2. De lo que uno es

Ya hemos discernido en términos generales que lo que uno es contribuye mucho más a su felicidad que lo que uno tiene, o que lo que uno representa. Siempre lo determinante será lo que alguien sea y, por consiguiente, lo que tenga en sí mismo; pues su individualidad lo acompaña siempre y a todas partes, impregnando todo lo que experimenta. En cualquier asunto y circunstancia lo más que el sujeto disfruta es su propia persona; si esto vale ya para los placeres físicos, con tanta mayor razón para los espirituales. De ahí lo acertadísimo de la expresión inglesa to enjoy oneself, de acuerdo con la cual se dice, por ejemplo, he enjoys himself at Paris, que no significa «él disfruta de París», sino «él disfruta de sí mismo en París». Ahora bien, si la individualidad está mal constituida, todos los placeres serán como vinos exquisitos en una boca untada de hiel. De ahí que, en lo bueno y en lo malo, sea menos determinante el azar y lo que le acaece a uno en la vida, exceptuando las calamidades, que la manera en que lo experimenta, es decir, la clase de sensibilidad que se tenga en cualquier respecto, y el grado de la misma. Lo que alguien es y posee en sí mismo, es decir, la personalidad y el valor de esta, es lo único que afecta directamente a la dicha y al bienestar propios. Todo lo demás es indirecto; de ahí que su repercusión pueda evitarse, cosa que jamás ocurre con la de la personalidad. Eso explica por qué la envidia que se enfoca en las cualidades personales es la más implacable, y la que también se oculta con mayor esmero. Además, la naturaleza de la consciencia es lo único duradero y decisivo, y la individualidad opera de manera permanente, sostenida, casi a cada instante: en cambio, todo lo demás opera sólo por un tiempo, de forma esporádica y pasajera, además de estar en sí mismo sometido a la transformación y a los cambios: por eso dice Aristóteles: ἡ γὰρ φύσις βεβαία οὐ τὰ χρήματα (nam natura perennis est, non opes [«Pues la naturaleza es segura, pero no lo son las posesiones»], Eth. Eud. VII, 2)[23]. A esto se debe que soportemos con mayor entereza una desgracia que nos viene completamente de fuera que una de la que somos en parte responsables: pues el destino puede cambiar, pero la naturaleza propia, jamás. Los bienes subjetivos, como un carácter noble, una inteligencia capaz, un temperamento afortunado, un ánimo alegre y un cuerpo bien formado y totalmente sano, y en suma, mens sana in corpore sano[24] (Juvenal, Sat. X, 356), son para nuestra felicidad los principales y los más importantes; por lo que debemos atender mucho más a su generación y conservación que a obtener los bienes y el honor exteriores.

Ahora bien, de todas las cosas mencionadas, lo que contribuye de manera más directa a hacernos felices es la jovialidad del ánimo: pues esta buena cualidad se recompensa a sí misma automáticamente. Quien está alegre en un momento dado tiene toda la razón para estarlo: a saber, el hecho mismo de que lo está. Nada puede reemplazar completamente a cualquier otro bien mejor que esta cualidad; mientras que ella misma es irreemplazable. Supongamos que alguien sea joven, hermoso, rico y respetado; aún falta por saber, para opinar sobre su grado de felicidad, si además está contento; pero si está contento, da igual si es joven o viejo, esbelto o encorvado, pobre o rico: es feliz. Siendo muy joven abrí un libro viejo que decía: «quien ríe mucho es feliz, quien llora mucho es desdichado», un comentario bastante simple, y que, sin embargo, debido a su verdad sencilla, no he podido olvidar, por más que se trate de un truismo superlativo. Por eso hay que abrir las puertas de par en par a la alegría cada vez que se presente: pues nunca viene a destiempo; y no debemos escatimarle la entrada queriendo averiguar primero si tenemos todos los motivos para estar satisfechos; o porque temamos ser interrumpidos por ella en nuestros pensamientos serios y preocupaciones importantes: por lo pronto, es muy dudoso lo que podamos lograr con estos últimos; mientras que la alegría es ganancia inmediata. Sólo ella es una especie de moneda en efectivo de la felicidad, y no, como el resto de los bienes, una mera letra de cambio; porque sólo ella nos brinda la dicha presente de forma instantánea; es, por lo tanto, el máximo bien para seres cuya realidad reviste la forma de un presente indivisible situado entre dos períodos de tiempo infinitamente extensos. Según ello, deberíamos preferir la adquisición y promoción de este bien a cualquier otra meta. Ahora bien, es indudable que nada es menos conducente a la alegría que la riqueza, y nada lo es más que la salud: en las clases humildes, trabajadoras y, en especial, entre las que aran la tierra, están los rostros alegres y contentos; entre las ricas y distinguidas, los amargados. En consecuencia, deberíamos poner nuestro mayor empeño en conservar ese alto grado de salud cuya flor es la alegría. Los medios para lograrlo son, como es bien sabido, abstenerse de todos los excesos y desórdenes, de todas las pasiones violentas o desagradables, así como de todos los esfuerzos del espíritu demasiado intensos o sostenidos, realizar como mínimo dos horas diarias de ejercicios enérgicos al aire libre, tomar muchos baños fríos y seguir otras reglas dietéticas parecidas. Sin el debido movimiento diario no es posible conservarse sano: todos los procesos vitales requieren, para ser bien desempeñados, el movimiento de las partes y del todo donde se llevan a cabo. De ahí que Aristóteles diga con razón: ὁ βίος ἐν τῇ κινήσει ἐστί[25], que significa que la vida consiste en el movimiento y tiene su esencia en él. En todo el interior del organismo priva el movimiento incesante y rápido: el corazón, con sus sofisticadas sístole y diástole, palpita enérgica e incansablemente; con sólo veintiocho latidos ya ha impulsado la totalidad de la masa sanguínea a lo largo de los sistemas circulatorios mayor y menor; los pulmones, como una máquina de vapor, bombean aire sin cesar; los intestinos se desplazan continuamente según el motus peristalticus [«movimiento peristáltico»]; todas las glándulas absorben y segregan sustancias continuamente, e incluso el cerebro tiene un doble movimiento con cada latido e inhalación. Pues bien, cuando el movimiento externo prácticamente desaparece, como sucede con el estilo de vida completamente sedentario de innumerables personas, se produce una desproporción nociva entre la tranquilidad externa y el tumulto interior. Es más, el incesante movimiento interior necesita ser reforzado por el externo; pero aquella desproporción es análoga a lo que sucede cuando, a consecuencia de cualquier emoción intensa, bullimos de rabia por dentro y no podemos darnos el lujo de manifestarlo a los demás. Incluso los árboles necesitan, para poder prosperar, ser movidos por el viento. Al respecto se cumple una regla que se puede transmitir de manera más concisa en latín: omnis motus, quo celerior, eo magis motus [«Todo movimiento es más movimiento cuanto más rápido es»]. Para percibir cuánto depende nuestra felicidad de lo alegre de nuestro estado de ánimo, basta comparar la impresión que unas mismas circunstancias o sucesos externos tienen en nosotros un día en que estamos saludables y lozanos con la que producen cuando una dolencia ha ensombrecido y atemorizado nuestro ánimo. Lo que nos hace felices o desdichados no es lo que las cosas son objetiva y realmente, sino lo que son para nosotros, en nuestra opinión. Esto es justo lo que expresa la sentencia de Epicteto ταράσσει τοὺς ἀνθρώπους οὐ τὰ πράγματα, ἀλλὰ τὰ περὶ τῶν πραγμὰτων δόγματα (commovent homines non res, sed de rebus opiniones [«No son las cosas lo que afecta a los hombres, sino las opiniones sobre ellas»])[26]. Y, en general, nueve décimas partes de nuestra felicidad se basan exclusivamente en nuestra salud. Con salud, todo se convierte en fuente de placer; sin ella, ningún bien, no importa de qué tipo sea, resulta agradable, hasta el punto de que incluso los demás bienes subjetivos, es decir, los atributos del espíritu, del ánimo y del temperamento, son menoscabados y reducidos a su mínima expresión por la enfermedad. No en balde lo primero que dos personas se preguntan recíprocamente es cómo están de salud, y lo primero que se desean unas a otras, la salud; pues, en verdad, nada importa tanto para la felicidad humana. Y ello significa que la mayor necedad imaginable consiste en sacrificar la salud por el motivo que sea, ya se trate de dinero, un ascenso en el trabajo, erudición o fama, pero sobre todo si es por lujuria o por placeres efímeros: lo correcto es, más bien, supeditarlo todo a ella.

A pesar de lo mucho que la salud contribuye a la alegría que tanto necesitamos para ser felices, esta no sólo depende de aquella: pues aun estando completamente sano se puede tener un temperamento melancólico y estar casi siempre deprimido. La causa última de ello hay que buscarla sin duda en la constitución innata, y por ende inalterable, del organismo, y en especial, en el grado más o menos normal de la relación que se presenta la mayoría de las veces entre la sensibilidad[27], por un lado, y la irritabilidad[28] y fuerza reproductora, por el otro. Un predominio excesivo de la sensibilidad traerá consigo inestabilidad en el ánimo, una efusividad esporádica desproporcionada y un estado melancólico la mayor parte del tiempo. Ahora bien, como la genialidad exige una superabundancia de fuerza nerviosa, o sea, de sensibilidad, Aristóteles ha observado muy correctamente que todos los hombres extraordinarios y superiores son melancólicos: πάντες ὅσοι περιττοὶ γεγόνασιν ἄνδρες, ἢ κατὰ φιλοσοφίαν, ἢ πολιτικήν, ἢ ποίησιν, ἢ τέχνας, φαίνονται μελαγχολικοὶ ὄντες[29] (Probl. 30, 1). Sin duda, este es el pasaje que Cicerón tenía en mente cuando nos transmitió la información, frecuentemente citada: Aristóteles ait, omnes ingeniosos melancholicos esse[30] [«Aristóteles dice que todos los hombres geniales son melancólicos»] (Tusc. I, 33). Pero es Shakespeare quien más ingeniosamente ha retratado la innata y considerable diferencia de talante básico a la que nos referimos aquí:

Nature has fram’d strange fellows in her time:

Some that will evermore peep through their eyes,

And laugh, like parrots, at a bag-piper;

And others of such vinegar aspect,

That they’ll not show their teeth in way of smile,

Though Nestor swear the jest be laughable[31].

Merch. of Ven. sc. I

Esta es precisamente la diferencia que Platón caracteriza por medio de los términos δύσκολος [«amargado»] y εὔκολοσ [«bien dispuesto»]. La misma puede retrotraerse a la susceptibilidad —que puede variar mucho según la persona de que se trate— a las impresiones agradables y desagradables, que hace que el uno se ría de aquello que lleva al otro al borde de la desesperación: y, por cierto, la susceptibilidad a impresiones agradables es tanto más débil cuanto más fuerte sea la que se tiene hacia las desagradables, y viceversa. Bajo iguales condiciones de éxito o fracaso en un asunto, el δύσκολος se molestará o amargará si este le sale mal, y no se alegrará si le sale bien; mientras que el εὔκολοσ no se enojará si le sale mal, pero en cambio se alegrará si le sale bien. Si el δύσκολος logra nueve de los diez proyectos que tiene, no se alegra por los nueve que le salieron bien, sino que se enoja por el que le salió mal, mientras que el εὔκολοσ, en la situación contraria, sabe consolarse y alegrarse con el que le salió bien. Sin embargo, como no hay mal que por bien no venga, resulta que los δύσκολος, o sea, los caracteres lúgubres y aprehensivos, tienen que sobreponerse, en términos generales, a más accidentes y sufrimientos imaginarios que los caracteres alegres y despreocupados, pero, en contrapartida, a menos accidentes y sufrimientos reales: en efecto, quien todo lo ve negro y siempre teme lo peor, y por lo tanto toma sus previsiones, no se equivocará tan a menudo como aquel que lo pinta todo de color de rosa. Pero cuando una afección enfermiza del sistema nervioso o digestivo viene a reforzar los efectos de una δυσκολία congénita, esta puede alcanzar el grado crítico en el que un malestar constante da paso al tedio por la vida y hace que se desarrolle una tendencia al suicidio. Suicidio que puede ser entonces ocasionado por las molestias más insignificantes; en los casos más graves de este trastorno, ni siquiera hace falta un motivo: la decisión de quitarse la vida aparece como resultado de un descontento crónico, y se ejecuta con una premeditación tan fría y una resolución tan firme, que el enfermo, que casi siempre ha sido puesto bajo vigilancia, aprovecha el primer descuido para poner en práctica, sin vacilación, conflicto interior o escrúpulo alguno, aquel remedio que ha llegado a parecerle natural y apetecible. Descripciones exhaustivas de este cuadro las proporciona Esquirol, Des maladies mentales[32]. Sin embargo, en ciertas ocasiones hasta el más sano o alegre de los hombres puede tomar la decisión de suicidarse, a saber, cuando la intensidad de los sufrimientos o de una desgracia inminente e inevitable sobrepasa con creces el terror a la muerte. La diferencia estriba aquí en la gravedad del motivo que se requiere para dar este paso, la cual es inversamente proporcional a la δυσκολία respectiva. Cuanto mayor sea esta, tanto más insignificante podrá ser aquella, que puede incluso llegar a cero; en cambio, cuanto mayor sea la εὐκολία[33] y el grado de salud que la respalda, tanto más peso habrá de tener el motivo. Esto permite clasificar los casos según innumerables grados de gravedad, situados entre el suicidio acaecido por agravamiento de una δυσκολία congénita y el suicidio llevado a cabo por una persona sana y alegre, que ocurre únicamente por razones objetivas.

Parcialmente relacionada con la salud está la belleza. Aunque esta ventaja subjetiva realmente no contribuye de manera directa a nuestra felicidad, sino indirectamente, a través de la impresión que produce en los demás, reviste una gran importancia, incluso en el género masculino. La belleza es una carta abierta de presentación, que nos rinde de antemano el corazón de los demás: de ahí que se le aplique de manera especial el verso homérico:

Οὔτοι ἀπόβλητ᾽ ἐστὶ θεῶν ἐρικυδέα δῶρα

Ὅσσα κεν αὐτοὶ δῶσι, ἑκών δ᾽οὐκ ἄν τις ἕλοιτο[34].

Hasta la más superficial ojeada nos revela que el dolor y el aburrimiento son los dos mayores enemigos de la felicidad humana. Al respecto cabe observar que cuanto más conseguimos sustraernos a uno de ellos, más nos acercamos al otro, y viceversa; por lo que nuestra vida representa en el fondo un movimiento de oscilación más o menos rápido entre ambos. Y ello se debe a que poseen un doble antagonismo, uno externo y objetivo, y otro interno y subjetivo. Así, en lo externo, la necesidad y la privación producen dolor, mientras que la seguridad y la abundancia producen aburrimiento. Por eso vemos cómo la clase social baja libra una incesante batalla contra la necesidad, es decir, contra el dolor; y cómo, en cambio, el mundo rico y distinguido lucha constante y, a veces, desesperadamente contra el aburrimiento. Por su parte, el antagonismo interno o subjetivo entre estos polos se debe al hecho de que en cada hombre particular la receptividad hacia uno de ellos se halla en proporción inversa a su receptividad hacia el otro, en tanto que dicha receptividad está determinada por el alcance de las respectivas capacidades espirituales. A saber, la torpeza espiritual está continuamente ligada a un embotamiento de la sensibilidad y a una débil excitabilidad, rasgos que hacen a la persona menos vulnerable a dolores y a aflicciones de toda índole e intensidad: dicha torpeza espiritual es, a su vez, lo que da lugar a ese vacío interior estampado en innumerables rostros, que se manifiesta además a través de una atención desmesurada hacia todo cuanto ocurre en el mundo exterior, por más nimio que sea, y que, como auténtica fuente del aburrimiento que es, siempre está al acecho de estímulos externos que puedan agitar el espíritu y el ánimo. No es, por lo tanto, melindrosa a la hora de seleccionar estos últimos, como lo demuestran los pasatiempos lamentables a los que recurren los hombres, la forma que tienen estos de relacionarse y conversar, sin olvidar a los que gustan de estar parados frente a sus puertas o asomados por las ventanas. Este vacío interior es la causa principal de la afición a las reuniones sociales, a los entretenimientos, a los placeres y lujos de todo tipo, que conduce a muchos al derroche y luego a la miseria. Contra esta miseria no hay mejor escudo que la riqueza interior, la del espíritu: pues cuanto más se aproxima esta a la eminencia, menos cabida da al aburrimiento. La inagotable efervescencia de ideas, su dinamismo siempre renovado a través de las diversas manifestaciones del mundo interior y exterior, la energía y el impulso para lograr siempre novedosas combinaciones de las mismas, libran por completo al intelecto eminente —y esto sin contar los momentos de distensión— de las garras del aburrimiento. De otro lado, la condición indispensable de una inteligencia desarrollada es una sensibilidad aguda, y su raíz, una mayor fogosidad de la voluntad, es decir, de la emotividad; sólo que, al asociarse aquella con estas últimas, los afectos cobran mucha más fuerza y se produce una mayor sensibilidad, no sólo con respecto a los dolores espirituales, sino también con respecto a los corporales, e incluso una mayor impaciencia frente a los obstáculos y contratiempos; todo lo cual contribuye poderosamente a incrementar la vivacidad de todo tipo de representaciones procedentes de la fantasía, incluyendo, por supuesto, las repugnantes. Lo dicho también vale, proporcionalmente, para las fases intermedias que llenan el amplio espectro entre el necio más tonto y el genio más grande. Así pues, cada uno —no sólo desde el punto de vista objetivo, sino también desde el subjetivo— está tanto más cerca de una de las dos fuentes del dolor de la vida humana cuanto más se aleja de la otra. Por ello, su inclinación natural lo llevará, en este sentido, a ajustar cuanto pueda lo objetivo a lo subjetivo, y a tomar mayores precauciones contra aquella fuente de dolor a la que esté más expuesto. El hombre rico de espíritu aspirará sobre todo a la ausencia de dolor y de preocupaciones, a la serenidad y al ocio, y, en consecuencia, buscará una vida tranquila, modesta, pero lo más independiente posible, y, en consecuencia, tras haber conocido durante cierto tiempo al denominado hombre, optará por mantenerlo a distancia, o incluso, si es un genio excepcional, escogerá la soledad. Pues cuanto más sea lo que tiene alguien en su interior, tanto menos requerirá de fuera y, por consiguiente, tanto menos significarán los otros para él. De ahí que la eminencia del espíritu conduzca a la misantropía. Si al menos lo cualitativo en la sociedad pudiera ser compensado por lo cuantitativo, entonces hasta valdría la pena vivir en el gran mundo; pero, desgraciadamente, ni cien tontos reunidos valen lo que un hombre inteligente. Quien esté situado en el otro extremo, en cambio, buscará diversión y compañía a cualquier precio, siempre que la necesidad le dé un respiro, y se aficionará a cualquier cosa con tal de poder huir de sí mismo. Pues en la soledad, donde uno se ve remitido a su yo, es donde se muestra lo que cada uno lleva en su interior: el necio vestido de púrpura solloza bajo el lastre insoportable de su mísera individualidad, mientras que el hombre talentoso puebla y vivifica con sus pensamientos hasta el entorno más estéril. Por ello es muy cierto lo que dice Séneca: omnis stultitia laborat fastidio sui[35] [«Toda estupidez labra su propio aburrimiento»] (Ep. 9); como también es cierta la sentencia de Jesús de Sirá: «La vida del necio es más desgraciada que la muerte»[36]. Según ello, se encontrará que, en general, cada uno es sociable en la misma medida en que es espiritualmente pobre o, en general, vulgar. Pues en el mundo no hay más remedio que escoger entre la soledad y la compañía. Se dice que los hombres más sociables son los negros, que son precisamente los más atrasados intelectualmente: según reportajes de Norteamérica, publicados en la prensa francesa (Le Commerce, 19 octubre, 1837), a los negros les encanta encerrarse en grandes números en salas pequeñas —en las que se apretujan hombres libres y esclavos por igual— para mirarse incansablemente unos a otros sus caras negras de narices chatas.

Por el hecho mismo de que el cerebro funge como parásito o pensionista de todo el organismo, el ocio que cada uno ha conquistado, que le permite disfrutar libremente de su consciencia e individualidad, es el fruto y el rendimiento de toda su existencia, el resto de la cual no es sino esfuerzo y trabajo. Pero ¿qué significa el ocio para la mayoría de los hombres? Aburrimiento y estulticia, a menos que tengan a la mano placeres corporales o tonterías con que llenarlo. Cuán poco valor tiene este ocio lo demuestra la manera como estos hombres lo emplean: se trata precisamente del ozio lungo d’uomini ignoranti[37] [«lento ocio de los hombres ignorantes»], de Ariosto. La gente ordinaria se dedica únicamente a emplear el tiempo; quien tiene algún talento, en cambio, a utilizarlo. El que las inteligencias limitadas estén tan expuestas al aburrimiento se debe a que su intelecto no es otra cosa que el medio de proveer de motivos a su voluntad. Por ello, cuando no hay disponibles motivos a los que recurrir, la voluntad se aletarga y el intelecto sale de vacaciones; ni una ni otro son capaces de emprender algo por sí mismos: el resultado es un terrible estancamiento de todas las facultades del individuo: el aburrimiento. Para hacer frente a este último, se va proveyendo a la voluntad de motivos pequeños, puramente efímeros y tomados al azar, para despertarla y de esa manera poner en actividad también al intelecto, que se ve obligado a captarlos; estos motivos se comportan con respecto a los verdaderos y naturales como los billetes de banco a la plata; pues su valor ha sido establecido de manera puramente arbitraria. Y no son otros que los juegos, sean de mesa o de otro tipo, que han sido inventados justamente con este propósito. Si no están disponibles, el hombre obtuso se las arregla haciendo ruidos o dando golpecitos con todo lo que le cae en las manos. También el cigarro le resulta un bienvenido sucedáneo de los pensamientos. He ahí por qué en todos los países el juego de naipes se ha convertido en la ocupación principal de la sociedad: es la medida de su valor y una bancarrota manifiesta de todas las ideas. Como la sociedad no tiene ideas para intercambiar, intercambia naipes y trata de arrebatarse mutuamente los florines. ¡Oh mísero género humano! Para tampoco ser injusto aquí, no quiero, sin embargo, ocultar un posible argumento en defensa del juego de cartas, y es que constituiría un ejercicio preliminar para la vida mundana y los negocios, en la medida en que nos enseñaría a utilizar hábilmente las circunstancias que el azar nos impone inexorablemente (los naipes) y a obtener de ellas el mayor provecho posible, estimulando de paso la costumbre de la contenance [«el aplomo»], consistente en poner buena cara a una mala mano. Pero precisamente por ello, el juego de naipes ejerce también un efecto desmoralizador. El propósito de este juego es quitarle al otro, valiéndose de cualquier medio, aunque sea un ardid o un engaño, todo lo que tiene. Pero la costumbre de proceder de esta manera en el juego va echando raíces, se traslada a la vida práctica y hace que uno termine por adoptar el mismo comportamiento en asuntos de lo mío y lo tuyo, y por considerar como legítima cualquier ventaja que se tenga en la mano, con tal de que la ley no la prohíba. Confirmaciones al respecto nos las brinda a diario la vida burguesa. Debido, pues, a que, como se dijo, el ocio es la flor, o mejor dicho el fruto, de la existencia de cada cual, en cuanto le permite a este tomar plena posesión de sí mismo, merecen el nombre de afortunados quienes encuentran algo efectivamente valioso en sus propias personas; mientras que para la inmensa mayoría de la gente, el ocio no tiene otro efecto que la producción de un individuo inútil que para desgracia suya se aburre terriblemente. Alegrémonos, pues, «queridos hermanos, porque no somos hijos de la esclava, sino de la mujer libre» (Gal., 4, 31).

Por lo demás, así como el país más feliz es aquel que necesita importar poco o nada, así también ocurre con el hombre que debido a su riqueza interior se basta a sí mismo y que requiere para su entretenimiento poco o nada de fuera; pues importar cosas tiene un alto precio, crea dependencia, involucra riesgos, trae sinsabores y al final es sólo un mal sustituto para los productos del propio terruño. No cabe esperar mucho de los demás y, en general, de fuera, en ningún sentido. Lo que alguien pueda significar para otro tiene límites muy estrechos: al final cada uno se queda solo, y entonces lo único que cuenta es quién se ha quedado solo. Así pues, vale aquí lo que Goethe[38] (Dicht. und Wahrh., tomo 3, p. 474) expresa en general, cuando indica que en todas las cosas contamos en último término sólo con nosotros mismos; o, como dice Oliver Goldsmith:

Still to ourselves in ev’ry place consign’d

Our own felicity we make or find[39].

The Traveller, v. 431

Cada uno debe, pues, arreglárselas solo y hacer todo por sí mismo. Cuanto más lo logre y más halle, por consiguiente, la fuente de sus placeres en su persona, tanto más feliz será. Con muchísima razón dice, pues, Aristóteles: ἡ εὐδαιμονία τῶν αὐτάρκων ἐστὶ[40] (Eth. Eud. VII, 2), que traducido significa: «la felicidad es de quienes se bastan a sí mismos». Pues todas las fuentes externas de la felicidad y del gozo son, por su propia naturaleza, extremadamente inciertas, defectuosas, pasajeras y dependientes del azar, y pueden, aun en las circunstancias más favorables, extinguirse con facilidad; y esto es hasta cierto punto inevitable, dado que no siempre están disponibles. En la edad avanzada, por cierto, se agotan necesariamente casi todas; entonces nos abandonan el amor, las bromas, los deseos de viajar, la afición a los caballos y la aptitud para asistir a reuniones sociales; incluso amigos y parientes nos son arrebatados por la muerte. Entonces, más que nunca, lo importante es lo que cada uno tiene en sí mismo. Nada, en efecto, resistirá mejor el paso del tiempo. Además, en cada edad de la vida, lo que uno tiene en sí mismo es definitivamente la única fuente de felicidad verdaderamente estable. En el fondo, el mundo no tiene mucho que ofrecernos: está lleno de miseria y dolor, y a quienes logran escapar de estos males los acecha en cada esquina el aburrimiento. Además, por regla general, la maldad y la estupidez son las que dictan la pauta. El destino es cruel, y los hombres, miserables. En un mundo semejante, el hombre que tiene mucho en su persona se parece a una habitación navideña cálida y alegre, situada en medio de la nieve y el hielo de las noches de diciembre. Por todo ello, poseer una excelente y rica personalidad y, en especial, mucho ingenio es sin duda el destino más afortunado del mundo, aunque difiera del más deslumbrante. Por eso fue muy sabio lo que dijo a sus diecinueve años la reina Cristina de Suecia en relación a Cartesio —a quien conocía únicamente por referencias y por haber leído un solo artículo suyo—, el cual vivía desde hacía veinte años en Holanda en el más completo aislamiento: Mr. Descartes est le plus heureux de tous les hommes, et sa condition me semble digne d’envie [«El señor Descartes es el más dichoso de los hombres, y su condición me parece digna de envidia»][41]. (Vie de Descartes par Baillet, lib. VII, cap. 10). Sólo que, como sucedió con Cartesio, las circunstancias externas han de ser lo suficientemente favorables como para permitir que uno sea dueño de sí mismo y esté satisfecho consigo mismo; por lo que ya en el Qoheleth[42] (7,12) se lee: «La sabiduría es buena si uno tiene hacienda, y es útil que uno pueda solazarse en el sol». Aquel que haya sido favorecido con esta vocación por la naturaleza y el destino habrá de velar cuidadosamente por que la fuente interior de su felicidad siempre esté a su alcance; y, para ello, requiere de independencia y de ocio. Por lo que no vacilará en obtener estos últimos por medio de la moderación y el ahorro; tanto más cuanto que no es un individuo que dependa, como los demás, de las fuentes externas de los placeres. La esperanza de obtener cargos, dinero, favores y el aplauso del mundo no lo tentará a renunciar a sí mismo con el fin de adaptarse a los propósitos indignos o al mal gusto de los hombres. En caso necesario, hará lo que sugiere Horacio en la epístola al Mecenas (Lib. I, ep. 7)[43]. Es una gran torpeza perder en lo interno para ganar en lo externo, es decir, sacrificar parcial o totalmente la tranquilidad, la independencia y el ocio de uno mismo en aras del brillo, el rango, el lujo, los títulos o los honores. Esto, no obstante, es lo que hizo Goethe. Pero a mí mi genio inspirador me ha empujado decididamente a tomar el camino opuesto.

La verdad aquí examinada, según la cual la fuente principal de la felicidad humana está situada en el fuero interno, encuentra una confirmación adicional en la sentencia muy acertada de Aristóteles en la Ética a Nicómaco (I, 7; y VII, 13, 14), respecto de que todo placer presupone alguna actividad, es decir, el ejercicio de alguna fuerza sin la cual no puede existir. Esta doctrina aristotélica de que la felicidad de un hombre consiste en el ejercicio libre de su capacidad más desarrollada la reproduce también Estobeo en su exposición de la ética peripatética (Ecl. eth. II, c. 7, pp. 268-278); por ejemplo, cuando dice: ἐνέργειαν εἶναι τὴν εὐδαιμονία κατ᾽ ἀρετήν, ἐν πράξεσι προηγουμέναις κατ᾽εὐχήν (la versión de Heeren[44] es: felicitatem esse functionem secundum virtutem, per actiones successus compotes) [«La felicidad es el ejercicio, de acuerdo con la virtud, de acciones coronadas por el éxito»][45]; y, en términos más concisos, con la aclaración de que el término ἀρετή [virtud] se refiere a cualquier excelencia. Ahora bien, la finalidad original de las fuerzas con las que la naturaleza ha equipado al hombre es que este pueda luchar contra las carencias que lo asaltan desde todas partes. Pero una vez que cesa este combate, las fuerzas no utilizadas se convierten en un lastre para el sujeto, el cual tiene por lo tanto que jugar con ellas, es decir, utilizarlas sin un fin concreto: pues de lo contrario será inmediatamente víctima de la otra fuente del dolor humano, el aburrimiento. De ahí que este atormente sobre todo a los grandes y ricos, de cuya desdicha ya diera cuenta Lucrecio en una descripción que se puede verificar aún hoy en todas las grandes ciudades:

Exit saepe foras magnis ex aedibus ille,

Esse domi quem petaesum est, subitoque reventat,

Quippe foris nihilo melius qui sentiat esse.

Currit, agens mannos, ad villam praecipitanter,

Auxilium tectis quasi ferre ardentibus instans:

Oscitat extemplo, tetigit quum limina villae;

Aut abit in somnum gravis, atque oblivia quaerit;

Aut etiam properans urbem petit, atque revisit[46].

III, 1073[47]

Estos señores han de dar la talla en su juventud por medio de su fuerza muscular y reproductora. Pero más tarde sólo quedan las fuerzas mentales, y si estas no están presentes o suficientemente desarrolladas o no se han acumulado los materiales necesarios para ejercerlas, habrá mucho que lamentar. Ahora bien, como la voluntad es la única fuerza inagotable, se la querrá estimular ahora agitando las pasiones, por ejemplo, mediante la costumbre de apostar fuertes sumas de dinero, ese vicio tan degradante. En general, todo individuo desocupado, dependiendo del tipo de fuerzas que en él prevalezcan, escogerá un tipo distinto de juego para ejercitarlas: por ejemplo, los bolos o el ajedrez; la caza o la pintura; las competiciones deportivas o la música; los juegos de naipes o la poesía; la heráldica o la filosofía, etc. Podemos incluso examinar este asunto metódicamente, yendo hasta la raíz de todas las manifestaciones de las fuerzas humanas, es decir, hasta las tres fuerzas fisiológicas fundamentales, a las que debemos estudiar aquí en su libre juego sin finalidad determinada, a través del cual se manifestarán como fuentes de tres tipos de placeres posibles, de los cuales el hombre, según domine en él una u otra de aquellas fuerzas, escogerá siempre el que le resulte más afín. Me refiero, en primer lugar, a los placeres de la fuerza reproductora: consisten en comer, beber, digerir, descansar y dormir. Algunos pueblos se hacen incluso célebres ante los demás por practicar esos placeres como sus pasatiempos nacionales favoritos. En segundo lugar están los placeres de la irritabilidad: consisten en caminar, saltar, boxear, bailar, practicar la esgrima, montar a caballo y en realizar ejercicios atléticos de todo tipo, así como en cazar, e incluso en participar en luchas armadas y en la guerra. En tercer lugar están finalmente los placeres de la sensibilidad: consisten en contemplar, pensar, sentir, escribir, pintar, esculpir, interpretar música, aprender, leer, meditar, inventar, filosofar, etc. Sobre el valor, grado y duración de cada uno de estos tipos de placer se podrían hacer algunas consideraciones, que quedan, empero, a cargo del lector. Sin embargo, todos podrán darse cuenta de que tanto nuestro gozo, que invariablemente está condicionado por el uso de las propias fuerzas, como nuestra dicha, que proviene de su repetición frecuente, serán tanto más grandes cuanto más noble sea el tipo de fuerza que los condiciona. Tampoco osará nadie negar el puesto de honor que en este punto ostenta la sensibilidad, cuya decisiva presencia eleva al hombre por encima de las otras especies animales, en comparación con las otras dos fuerzas fisiológicas fundamentales, que en cambio se encuentran presentes en igual o mayor medida en los animales irracionales. A la sensibilidad pertenecen nuestras fuerzas cognoscitivas: de ahí que su preponderancia capacite para los goces de la actividad cognoscitiva, es decir, para los denominados placeres espirituales, y serán tanto más grandes cuanto mayor sea aquella preponderancia[48]. Para que algo suscite la atención de un hombre normal y corriente tiene que estimular su voluntad, es decir, captar su interés personal. Ahora bien, toda excitación persistente de la voluntad es cuando menos de naturaleza mixta, es decir, está ligada al dolor. Un medio artificial de estimularla, que se vale de intereses tan pequeños que sólo pueden ocasionar dolores momentáneos y ligeros, no permanentes ni severos, y que, por lo tanto, podría ser considerado como un mero cosquilleo de la voluntad, es el juego de naipes, esta perenne ocupación de la «buena sociedad» en todas partes[49]. En cambio, el hombre dotado de capacidades espirituales superiores puede entusiasmarse con algo simplemente gracias al conocimiento, sin participación alguna de la voluntad; es más, necesita hacerlo. Ahora bien, este entusiasmo le abre las puertas a una región que en principio está exenta de dolor, como la atmósfera de los bienaventurados dioses, θεῶν ῥεῖα ζωόντων [«Los dioses que viven sin esfuerzo»][50]. Por lo tanto, mientras que la vida de los demás languidece en la estupidez, ya que todo lo que dicen o hacen está completamente orientado hacia los intereses mezquinos del bienestar personal y, debido a ello, a miserias de toda laya, por lo que un aburrimiento insoportable los invade en cuanto dejan de ocuparse de tales metas y se ven confrontados consigo mismos, a menos que alguna desaforada pasión venga a imprimir cierto dinamismo en su masa aletargada, la vida del hombre dotado de fuerzas espirituales es, en cambio, rica en ideas y está llena de dinamismo y significado: a este lo absorben, cada vez que puede dedicarse a ellos, asuntos dignos e interesantes, y lleva en su interior un manantial de los goces más nobles. Le sirven de estímulo las obras de la naturaleza y la contemplación del accionar humano, así como las producciones variadísimas de los individuos extraordinarios de todos los tiempos y países, que sólo él puede disfrutar plenamente por ser el único que verdaderamente las comprende y se conmueve con ellas. Para él vivieron aquellos, él es su verdadero interlocutor; mientras que los demás sólo captan, a medias, alguna que otra cosa, como si fueran estudiantes que van a clases de vez en cuando. Es cierto que, debido a todo esto, el hombre de talento tiene una necesidad más que los demás, esto es, la de aprender, ver, estudiar, meditar y ejercitarse, y que, por lo tanto, también necesita disponer de tiempo libre; pero, como dice Voltaire, il n’est de vrais plaisirs qu’avec de vrais besoins [«No hay verdaderos placeres sin verdaderas necesidades»)[51], por lo que dicha necesidad es precisamente la condición de que pueda disfrutar de goces que están vedados a los demás, para quienes las bellezas naturales y artísticas y las más excelsas obras del espíritu, por mucho que se acumulen a su alrededor, son lo que las hetairas a un anciano. Tal hombre privilegiado vive, junto a su existencia personal, una segunda vida, intelectual, que termina por convertirse para él en fin verdadero y hace que vea como simple medio aquella otra existencia, la cual, a pesar de ser superficial, vacía y turbia, tiene que fungir como fin para los demás. Esa vida intelectual absorberá, por lo tanto, la mayor parte de su tiempo y, gracias a una constante acumulación de verdades y conocimientos, irá ganando en cohesión, ensanchándose, alcanzando un acabado y perfeccionamiento cada vez más redondos, como si fuera una obra de arte que está naciendo; en cambio, la vida de los demás, que sólo es práctica, que sólo está enfocada al bienestar personal, que puede crecer cuantitativa pero no cualitativamente, resulta muy pobre en comparación; y sin embargo, debe fungir, como se dijo, de fin para ellos; en cambio, para aquel, sólo constituye un medio.

Nuestra vida práctica y real es, cuando no la mueven las pasiones, aburrida e insulsa; y cuando la mueven, no tarda en volverse dolorosa; de ahí que sólo sean felices quienes han recibido una cantidad de inteligencia que excede en grado mayor o menor la que se requiere para el servicio de la voluntad. Pues ello les permite llevar, junto a su vida real, una vida intelectual que los ocupa y entretiene continuamente de forma indolora y, sin embargo, animada. El mero ocio, es decir, el hecho de que un intelecto esté desocupado porque no está sirviendo a la voluntad, no basta para ello; se necesita además un auténtico excedente de fuerza: pues sólo este capacita para una ocupación no supeditada a la voluntad y puramente espiritual; en cambio, otium sine litteris mors est et hominis vivi sepultura [«El ocio sin las letras es para el hombre como la muerte o una sepultura en vida»][52] (Sen., Ep. 82). Sin embargo, según sea grande o pequeño dicho excedente, hay innumerables grados de aquella vida intelectual que es vivida junto a la real, y que van desde el mero coleccionar y describir insectos, pájaros, minerales o monedas hasta las creaciones más elevadas de la poesía y la filosofía. Pero tal vida intelectual no sólo protege contra el aburrimiento, sino también contra sus secuelas. Se convierte en un escudo contra las malas compañías y contra los muchos peligros, accidentes, pérdidas y derroches en los que se incurre cuando se busca la felicidad únicamente en el mundo real. Así, mi filosofía jamás me ha dado ganancia alguna; pero me ha ahorrado muchas cosas.

El hombre normal y corriente, en cambio, depende, en cuanto a los placeres de la vida, de cosas externas a él, como las posesiones materiales, el rango, la mujer y los hijos, los amigos, la sociedad, etc., en las que se basa la felicidad de su vida; de ahí que esta felicidad se arruine si las pierde, o si alguna de ellas lo decepcionó. Para expresar esta situación, digamos que este hombre tiene su punto de equilibrio fuera de sí. De ahí que esté siempre plagado de manías y deseos cambiantes: si posee el dinero para ello, unas veces comprará casas de campo o caballos, otras dará fiestas o realizará viajes, pero, en general, practicará el lujo; pues en todo buscará una satisfacción de fuera, así como el hombre debilitado cree que con consomés y fármacos puede recuperar su salud y vigor, cuya verdadera fuente es, sin embargo, su fuerza vital interna. Pongamos a su lado, para no pasar de una vez al otro extremo, a un hombre que, sin tener facultades espirituales eminentes, apenas supera las acostumbradas; veremos como este practica, a nivel diletante, alguna de las bellas artes o se dedica al estudio de una ciencia como la botánica, la mineralogía, la física, la astronomía, la historia, etc., hasta el punto de encontrar allí una parte considerable de su gozo y un solaz reconfortante cuando aquellas otras fuentes exteriores se agotan o hayan dejado de satisfacerlo. Podemos, en esa medida, afirmar que su centro de gravedad ya está situado parcialmente dentro de sí mismo. Pero como el mero diletantismo en un arte dista mucho de la capacitación creadora y las ciencias empíricas se limitan a constatar las relaciones entre los fenómenos, el hombre no puede identificarse con estas actividades, estas no llenan completamente su ser, y por lo tanto, su vida no puede entrelazarse con ellas de forma que perdiese todo interés en lo demás. Esto último está reservado para la eminencia intelectual sublime, designada usualmente con el nombre de genio: pues sólo ella aborda de manera completa y absoluta, como su tema específico, la existencia y esencia de las cosas, y se esfuerza por consiguiente en expresarlo, según sea su dirección individual, mediante el arte, la poesía o la filosofía. Sólo para un hombre de esta especie la ocupación incesante consigo mismo, con los propios pensamientos y obras es una necesidad perentoria; la soledad, bienvenida; el tiempo de ocio, es el mayor de los bienes; y todo lo demás, es innecesario, y, si está presente, hasta oneroso. Sólo con respecto a un hombre semejante podemos decir, en consecuencia, que su centro de gravedad está totalmente en sí mismo. Eso explica también que los muy escasos individuos de este tipo, por muy buen carácter que tengan, no muestren ese profundo e ilimitado interés hacia amigos, familia y sociedad del que son capaces algunos de sus congéneres: pues son eventualmente capaces de consolarse de la carencia de todo; basta con que se tengan a sí mismos. En esa medida, tienen en su propia persona un factor aislante adicional, que es tanto más efectivo cuanto que nunca se sienten completamente satisfechos de los demás, por lo que no pueden decidirse a verlos como sus iguales; antes bien, siempre están conscientes de la heterogeneidad de cuanto les rodea, se van acostumbrando poco a poco a moverse como extraños entre los hombres, y a valerse, cuando piensan en ellos, de la tercera y no de la primera persona del plural.

Desde este punto de vista, el hombre más feliz será aquel a quien la naturaleza haya dotado generosamente desde el punto de vista intelectual; toda vez que lo subjetivo nos toca más de cerca que lo objetivo, cuyos efectos siempre están mediados por lo subjetivo y son, por lo tanto, de índole secundaria. De ello dan fe estos versos hermosos:

Πλοῦτος ὁ τῆς ψυχῆς πλοῦτος μόνος ἐςτὶν ἀληθής,

Τ᾽ ἄλλα δ᾽ ἔχει ἄτην πλείονα τῶν κτεάνων[53].

Lucian in Anthol. I, 67.

Una persona provista de semejante riqueza no necesita recibir de fuera sino un regalo negativo, a saber, tiempo libre u ocio con el que formar y desarrollar sus habilidades espirituales y disfrutar de su riqueza interior, es decir, sólo el permiso necesario para ser él mismo cada día y hora del resto de su vida. Para alguien predestinado a imprimir la huella de su espíritu en el conjunto del género humano existe una sola dicha y una sola desgracia, a saber, que se le permita desarrollar completamente sus capacidades y llevar a cabo sus obras —o, alternativamente, que se le impida hacerlo—. Todo lo demás carece de importancia para él. Por ello vemos cómo los grandes espíritus de todos los tiempos dieron el máximo valor al ocio. Pues el tiempo libre de una persona vale tanto cuanto valga ella. Δοκεῖ δὲ ἡ εὐδαιμονία ἐν τῇ σχολῇ εἶναι (videtur beatitudo in otio esse sita) [«La felicidad parece estar en el ocio»][54], dice Aristóteles (Eth. Nic. X, 7), y Diógenes Laercio (II, 5, 31) nos relata que Σωκράτης ἐπῇνει σχολήν, ὡς κάλλιστον κτημάτων (Sοcrates otium ut possessionum omnium pulcherrimam laudabat) [«Sócrates alababa el ocio como la posesión más hermosa»][55]. Por eso Aristóteles (Eth. Nic. X, 7, 8, 9) caracteriza la vida filosófica como la más feliz. También viene al caso lo que este dice en la Política (IV, 11): τὸν εὐδαίμονα βίον εἶναι τὸν κατ᾽ ἀρετὴν ἀνεμπόδιστον [«La vida feliz es la que permite el libre ejercicio de la virtud»][56], que se podría traducir según el sentido como: «la verdadera felicidad consiste en poder ejercer sin impedimentos la propia excelencia, sea cuál fuere esta»; y concuerda con ello la sentencia de Goethe, en Wilh. Meister: Wer mit einem Talent zu einem Talent geboren ist, findet in demselben sein schönstes Dasein [«Quien nace con talento para cierto talento encuentra su mayor dicha ejerciéndolo»][57]. Ahora bien, disponer de tiempo libre es algo no sólo raro de encontrar en el hombre, sino también generalmente extraño a su naturaleza: pues el destino natural del hombre es emplear todo su tiempo en la adquisición de lo necesario para sí y para su familia. El hombre es hijo de la necesidad; no constituye una inteligencia libre. De ahí que el tiempo libre se convierta pronto en una carga para él, y finalmente en una tortura, si no lo puede llenar, por medio de variadísimas metas artificiales y ficticias, con juegos, pasatiempos y aficiones de toda laya; y, por lo mismo, ese tiempo libre no deja de comportar cierto riesgo, pues con razón se dice difficilis in otio quies [«La tranquilidad es difícil en el ocio»]. Por otra parte, un intelecto que supere ampliamente la media común es asimismo anormal y, por lo tanto, no natural. Pero si está presente, su poseedor deberá disponer, para ser feliz, de ese mismo ocio que para otros representa una carga o un peligro; pues sin él será como un Pegaso uncido a un yugo, es decir, será desdichado. En cambio, el que coincidan ambas anomalías, la externa y la interna, es una suerte enorme: pues ahora el afortunado podrá llevar una vida de orden superior, a saber, la de alguien eximido de las dos raíces diametralmente opuestas del sufrimiento humano, la necesidad y el aburrimiento, o, si se prefiere, la penosa lucha por la existencia y la incapacidad para soportar el ocio (o sea, una existencia libre); dos males que, de otra manera, el hombre sólo logra evitar permitiendo que se neutralicen y anulen mutuamente.

En contrapartida, sin embargo, hay que tener en cuenta que los grandes dones del espíritu, debido a la exagerada actividad nerviosa que implican, producen una gran susceptibilidad al dolor en todas sus manifestaciones, y que el temperamento apasionado que es condición de esos dones, así como la connatural vivacidad y perfección de todas las representaciones que resultan de ellos, provocan a su vez una exacerbación de las emociones producidas por esas representaciones; considérese también que hay más emociones dolorosas que agradables; que, en fin, los grandes dones del espíritu aíslan a su portador de los demás hombres y de sus quehaceres, que cuanto más tiene alguien en sí mismo menos encuentra en los demás, y que cientos de cosas que satisfacen plenamente a los demás son consideradas por él como frívolas e inútiles; todo lo cual pareciera confirmar aquí una vez más la vigencia de la ley universal de la compensación; pues no en balde se afirma a menudo, y no sin cierta verosimilitud, que el hombre de espíritu obtuso es en el fondo el más dichoso, por más que no se trate de una felicidad digna de envidia. No quiero adelantar mi opinión al respecto, toda vez que el propio Sófocles ha formulado sobre este asunto dos juicios diametralmente opuestos:

Πολλῷ τὸ φπονεῖν εὐδαιμονίας πρῶτον ὑπάρχει

(Sapere longe prima felicitatis pars est).[58]

Antíg. 1328 (1305 s.)

así como:

Ἐν τῷ φρονεῖν γὰρ μηδὲν ἥδιστος βίος

(Nihil cogitantium jucundissima vita est).[59]

Áyax, 550

Y un desacuerdo mutuo no menor reina entre los filósofos del Antiguo Testamento:

¡La vida del necio es más infeliz que la muerte!

(τοῦ γὰρ μώρου ὑπὲρ θανάτου ζωὴ πονηρα).

Jes. Sir. 22, 12

pero también,

Quien mucho sabe mucho sufre.

(ὁ προστιθεὶς γνῶσιν, προσθήσει ἄλγημὰ).

Kohel. 1, 18.

Entretanto, no quiero en manera alguna dejar de mencionar aquí que el hombre que, a consecuencia de fuerzas intelectuales que a duras penas alcanzan la cota de lo normal, carece de necesidades espirituales no es otro que el designado con un término exclusivo de la lengua alemana, el de Philister o filisteo, surgido del argot estudiantil, pero posteriormente usado en un sentido más culto aunque todavía análogo al primigenio, del que conserva el matiz de la oposición al hijo de las Musas. Pues el filisteo es y seguirá siendo un ἄμουσος ἀνήρ [«Hombre ajeno a las Musas, inculto»]. Bien es verdad que yo, desde un plano más elevado, definiría al filisteo como el tipo de persona que está ocupada incesante y concienzudamente de una realidad que en el fondo no es tal; sólo que esta definición, de suyo trascendental, no sería adecuada al punto de vista popular que me he propuesto adoptar en este tratado, razón por la cual podría no ser plenamente entendida por todos los lectores. Aquella otra, en cambio, permite introducir más fácilmente una explicación específica, y capta suficientemente el meollo de la cuestión, la raíz de todos los rasgos que caracterizan al filisteo. Se trata, pues, de un hombre sin necesidades espirituales. Esto implica varias cosas: en primer lugar, en relación consigo mismo, que no tiene acceso a goces espirituales; y ello según la máxima ya mencionada: il n’est de vrais plaisirs qu’avec de vrais besoins [«No hay verdaderos placeres sin verdaderas necesidades»][60]. No anima su existencia una aspiración hacia el conocimiento y la comprensión, ni ninguna otra que pudiera estar relacionada con esta y permitirle disfrutar de placeres verdaderamente estéticos. Y si algo estético le es impuesto por la moda o por la autoridad, lo desecha cuanto antes, como si de un trabajo forzado se tratase. Los verdaderos placeres son para él los sensoriales: con ellos se resarce. Las ostras y el champán son el punto culminante de su existencia, y procurarse todo lo que pueda contribuir a que su cuerpo se sienta bien, el fin de la misma. Tendrá suerte si para conseguirlo tiene que esforzarse mucho. Pues si aquellos bienes le son otorgados de antemano, ineludiblemente caerá presa del aburrimiento; aburrimiento que intentará neutralizar enseguida por todos los medios imaginables: bailes, teatro, reuniones sociales, juegos de cartas, apuestas, caballos, mujeres, bebida, viajes, etc. Y sin embargo, nada de esto resultará suficiente para vencer el aburrimiento allí donde la carencia de necesidades espirituales impida que haya goces del espíritu. De ahí que una seriedad obtusa y displicente, muy próxima a la animal, acompañe y caracterice al filisteo. Nada lo alegra, nada lo entusiasma, nada llama su atención. Pues los placeres sensoriales se agotan rápidamente; la sociedad, integrada también por filisteos como él, se torna pronto aburrida; y el juego de cartas, fastidioso a la postre. Cuando mucho, le quedan los placeres de la vanidad, tal como él la entiende, o sea, como un superar a los demás en riqueza, rango, influencia o poder, de forma que estos le rindan luego pleitesía; o al menos en frecuentar la compañía de aquellas personas que descuellan en lo mismo que él, de manera que pueda verse reflejado en ellos (a snob) [«un excéntrico»]. De la mencionada caracterización básica se sigue, en segundo lugar, y en relación con los demás, que, puesto que el filisteo no posee necesidades espirituales sino tan sólo físicas, sólo buscará la compañía de aquellos que estén en capacidad de satisfacer las segundas y no las primeras. Lo último, por lo tanto, que se le ocurriría exigir a los demás es que posean cualidades espirituales eminentes de cualquier especie; es más, si llega a encontrárselas, suscitarán su antipatía, cuando no su odio; porque le causarán un incómodo sentimiento de inferioridad y una envidia sorda y recóndita, que tratará de disimular con esmero, ocultándola incluso de sí mismo, lo que a veces hará que esta se convierta en callado resentimiento. Jamás, en consecuencia, pensará en valerse de estas cualidades para manifestar su estimación y su respeto; antes bien, dispensará estos últimos de acuerdo con el rango y la riqueza, el poder y la influencia, que constituyen a sus ojos las únicas y auténticas virtudes, y aquellas en las que también a él le gustaría descollar. Todo esto se sigue, pues, del hecho de que es un hombre sin necesidades espirituales. Un gran mal del que adolecen todos los filisteos es que las idealidades no pueden proporcionarles solaz alguno, y que para poder sustraerse al aburrimiento tienen que apelar continuamente a realidades. Estas últimas se agotan pronto, de forma que, en vez de entretener, cansan; o bien, traen consigo todo tipo de calamidades; mientras que, en cambio, las idealidades son esencialmente inagotables y, tomadas por sí mismas, inocentes e inocuas.

A lo largo de esta disquisición sobre las cualidades personales que contribuyen a nuestra felicidad he tomado en cuenta, aparte de las cualidades físicas, sobre todo las intelectuales. Pero de qué manera nos satisface directamente la excelencia moral es algo que ya expuse en mi Preisschrift [«monografía sometida a concurso»] Sobre el fundamento de la moral, § 22, p. 275 (2.ª ed. 272)[61], al cual remito desde aquí.