excederse: pues la valentía puede degenerar en temeridad. Nuestra supervivencia en el mundo exige incluso una cierta dosis de miedo: la cobardía es meramente la exacerbación de este último. Esto lo ha expresado con mucho acierto Baco de Verulamio en su explicación etimológica del terror panicus, que supera con mucho la que nos trasmite Plutarco (De Iside et Osir., c. 14). Aquel autor deriva dicho término de Pan, entendido como la personificación de la naturaleza, y dice: Natura enim rerum omnibus viventibus indidit metum, ac formidinem, vitae atque essentiae suae conservatricem, ac mala ingruentia vitantem et depellentem. Verumtamen eadem natura modum tenere nescia est sed timoribus salutaribus semper vanos et inanes admiscet; adeo ut omnia (si intus conspici darentur) Panicis terroribus plenissima sint, praesertim humana[236] (De sapientia veterum VI). Por cierto, lo característico del miedo pánico es que no está claramente consciente de sus causas, a las que presupone en lugar de conocer, hasta el punto de que, en caso necesario, está dispuesto a alegar al miedo mismo como causa del miedo.