Este aspecto, es decir, nuestra vida según la ven los demás, es continuamente sobrevalorado a causa de una debilidad especial de nuestra naturaleza; y ello, a pesar de que la más mínima reflexión permitiría entender que se trata de algo que, tomado por sí mismo, resulta accesorio para nuestra felicidad. Por lo tanto, es difícil entender por qué se alegra tanto cada hombre en su fuero interno cada vez que percibe signos de opinión favorable en los demás, o cuando su vanidad es halagada de cualquier manera. Así como un gato no puede por menos de ronronear cuando se lo acaricia, así se dibuja un dulce gozo en el rostro del hombre que es alabado, particularmente si la alabanza, por muy falsa que sea, cae dentro del ámbito de sus aspiraciones. Las manifestaciones del aplauso ajeno a menudo llegan a consolarlo de una desgracia real o de lo poco que ha sido favorecido por las dos mencionadas fuentes principales de nuestra felicidad: y, al revés, es asombroso ver cómo cualquier perjuicio a su amor propio, en el sentido, grado o relación que sea, cualquier desprecio, menoscabo o desconsideración, lo ofenden, y en ocasiones hasta lo hieren profundamente. Este rasgo quizás tenga consecuencias loables en el comportamiento de muchos, por ser la base del sentimiento del honor, que suele fungir como sucedáneo de la moralidad; pero para la verdadera felicidad del hombre, y, en concreto, para la serenidad e independencia que son tan esenciales a esta última, resulta ser más una perturbación y un defecto que una ventaja. Por ello es aconsejable, desde nuestro punto de vista, ponerle coto, moderando en lo posible, mediante una reflexión adecuada y una ponderación correcta del valor de los bienes, esta hipertrofiada susceptibilidad ante la opinión ajena, tanto si la opinión halaga dicha susceptibilidad como si la ofende; pues ambas cosas penden de un mismo hilo. Además, existe el peligro de que uno se haga esclavo de la opinión y del criterio de los demás:
Sic leve, sic parvum est, animum quod laudis avarum
Subruit ac reficit.[69]
Según lo anterior, contribuirá mucho a nuestra dicha el sopesar correctamente el valor de lo que uno es en y para sí mismo, comparándolo con lo que uno es meramente a ojos de los demás. A lo primero corresponde la forma en que llenamos el tiempo de nuestra vida, el contenido intrínseco que esta tenga y, por consiguiente, todos los bienes que arriba hemos enumerado bajo los rubros de «lo que uno es» y «lo que uno tiene». Pues el lugar en que se despliega todo esto no es otro que la propia consciencia. En cambio, el lugar en el que se despliega lo que somos para los demás es la consciencia ajena: es la representación con que aparecemos en su mente, junto con los conceptos que sirven para describirla[70]. Se trata, obviamente, de algo que no está presente para nosotros de manera inmediata, sino sólo indirectamente, a saber, en tanto que influye en el comportamiento de los demás hacia nosotros. E incluso esto último sólo tiene verdadera relevancia en la medida en que puede modificar lo que somos en y para nosotros mismos. Además, lo que sucede en la consciencia ajena, tomado como tal, nos debería resultar indiferente, y nosotros mismos nos iremos acostumbrando a verlo así, a medida que nos familiaricemos con la superficialidad y futilidad de los pensamientos que pueblan la gran mayoría de las cabezas, su estrechez de miras, la mezquindad de sus actitudes, lo torcido de sus opiniones y la enorme cantidad de sus errores, además de aprender de primera mano con cuánto menosprecio se habla de aquellas personas a las que no se teme o de las que se piensa que no se van a enterar de lo dicho; pero, sobre todo, cuando observemos con cuánto desdén se refiere media docena de borregos al mejor de los hombres. Entonces habremos comprendido que quien se preocupa demasiado de las opiniones humanas les está rindiendo un tributo que no merecen.
En todo caso, bien pobre es el recurso de quien busca la felicidad no en las dos clases de bienes ya examinadas, sino en esta tercera; es decir, no en aquello que él es en realidad, sino en la manera como los demás se lo representan. Pues sucede que la base fundamental de nuestro ser, y por ende también de nuestra felicidad, es nuestra naturaleza animal. De ahí que lo más esencial para nuestro bienestar sea la salud, y, junto a ella, los medios para nuestra conservación, es decir, el poder llevar una vida desahogada. El honor, el brillo, el rango y la fama, por mucho valor que les conceda más de uno, no pueden competir con aquellos otros bienes esenciales ni suplantarlos; al contrario, nadie vacilaría, si se le plantea la alternativa, en renunciar a ellos a cambio de los primeros. Por esta razón, no es poco lo que contribuye a nuestra felicidad el que evoquemos cada cierto tiempo la verdad de que cada cual vive, no en la opinión ajena, sino directa y principalmente en su propia piel, y que, por consiguiente, nuestro auténtico bienestar, que como tal es intransferible y está determinado por factores como la salud, el temperamento, las habilidades, los ingresos, la esposa, los hijos, los amigos, el lugar de residencia, etc., es cien veces más relevante para nuestra felicidad que aquello que a los demás les apetezca pensar de nosotros. Engañarse al respecto es precisamente lo que nos hace desdichados. Si se declara pomposamente «vale más el honor que la vida», esto equivale a decir «la vida y el bienestar no significan nada; sólo importa lo que los demás piensen de nosotros». Esa declaración podría tomarse a lo sumo como una hipérbole basada en la verdad prosaica de que para nuestra promoción y afianzamiento entre los hombres es a veces absolutamente indispensable el honor, es decir, la opinión que estos tengan de nosotros; algo a lo que volveré más tarde. Cuando, en cambio, se constata que casi todo lo que los hombres persiguen infatigablemente durante toda su vida, con esfuerzo denodado y a costa de mil peligros y penalidades, tiene como objetivo último elevarse frente a la opinión de los demás, hasta el punto de buscar por este motivo no sólo cargos, títulos y condecoraciones, sino también bienes de fortuna, e incluso la ciencia[71] y el arte, y que obtener el respeto de los demás es el fin último por el que trabajan, no hay que ver en ello sino una lamentable prueba de la enormidad de la estupidez humana. Dar excesiva importancia a la opinión ajena es una equivocación que prevalece entre la gente: ya tenga su origen en nuestra propia naturaleza o sea un producto de la sociedad y de la civilización, ejerce una influencia completamente desproporcionada en todo lo que hacemos o dejamos de hacer, la cual perjudica a nuestra felicidad, como se hace patente desde la consideración temerosa y servil al qu’en dira-t-on [«el qué dirán»], pasando por la daga que Virginio clava en el corazón de su hija, hasta llegar a la forma en que un hombre es inducido a sacrificar su tranquilidad, su fortuna, su salud o incluso su vida en aras de una gloria póstuma. Bien es cierto que este error se convierte en una herramienta útil para quien está encargado de gobernar a los hombres o guiarlos en algún otro sentido; por lo que en todo adiestramiento de la conducta humana la máxima de mantener vivo o fomentar el sentimiento del honor ocupa un lugar central; pero en relación con la verdadera felicidad del hombre, que es lo que nos interesa aquí, la situación es muy diferente, y lo indicado es recomendar que no se le dé demasiada importancia a la opinión ajena. Cuando, no obstante, vemos que la mayoría de las personas, como nos lo demuestra la experiencia cotidiana, valoran la opinión ajena más que cualquier otra cosa y se preocupan de ella mucho más que de aquello que, por transcurrir en su propia consciencia, les es dado de manera inmediata; cuando, invirtiendo el orden natural de las cosas, esas personas creen que aquello es la parte real, y esto, sólo la parte ideal de su existencia, y, por lo tanto, convierten lo derivado y secundario en asunto principal y ponen su corazón más en la manera en que su ser se refleja en la cabeza de los demás que en ese ser mismo; entonces esa valoración inmediata de algo no dado inmediatamente se transforma en lo que, con el fin de enfatizar el vacío y sinsentido de este empeño, se ha dado en llamar vanidad, vanitas. Lo cual, de paso, revela que se trata de una manera más de olvidar el fin por estar persiguiendo los medios, como ocurre, por ejemplo, en la avaricia.
La importancia que atribuimos a la opinión de los otros, así como nuestra constante preocupación por la misma, superan por lo general los límites de cualquier finalidad racional, por lo que ambas cosas podrían considerarse como una especie de manía generalizada, o, mejor dicho, innata. En todo cuanto hacemos o dejamos de hacer la opinión ajena es tomada en cuenta por encima de casi cualquier cosa, y si nos detenemos a pensar por un momento, descubriremos que la atención que le prestamos es la fuente de una buena mitad de todos los desvelos y angustias que experimentamos a lo largo de nuestra vida. Esta atención subyace, en efecto, a nuestro sentimiento de autoestima, tan fácil de ofender por ser tan patológicamente sensible, subyace a todas nuestras frivolidades y pretensiones, así como a nuestra ostentación y arrogancia. Sin esta preocupación y manía, el amor por el lujo sería apenas una décima parte de lo que es. Todas y cada una de las instancias de orgullo, point d’honeur y puntiglio [pique], por muy distinto que sean su género y su ámbito de aplicación, se basan en ella, y ¡a cuántas víctimas no suele arrastrar consigo! Se muestra ya en la niñez, pero también en las demás edades de la vida, y sobre todo en la más avanzada; porque en esta, una vez agotada la capacidad para los placeres sensoriales, la vanidad y la arrogancia sólo tienen que compartir su dominio con la avaricia. Donde más se puede percibir es en los franceses, en quienes es totalmente endémica y se suele revelar a través de la prepotencia más insolente, el nacionalismo más ridículo y la fanfarronería más desvergonzada; lo que precisamente ha dado lugar a que se desinfle por sí sola, convirtiéndolos en el hazmerreír de las demás naciones y haciendo de la grande nation un epíteto jocoso. Ahora bien, para explicar con más detalle el susodicho error de prestar una atención desmesurada a la opinión ajena, séame permitido incluir aquí un ejemplo —afortunado como pocos y en verdad superlativo, por el juego de luces entre las circunstancias y el carácter— de esta necedad inherente a la naturaleza humana, ya que el mismo permite calibrar exactamente la fuerza de esta sorprendente motivación. Se trata de un fragmento tomado de un reportaje del Times del 31 de marzo de 1846, sobre la ejecución, recién ocurrida, de un tal Thomas Wix, un obrero que había asesinado a su patrón por venganza: «En la mañana pautada para la ejecución, el reverendo capellán de la prisión se presentó ante el reo. Sólo que Wix, sereno, no pareció interesarse por sus exhortaciones: lo único que realmente parecía preocuparle era comportarse con la máxima entereza ante los testigos de su ignominioso fin […] Esto es algo en lo que, por cierto, tuvo éxito. En el patio donde debía subir al cadalso erigido muy cerca de la cárcel, exclamó: “Pues bien, como ha dicho el doctor Dodd, ¡pronto seré testigo del gran misterio!”. Ascendió las gradas sin ninguna ayuda, a pesar de llevar las manos atadas: una vez arriba, saludó a los espectadores con reverencias a derecha e izquierda, que fueron respondidas y recompensadas con una atronadora ovación de la multitud congregada», etc. He aquí un magnífico botón de muestra de la adicción al honor, de cómo alguien que se enfrenta a la muerte en una de sus formas más aterradoras, y a la eternidad subsiguiente, ¡no tiene otro escrúpulo que la impresión que va a causar en un grupo de mirones y la opinión que dejará en sus mentes! Y, sin embargo, también un tal Lecomte, ejecutado ese mismo año en Francia por haber atentado contra la vida del rey, estuvo igualmente molesto durante su juicio por no haber podido comparecer ante la Cámara de los Pares adecuadamente vestido, y una de las cosas que más sintió cuando iba a ser ejecutado fue que no se le hubiera permitido afeitarse. Que en épocas pasadas la situación no fue muy distinta es algo que podemos colegir de lo que dice Mateo Alemán en el Prefacio («Declaración») a su famosa novela Guzmán de Alfarache, a saber, que muchos criminales sórdidos dedican las últimas horas de su vida no a salvar su alma, como deberían, sino a componer y memorizar un pequeño discurso con la intención de pronunciarlo desde las gradas del patíbulo. También nosotros, sin embargo, deberíamos vernos reflejados en tales personajes: pues la más clara explicación de cualquier cosa la brindan siempre instancias colosales. Los cuidados, preocupaciones, obsesiones, enfados, miedos, esfuerzos, etc., de todos nosotros están enfocados, quizás la mayoría de las veces, hacia la opinión ajena, y no son menos absurdos que los de aquellos pobres pecadores. E incluso nuestra envidia y nuestro odio tienen casi siempre el mismo origen.
Ahora bien, es obvio que pocas cosas son más aptas para promover nuestra felicidad —la cual está basada en buena medida en la serenidad de ánimo y en la satisfacción personal— que el tratar de reducir este móvil de las acciones a su dimensión racionalmente justificable, la cual posiblemente no llegue a la quincuagésima parte de la presente, o, en otras palabras, que el sacar de nuestra carne esta espina permanentemente dolorosa. Se trata, sin embargo, de algo muy difícil, pues nos enfrentamos a un error natural e innato. Etiam sapientibus cupido gloriae novissima exuitur [«La pasión por la gloria es lo último en ser abandonado, incluso por los sabios»)[72], dice Tácito (Hist. IV, 6). Para librarnos de este error, el único remedio efectivo es reconocerlo como tal y, con esa finalidad, reflexionar sobre lo totalmente falsas, retorcidas, perniciosas y absurdas que suelen ser la mayoría de las opiniones de las cabezas de los hombres, lo que las hace indignas de la menor atención; en segundo lugar, debemos reflexionar sobre lo poco que debería afectarnos realmente la opinión ajena en casi todos los asuntos y circunstancias de la vida; cuán desfavorable suele ser, de modo que probablemente tendríamos que guardar cama del disgusto si supiéramos todo lo que los demás dicen de nosotros y en qué tono evocan nuestro nombre; finalmente, cómo el honor mismo sólo posee un valor indirecto y no inmediato, etc. Si de esta forma lográsemos desprendernos de aquella quimera colectiva, estaríamos más tranquilos y seríamos más alegres, confiaríamos más firmemente en nosotros mismos y nuestra conducta sería más desinhibida y natural. La influencia tan benéfica que ejerce una vida retraída sobre nuestra serenidad de ánimo se basa casi siempre en que evita que tengamos que estar continuamente bajo la mirada de los demás, nos libra de preocuparnos de cuáles puedan ser las opiniones de estos y nos restituye el control de nuestro ser. Al mismo tiempo nos evitaríamos muchos infortunios a los que nos arrastra ese empeño puramente ideal, o, mejor dicho, ese incurable desvarío, y podríamos encauzar nuestra energía hacia la obtención de bienes sólidos y disfrutarlos mucho más. Pero, como ya se dijo, χαλεπὰ τὰ καλά[73].
La aquí examinada insensatez de nuestra naturaleza tiene tres vástagos: la ambición, la vanidad y el orgullo. Los dos últimos se distinguen entre sí en que el orgullo es la convicción ya consolidada de la valía inusual que uno tiene en cualquier aspecto; mientras que la vanidad consiste en el deseo de suscitar dicha convicción en los demás, el cual está generalmente ligado a la esperanza secreta de convertir tal convicción en propia. Lo anterior implica que el orgullo es la alta valoración de sí mismo proveniente del fuero interno, una valoración por lo tanto inmediata; en cambio, la vanidad es el esfuerzo por obtener esta última desde fuera, es decir, de forma indirecta. De ahí que la vanidad convierta a la gente en locuaz, y el orgullo en taciturna. Pero el vanidoso debería saber que la alta opinión ajena que tanto anhela podría ser alcanzada de manera mucho más fácil y segura guardando un silencio implacable, aunque se tengan las cosas más hermosas que decir. Orgulloso no es el que quiere serlo, a lo sumo se podrá simular orgullo, pero pronto habrá que dejar de representar el papel, como sucede en general con cualquier actitud fingida. Pues sólo la convicción firme, interior e inconmovible de que se poseen cualidades sobresalientes y una valía específica propia es capaz de hacer que alguien se sienta orgulloso. Esta convicción podrá ser errada, o basarse incluso en cualidades puramente exteriores y convencionales; pero eso no perjudica al orgullo, siempre que sea sincera y esté realmente presente. Debido, pues, a que el orgullo hunde sus raíces en la convicción, se sustrae, como el conocimiento, a nuestro arbitrio. Su peor enemigo —y me refiero a su mayor obstáculo— es la vanidad, la cual pretende obtener el aplauso ajeno para fundar en él una elevada opinión de sí mismo, aunque la firmeza de esta última era, como se dijo arriba, una de las condiciones indispensables del orgullo.
Ahora bien, es verdad que se suele criticar y proscribir el orgullo; pero sospecho que esto es algo que hacen sobre todo aquellos que no tienen nada de lo que estar orgullosos. Dado el descaro y la bellaquería de la mayoría de los hombres, todo el que tenga cualidades hará bien en no perderlas de vista, para que no se le olviden: pues quien las ignore candorosamente y se presente ante los demás como si fuera su igual será al punto considerado sinceramente como tal. Me gustaría encarecer esta precaución sobre todo a aquellas personas cuyas cualidades sean del tipo más elevado, es decir, reales y, por ende, personales; ya que estas, a diferencia de las condecoraciones y los títulos, no pueden ser evocadas a voluntad por medio de los sentidos: de lo contrario, verán ejemplificado demasiado a menudo lo del sus Minervam [«el puerco (enseña) a Minerva»][74]. «Bromea con un esclavo y pronto te enseñará el trasero» es un excelente proverbio árabe; y nada desdeñable es el horaciano sume superbiam, quesitam meritis [«Asume el orgullo que te ganaste con méritos»][75]. La virtud de la modestia es probablemente un invento notable de la canalla; pues, en un ejercicio de nivelación magnánima, obliga a cada cual a hablar como si perteneciera a esta, haciendo que al final todos sean canalla.
La forma más accesible del orgullo es, no obstante, el orgullo nacional. Pues denota en su portador la carencia de cualidades individuales de las que este se pudiera sentir orgulloso, ya que, de otro modo, no estaría recurriendo a algo que comparte con millones de personas. Quien posee dotes sobresalientes, en efecto, tiende a reconocer abiertamente los errores de su propia nación, a los que nunca pierde de vista. Pero el pobre diablo que no tiene nada en el mundo de lo que estar orgulloso apela al último de los recursos, a saber, vanagloriarse de su nación, de la que él, justamente, forma parte: esto lo reconforta, suscitando su agradecimiento y su disposición a defender πύξ καὶ λάξ [«con manos y pies»] todos los errores y torpezas que aquejan a la patria. De ahí que, por ejemplo, entre cincuenta ingleses difícilmente se hallará a más de uno que esté dispuesto a asentir cuando se habla con el debido desprecio del fanatismo estúpido y degradante de su nación; ese uno, sin embargo, suele ser un hombre con cabeza. Los alemanes están por lo general exentos del orgullo nacional, haciendo así justicia a su fama de honestos; a excepción de algunos pocos que se jactan de ese orgullo y alegan ridículamente poseerlo; esto se aplica sobre todo a los «hermanos alemanes» y a los demócratas, que halagan al pueblo con el fin de seducirlo. Es cierto que se suele alegar que los alemanes inventaron la pólvora en este particular; pero yo no puedo suscribir esta opinión. Lichtenberg, por ejemplo, pregunta: «¿Por qué no es fácil que alguien que no es alemán se vanaglorie de serlo y, en cambio, es frecuente que alguien que se quiere vanagloriar se haga pasar por francés o por inglés?»[76]. Sea como fuere, la individualidad prevalece mucho sobre la nacionalidad, y en una persona dada merece mil veces más reconocimiento la primera que la segunda. Sobre el carácter típico de los habitantes de una nación, nunca hay, si somos sinceros, mucho de bueno que decir, ya que nos estamos refiriendo a una masa de gente. Ocurre más bien que la incapacidad, la mentira y la maldad se presentan de forma particular en cada país, y es a esto precisamente a lo que suele denominarse carácter nacional. Asqueados de un carácter nacional, nos damos a la tarea de alabar a otro, hasta que a su vez le llega el turno a este último. Cada nación se burla de las demás, y todas tienen razón.
El objeto de este capítulo, aquello que representamos en el mundo, es decir, lo que somos a ojos de los demás, puede subdividirse, como se dijo arriba, en el honor, el rango y la fama.
El rango, por mucha importancia que le atribuyan la masa y los filisteos, por muy grande que sea su utilidad en el engranaje de la maquinaria estatal, es algo que, en lo que aquí nos concierne, podemos despachar en pocas palabras. Se trata de un valor convencional, es decir, realmente espurio: su efecto es una estimación ficticia, y todo el asunto se reduce a una comedia destinada a la gran masa. Las condecoraciones son letras de cambio, libradas a la opinión pública: su valor real depende del crédito del emisor. Y sin embargo, aparte de que le ahorran al Estado, como sustituto de compensaciones pecuniarias, enormes sumas de dinero, son indudablemente una institución muy útil; siempre y cuando, claro está, se otorguen con discernimiento y equidad. La gran masa tiene ojos y oídos, pero no mucho más: sus juicios son endebles, y su memoria, mala. Algunos méritos caen totalmente fuera del ámbito de su comprensión, mientras que otros, que entiende y aclama cuando por primera vez se presentan, los olvida muy pronto. Por eso me parece muy acertado valerse de cruces o estrellas para gritarle a la masa en todo tiempo y lugar: «¡Este hombre no es como ustedes: tiene méritos!». Pero las condecoraciones pierden este valor cuando son otorgadas de manera injusta, arbitraria o desproporcionada; de ahí que un gobernante deba ser tan cuidadoso al otorgarlas como un banquero que firma letras de cambio. La inscripción pour le mérite grabada sobre una cruz es un pleonasmo: toda orden debería ser pour le mérite ça va san dire [«por el mérito: se sobreentiende»].
Mucho más compleja y prolija que la discusión sobre el rango es la que versa sobre el honor. Debemos comenzar por definir a este último. Si con este propósito yo dijera que el honor es la conciencia exterior, y la conciencia, en cambio, el honor interior, más de uno se sentiría complacido; pero esta explicación sería más deslumbradora que clara y profunda. Por lo tanto, prefiero afirmar que el honor es, desde el punto de vista objetivo, la opinión de los demás sobre nuestra valía, y, desde el punto de vista subjetivo, nuestro temor respecto de dicha opinión. En esta última condición suele ejercer una influencia muy benéfica, aunque no puramente moral, siempre y cuando, por supuesto, se trate de un hombre honorable.
La raíz y el origen del sentimiento del honor y del oprobio, inherente a toda persona que no esté totalmente corrompida, junto al valor que se le atribuye al mismo, residen en lo siguiente. Es poco lo que el hombre, esa especie de Robinson desvalido, puede hacer por sí mismo: sólo colaborando con otros es y puede lograr muchas cosas. Apenas clarea su entendimiento se da cuenta de esta situación y siente el deseo de ser reconocido como un miembro activo de la sociedad, es decir, como alguien capaz de cooperar pro parte virili [«como hombre de pleno derecho»] y, por lo tanto, con derecho a recibir los beneficios de la comunidad de los hombres. Para convertirse en tal, primero tiene que llevar a cabo lo que se espera de todos en todas partes, y luego, aquello que se exige y espera de él debido a la posición particular que haya decidido ocupar. Con igual presteza se da cuenta de que no se trata de que él mismo esté convencido de que es un miembro de la sociedad, sino de que lo estén los demás. De ahí su celo por ganarse la opinión favorable de estos, y el elevado valor que concede a la misma: ambas cosas se presentan con la espontaneidad de un sentimiento innato, conocido como sentimiento del honor y, en ciertos contextos, como sentimiento de pudor o vergüenza (verecundia). Esto es lo que provoca que nuestro hombre se sonroje cada vez que cree que puede desmerecer repentinamente a ojos de los demás, aunque se sepa inocente; incluso en las ocasiones en las que la falta descubierta es sólo relativa, por referirse a una obligación asumida voluntariamente; por otra parte, nada fortalece tanto su ánimo como la convicción adquirida, o reforzada, de que cuenta con la opinión favorable de sus congéneres; pues esta le augura la protección y el auxilio de las fuerzas mancomunadas del colectivo, las cuales operan como una muralla infinitamente más poderosa que la suya contra las adversidades.
Las varias especies de honor surgen de las diferentes relaciones en las que el hombre se encuentra con los otros y a consecuencia de las cuales estos le otorgan su confianza, es decir, tienen una buena opinión de él. Dichas relaciones son principalmente la de lo mío y lo tuyo, luego, las prestaciones de quienes han adquirido compromisos, y, finalmente, las relaciones sexuales: de ellas surgen respectivamente el honor civil o burgués, el honor del cargo y el honor sexual, cada uno dotado de subespecies.
La esfera de aplicación más amplia la tiene el honor civil o burgués: consiste en la demanda de que respetaremos incondicionalmente los derechos ajenos y que, por lo tanto, jamás emplearemos en nuestro propio beneficio medios injustos o prohibidos por la ley. Es la condición necesaria de que todos puedan convivir pacíficamente. Se pierde por una sola acción que se le oponga abierta y violentamente y, en consecuencia, también por cualquier condena criminal; aunque sólo en caso de que esta haya sido impartida de manera justa. Pero el honor siempre se basa, en última instancia, en la creencia en la inmutabilidad del carácter moral, debido a la cual una sola acción malvada permite inferir la misma índole moral de todas las sucesivas, siempre que se presenten circunstancias similares; esto lo confirma la expresión inglesa character, que designa el renombre, la reputación y el honor. Precisamente por ello no es posible recuperar el honor una vez que se ha perdido; a menos que la pérdida se deba a un error como una calumnia o una falsa apariencia. De ahí que existan leyes contra la maledicencia, los pasquines y las injurias: pues la injuria, el simple insulto, es una calumnia sumaria, sin especificación de razones, lo cual, dicho en griego, rezaría: ἔστι ἠ λοιδορία διαβολὴ σύντομος [«la injuria es una calumnia sumaria»][77], frase que, sin embargo, no está documentada. Es cierto que quien insulta pone de manifiesto que no tiene nada de real y verdadero que aducir contra el otro; pues, de lo contrario, lo habría presentado como premisa, confiando en que los oyentes extrajesen la conclusión; en lugar de ello se vale de la presunción de los demás de que están actuando así por razones de brevedad. El honor civil o burgués obtiene su nombre, claramente, del correspondiente estamento social; pero su validez se extiende indiferentemente a todos los estamentos, sin excluir a los más encumbrados: ningún hombre puede sustraérsele y se trata de una cuestión muy seria que nadie debería tomar a la ligera. Quien quebranta la lealtad y la confianza las pierde para siempre, no importa quién sea ni lo que haga más tarde, y los frutos amargos de esta pérdida no se harán esperar.
El honor posee, hasta cierto punto, un carácter negativo, a saber, por contraposición a la fama, que lo tiene positivo. Pues el honor no es una opinión que se refiera a cualidades especiales, que sólo conciernen a un sujeto en particular, sino, por el contrario, a cualidades que se presuponen, y de las que, por lo tanto, tampoco se debe carecer. Significa únicamente que el individuo respectivo no es una excepción; mientras que la fama proclama que sí la es. La fama, por ende, tiene que conquistarse; el honor, conservarse. Y, a la inversa, la ausencia de fama denota oscuridad, y es algo negativo; mientras que la ausencia de honor es oprobio, una cosa positiva. Esta negatividad no debe, sin embargo, confundirse con pasividad: antes bien, el honor posee un carácter completamente activo. Procede sólo del sujeto en quien recae, depende de lo que este hace o deja de hacer, y no de lo que otros hacen ni de lo que le sobreviene: es, por lo tanto, τῶν ἐφ᾽ ἡμῖν [«perteneciente a las cosas que dependen de nosotros»][78]. Esto también constituye, como veremos enseguida, un rasgo distintivo del honor auténtico por contraste con el honor caballeresco, que es un honor espurio. La calumnia es la única manera en que el honor puede ser afectado desde fuera, y el único antídoto de esta es la refutación, acompañada de una adecuada publicidad y el desenmascaramiento del calumniador.
El respeto a la edad parece estar basado en el hecho de que el honor de las personas jóvenes, aunque supuesto tácitamente, no ha sido comprobado aún y, por lo tanto, existe sólo a crédito. En las mayores, en cambio, debe haberse verificado a lo largo de la vida si pudieron, a través de sus cambios, mantener su honor. Pues ni los años —que también alcanzan, y a veces en mayor número que hombre, los animales irracionales— ni la experiencia, entendida como mera familiaridad con los asuntos del mundo, pueden por sí mismos ser considerados como la causa del respeto que los jóvenes rinden a sus mayores y que se exige en todas partes: la simple debilidad senil daría más derecho a la indulgencia que al respeto. Es curioso, sin embargo, que el respeto por las canas sea en el hombre hasta cierto punto innato y, por lo tanto, instintivo. Las arrugas, un signo mucho más inequívoco de envejecimiento, no producen ni de lejos el mismo efecto; nunca se habla de arrugas venerables, pero sí de canas venerables.
El valor del honor es sólo indirecto. Pues como se mostró al comienzo de este capítulo, la opinión que los demás tienen de nosotros sólo puede importarnos en la medida en que afecta o puede afectar el comportamiento de ellos hacia nosotros. Este es el caso, no obstante, mientras convivamos con otras personas o nos movamos entre ellas. Pues como en el estado civilizado debemos nuestra seguridad y nuestro derecho a poseer bienes únicamente a la sociedad, y como necesitamos asimismo de los demás en lo que emprendemos y estos deben tenernos confianza para poder involucrarse con nosotros, la opinión que ellos tengan de nosotros nos afecta de manera significativa, aunque indirecta; en cambio, no puedo reconocerle a esta opinión una importancia directa. Coincidiendo con lo anterior, Cicerón nos dice: de bona autem fama Chrysippus quidem et Diogenes, detracta utilitate, ne digitum quidem, ejus causa, porrigendum esse dicebant. Quibus ego vehementer assentior [«De la buena reputación dicen Crisipo y Diógenes que uno, si no es por la utilidad, no debería mover ni un dedo por causa suya. A lo cual asiento totalmente»][79] (Fin. III, 17). De manera similar, Helvecio, en su obra maestra De l’esprit (Disc. III, cap. 13), da una explicación detallada de esta verdad, cuya conclusión es: nous n’aimons pas l’estime pour l’estime, mais uniquement pours les avantages qu’elle procure [«No amamos la estima por la estima misma, sino únicamente por las ventajas que nos procura»][80]. Puesto que el medio nunca puede ser más importante que el fin, la sentencia rimbombante «el honor vale más que la vida» es, como ya se dijo, una mera hipérbole.
Hasta aquí el honor burgués o civil. El honor del cargo es la opinión generalizada de los demás de que un hombre que ocupa un cargo posee realmente todas las cualidades requeridas para el mismo y siempre cumple escrupulosamente con todas sus obligaciones administrativas. Cuanto más importante y grande sea el círculo de acción de un hombre en el Estado, es decir, cuanto más elevado e influyente sea el cargo que ocupa, tanto más elevada habrá de ser la opinión sobre las capacidades intelectuales y cualidades morales que lo capacitan para el mismo: ello acarrea un grado proporcionalmente más alto de honor, cuya expresión son tanto los títulos, condecoraciones, etc., como el comportamiento subordinado que los demás le dispensan. De acuerdo con este criterio, el estamento suele ser determinante para el respectivo grado de honor, aunque este depende también de la capacidad de la masa para juzgar sobre la importancia del mismo. Pero indefectiblemente se le reconoce a aquel que tiene y cumple obligaciones especiales más honor que al ciudadano común, cuyo honor está basado principalmente en cualidades negativas.
El honor del cargo exige además que quien lo ocupa lo haga respetar, en consideración a sus colegas y sucesores, a través del mencionado cumplimiento escrupuloso de sus deberes, no dejando impunes los ataques dirigidos contra el cargo y su persona en calidad de titular del mismo, es decir, manifestaciones en el sentido de que no ejerce puntualmente las responsabilidades del cargo o no lo desempeña para provecho de la colectividad, y probando con sanciones legales que tales ataques carecían de fundamento.
Subespecies del honor del cargo son el honor del funcionario público, el del médico, el del abogado, el de todo maestro de la enseñanza pública, es más, el de todo graduado, y en suma, el de todo el que habiendo sido oficialmente declarado apto para una actividad que involucra el uso de una facultad del espíritu, se haya comprometido, en virtud de ello, a ejercerla; en una palabra, el honor de todos los empleados públicos. De ahí que haya que incluir aquí el honor militar genuino: consiste en que quien se haya comprometido con la defensa de la patria común, posea realmente las cualidades que se requieren para ello, que son principalmente el arrojo, la valentía y la fuerza física, y esté seriamente dispuesto a defenderla hasta con su propia vida y a jamás abandonar por nada del mundo la bandera a la cual prestara juramento. He tomado aquí el honor del cargo en un sentido más amplio que el corriente, que denota el respeto que los ciudadanos deben a los cargos como tales.
El honor sexual amerita, a mi parecer, un estudio detallado y la remisión de sus principios hasta las raíces del mismo, lo cual confirmará una vez más que todo honor se basa, en último término, en consideraciones de tipo utilitario. El honor sexual se divide, de acuerdo con su naturaleza, en honor femenino y masculino, y es en ambos casos un esprit de corps [«espíritu corporativo»] conscientemente asumido. El primero es, con mucho, el más destacado de los dos, puesto que en la vida de la mujer la relación sexual es lo más importante. El honor femenino consiste, entonces, en la opinión generalizada, con respecto a una joven, de que esta no se ha entregado a ningún hombre; y con respecto a una señora, de que sólo se ha entregado a aquel con quien se casó. La importancia de esta opinión se basa en lo siguiente. El género femenino exige y espera todo del masculino y, en especial, todo lo que desea y necesita; en cambio, el masculino exige de la mujer, en principio y de manera directa, sólo una cosa. De ahí que haya tenido que crearse un pacto para que el género masculino sólo pueda obtener lo que ansia del femenino a costa de asumir el cuidado de todo y, adicionalmente, el de los hijos nacidos de la unión entre ambos: de ese artificio depende el bienestar del conjunto del género femenino. Para poder darle solidez, el género femenino está obligado a mantenerse unido y demostrar esprit de corps. No es extraño, pues, que cierre filas y se enfrente en bloque, como ante un enemigo común, al conjunto del género masculino, el cual, dada la superioridad de sus fuerzas físicas e intelectuales, tiene el monopolio de los bienes de la tierra, con el fin, esto es, de vencerlo y conquistarlo para que, a través de su posesión, se pueda acceder a la de estos últimos. Con ese fin, se establece como máxima de honor de todo el género femenino el denegar al masculino los favores del sexo fuera del matrimonio; para que de esta forma todo hombre se vea obligado a contraer nupcias, las cuales son una especie de capitulación, y quede así asegurada la manutención del género femenino en su conjunto. Este fin sólo puede ser alcanzado, empero, si la máxima aludida es observada con rigurosidad; razón por la cual el género femenino vela en bloque, con auténtico esprit de corps, por que todos sus miembros la respeten. En consecuencia, toda joven que, teniendo relaciones sexuales sin estar casada, traicione al conjunto del género femenino, cuyo bienestar futuro quedaría socavado si la conducta de ella se generalizase, será expulsada del mismo y colmada de oprobio: habrá perdido su honor. Ninguna otra mujer podrá tratar con ella; y se la aislará como si tuviera la peste. El mismo destino le aguarda a la adúltera; pues al incumplir los términos de la capitulación suscrita por su esposo, disuade con su ejemplo a los hombres de pactar en el futuro una capitulación semejante, que era, sin embargo, la base de la felicidad del género femenino. Además, la adúltera pierde, debido a su burda falta de palabra y a su engaño, no sólo el honor sexual, sino también el burgués o civil. Por eso se suele hablar, con cierta indulgencia, de «una joven caída», pero no de «una esposa caída»; y el seductor puede restituirle el honor a aquella con el matrimonio; pero la adúltera no lo recuperará ni siquiera después de haberse divorciado. Así pues, esta clara explicación permite reconocer el fundamento del principio del honor femenino en un esprit de corps beneficioso e incluso indispensable, aunque calculado y basado en el interés; por lo que, si se quiere, se le podrá asignar a este la máxima importancia en la vida de la mujer, un gran papel relativo, pero nunca un papel absoluto, que vaya más allá de la vida y de sus metas, y que por lo tanto pueda llegar a ser obtenido a costa de estas. No cabe, pues, aplaudir las acciones desmesuradas de una Lucrecia y un Virginio, rayanas en farsa grotesca. Eso es precisamente lo irritante del final del drama Emilia Galotti, tras ver el cual uno abandona la sala de teatro totalmente malhumorado. En cambio, la Klärchen del drama Egmont provoca, a pesar del honor sexual, nuestra simpatía. Esta exacerbación del principio del honor femenino es una manera más de olvidar el fin por estar uno enfocado en los medios: pues con un extremismo semejante se le endilga al honor sexual un valor absoluto, mientras que lo tiene relativo, incluso más que los otros tipos de honor; y hasta podría decirse que es meramente convencional, cuando se constata, en el De concubinatu de Thomasius, que en casi todos los países y épocas históricas, hasta la llegada de la Reforma luterana, el concubinato había sido una relación legalmente permitida y reconocida, en la que la concubina conservaba su honor; para no hablar de la Mylitta de Babilonia[81] (Heródoto I, 199), etc. Por otra parte, hay muchos convencionalismos burgueses que no permiten la formalidad externa del matrimonio, sobre todo en países católicos, donde no existe el divorcio; pero ello vale universalmente para los gobernantes en ejercicio, los cuales, en mi opinión, actúan de forma moralmente más correcta manteniendo una amante que contrayendo un matrimonio morganático, cuyos descendientes pudieran alegar derechos sucesorios si falleciesen los herederos legítimos; con lo cual se genera la posibilidad, por muy remota que sea, de una guerra civil. Además, dicho matrimonio morganático, que en el fondo es un matrimonio pactado contra viento y marea, no es en realidad sino una concesión hecha a las mujeres y a los curas, dos grupos, por cierto, a los que nunca se debería hacer concesiones. Hay que tener en cuenta que cualquiera tiene derecho a escoger en cualquier país la mujer de su elección; solo una persona es privada de este derecho sobrenatural: el soberano. Su mano pertenece a su país y es otorgada siguiendo la razón de Estado, es decir, el bienestar de la nación. Pero ocurre que el soberano también es un hombre que quiere poder seguir algún día los dictados de su corazón. Por eso es tan injusto como ingrato, además de pequeñoburgués, denegar a un soberano el derecho a tener una amante, o quererlo censurar si la tiene; siempre y cuando, claro está, no se le permita a esta intervenir en los asuntos de Estado. Además, tal amante representa, con respecto al honor sexual, una especie de excepción a la regla general: pues únicamente se ha entregado a un hombre que quizás la ame y sea amado por ella, pero que jamás podrá desposarla. Ahora bien, quizá no haya nada que muestre con mayor claridad el origen no puramente natural del principio del honor femenino que los numerosos sacrificios sangrientos que se le rinden, desde casos de infanticidio hasta el suicidio de las madres. Desde luego, una joven que se prostituye transgrediendo la ley quebranta la fidelidad que debe a todo su género: pero esa fidelidad está sólo presupuesta, y no ha sido jurada. Y como casi siempre la persona más perjudicada resulta ser la muchacha misma, esta peca muchísimo más por imprudencia que por maldad.
El honor sexual de los hombres es una reacción al de las mujeres, un esprit de corps opuesto al de ellas, que exige que quien haya consentido en una capitulación como la del matrimonio, que tan ventajosa es para la contraparte, ahora vele porque se cumplan sus términos; de modo que al menos ese pacto no pierda su firmeza a causa del resquebrajamiento derivado de una observancia laxa del mismo; no sea que los hombres, a pesar de haberlo entregado todo, ni siquiera tengan asegurado aquello único que han logrado obtener a cambio, esto es, la posesión exclusiva de la mujer. En consecuencia, el honor del marido exige que ponga al descubierto el adulterio de su esposa y que lo castigue como mínimo separándose de ella. Pero si lo tolera a sabiendas, será cubierto de oprobio por la cofradía de los varones: un oprobio, empero, que, lejos de ser tan grave como el que afecta a la mujer cuando pierde su honor sexual, constituye más bien una levioris notae macula [«una mancha de poca importancia»]; porque la relación sexual tiene un carácter subordinado para el varón, el cual participa también de muchas otras e importantes relaciones. Los dos grandes dramaturgos de la época moderna han tomado como tema este honor masculino, y por partida doble: Shakespeare, en Otelo y en el Cuento de invierno; y Calderón, en El médico de su honra y en A secreto agravio secreta venganza. Por lo demás, este tipo de honor exige únicamente el castigo de la mujer, no el de su amante; ya que esto último no sería sino un opus supererogationis [«prestación que supera lo exigido»): lo cual confirma la idea mencionada de que dicho honor se origina en el esprit de corps masculino.
El honor, tal como lo he considerado hasta ahora, según sus géneros y principios básicos, aparece como algo universalmente válido en todos los pueblos y épocas; si bien se pueden constatar en el honor femenino variantes locales e históricas en sus principios fundamentales. Sin embargo, existe un género del honor que es totalmente distinto de aquel otro honor extendido y universalmente válido, un honor del cual no tuvieron la más mínima noción ni los griegos ni los romanos, y del que ni los chinos ni los hindúes ni los musulmanes han oído hablar hasta hoy. Pues surgió apenas en la Edad Media y sólo arraigó en la Europa cristiana, y, por cierto, no en toda ella, sino sólo en un pequeño núcleo de su población, a saber, en los estamentos superiores de la sociedad y en quienes los imitaban. Se trata del honor caballeresco o point d’honneur. Puesto que sus elementos básicos son totalmente diferentes de los discutidos anteriormente, e incluso se oponen parcialmente a ellos, en cuanto que los primeros dan lugar al hombre honorable, y estos últimos, en cambio, al hombre de honor, me propongo presentar aquí sus principios bajo la forma particular de un código o espejo del honor caballeresco:
1. El honor no consiste en la opinión que los demás tengan de nuestra valía, sino sólo en las manifestaciones de tal opinión; no importa si en realidad la opinión manifestada existe o no; y menos, si tiene o no algún fundamento. De ahí que los demás puedan tener una pésima opinión sobre nosotros o despreciarnos profundamente a causa de nuestro modo de vida; mientras nadie se atreva a manifestarla en voz alta, nuestro honor no se verá afectado en nada. Y, viceversa, si a través de nuestras cualidades y nuestras acciones obligamos a todos los demás a tener una alta opinión de nosotros (pues esto no es algo que dependa de su arbitrio), basta con que una sola persona —por muy ruin o necia que sea— exprese en voz alta su menosprecio hacia nosotros para que nuestro honor quede inmediatamente mancillado e, incluso, perdido para siempre… a menos que sea restablecido. Una prueba adicional, si es que se necesitase, de que lo relevante aquí no es en modo alguno la opinión de los demás, sino únicamente la manifestación de la misma, es que los insultos pueden ser retirados o, en caso necesario, neutralizados por medio de súplicas, lo que hace que sea como si nunca hubiesen sido proferidos; el que la opinión que los provocó haya cambiado o no, y por qué, es irrelevante: si se anula la manifestación, todo vuelve a la normalidad. De lo que se trata aquí no es de ganarse el respeto, sino de imponerlo por la fuerza.
2. El honor de un hombre no depende de lo que hace, sino de lo que padece, de lo que le pasa. Si de acuerdo con los fundamentos del honor examinado al comienzo, y vigente en todas partes, el honor dependía únicamente de lo que el sujeto mismo dice o hace, el honor caballeresco, en cambio, depende de lo que dice o hace otro individuo. De ahí que esté en las manos —o, simplemente, en la punta de la lengua— del primero que se presenta, y pueda, si este lo decide, perderse para siempre; a menos que el afectado lo recupere mediante un proceso de reparación que será mencionado en breve, pero que desde luego supone un riesgo para su vida, su salud, su libertad, su fortuna y su paz de espíritu. Según esto, lo que hace o deja de hacer un hombre podrá ser lo más honesto y desinteresado del mundo, su ánimo el más puro, su intelecto el más eminente; sin embargo, ese hombre podrá perder su honra desde el preciso instante en que a un individuo cualquiera se le ocurra insultarlo, siempre que este último no viole, eso sí, el susodicho código de honor, aunque pueda ser el granuja más indigno, el animal más bruto, un holgazán, un jugador o un acumulador de deudas, y, en suma, un hombre que no merece que otro le dirija una mirada. Es más, casi siempre será un sujeto así el que se incline a insultarlo; porque, como dice Séneca, ut quisque contemtissimus et ludibrio est, ita solutissimae linguae est («Cuanto más despreciable y ridículo es alguien, tanto más suelta tiene la lengua»][82] (De constantia, 11); además, ese sujeto tenderá a agredir más fácilmente a una persona como la descrita algo más arriba; pues los opuestos se repelen y la contemplación de cualidades de orden superior suele suscitar la furia callada del sentimiento de inferioridad; por lo que el propio Goethe dice:
Was klagst du über Feinde?
Sollten Solche je werden Freunde,
Denen das Wesen, wie du bist,
Im Stillen ein ewiger Vorwurf ist?[83]
W.-Ö. Divan
Se echa de ver por qué personas como las recién retratadas tienen tanto que agradecer al principio del honor; pues este las equipara a quienes de otra manera estarían en todo sentido fuera de su alcance. Si alguien así insulta a otra persona, es decir, le atribuye un defecto, esto vale de inmediato como un juicio objetivamente cierto y bien fundado, un decreto con fuerza de ley, algo que incluso permanecerá verdadero y válido por toda la eternidad a menos que sea inmediatamente lavado con sangre: el insultado se queda (a ojos de toda la «gente de honor») como aquello que el insultante (aunque sea el último entre los hijos de esta tierra) haya dicho que es; pues no en balde aquel dejó (y este es el terminus technicus al uso) «que la cosa quedara así». A partir de ese momento, la «gente de honor» lo despreciará completamente y huirá de él como si fuera un apestado, negándose, por ejemplo, a asistir a una reunión a la que haya sido invitado, etc. Estoy seguro de que esta sabia manera de ver las cosas se retrotrae al hecho de que en la Edad Media, hasta bien entrado el siglo XV (según los «Beiträge zur deutschen Geschichte, besonders des deutschen Strafrechts»[84], 1845, de C. G. von Wächter), en los procesos criminales el acusador no era quien debía demostrar la culpa, sino el acusado quien debía probar su inocencia. Esto podía ocurrir mediante un juramento purificador, para lo cual sin embargo el acusado necesitaba la asistencia de los denominados testigos de juramento (consacramentales), los cuales declaraban estar convencidos de que era incapaz de cometer perjurio. Pero si no disponía de ellos o el acusador no admitía los que presentaba, entonces tenía lugar un Juicio de Dios, el cual solía consistir en un duelo a muerte pues el acusado estaba ahora «ultrajado» y tenía que purificarse. Vemos aquí el origen de la noción del ultraje y del procedimiento en su conjunto, tal como sigue estando vigente entre la «gente de honor» salvo en lo que se refiere a la figura del juramento. Esto explica también la obligada y grandísima indignación con que la «gente de honor» reacciona ante el reproche de que es mentirosa y clama por una venganza sangrienta; lo cual, por cierto, no deja de ser curioso, dada la cotidianidad de las mentiras; pero que particularmente en Inglaterra ha crecido hasta convertirse en una superstición muy arraigada. (En el fondo, todos los que quisiesen castigar con la pena de muerte el reproche del mentiroso, deberían no haber mentido en toda su vida). Por cierto, en aquellos procesos criminales de la Edad Media la fórmula sumaria consistía en que el acusado replicase al acusador: «¡Mientes!», lo cual permitía inferir la proximidad de un Juicio de Dios; de ahí que, según el código de honor caballeresco, haya que contestar el reproche de mentiroso recurriendo inmediatamente a las armas. Hasta aquí lo concerniente a los insultos. Pero ocurre que hay algo todavía más indignante que el insulto, algo tan terrible que debo pedir excusas a las «gentes de honor» por su sola mención en este código del honor caballeresco, pues sé de sobra que a estas, con sólo imaginárselo, se les estremece la piel y se les erizan los cabellos, debido a que es el summum malum, el colmo de los males de este mundo, más grave aún que la muerte y la condenación eterna. Me refiero a que alguien pueda, horribile dictu [«horrible de decir»], propinarle a otro una bofetada o un golpe. Este acontecimiento espantoso supone una destrucción tan fulminante de la honra, que, mientras que todas las demás lesiones al honor pueden ser sanadas con algunas heridas de sangre, esta exige para su curación completa un auténtico homicidio.
3. El honor no tiene nada que ver con lo que el hombre pueda ser en y para sí mismo, o con la cuestión de si su naturaleza moral podrá cambiar alguna vez, y todas esas pedanterías de letrado; sino que cuando es lesionado, o momentáneamente perdido, puede ser restituido de forma inmediata y completa, con tal de que se proceda de inmediato, a través de un remedio universal: el duelo. Pero si el ofensor no pertenece a los estamentos que respetan el código del honor caballeresco, o si lo ha violado ya alguna vez en el pasado, uno puede recurrir, sobre todo si la injuria ha sido física, pero también en el caso de que haya sido meramente verbal, a un remedio infalible, el cual consiste, si se está armado, en darle al otro una estocada de inmediato, o a lo sumo una hora después; con lo cual habrá quedado restablecido el honor. Ahora bien, si se quiere evitar este paso a causa de los inconvenientes que pudiera acarrear, o si no se está seguro de si el ofensor suscribe o no las leyes del honor caballeresco, o si se tiene cualquier otra duda, existe un paliativo, el avantage. Este consiste en que si aquel ha sido grosero, uno lo sea aún más; si para lograrlo no bastan los insultos, se pasa a los golpes, y también en este caso hay un clímax para restituir la honra: a las bofetadas las curan golpes de bastón, y a estos los latigazos de carretero; y no faltan los que recomiendan el escupitajo como modo de neutralizar a estos últimos. Pero si no se tienen a mano estos remedios, es completamente indispensable recurrir a operaciones sangrientas. El fondo de este método paliativo yace a su vez en la máxima siguiente.
4. Si ser insultado es una afrenta, insultar es un honor. Por ejemplo, supongamos que a mi oponente le asisten la verdad, el derecho y la razón, pero yo lo insulto; entonces estos tienen que hacer sus maletas, y el derecho y el honor estarán de mi lado: él, en cambio, habrá perdido su honor, a menos que lo recupere, y no por medio del derecho y de la razón, sino por medio de disparos y estocadas. De acuerdo con esto, la grosería es una cualidad que en lo tocante al honor reemplaza y supera a cualquier otra; el más grosero siempre tiene razón: quid multa? [«¿para qué más?»]. No importa qué necedad, falta de educación o felonía cometa alguien; esta quedará inmediatamente borrada y legitimada por medio de una grosería. Por ejemplo, si alguien demuestra, durante una discusión o una simple charla, que dispone de un conocimiento más profundo de un asunto que nosotros, de un amor más riguroso hacia la verdad, de un juicio más ponderado o de una mayor inteligencia, o si, en general, despliega cualidades espirituales que nos hacen sombra, entonces podemos neutralizar inmediatamente todas esas cualidades, así como la menesterosidad que ellas hayan puesto de relieve en nosotros, y presentarnos en cambio como superiores, simplemente insultando y siendo groseros. Y es que una grosería vence cualquier argumento y eclipsa a cualquier ingenio: si el oponente no se involucra replicando con una grosería aún mayor —lo cual nos arrastraría a la noble lid del avantage—, habremos salido victoriosos y el honor estará de nuestra parte; que la verdad, el conocimiento, la inteligencia, el espíritu y el ingenio vayan recogiendo sus cosas, pues han sido desplazados del campo por la divina grosería. De ahí que las «gentes de honor», cada vez que alguien asoma una opinión discrepante que refleja una inteligencia mayor que la suya, ensillen ese caballo de batalla; y basta con que en alguna controversia no encuentren cómo replicar un argumento para que comiencen inmediatamente a elucubrar alguna grosería, que por supuesto siempre será mucho más fácil de encontrar y surtirá el mismo efecto: y así, abandonan el campo victoriosos. A eso se reduce, nada más y nada menos, la afamada dignificación del tono social atribuida al principio del honor. Esta regla se basa a su vez en la siguiente, que constituye la verdadera máxima fundamental y como el alma misma de todo el código.
5. La suprema instancia judicial, a la que siempre se podrá apelar en todas las divergencias que surjan con alguien en asuntos del honor, es la violencia física, es decir, la bestialidad. Toda grosería, en efecto, es realmente un recurso a la bestialidad, por cuanto declara como irrelevante la confrontación de fuerzas espirituales, o de derechos morales, sustituyéndola por la de fuerzas físicas, que, en el caso del hombre, el cual es definido por Franklin como un tool-making animal (animal que fabrica herramientas), se lleva a cabo a través del duelo, por medio de las armas que, según esta concepción, serían características del hombre, el cual desemboca en una sentencia irrevocable. Como es sabido, esta máxima fundamental se suele sintetizar por medio de la palabra Faustrecht[85], la cual, análoga a aquella otra expresión Aberwitz[86], es no menos irónica que ella; por consiguiente, el honor caballeresco debería en realidad denominarse Faustehre[87].
6. Mientras que arriba habíamos constatado cómo el honor burgués era muy escrupuloso en asuntos de lo mío y lo tuyo, en las obligaciones contraídas y en la palabra empeñada, el código ahora considerado hace gala, en estos asuntos, de la más refinada liberalidad. En efecto, existe sólo una palabra que nunca puede ser rota: la palabra de honor; es decir, la que lleva puesta la coletilla de «¡por mi honor!»; lo cual, de paso, suscita indefectiblemente la impresión de que es lícito faltar a cualquier otra. Pero incluso si se traiciona la palabra de honor se dispone de un recurso universal para salvar la honra: el duelo, en este caso con aquellos que nos reclaman que habíamos dado nuestra palabra de honor. Asimismo, existe sólo una deuda que hay que saldar a toda costa: la adquirida en el juego, la cual no en balde ostenta el nombre de «deuda de honor». Con otro tipo de deudas se podrá, si se quiere, estafar a judíos y cristianos: eso no perjudicará en lo más mínimo el honor caballeresco.
Ahora bien, que este código de honor insólito, bárbaro y ridículo no es inherente a la naturaleza humana ni se desprende de una concepción razonable de las circunstancias de la vida es algo que cualquier observador imparcial puede apreciar a simple vista. Pero además lo confirma el espacio extremadamente limitado donde está vigente: es exclusivo de Europa y sólo desde la Edad Media, y aquí incluso únicamente entre la nobleza, el estamento militar y sus correspondientes émulos. Pues ni los griegos ni los romanos, ni los pueblos culturalmente avanzados de Asia, antiguos o modernos, tuvieron noticia alguna de este tipo de honor y de sus principios. Ninguno de ellos conoció otro honor que el que analizamos en primer lugar. Para todos ellos un hombre valía por lo que hacía o dejaba de hacer, no por aquello que a un lenguaraz se le ocurre decir de él. Todos ellos pensaban que lo que alguien hace o dice puede ciertamente destruir su propio honor, pero jamás el de otra persona. Un golpe era para ellos sólo un golpe, como el más fuerte que pudiera asestar un caballo o un burro: tal vez suscitara, como máximo, la ira, o provocaba una venganza inmediata; pero era totalmente independiente del honor, y en aquel entonces no tenía sentido llevar la contabilidad de los golpes o de las palabras injuriosas, ni de las «satisfacciones» a que estos hubieran podido dar lugar, o dejar de dar lugar por no haber sido exigidos. Esas naciones no tuvieron nada que envidiar a los pueblos de la Europa cristiana en cuanto a valentía o arrojo. Los griegos y los romanos fueron auténticos héroes, pero desconocieron por completo el point d’honneur. La lucha cuerpo a cuerpo fue entre ellos no un asunto de ciudadanos nobles, sino de venales gladiadores, de esclavos abandonados a su suerte o de criminales convictos, que, en alternancia con las fieras, eran frecuentemente azuzados a pelear entre sí para entretenimiento del vulgo. Con el advenimiento del cristianismo, las luchas de gladiadores fueron eliminadas, pero en la era cristiana su lugar fue ocupado, primero, por el Juicio de Dios y, más tarde, por el duelo. Si antes se habían hecho crueles sacrificios para saciar el morbo de la multitud, ahora se harían crueles sacrificios para saciar el fanatismo del vulgo; pero no sacrificios de criminales, esclavos y prisioneros, sino de hombres libres y nobles.
Que los antiguos fueron completamente ajenos a este prejuicio nos lo confirma una gran cantidad de testimonios llegados hasta nosotros. Así, cuando en cierta ocasión un caudillo teutón desafió a Marius a una lucha cuerpo a cuerpo, este héroe le mandó a decir que «si estaba cansado de vivir, era preferible que se ahorcase»[88], y le ofreció, para que se desahogara, un gladiador que ya había cumplido el servicio militar (Freinsh. suppl. in Liv., lib. LXVIII, c. 12). En Plutarco (Them. 11) se lee que cuando Euribíades, comandante de la flota, levantó el bastón para golpear a Temístocles cuando discutía con él, este, en lugar de asir la espada, dijo: πάταξον μὲν οὖν, ἄκουσον δέ [«Golpéame pero escúchame»]. ¡Cuánto no echará aquí de menos el lector «de honor» la noticia de que, a continuación, los oficiales atenienses renunciaron en bloque a seguir sirviendo bajo las órdenes de Temístocles! Muy correctamente dice, por lo tanto, un reciente escritor francés: si quelqu’un s’avisait de dire que Démosthène fut un homme d’honneur, on sourirait de pitié. […] Cicéron n’etait pas un homme d’honneur non plus [«Si a alguien se le ocurriera decir que Demóstenes fue un hombre de honor, habría que sonreír de lástima […] tampoco Cicerón fue un hombre de honor»][89] (Soirées littéraires, par C. Durand, Rouen, 1828, vol. 2, p. 300). Además, el pasaje de Platón (De leg. IX, últimas seis páginas; así como el XI, p. 131 Bip.) que se refiere a las αἰκία, es decir, a los malos tratos, demuestra fehacientemente que los antiguos no tenían en tales casos la más remota idea de lo que era el punto de honor caballeresco. Sócrates, a raíz de sus frecuentes debates, fue a menudo objeto de agresiones físicas, que él siempre supo sobrellevar sin inmutarse; en cierta ocasión en que recibió una patada, no hizo nada al respecto, y le dijo a un asombrado testigo: «Si fuese un asno el que me hubiera golpeado, ¿lo demandaría por ello?» (Diog. Laert. II, 21). Cuando, en otra oportunidad, alguien le preguntó: «¿No te molesta que ese de ahí te insulte y te humille?», su respuesta fue: «No, pues lo que dice no se aplica a mí» (ibid. 36). Estobeo (Florileg., ed. Gaisford, vol. 1, pp. 327-330)[90] nos ha conservado un largo pasaje de Musonio que permite apreciar cómo concebían los antiguos las injurias: no conocieron otra satisfacción que la judicial; y aun esta era desdeñada por los sabios. Que los antiguos, en efecto, no conocieron para una bofetada recibida otra satisfacción que la proveniente de los tribunales se puede apreciar en el Gorgias de Platón (p. 86 Bip.); donde también, de paso (p. 133), figura la opinión de Sócrates al respecto. Lo mismo se infiere de la crónica de Gelio (XX, 1) acerca de un tal Lucius Veratius, que solía cometer el delito de asestar un golpe, sin justificación alguna, a los ciudadanos romanos que se iba encontrando por la calle, para lo cual se hacía acompañar de un esclavo con una bolsa llena de monedas de cobre, el cual le entregaba inmediatamente al sorprendido viandante la multa de veinticinco ases que la ley imponía como indemnización para esta ofensa. Crates, el famoso cínico, recibió del músico Nicódromo una bofetada tan fuerte que hizo que el rostro se le hinchara y amoratara: a continuación, ató a su frente un letrero con la inscripción Νικόδρομος ἐποίει (Nicodromos fecit) [«obra de Nicódromo»], para ulterior escarnio público del flautista que había cometido semejante brutalidad (Diog. Laert. VI, 89), y nada menos que contra un hombre al que toda Atenas veneraba como a un semidiós (Apul., Flor., p. 126 Bip.). De Diógenes de Sinope conservamos, acerca de la paliza que le propinaron unos jóvenes atenienses ebrios, una carta dirigida a Melesipo, en la que no atribuye importancia alguna a este hecho (Nota Casaub. ad Diog. Laert.[91] VI, 33). Séneca se ha ocupado extensamente de los agravios, contumelia, en el libro De constantia sapientis[92], desde el capítulo 10 en adelante, donde trata de demostrar que el sabio no debe prestarles atención. Así, en el capítulo 14, dice: at sapiens colaphis percussus, quid faciet? quod Cato, cum illi os percussum esset: non excanduit, non vindicavit injuriam: nec remisit quidem, sed factam negavit[93] [«Pero ¿qué debería hacer el sabio si es golpeado? Lo mismo que Cato, cuando lo golpearon en la cara: no encolerizarse, no vengar la injuria: tampoco perdonarla, sino darla por no ocurrida»].
«Sí —exclamaréis—, ¡pero ellos eran sabios!». Y vosotros, ¿sois acaso necios? De acuerdo.
Vemos, pues, que los antiguos fueron por completo ajenos al código de honor caballeresco, precisamente porque siempre permanecieron fieles a la manera natural y desprejuiciada de entender las cosas, y en consecuencia no se dejaron convencer por tales muecas siniestras e infames. De ahí que considerasen un golpe en la cara como lo que efectivamente es, un pequeño perjuicio físico; mientras que este se ha convertido para los modernos en una catástrofe y un tema de tragedias como, por ejemplo, el Cid de Corneille, o un reciente drama burgués alemán titulado Die Macht der Verhältnisse [«La fuerza de las circunstancias»][94], al que cuadraría mejor el nombre de «Die Macht des Vorurteils»[95]: pero basta que se propine una bofetada en la Asamblea Nacional de París para que su eco se escuche en toda Europa. A las gentes «de honor», que acaso se sientan ofendidas por los ya mencionados recuerdos y ejemplos extraídos de la antigüedad, me permito recomendarles que lean como antídoto la historia del señor Desglands[96], singular ejemplo de la honorabilidad caballeresca moderna, en esa otra obra genial de Diderot, Jaques le fataliste[97], para que se deleiten y aprendan de ella.
Lo aducido muestra fehacientemente que el principio del honor caballeresco no puede ser originario ni estar basado en la propia naturaleza humana. Es, por lo tanto, artificial, y su origen no es difícil de encontrar. Se trata, obviamente, de una criatura de la época en que se recurría con mayor frecuencia a los puños que a las cabezas, cuando los curas mantenían encadenada a la razón, es decir, es una criatura de la elogiada Edad Media y de su caballería. En esos tiempos se dejaba que Dios no sólo cuidara de uno, sino también hablara por uno. De ahí que los casos difíciles fueran dirimidos por medio de ordalías[98], o de Juicios de Dios; estos últimos consistían, con pocas excepciones, en duelos, y no sólo entre caballeros, sino también entre simples burgueses: como lo demuestra un cumplido ejemplo que figura en el Enrique VI de Shakespeare (p. 2, a. 2, esc. 3). Además, cualquier sentencia judicial caballeresca era susceptible de apelación, a saber, recurriendo a esa instancia superior que era el duelo, a través del cual se revelaba la decisión divina. De este modo, se estaba en realidad erigiendo como juez no a la razón, sino a la fuerza y a la destreza física, es decir, a la naturaleza animal, y sobre la absolución o la condena no decidía lo que uno hubiese hecho, sino lo que le aconteciese, tal como lo prescribe el aún vigente principio del honor caballeresco. Quien abrigue dudas sobre este origen de la costumbre del duelo puede leer el excelente libro de J. G. Mellingen The history of duelling, de 1849. Es más, incluso hoy, entre las personas que rigen sus vidas de acuerdo con el principio del honor caballeresco —que no suelen destacarse precisamente por ser las más instruidas y reflexivas—, algunas consideran realmente al éxito en un duelo como una solución divina al conflicto que lo provocó; y en esto siguen seguramente una opinión tradicionalmente heredada.
Prescindiendo de este origen del principio del honor caballeresco, su tendencia es a querer forzar con amenazas de fuerza física las manifestaciones explícitas del respeto ajeno cuya obtención por méritos se considera demasiado gravosa o innecesaria. Es como si alguien, sosteniendo la pequeña esfera de un termómetro en la palma de su mano, quisiera demostrar con la subida de la línea de mercurio que la calefacción del cuarto es la adecuada. Si miramos con atención, constataremos que el meollo de la cuestión es que así como el honor burgués, que tiene la mira puesta en el trato pacífico con los demás, consiste en la opinión ajena de que merecemos una confianza total porque respetamos absolutamente los derechos de cada individuo, así el honor caballeresco se basa en la opinión de que somos temibles porque estamos decididos a defender nuestros propios derechos a toda costa. El principio de que es más importante ser temido que gozar de confianza quizás no sería, debido a la poca confianza que merece el sentido de la justicia en los hombres, del todo falso si viviésemos en un estado de naturaleza, donde cada cual tuviera que protegerse a sí mismo y defender sus derechos de forma directa. Pero en un mundo civilizado, donde el Estado ha asumido la protección de nuestra persona y de nuestro patrimonio, ya no tiene aplicación, y yace inservible y solo, como esos castillos y atalayas de los tiempos del Faustrecht [«derecho del más fuerte») a los que hoy rodean campos bien cultivados y animadas carreteras, incluso vías férreas. De ahí que el honor caballeresco, que sigue apegado a aquel principio, se haya volcado hacia todos los agravios personales que el Estado, siguiendo el principio de minimis lex non curat [«la ley no se ocupa de minucias»][99], pasa totalmente por alto, debido a que se trata de ofensas insignificantes y hasta de meras chiquilladas. El honor caballeresco se ha ido exacerbando de tal modo con respecto a ellos, que ha llegado a sobrevalorar a la persona de una forma totalmente reñida con la esencia, la constitución y el destino del hombre, y que llega a convertir a la misma en algo sacrosanto; por lo tanto, considera como totalmente insuficientes las sanciones que el Estado señala para los pequeños desaires que pudiera sufrir el individuo, por lo que se da a la tarea de castigarlos por su cuenta, y nada menos que en carne y vida del agraviante. Es obvio que la culpa de esta situación la tienen el más desmesurado orgullo y la soberbia más indignante, los cuales, al olvidar lo que el hombre es en el fondo, reclaman para él una invulnerabilidad y una irreprochabilidad absolutas. Sólo que quien desee imponer estas exigencias por medio de la fuerza y, en consecuencia, proclame la máxima: «quien me insulte o incluso me golpee puede darse por muerto», merece ya por ese solo hecho ser desterrado del país[100]. No es extraño, pues, que se aduzcan todo tipo de pretextos para disculpar una arrogancia tan exagerada. Se dice, por ejemplo, que de dos personas que no tengan miedo ninguna dará su brazo a torcer, y que, por lo tanto, se pasará enseguida desde el más ligero empujón hasta los insultos, de estos a los golpes, y finalmente al asesinato; por lo que razones de dignidad aconsejan saltarse los pasos intermedios y acudir directamente a las armas. Los pormenores del procedimiento correspondiente han sido recogidos en un sistema rígido y pedante, con sus leyes y reglas, el cual constituye la bufonada más seria de este mundo y un verdadero monumento a la estupidez. Pero la premisa de todo este razonamiento es falsa: ocurre que en asuntos de poca monta (ya que para los importantes están los tribunales), de dos personas que no tengan miedo, sí habrá una que ceda, a saber, la más razonable, y en cuanto a las meras opiniones, no hay que hacerles caso. La prueba de esto la proporciona el pueblo llano, o, mejor dicho, los numerosos estamentos que no se adhieren al principio del honor caballeresco y que por lo tanto dejan que las disputas sigan su curso natural: entre los mismos, el asesinato es cien veces menos frecuente que entre aquella fracción que se adhiere a dicho principio, y que posiblemente no pase de una milésima parte del conjunto de la población; e incluso las peleas son allí una rareza. Luego, se aduce que el buen tono y las finas costumbres tendrían como último pilar fundamental dicho principio con sus respectivos duelos, y que estos obrarían como muro de contención frente a los desmanes de la barbarie y de la mala educación. Sólo que en Atenas, Corinto y Roma sí existió la buena sociedad —y muy buena, por cierto— y no faltaron las finas costumbres ni el buen tono, sin que por ello estuviera presente el espantajo del honor caballeresco. Aunque hay que reconocer que en esos lugares las mujeres no presidían, como ocurre entre nosotros, la vida social, lo cual, así como imprime un carácter frívolo y pueril a las conversaciones e impide que versen sobre temas serios, es sin duda en gran parte responsable de que en nuestra buena sociedad la valentía personal eclipse a cualquier otra cualidad, a pesar de que es una virtud bastante secundaria, propia de suboficiales, en la que, incluso, los animales llegan a superarnos, como lo demuestra el giro «valiente como un león». Además, contrario a la tesis enunciada, el principio del honor caballeresco suele ser muchas veces un refugio seguro, a gran escala, para la deshonestidad y la perfidia, y, a pequeña escala, para la mala educación, la desconsideración y la impertinencia, en cuanto que se toleran en silencio muchas groserías porque nadie está dispuesto a jugarse la vida censurándolas. Nada de extraño tiene, pues, que el duelo se encuentre en su apogeo y sea practicado con sanguinario celo, justamente en la nación que en asuntos políticos y financieros ha demostrado carecer de verdadera honorabilidad: respecto al estado de sus asuntos públicos, que opinen quienes tengan experiencia en ello. Pero en cuanto a urbanidad y nivel educativo, hace tiempo que es ya célebre como modelo negativo.
Ninguno de aquellos alegatos es, por lo tanto, sostenible. Con tanto mayor derecho se podrá urgir, entonces, que así como un perro al que se molesta gruñirá, y uno al que se acaricia hará zalamerías, así es propio de la naturaleza del hombre responder agresivamente a toda agresión e irritarse y enfurecerse ante cualquier signo de menosprecio u odio; por lo que ya Cicerón dice: habet quendam aculeum contumelia, quem pati prudentes ac viri boni difficillime possunt [«Las injurias llevan aparejado tal aguijón, que incluso a los hombres prudentes y buenos les resulta difícil soportarlas»][101]; de otro lado, si prescindimos de algunas sectas piadosas, nadie en el mundo acepta pasivamente los insultos, y menos los golpes. Y, sin embargo, a lo más que empuja la naturaleza es a una retribución que sea proporcional a la ofensa recibida, y nunca a castigar con la muerte un reproche de un mentiroso, tonto o cobarde, de modo que la antigua máxima alemana «A una bofetada, una puñalada» no es más que un indignante ejemplo de superstición caballeresca. La respuesta y retaliación ante las ofensas es, a lo sumo, un asunto de la cólera, pero en ningún caso del honor o del deber, como la ha querido estigmatizar el principio del honor caballeresco. Por lo demás, es sabido que todo reproche sólo puede herir en la medida en que es cierto; eso se sigue del hecho de que la más ligera alusión, cuando es verdadera, hiere mucho más que el más grave reproche sin fundamento. Quien, por consiguiente, esté plenamente consciente de que no merece determinada acusación hará muy bien en pasarla por alto. El principio del honor, por el contrario, le exige que manifieste un disgusto que en realidad no siente, y que vengue con sangre ofensas que no lo hieren. Pero alguien debe de tener una muy pobre opinión de su propia valía si está dispuesto a meterle a otro un dedo en el ojo para que no ose expresar en voz alta cualquier frase que la ponga en duda. Consecuentemente, en las injurias, la verdadera confianza en sí mismo es garantía de auténtica indiferencia, y allí donde esta no se da, por hallarse ausente aquella, la prudencia y la educación aconsejan guardar las apariencias y ocultar la ira. Si se pudiera abandonar el fanatismo de la idea del honor caballeresco, de manera que ya nadie más pretendiera arrebatarle a otro su honor, o restituírselo a sí mismo por medio de los insultos, ni pudieran quedar inmediatamente justificados cualquier desmán, desconsideración o grosería por el hecho de estar alguien dispuesto a dar satisfacción, es decir, a batirse en duelo por su causa, entonces se impondría pronto la certeza de que, en punto a injurias e insultos, quien pierde la pelea es en realidad el triunfador, y que, como dice Vicenzo Monti, las injurias son como las procesiones, que siempre retornan al lugar de donde partieron. Entonces ya no bastaría, para ganar una discusión, con sacar a relucir alguna grosería, como sucede ahora; la prudencia y el entendimiento tendrían un protagonismo mucho mayor del que poseen en la actualidad, cuando deben siempre ponderar primero si no escandalizarán los prejuicios de la incapacidad y de la estupidez, a las que su sola presencia incomoda y alarma, viéndose así obligados a jugarse a los dados la cabeza donde moran, a cambio del cráneo hueco que aloja a aquellas otras. La superioridad intelectual alcanzaría rápidamente el primado social que le corresponde, el cual es detentado en este momento, aunque de forma solapada, por la superioridad física y un valor de húsares, y los hombres excelentes tendrían por lo tanto una razón menos para apartarse de la sociedad. Una transformación de esta clase nos traería el verdadero buen tono, allanándole el camino a la sociedad realmente buena, tal como la que sin duda existió en Atenas, Corinto o Roma. Para un botón de muestra, léase El banquete, de Jenofonte.
La última defensa del código caballeresco podría consistir, muy probablemente, en lo siguiente: «Pero es que entonces, Dios nos ampare, ¡alguien podría asestarle un golpe a otra persona!». A lo que me permito responder brevemente que esto es algo muy común entre las novecientas noventa y nueve milésimas partes de la sociedad que no reconocen aquel código, sin que ello le haya costado la vida a nadie; mientras que entre los partidarios del mismo, un golpe significa, por regla general, la muerte. Pero permítaseme que me detenga un poco. Me he esforzado muchísimas veces tratando de encontrar una explicación —si no sólida, al menos plausible—, ya sea en la naturaleza animal del hombre, ya en su naturaleza racional, de la creencia en el carácter terrible de un golpe, que tan arraigada está en un sector de la sociedad humana, una explicación que no esté basada en meros discursos, sino en conceptos claros; pero todo en vano. Un golpe es y seguirá siendo un pequeño daño físico que cualquier hombre puede infligir a otro, pero que no demuestra sino que el primero fue más fuerte o más ágil que el segundo, o que este último estaba descuidado. El análisis no da más de sí. Pero poco después observo cómo ese mismo caballero que considera que un golpe de puño es la mayor de las desgracias posibles recibe de un caballo un golpe diez veces más fuerte, se aleja cojeando con expresión adolorida, y asegura que no ha sido nada. Se me ocurre, por lo tanto, que acaso todo se deba a la mano del hombre. Sólo que enseguida compruebo cómo ese mismo caballero recibe estocadas y sablazos en combate y afirma de nuevo que es algo que ni merece la pena mencionar. Y luego escucho que incluso los golpes dados con la hoja de la espada no son ni de lejos tan graves como los de bastón, razón por la cual los propios cadetes eran, hasta no hace mucho, expuestos a aquellos pero no a estos: y que el ser armado caballero con la hoja de la espada constituye el máximo honor. Entonces noto que se me han agotado todas las razones psicológicas y morales, y no encuentro otra salida que considerar el asunto como una vieja y enraizada superchería, un ejemplo más de la cantidad de mentiras que se les puede hacer creer a los hombres. Esto lo confirma también el hecho conocido de que en China los azotes con caña de bambú sean un castigo civil muy común, aplicable incluso a funcionarios de cualquier rango; nos demuestra, en efecto, que la naturaleza humana no significa lo mismo en aquel lugar, y no porque no esté altamente civilizada[102]. Pero es que, además, una mirada imparcial a la naturaleza del hombre nos enseña que los castigos corporales son para este algo tan natural como el acto de morder en los carnívoros o el de embestir en los animales con cuernos: el hombre es, simplemente, un animal que golpea. De ahí que nos indignemos cuando nos enteramos de que un hombre ha mordido a otro; mientras que el hecho de que dé o reciba golpes es tan natural como frecuente. Que la gente bien educada prefiera, por medio de un control recíproco, abstenerse de hacerlo se explica fácilmente. Pero querer convencer a una nación, o incluso a todo un grupo de personas, de que la recepción de un golpe es una desgracia funesta cuya secuela debe ser la muerte o el asesinato, es un acto de crueldad. Hay demasiados males verdaderos en el mundo como para que uno los acreciente añadiéndoles algunos que no por imaginarios dejan de arrastrar consigo a los reales; y sin embargo, ese es justamente el efecto de aquella tonta y pérfida superstición. De ahí que me sienta llamado incluso a desaprobar el que los gobiernos y los cuerpos legislativos la estimulen tratando de erradicar por todos los medios los castigos corporales, tanto en el ámbito civil como en el militar. Creen con ello estar proporcionando un beneficio a la humanidad; pero en realidad sucede lo contrario, pues ayudan a afianzar aquella quimera antinatural y siniestra que ya se ha cobrado tantas víctimas. Para todas las faltas, con excepción de las más graves, los golpes son el primer castigo en el que piensa el hombre y, por lo tanto, el natural: quien no escuchó razones aprenderá a golpes; y el hecho de que una persona a la que no se puede castigar quitándole sus bienes, porque no los tiene, ni privándole de su libertad, porque no se puede prescindir de sus servicios, sea castigada físicamente, es lo más legítimo y natural del mundo. Por cierto, en lugar de refutar esto, la gente recurre a expresiones retóricas sobre la «dignidad humana» que no están, en modo alguno, basadas en conceptos claros, sino en la funesta superstición ya mencionada. Que esta es la responsable de lo que aquí sucede lo confirma una prueba casi ridícula: hace poco, en algunos países, el castigo militar de golpear con una vara fue sustituido por la Lattenstraffe, o confinamiento en un calabozo provisto de estacas afiladas; el cual es un castigo no menos causante de dolor corporal, por más que se alegue que no afecta al honor ni es motivo de afrenta.
Con el fomento de la mencionada superchería, sin embargo, se trabaja a favor del principio del honor caballeresco y, por consiguiente, del duelo, aunque mientras tanto se intente, o se haga ver que se intenta, eliminarlo por medio de la promulgación de leyes[103]. Como consecuencia de ello, este residuo del Faustrecht, traído como por una ráfaga de viento desde lo más bárbaro de la Edad Media hasta el siglo XIX, sigue causando estragos en nuestra era, para escándalo público: y va siendo hora de que sea expulsado ignominiosamente. Tanto más cuanto que hoy en día ya no se permite azuzar metódicamente a los perros o a los gallos para que peleen entre sí (al menos en Inglaterra, es castigado por la ley); y sin embargo, los hombres son azuzados a una lucha de vida o muerte, contra su voluntad, por la ridícula superstición del honor caballeresco y sus fanáticos defensores y funcionarios, los cuales les imponen la obligación de pelear entre sí como gladiadores cada vez que comenten la más mínima falta. Por lo tanto, les propongo a nuestros puristas sustituir la palabra Duell —que posiblemente no provenga del latín duellum, sino del español «duelo», que significa «sufrimiento», «lamento», «queja»— por la designación Ritterhetze [«instigamiento de caballeros»]. La pedantería con la que se practica esta quimera sería sin duda motivo de risa, si no fuera porque es indignante que aquel principio y su absurdo código hayan creado un Estado dentro del Estado, el cual, no reconociendo otro derecho que el del Faustrecht, tiraniza a los estamentos inferiores manteniendo permanentemente abierto un Santo Tribunal ante el cual un individuo cualquiera puede convocar a otro con sólo aducir un testigo, muy fácil de encontrar, que pronuncie una sentencia de vida o muerte sobre ambos. Naturalmente, esto pasa a ser el escondrijo desde donde hasta el más despreciable, con sólo que pertenezca al estamento indicado, puede amenazar, e incluso mandar al otro mundo, al más noble y bueno de los hombres, el cual, precisamente por serlo, le habrá de resultar antipático. Hoy, cuando la policía y los jueces han conseguido hasta cierto punto que cuando vamos por un camino un pillo cualquiera ya no nos pueda gritar «la bolsa o la vida», el sentido común debería finalmente haber logrado que un pillo cualquiera no nos pueda gritar «el honor o la vida» cada vez que nos ocupamos pacíficamente de nuestros menesteres. Y habría que quitarles a las clases superiores ese gran peso de encima que representa el que alguien se pueda ver obligado en un momento dado a responder con su vida por la rudeza, grosería, estupidez o maldad con que cualquier otra persona tenga ganas de agredirlo. El que dos jóvenes vehementes y sin experiencia que intercambian algunos insultos tengan que pagar ese error con su sangre, su salud o su vida es algo vergonzoso que clama al cielo. Se podrá apreciar la dureza de la tiranía de dicho Estado dentro del Estado y la fuerza de la susodicha superstición si se piensa en las numerosas personas que se han quitado la vida, de forma harto tragicómica, porque no pudieron recuperar su mancillado honor caballeresco debido al rango demasiado alto o demasiado bajo, o inapropiado en cualquier otro sentido, de quien las había ofendido. Así como lo falso y absurdo termina por quedar al descubierto cuando, alcanzada su cúspide, aflora en él la contradicción; así también vemos aquí brotar la contradicción bajo la forma de la antinomia más estridente: a saber, un oficial tiene prohibido batirse en duelo, pero, si se niega a hacerlo, es castigado con la degradación.
Ya puesto a ello, quiero, sin embargo, seguir haciendo uso de esta parrhesía [«libertad de palabra»]. Considerada a plena luz y sin prejuicios, la distinción tan exagerada y a la que tanta importancia se da, respecto de si se ha eliminado al enemigo en una lid a cielo abierto y utilizando las mismas armas que él, o en cambio en una emboscada, se basa únicamente en que, como se dijo, aquel Estado dentro del Estado no reconoce otro derecho que el del más fuerte, es decir, el Faustrecht, al que ha erigido en pilar fundamental de su código. Pues la ocurrencia de lo primero no prueba otra cosa sino que el agresor era más fuerte o más hábil que su víctima. Así pues, la justificación que se le quiere atribuir al hecho de pelear al descubierto presupone que el derecho del más fuerte es realmente un derecho. Lo cierto, empero, es que la circunstancia de que el otro no sepa defenderse bien no lo inviste a uno, en absoluto, del derecho a matarlo; sino que este derecho, es decir, mi justificación moral, podría basarse a lo sumo en los motivos que yo tenga para quitarle la vida. Supongamos por un momento que estos existen de verdad y son suficientes; no hay razón para hacer depender esto del hecho de que yo, o él, podamos disparar o esgrimir la espada mejor que el otro; sino que dará lo mismo cómo le quito la vida, si de frente o por la espalda. Pues, moralmente hablando, el derecho del más fuerte no tiene más peso que el derecho del más astuto que se emplea en un asesinato a traición; el Kopfrecht[104] vale, en este caso, tanto como el Faustrecht; a lo que cabe añadir que en un duelo intervienen ambos factores, fuerza y astucia, ya que en la esgrima cada estocada es a la vez una manifestación de astucia. Además, si me consta que estoy moralmente justificado para quitarle la vida a alguien, es una tontería que me ponga a cavilar si el otro puede, por ejemplo, disparar o manejar la espada mejor que yo; pues si este fuera el caso, el otro, además de haberme ofendido, me estaría quitando la vida. Que las ofensas no deben ser vengadas con duelos, sino con emboscadas, es la opinión de Rousseau, asomada con mucha cautela en la nota 21 del cuarto libro del Émile[105] (p. 173, Bip.), pasaje del que se habla muy poco. Pero Rousseau está tan imbuido, sin embargo, de la quimera caballeresca, que considera el mero hecho de acusar a alguien de mentiroso como algo que justifica un asesinato a traición, cuando debería saber que todo hombre ha merecido este reproche innumerables veces, y él más que nadie. Es obvio, empero, que el prejuicio que hace depender de una lucha abierta con armas parejas la legitimación de un asesinato, considera al derecho del más fuerte como un derecho auténtico, y al combate entre dos como un Juicio de Dios. En cambio, un italiano que, ardiendo de ira y sin mediar palabra, le cae a puñaladas a su ofensor donde primero lo encuentra actúa por lo menos de manera consecuente y natural; es más listo, pero no peor, que quien se bate a duelo. Y si alguien quisiera alegar que estoy justificado en matar a mi oponente en un duelo porque este intentó a su vez matarme primero, se podría replicar que yo, al desafiarlo, lo estoy obligando a actuar en defensa propia. Este colocarse deliberadamente en situación de tener que defenderse no es en el fondo más que la búsqueda de un pretexto plausible para el asesinato. Una mejor justificación del duelo podría hallarse quizás en el principio de volenti non fit injuria [«Quien consiente no recibe injusticia»][106], en tanto que los contendientes han decidido de mutuo acuerdo arriesgar su vida en este juego; pero sucede que lo del volenti no funciona bien aquí, pues el verdadero esbirro que ha arrastrado ante este sangriento tribunal sumario a ambos duelistas, o al menos a uno de ellos, es la tiranía del principio del honor caballeresco y su absurdo código.
Me he extendido bastante en lo que respecta al honor caballeresco, pero con buena intención y porque el único Hércules que puede vérselas con los monstruos morales e intelectuales de este mundo es la filosofía. Hay sobre todo dos cosas que diferencian el estado de la sociedad de la época moderna del de la antigüedad, para perjuicio de la moderna, a la que dan un aspecto serio, sombrío y siniestro, mientras que la antigüedad resplandeció alegre y despreocupada, como la aurora de la vida. Son: el principio del honor caballeresco y la enfermedad venérea: par nobile fratrum! [«¡Noble pareja de hermanos!»][107]. Los dos juntos han envenenado el νεῖκος καὶ φιλία[108] de la vida. La enfermedad venérea, en efecto, extiende su influencia mucho más allá de lo que podría parecer a simple vista, ya que se trata de una influencia no sólo física sino moral. Desde que Amor lleva en su carcaj también flechas envenenadas, se ha introducido un elemento extraño, hostil e incluso diabólico en la relación entre los géneros, a consecuencia del cual esta ha quedado ensombrecida por una terrible desconfianza; y el influjo indirecto de este cambio en el fundamento de toda asociación humana se extiende en mayor o menor medida al resto de las relaciones sociales; para explicar lo cual, sin embargo, yo tendría que apartarme demasiado de mi tema. Influencia análoga, aunque muy distinta, es la que ejerce el principio del honor caballeresco, esa pose seria y desconocida por los antiguos, que, en cambio, ha vuelto rígida, solemne y aprehensiva a la sociedad moderna, aunque sólo sea porque nos obliga a escudriñar y rumiar hasta la frase más fugaz. Pero ¡más que eso! Dicho principio es un Minotauro omnipresente, que cada año recibe como sacrificio un número considerable de jóvenes de buenas familias, y no sólo de un país, como en la antigüedad, sino de todas las naciones europeas. Por lo tanto, ha llegado la hora de atacar con determinación, como yo lo he hecho aquí, el cuerpo de este espantajo. ¡Ojalá que estos dos monstruos de la época moderna perezcan en este siglo XIX! Con respecto al primero de ellos, no hemos de perder la esperanza de que los doctores logren eliminarlo algún día mediante el uso de profilácticos. Pero lidiar con el espantajo es tarea del filósofo, a quien atañe corregir conceptos, ya que los mandatarios, responsables de promulgar leyes, no parecen querer hacer nada, además de que sólo aquella vía permite arrancar el mal de raíz. Pero si, entretanto, fuera cierto que los gobiernos quieren realmente eliminar la institución del duelo y que lo limitado del éxito de sus esfuerzos se debe únicamente a su incapacidad, entonces me permito proponerles que se valgan de una ley cuyo éxito puedo garantizar de antemano, y que no implica operaciones sangrientas, ni patíbulos, ni horcas, ni cadenas perpetuas. Más bien se trata de un pequeño remedio homeopático, muy fácil de aplicar: quien rete a otro o se preste a batirse en duelo recibirá del caporal, à la Chinoise, doce golpes de bastón a plena luz del día, ante el cuerpo formado de la Guardia Mayor, mientras que los amonestadores y padrinos recibirán seis cada uno. Para cualesquiera resultados de los duelos que, a pesar de todo, se lleven a cabo, quedaría, por otra parte, la legislación criminal vigente. Un partidario de la caballería acaso me objete que tras la aplicación de esta pena algún «hombre de honor» quizás esté dispuesto a pegarse un tiro; a lo que replico que es mejor que un loco se mate a sí mismo a que lo mate otra persona. Pero en el fondo sé muy bien que los gobiernos no se toman en serio la eliminación de los duelos. Los salarios de los funcionarios civiles, pero sobre todo los de los oficiales del ejército (con excepción de los cuadros más altos), están muy por debajo del valor de sus servicios. De ahí que la mitad faltante les sea cancelada con el honor. Este se encuentra representado, en primer lugar, por títulos y condecoraciones, y luego, en sentido más amplio, por el honor que corresponde al rango que ocupan. Para este honor estamental el duelo es un útil caballo de tiro; de ahí que encuentre en las universidades una escuela preparatoria. Así pues, las víctimas del duelo saldan con sangre las insuficiencias salariales.
Para completar lo dicho mencionemos aquí el honor nacional. Se trata del honor de todo un pueblo entendido como parte de la comunidad de naciones. Como en esta última no existe más foro que el de la violencia, y por lo tanto cada miembro tiene que ocuparse de su propia protección, el honor de una nación no consiste únicamente en la opinión de que es de fiar (crédito), sino también en la opinión de que es de temer: de ahí que una nación jamás deba dejar impune la violación a sus derechos. Este tipo de honor conjuga, pues, el punto del honor civil o burgués con el del honor caballeresco.
Habíamos incluido arriba a la fama como la última parte de aquello que uno representa ante los ojos del mundo: nos restaría, pues, examinarla. La fama y el honor son hermanos gemelos; pero al modo de los Dioscuros, de los cuales Pólux es inmortal y Castor mortal: la fama es el hermano inmortal del honor, que es perecedero. Aunque, a decir verdad, esto sólo se puede afirmar de su género más elevado, la fama auténtica y verdadera; pues más de una fama es sólo efímera. El honor, como decíamos, se refiere a aquellas cualidades que se exigen de cualquiera, bajo circunstancias similares; la fama, únicamente a aquellas cualidades que no se le pueden exigir a nadie; el honor, a aquellas que cualquiera se puede atribuir a sí mismo en público; la fama, a aquellas que nadie se debe atribuir a sí mismo. Mientras nuestro honor se propaga junto con el conocimiento que los demás tienen de nuestra persona, la fama, al revés, se adelanta a este último y lo obliga a seguirla. Todas las personas tienen derecho al honor; a la fama, sólo las excepcionales: pues excepcionales han de ser también los logros para obtenerla. Estos se subdividen en hechos y en obras; hay, pues, dos vías para acceder a la fama. Lo que mejor nos capacita para la vía de los hechos es un gran corazón; para la de las obras, una gran cabeza. Cada una de estas vías tiene sus propias ventajas y desventajas. La principal diferencia entre ellas es que los hechos pasan y las obras quedan. Así, hasta el hecho más grande tiene una influencia meramente pasajera; la obra genial, en cambio, vive y repercute para siempre, beneficiando y elevando a quienes la aprecian. De los hechos sólo queda el recuerdo, que se vuelve cada vez más débil, distorsionado e indiferente, y que no puede por menos de desaparecer a menos que la historia lo recoja y se lo transmita petrificado a la posteridad. Las obras, en cambio, son ellas mismas inmortales, y pueden, sobre todo las escritas, sobrevivir a todas las épocas. De Alejandro Magno queda el nombre y el recuerdo; pero Platón y Aristóteles, Homero y Horacio, siguen estando presentes, dotados de vida e influencia inmediatas. Los Vedas, con sus Upanishads, siguen ahí, pero de todos los hechos ocurridos en su tiempo no ha llegado hasta nosotros noticia alguna[109]. Otra desventaja de los hechos es que dependen de la oportunidad, cuyas condiciones deben estar dadas previamente, lo cual hace además que su fama no se rija únicamente por su valor intrínseco, sino también por las circunstancias, que les otorgan prestancia y brillo. Además, cuando los hechos son puramente de carácter personal, como en la guerra, la fama depende del testimonio de algunos pocos testigos: estos no siempre están disponibles y, si lo están, no siempre son justos e imparciales. Por otro lado, sin embargo, los hechos tienen la ventaja de que, debido a su naturaleza práctica, caen bajo el dominio de la facultad de juzgar del hombre, que se halla muy generalizada; por lo que, si esta tiene acceso fidedigno a los datos, los hechos obtienen de inmediato el reconocimiento que merecen, a menos que sus verdaderos motivos sólo sean conocidos o ponderados adecuadamente con posterioridad; pues para comprender una acción hace falta conocer lo que la motivó. Con las obras sucede al revés: su aparición no depende de la oportunidad, sino únicamente de su creador, y lo que son por sí y en sí mismas lo serán mientras existan. La dificultad en su caso reside en el juicio, y esta dificultad será tanto mayor cuanto más elevado sea el género al que pertenecen: a menudo faltan jueces competentes, otras veces, imparciales u honestos. Por otro lado, la fama de las obras no se decide en una sola instancia; tiene apelaciones. Pues mientras que, como se dijo, en el caso de los hechos sólo los recuerdos pasan a la posteridad, y bajo la forma con que su entorno inmediato haya querido transmitirlos, las obras llegan por sí mismas hasta las generaciones futuras, y, exceptuando los fragmentos perdidos, tal como son en realidad; aquí, por lo tanto, no existe la posibilidad de tergiversar los datos, y cualquier influencia negativa que haya tenido el entorno en el momento de su creación desaparece luego. Más bien ocurre frecuentemente que sólo el tiempo va aportando, poco a poco, los escasos jueces realmente competentes que, siendo excepcionales ellos mismos, han de sentenciar sobre casos aún más excepcionales: van emitiendo sucesivamente sus calificados votos, hasta que, finalmente, aunque tengan que pasar siglos, se alcanza un dictamen completamente justo que ninguna época ulterior será capaz de revocar. Así de segura, y hasta inevitable, es la fama de las obras. En cambio, el que su creador la experimente en vida depende ya de las circunstancias externas y del azar; y es tanto más improbable cuanto más elevado y complejo sea el género de la obra respectiva. En este sentido, Séneca dice de manera hermosísima (Ep. 79) que a los méritos acompaña tan inexorablemente la fama como a un cuerpo su sombra, sólo que, al igual que en este caso, a veces la fama los precede y otras los sigue; y, tras haber explicado esto, añade: etiamsi omnibus tecum viventibus silentium livor indixerit, venient qui sine offensa, sine gratia judicent [«Aunque la envidia les selle los labios a todos los que viven contigo, vendrán otros que te juzgarán sin ofensas ni halagos»][110]; de donde podemos colegir, de paso, que el arte de menoscabar, silenciándolos, los méritos ajenos, con el fin de ocultar al público lo bueno y favorecer lo malo, ya era práctica corriente entre la canalla de tiempos de Séneca, como lo sigue siendo entre la nuestra, y que tanto entonces como ahora la envidia sellaba los labios. Por regla general ocurre incluso que cuanto más ha de durar la fama, más tarda en aparecer; pues lo excelente madura despacio. La fama que busca eternizarse se parece a un roble que va creciendo lentamente a partir de su semilla; la fama pequeña y efímera, a las plantas de un año que crecen pronto; y la fama espuria, a la maleza que prolifera por doquier pero es eliminada enseguida. Esta circunstancia se debe en el fondo a que cuanto más pertenece alguien a la posteridad, esto es, a la humanidad misma en su conjunto, tanto más alienado estará de sus contemporáneos; puesto que lo que produce no está dedicado especialmente a ellos, o por lo menos no a ellos como tales, sino en cuanto constituyen una parte de la humanidad, y, por lo tanto, tampoco está teñido del color particular de los mismos; a consecuencia de lo cual puede fácilmente suceder que aquellos lo dejen pasar de largo como a un extraño. Estos se inclinarán más a valorar a quienes estén dedicados a los asuntos de su corta jornada, a las modas del momento, a quienes, por ende, se identifiquen, nazcan y perezcan completamente junto con ellos. La historia del arte y de la literatura nos enseña, en efecto, que las aportaciones más elevadas del espíritu humano siempre fueron generalmente mal recibidas y permanecieron ignoradas hasta la llegada de espíritus superiores que, sintiéndose atraídos por ellas, les concedieron el prestigio que, gracias a la autoridad de ese respaldo, habrían de conservar en el futuro. Todo esto, sin embargo, se debe en última instancia a que cada uno sólo entiende y valora lo que es homogéneo a él. Ahora bien, lo simple es homogéneo de lo simple, lo vulgar de lo vulgar, lo poco claro de lo confuso, lo descerebrado de lo absurdo; y lo que más le gusta a cada uno son sus propias obras, que son lo más homogéneo que tiene. De ahí que ya el antiguo y legendario Epicarmo cantara:
Θαυμαστὸν οὐδὲν ἐστί, με ταῦθ᾽ οὕτω λἐγειν,
Καὶ ἁνδάνειν αὑτοῖσιν αὐτούς, καὶ δοκεῖν
Καλῶς πεφυκέναι · καὶ γὰρ ὁ κύων κυνὶ
Κάλλιστον εἶμεν φαίνεται, καὶ βοῦς βοΐ,
Ὄνος δὲ ὄνῳ κάλλιστον, ὗ δὲ ὑΐ.[111]
lo cual, para que nadie se pierda nada, me permito traducir de esta manera:
No debe sorprender que yo hable a mi manera,
y que aquellos, complacidos de sí mismos, se imaginen
que son dignos de alabanza; pues a un perro le parece que un perro
es lo más hermoso que hay, y al buey un buey,
y al burro un burro, y al cerdo un cerdo.
Así como ni siquiera el brazo más fuerte, cuando arroja un cuerpo ligero, es capaz de imprimirle un movimiento que lo haga llegar lejos y golpear con fuerza una superficie, sino que este cae pronto, débilmente, a corta distancia, porque le falta masa propia con la que absorber la fuerza extraña, así le sucede a los bellos y grandes pensamientos, e incluso a las obras maestras del genio, cuando no hay sino cabezas pequeñas, débiles o deformes que los capten. Esto es algo que los sabios de todos los tiempos han lamentado al unísono. Por ejemplo, Jesús de Sirá dice: «Quien habla con un necio habla con un sonámbulo. Una vez que aquel ha terminado de hablar, este pregunta: ¿qué pasó?»[112]. Y Hamlet: A knavish speech sleeps in a fool’s ear [«un discurso pícaro duerme en la oreja del necio»][113]. Y Goethe:
Das glücklichste Wort es wird verhönt,
Wenn der Hörer ein Schiefohr ist.[114]
y, de nuevo:
Du wirkest nicht, Alles bleibt so stumpf,
Sei guter Dinge!
Der Stein im Sumpf
Macht keine Ringe,[115]
y Lichtenberg: Wenn ein Kopf und ein Buch zusammenstoßen und es klingt hohl; ist denn das allemal im Buche? [«Cuando una cabeza y un libro se encuentran y suena a hueco, ¿es la culpa siempre del libro?»][116] y, de nuevo: Solche Werke sind Spiegel, wenn ein Affe hineinguckt, kann kein Apostel heraussehn [«Tales obras son espejos; si un mono se mira en ellas, difícilmente se reflejará un Santo»][117]. Y ¿por qué no evocar de nuevo el bello y conmovedor lamento del Padre Gellert sobre este particular?:
Daß oft die allerbesten Gaben
Die wenigsten Bewunde’rer haben,
Und daß der größte Teil der Welt
Das Schlechte für das Gute hält;
Dies Übel sieht man alle Tage.
Jedoch, wie wehrt man dieser Pest?
Ich zweifle, daß sich diese Plage
Aus unsrer Welt verdrängen läßt.
Ein einzig Mittel ist auf Erden,
Allein es ist unendlich schwer:
Die Narren müssen weise werden;
Und seht! sie werden’s nimmermehr.
Nie kennen sie den Wert der Dinge.
Ihr Auge schließt, nicht ihr Verstand;
Sie loben ewig das Geringe,
Weil sie das Gute nie gekannt.[118]
A esta incapacidad intelectual de los hombres, a consecuencia de la cual, como dice Goethe, es incluso más difícil reconocer y valorar lo excelente que encontrarlo uno mismo, se añade la maldad moral de los hombres, que se nos presenta bajo la forma de la envidia. En efecto, cada vez que alguien consigue la fama, hay un individuo más que se eleva por encima de sus congéneres; estos son, por consiguiente, rebajados en esa misma proporción; así, cada mérito excepcional obtiene su fama a costa de aquellos que no tienen ninguno.
Wenn wir Andem Ehre geben,
Müssen wir uns selbst entadeln[119].
Goethe: W.-Ö. Divan
Esto explica que, no bien se presenta una excelencia del género que sea, la mediocridad, que tanto prolifera, conspira y cierra filas para no dejar que sea reconocida e incluso, de ser ello posible, para asfixiarla en el momento de su nacimiento. Su consigna secreta es: à bas le mérite [«¡Abajo el mérito!»]. Pero incluso quienes posean méritos propios y hayan obtenido la fama correspondiente verán con malos ojos el nacimiento de una nueva reputación, que tanto más eclipsará la de ellos cuanto más brille. Por eso dice el propio Goethe:
Hätt’ ich gezaudert zu werden,
Bis man mir’s Leben gegönnt,
Ich wäre noch nicht auf Erden,
Wie ihr begreifen könnt,
Wenn ihr seht, wie sie sich gebärden,
Die, um etwas zu scheinen,
Mich gerne möchten verneinen[120].
Así pues, mientras que el honor suele toparse con jueces justos, y no es afectado por la envidia, hasta el punto de que se le concede a cada cual por anticipado y a crédito, la fama debe ser conquistada a pesar de la envidia, y recibir su laurel de un tribunal mucho menos benigno. Pues el honor es algo que podemos y estamos dispuestos a compartir con todos; la fama, en cambio, algo que todo el que la ha alcanzado nos escatima y dificulta. Ocurre, además, que la dificultad para obtener la fama mediante obras se encuentra en relación inversa al número de personas que integran su público potencial; y por razones fáciles de adivinar. De ahí que la fama sea mucho más grande con respecto a obras que imparten conocimientos que con respecto a las que sirven para entretener. Alcanza su grado máximo con las filosóficas, porque la enseñanza que estas prometen es incierta y no tiene utilidad práctica; lo que hace que su público cautivo esté formado únicamente por competidores. Los mencionados obstáculos a la consecución de la fama ponen de manifiesto que si los autores de obras famosas no las crearan por amor a ellas mismas y por el placer que sienten al hacerlas, sino que necesitasen el estímulo procedente de la fama, la humanidad habría recibido muy pocas obras inmortales, si es que alguna. Es más, todo aquel que se proponga promover el bien y la justicia y rehuir el mal debe oponer resistencia a la masa y a sus voceros, y no hacerles caso. En esto se basa lo acertado de la observación, destacada especialmente por Osorius (De gloria)[121], de que la fama huye de aquellos que la buscan, y persigue a aquellos que no le prestan atención: pues los primeros se adaptan al gusto de sus contemporáneos, mientras que los segundos lo desdeñan.
Pero aunque la fama es, por esta razón, difícil de alcanzar, es fácil de conservar. También en esto contrasta con el honor. El honor se le otorga a cualquiera, incluso a crédito; sólo hay que conservarlo. Pero he ahí la dificultad: pues basta con que la persona realice una acción indigna para que lo pierda irreversiblemente. La fama, en cambio, nunca se pierde realmente: pues el hecho o la obra que sirvieron para obtenerla quedarán establecidos para siempre, y su autor conservará la fama respectiva aunque no la acreciente con nuevos méritos. Y si la fama se llega a extinguir o su autor no sobrevive a ella, se deberá a que no era auténtica, es decir, a que era inmerecida, producto de una sobrevaloración momentánea; si es que acaso no se trata de una fama como la de Hegel, o como la descrita por Lichtenberg: ausposaunt von einer freundschaftlichen Kadidatenjunta und vom Echo leerer Köpfe widergehallt; […] aber die Nachwelt, wie wird sie lächeln, wann sie dereinst an die bunten Wörtergehäuse, die schönen Nester ausgeflogener Mode und die Wohnungen weggestorbener Verabredungen anklopfen und alles, alles leer finden wird, auch nicht den kleinsten Gedanken, der mit Zuversicht sagen könnte: herein![122].
La fama se basa realmente en lo que alguien es en comparación con los demás. De ahí que sea esencialmente algo relativo, como relativo es su valor. Desaparecería por completo si los demás se convirtieran en lo que el famoso ya es. Sólo tiene valor absoluto lo que conserva su valor en cualquier circunstancia, y en nuestro caso, aquello que alguien es inmediata e íntimamente: en esto habrá de consistir, por lo tanto, el valor y la felicidad del que tiene un gran corazón y un gran espíritu. Así pues, lo verdaderamente valioso no es la fama, sino lo que hace merecerla. Esto último constituye, como si dijéramos, la sustancia de la cuestión, y aquello otro sólo su accidente: es más, la fama incide en el famoso como un síntoma externo que le proporciona una confirmación de la alta opinión que tiene de sí mismo; lo cual permite afirmar que, así como la luz no es visible a menos que sea reflejada por un cuerpo, así cualquier excelencia obtiene total certeza de sí misma sólo a través de la fama. Sin embargo, esta no es una señal inequívoca, toda vez que puede haber fama sin mérito y mérito sin fama; lo que muestra la agudeza de la siguiente sentencia de Lessing: Einige Leute sind berühmt, und andere verdienen es zu sein [«Algunas personas son famosas, mientras que otras merecen serlo»]. Por otro lado, bien pobre sería la vida si su valor, o ausencia de valor, dependiese de lo que los demás piensan de ella: pero así habría que concebir la vida del héroe y del genio si este valiera por su fama, es decir, por el aplauso que recibe de los demás. Lo cierto, sin embargo, es que cada ser vive y existe por causa de sí mismo y, por lo tanto, en y para sí. Lo que alguien es —sin importar qué sea o de qué forma haya llegado a serlo— lo es ante todo para sí mismo; y si ahí no hay mucho que buscar, entonces no hay nada en absoluto. En cambio, el reflejo que alguien proyecta en las mentes de los demás es algo secundario, derivado y sometido al azar, y sólo repercute en aquello otro de forma indirecta. Además, las mentes de la masa son un escenario demasiado pobre para ser la sede de la verdadera felicidad. A lo sumo podrían dar cobijo a una felicidad quimérica. ¡Cuán variopintas, no obstante, son las personas que hallamos reunidas en torno de aquel santuario de la fama vulgar! Generales, ministros, curanderos, malabaristas, bailarines, cantantes, millonarios y judíos: las cualidades de todos estos personajes son mucho más estimadas allí, encuentran una estime sentie («aprecio sentido»] mucho mayor que las espirituales, especialmente que las de tipo más elevado, que entre la masa sólo alcanzan una estime sur parole («aprecio de palabra»]. Por lo tanto, desde el punto de vista de la eudemonología, la fama no es sino el bocado más raro y exquisito que podemos brindar a nuestro orgullo y a nuestra vanidad. Orgullo y vanidad se encuentran, sin embargo, extremadamente desarrollados en la mayoría de los hombres, aunque estos se esfuercen por disimularlo, y acaso más en aquellos que reúnen ciertas condiciones que pudieran granjearles la fama, y que, por lo tanto, casi siempre tienen que cargar durante mucho tiempo con la insegura consciencia de su propia superioridad, antes de tener finalmente la oportunidad de ponerla a prueba y obtener el consiguiente reconocimiento público; hasta entonces se sentirán como si se les estuviera infligiendo una terrible injusticia[123]. En todo caso, el valor que, como se dijo al comienzo de este capítulo, el hombre atribuye a la opinión que los demás tienen de él es totalmente exagerado e irracional; por lo que la forma radical con que Hobbes ha formulado este tema quizás sea apropiada después de todo: omnis animi voluptas, omnisque alacritas in eo sita est, quod quis habeat quibuscum conferens se, possit magnifice sentire de se ipso («Cualquier placer espiritual, cualquier alegría, se basan en tener alguien de quien sentirse superior»)[124] (De cive, I, 5). De esta manera se explican tanto el gran valor que los hombres confieren a la fama como los sacrificios que están dispuestos a hacer para alcanzarla alguna vez:
Fame is the spur, that the clear spirit doth raise
(That last infirmity of noble minds)
To scorn delights and live laborious days[125],
así como:
How hard it is to climb
The heights where Fame’s proud temple shines afar.[126]
En fin, así se explica también que la más vanidosa de las naciones siempre esté hablando de la gloire y no tenga reparo alguno en considerarla como el móvil de las grandes acciones y obras. Pero como la fama es indudablemente algo totalmente secundario, un mero eco, reflejo, sombra y síntoma del mérito, y como lo admirado siempre debe tener más valor que la admiración misma, la verdadera causa de la felicidad no puede yacer en la fama, sino en aquello que permite alcanzarla, es decir, en el mérito mismo o, para ser más exactos, en la actitud y las habilidades que lo hicieron posible; y no importa aquí si el mérito es de naturaleza moral o intelectual. Pues lo que de mejor tenga alguien debe tenerlo para sí mismo; lo que los demás puedan pensar sobre él, en cambio, es algo accesorio, que a lo sumo tendrá para él un interés subordinado. Por lo tanto, quien sólo merece la fama pero no llega a alcanzarla ya dispone, sin duda, de lo principal, que puede resarcirlo completamente de la carencia de aquella. Pues lo que hace envidiable a un hombre no consiste en que la masa sin criterio y a menudo embrutecida lo considere como grande, sino que en efecto lo sea; ni en ser recordado por la posteridad, sino en producir ideas dignas de ser conservadas y repensadas a través de los siglos. Se trata, además, de algo que nadie le puede quitar: es τῶν ἐφ᾽ ἡμῖν [«Una de las cosas que dependen de nosotros»], mientras que aquella pertenece a τῶν οὐκ ἐφ᾽ ἡμῖν [«Una de las cosas que no dependen de nosotros»]. Pero si la admiración misma fuese lo principal, lo admirado carecería de valor. Esto es lo que sucede en el fondo con la fama inmerecida, es decir, falsa. Su propietario se ve obligado a aferrarse a ella precisamente porque no dispone de aquello de lo que la fama debería ser un símbolo y un mero reflejo. Y puede que esa fama incluso le salga cara, como en esos casos en los que, pese a lo mucho que el amor propio de alguien pueda haberlo inducido a engañare a sí mismo, este se marea por la altura en la que se encuentra y para la que no está preparado, o se siente como si fuera un ducado de cobre[127]; entonces le sobreviene el temor a ser descubierto y recibir una merecida humillación, tanto más cuanto lee en la frente de los sabios cuál será el veredicto de la posteridad. Se parece entonces a alguien que hubiese accedido a una fortuna por medio de un testamento falso. La fama más auténtica, es decir, la que otorga la posteridad, ya no la percibe en vida quien es objeto de ella, lo cual no impide, sin embargo, que este sea considerado dichoso. Eso prueba que su felicidad residió desde el principio en las grandes cualidades mismas que le granjearían la fama y en el hecho de que tuviera oportunidad de desarrollarlas, es decir, en que lograse actuar como debía y realizase con placer y amor lo que llevó a cabo: pues sólo las obras hechas con placer y amor obtienen fama póstuma. Su felicidad se debió, pues, a su gran corazón o a la riqueza de su espíritu, cuya impronta, reflejada en sus obras, habría de recibir la admiración de los siglos venideros; consistió en las ideas mismas que en algún momento del futuro los espíritus más nobles se darían gozosos a la tarea de repensar. El valor de la fama póstuma consiste, pues, en llegar a merecerla, y esto es su propia recompensa. Si a veces los hechos que luego se harían famosos fueron aplaudidos por los contemporáneos, ello se debió probablemente a circunstancias fortuitas, y no tuvo jamás mayor significación. Pues como los hombres carecen generalmente de criterio para juzgar y no tienen la más mínima capacidad para evaluar obras complejas, se rigen en este punto por la autoridad de los demás, y la fama en asuntos de género elevado se basa en un noventa y nueve por ciento de los casos en simple buena fe. De ahí que la aprobación multitudinaria de los contemporáneos no tenga mucho valor para las personas reflexivas, que no perciben en ella sino el eco de unas pocas voces, influenciadas además por las modas del momento. ¿Acaso se sentiría halagado un solista por el fuerte aplauso de su público si supiera que este, a excepción de uno o dos individuos, se compone únicamente de sordos que, para ocultar su minusvalía, aplauden furiosamente cada vez que ven mover las manos de aquellos pocos? Y ¿qué pasaría si llegara a enterarse de que ese mismo público se deja sobornar frecuentemente a cambio de brindar el más estrepitoso aplauso al peor de los violinistas? Esto explica por qué la fama contemporánea se transforma tan raras veces en póstuma; lo que hace que D’Alembert, valiéndose de una hermosísima metáfora, describa el templo de la fama literaria de esta manera: «El interior del templo rebosa de muertos que no estuvieron en él cuando vivían, y de algunos vivos que, casi en su totalidad, serán expulsados de él cuando mueran». Y dicho sea de paso: el erigirle a alguien un monumento cuando todavía está vivo significa que uno no se fía de lo que la posteridad pueda decir de él. Si, a pesar de todo, alguien llega a experimentar en vida la fama que habrá de seguir teniendo cuando muera, es muy raro que esto suceda antes de la vejez; regla que, aunque tiene algunas excepciones entre artistas y poetas —y muy escasas, por cierto, entre filósofos—, viene confirmada por los retratos de hombres que se hicieron célebres por sus obras, y que generalmente fueron pintados después que les llegó la fama: por regla general se los representa viejos y con canas, sobre todo si son filósofos. Entretanto, desde el punto de vista eudemonológico, está bien que sea así. Gozar al mismo tiempo de fama y de juventud sería demasiado para un mortal. Nuestra vida es tan pobre, que hay que distribuir sus bienes con criterio de escasez. La juventud dispone de su propia riqueza y puede conformarse con ella. Pero en la vejez, cuando todo placer y alegría está marchito como si fuera una planta en invierno, es cuando mejor retoña el árbol de la fama, esa especie de hierbaluisa; y la fama se pudiera comparar también con las denominadas peras de invierno, que crecen en verano, pero que sólo maduran bien entrada la estación fría. No hay mayor consuelo en la vejez que la certeza de haber invertido toda la energía de la juventud en obras que no envejecen con uno.
Si ahora queremos examinar con mayor detenimiento las formas en que se alcanza la fama en las ciencias, que es lo más afín a nuestros intereses, se puede formular aquí la regla siguiente. La superioridad intelectual distinguida con dicha fama se pone siempre de relieve mediante una nueva combinación de cualesquiera datos. Estos podrán ser de especies muy diferentes; pero la fama alcanzada por dicha combinación será tanto más grande y extendida cuanto mejor sean conocidos aquellos por el público y cuanto más estén a disposición de todo el mundo. Si por ejemplo, los datos consisten en algunas cifras, o curvas, o en algún hecho físico, zoológico, botánico o anatómico, o en ciertos pasajes corruptos de autores antiguos, o en inscripciones borrosas, fragmentarias o realizadas en un alfabeto desconocido por nosotros, o en puntos oscuros de la historia, entonces la fama alcanzable por la combinación correcta de los datos no se extenderá más allá de donde se extienda el conocimiento de los mismos, es decir, no rebasará un pequeño círculo de especialistas que viven casi permanentemente retirados del mundo y están ansiosos de hacerse famosos en su respectiva área de trabajo. Pero si, en cambio, se trata de datos conocidos por todo el género humano, como, por ejemplo, las cualidades esenciales del entendimiento humano o del carácter, o las fuerzas naturales a las que todos estamos sometidos y cuyos efectos sentimos a diario, entonces la gloria de haber arrojado luz sobre los mismos mediante una nueva, importante y evidente combinación se extenderá paulatinamente a lo largo y ancho del mundo civilizado. Pues si los datos son accesibles a cualquiera, lo será también casi siempre su respectiva combinación. Sin embargo, no por ello la fama dejará de corresponder a la magnitud de la dificultad superada. Pues cuanto más conocidos son los datos, tanto más difícil es combinarlos de una manera novedosa y correcta: un número extremadamente grande de cabezas se habrá ocupado de ellos, agotando sus posibles combinaciones mutuas. En cambio, aquellos datos que, por estar fuera del alcance del gran público, se pueden conocer sólo con gran esfuerzo, admiten casi siempre nuevas combinaciones; si, por lo tanto, se los aborda con un recto entendimiento y una sana capacidad de juzgar, es decir, con una moderada dosis de superioridad espiritual, es muy posible que se tenga la fortuna de dar con una correcta y novedosa combinación de los mismos. De todos modos, también en este caso la fama tendrá aproximadamente el mismo alcance que la familiaridad con los datos. Pues si bien es cierto que la solución de problemas de este tipo exige mucho estudio y trabajo, a saber, los necesarios para adquirir el conocimiento de los datos, mientras que en aquella otra especie que permite, precisamente, alcanzar la fama máxima y más extendida, los datos son dispensados sin costo alguno; sin embargo, en la misma medida en que esta última especie requiere menos laboriosidad, exige también más talento, e incluso genio, y no hay trabajo ni estudio que puedan competir con el talento y el genio en cuanto a méritos o a la obtención de reconocimiento público.
De lo anterior se desprende que quienes detecten en sí mismos cierta capacidad intelectual y buen discernimiento, sin por ello atribuirse la posesión de las cualidades del espíritu más elevadas, no deben escatimar todo el esfuerzo y trabajo agotador que puedan soportar, para que de esa manera puedan sobresalir entre la gran masa de hombres que ya disponen de los datos harto conocidos, y lleguen hasta los lugares más apartados que sólo se alcanzan con la diligencia de la erudición. Aquí, en efecto, donde el número de competidores es infinitamente más pequeño, la cabeza que se eleve sólo un poco por encima del promedio estará en condiciones de encontrar una nueva y correcta combinación de los datos: incluso una parte considerable del mérito de su descubrimiento se basará en la dificultad misma para acceder a los datos. Sin embargo, el aplauso obtenido así de los colegas, que son los únicos expertos en la disciplina, es percibido por la multitud sólo a distancia. Ahora bien, si se quiere llevar hasta el extremo la tendencia esbozada aquí, se llegará a un punto en que los datos, debido a la dificultad con que se obtienen, bastan para alcanzar la fama, sin que además sea necesario combinarlos. Esto se logra mediante los viajes a países remotos y poco visitados: uno se hace famoso por lo que ha visto, no por lo que ha pensado. Esta vía tiene, por otra parte, la ventaja de que es mucho más fácil transmitir a los demás lo que uno ha visto que lo que uno ha pensado, lo cual rige también para su respectiva comprensión: por eso, es mucho más fácil encontrar lectores para lo primero que para lo segundo. Pues como ya dice Asmus:
Wenn Jemand eine Reise thut,
So kann er was erzählen.[128]
De ahí que, al conocer gente famosa de este tipo, uno no pueda por menos de pensar en la siguiente observación de Horacio:
Coelum, non animum, mutant, qui trans mare currunt.[129]
Epist. I, 11, v. 27
Por lo que respecta a la cabeza dotada de elevadas capacidades, que es la única que dispone de los medios para afrontar la solución de los grandes problemas, es decir, los que atañen a lo general y al todo, los cuales, precisamente por ello, son los más difíciles de resolver, ella hará bien en expandir su horizonte todo lo que pueda, pero siempre de forma equilibrada, en todas las direcciones y sin perderse nunca demasiado en alguna de las zonas específicas que sólo son conocidas por unos pocos; es decir, sin adentrarse demasiado en las especialidades de alguna ciencia particular y sin ocuparse, ni mucho menos, de micrologías. Pues no tiene necesidad de abordar asuntos difícilmente accesibles para escapar a la presión de los competidores; sino que aquello de lo que todos disponen le dará material suficiente para combinaciones insólitas, importantes y verdaderas. Justamente por ello, sus méritos podrán ser reconocidos por quienes estén familiarizados con los datos, vale decir, por amplios sectores del género humano. En esto se diferencia poderosamente la fama conquistada por los poetas y los filósofos de la que alcanzan los físicos, químicos, anatomistas, geólogos, zoólogos, filólogos, historiadores, etc.