1. División fundamental

Aristóteles (Ética a Nicómaco, I, 8) divide los bienes de la vida humana en tres clases: los externos, los anímicos y los corporales. Conservando de este esquema únicamente su tripartición, sostengo que lo que fundamenta la diferencia en la suerte de los mortales se puede reducir a tres determinaciones básicas, que son:

1. Lo que uno es: es decir, la personalidad, en el sentido más amplio del término. Están subsumidos aquí, por lo tanto, la salud, el vigor, la belleza, el temperamento, el carácter moral, la inteligencia y el desarrollo de la misma.

2. Lo que uno tiene: o sea, su patrimonio y posesiones de todo tipo.

3. Lo que uno representa: bajo esta expresión se entiende, como se sabe, lo que alguien constituye a los ojos de los demás, que en el fondo no es sino la forma en que es representado por ellos. Consiste, por lo tanto, en la opinión que ellos tengan de él, y se divide en el honor, el rango y la fama.

Las diferencias que han de ser consideradas bajo el primer rubro son aquellas que la naturaleza misma ha establecido entre los hombres; lo que ya deja entrever que su influencia en la felicidad o desdicha de estos últimos habrá de ser mucho más importante y radical que la que pueda surgir de las diferencias puramente convencionales que han sido especificadas bajo los otros dos rubros. Con respecto a las auténticas ventajas personales, como un gran espíritu o un gran corazón, todas las ventajas de rango, cuna (incluso la regia), riqueza, etc., se comportan como los reyes de las obras teatrales con respecto a los de carne y hueso. Ya Metrodoro, primer discípulo de Epicuro, encabezó un capítulo suyo con las palabras: περὶ τοῦ μείζονα εἶναι τὴν παρ᾽ἡμᾶς αἰτίαν πρὸς εὐδαιμονίαν τῆς ἐξ τῶν πραγμάτων (Majorem esse causam ad felicitatem eam, quae est ex nobis, eâ, quae ex rebus oritur. [«Es mayor causa de felicidad propia lo que procede de uno mismo que lo que procede de las cosas»][17]. Cf. Clemente de Alejandría, Strom. II, 21, p. 362 de la edición de Würzburg de los opp. polem.). Y, ciertamente, lo más importante para el bienestar del hombre, incluso para todo el estilo de vida que adopte, es aquello que existe o sucede en su fuero interno. De ello dependen directamente su satisfacción y su desdicha más profundas, que no son, en primera instancia, otra cosa que el resultado inmediato de sus sentimientos, su voluntad y sus pensamientos; mientras que todo lo exterior lo satisface o lo frustra sólo de modo indirecto. Por ello, unos mismos acontecimientos o circunstancias externos afectan a cada persona de forma muy distinta, y cada cual vive en un mundo diferente aunque comparta el mismo entorno. En efecto, cada cual se relaciona de forma directa sólo con sus propias representaciones, sentimientos y voliciones; las cosas externas sólo tienen influencia sobre él cuando dan pie a estos últimos. El mundo en el que habita cada individuo depende, en primera instancia, de la concepción que este tenga de él, y se ajusta, en consecuencia, a las peculiaridades de cada cabeza: según sea esta, ese mundo podrá ser pobre, superficial y monótono, o rico, interesante y preñado de sentido. Así por ejemplo, más de una persona suele envidiar a otra por los hechos interesantes que le pasaron en su vida, cuando en realidad debería envidiarla por su forma de concebir la realidad, que fue la que dio a aquellos hechos la relevancia que tienen en su descripción: pues un mismo suceso que en una cabeza ingeniosa es representado de forma interesante queda reducido a un insulso episodio de la vida cotidiana cuando es captado por una cabeza vulgar. Esto es obvio sobre todo en algunas poesías de Goethe y Byron basadas probablemente en hechos reales: si un necio las lee, estará predispuesto a envidiar al poeta respectivo por una anécdota cualquiera, y no por la vigorosa fantasía que fuera capaz de transformar un hecho relativamente banal en algo tan grande y hermoso. De manera similar, el melancólico ve una escena trágica allí donde el sanguíneo percibe sólo un conflicto interesante o el flemático, algo intrascendente. Ello se debe a que toda realidad, es decir, todo presente consumado, consta de dos mitades, sujeto y objeto, pero en una unión tan necesaria y estrecha como la del oxígeno y el hidrógeno en el agua. Aunque la mitad objetiva sea la misma, si la subjetiva difiere, la realidad presente será totalmente distinta, y lo mismo ocurrirá en el caso inverso: la más bella y excelente mitad objetiva produce una realidad y un presente execrables cuando la mitad subjetiva es obtusa y malvada; igual que sucede con un paisaje hermoso cuando hace mal tiempo, o con un retrato tomado con una camera obscura defectuosa. O para decirlo de manera más sencilla: cada uno está atrapado en su consciencia como en su propia piel, y vive en principio sólo en ella: de ahí que no se le pueda ayudar mucho desde fuera. Sobre las tablas, uno representa el papel de conde, otro el de concejal, un tercero el de sirviente, soldado o general, etc. Pero estas variaciones sólo se dan hacia fuera: dentro, el núcleo central de todas esas apariencias es el mismo: un pobre comediante, con sus afanes y necesidades. En la vida ocurre igual. Las diferencias de rango y de riqueza le asignan a cada cual el papel que habrá de representar; pero eso no significa que su felicidad y satisfacción interior estén de acuerdo con ese papel; al contrario, también en este caso todos llevarán por dentro el mismo pobre diablo con sus afanes y necesidades, los cuales podrán acaso divergir en lo material, pero que en lo formal, es decir, en su verdadera esencia, serán iguales para casi todos; aunque con diferencias de grado, las cuales, sin embargo, no se rigen por el rango y la riqueza, es decir, por el papel respectivamente asignado. Pues así como todo lo que está presente y sucede en el ser humano está presente sólo en y para su consciencia, es claro que lo determinante serán ante todo las cualidades que esta tenga, hasta el punto de que la mayoría de las veces importará más la consciencia misma que las figuras que se representen en ella. Todos los fastos y placeres del mundo recogidos en la torpe mente de un pobre diablo son muy poca cosa al lado de la consciencia de un Cervantes cuando, en una inhóspita cárcel, redactaba Don Quijote. La mitad objetiva del presente y de la realidad está en manos del destino y, en consecuencia, es tornadiza; la subjetiva viene dada por nosotros mismos y, por lo tanto, es básicamente invariable. La vida del hombre, por muchos cambios que le sobrevengan de fuera, tiene siempre el mismo carácter y se asemeja a una serie de variaciones musicales sobre un mismo tema. Nadie se puede sustraer a su propia individualidad. Así como un animal irracional, póngasele donde se le ponga, permanece siempre circunscrito a los límites que la naturaleza le ha impuesto irreversiblemente, debido a lo cual, por ejemplo, nuestros esfuerzos por alegrar la vida de una mascota entrañable, dados aquellos límites de su ser y de su consciencia, siempre se han de mantener dentro de estrechos márgenes; lo mismo sucede con el hombre: el grado máximo de su dicha está fijado de antemano por su individualidad. Y, en particular, son los límites de sus fuerzas espirituales los que han determinado, de una vez por todas, su posibilidad de acceder a un gozo elevado. Si estos son estrechos, los esfuerzos provenientes de fuera, todo lo que los demás hombres o la fortuna puedan hacer a su favor, no serán capaces de conducirlo más allá del grado de dicha y bienestar humano vulgar, cuasi-animal: dependerá completamente de los placeres sensoriales, de una vida familiar apacible y jovial, de compañeros ordinarios y de entretenimientos vulgares: y ni siquiera una educación integral logrará hacer mucho, aunque sí algo, para romper ese círculo preestablecido. Pues los placeres más elevados, variados y estables son los espirituales; y por más que en nuestra juventud nos engañemos al respecto, estos proceden fundamentalmente de una capacidad innata. De todo lo anterior se infiere cuánto depende nuestra dicha de aquello que somos, de nuestra individualidad; mientras que casi siempre sólo se toma en cuenta nuestro destino, es decir, a aquello que tenemos o que representamos. Pero, para empezar, el destino mismo es algo que se puede mejorar; y, en segundo lugar, si se goza de riqueza interior, no habrá que pedirle mucho al destino; en cambio, un pobre diablo seguirá siendo un pobre diablo por el resto de sus días, y un alcornoque un obtuso pedazo de alcornoque aunque entre al cielo y esté rodeado de un harén. De ahí lo que dice Goethe:

Volk und Knecht una Überwinder,

Sie gestehn, zu jeder Zeit,

Höchstes Glück der Erdenkinder

Sei nur die Persönlichkeit[18].

W.-O. Divan.

Que lo subjetivo es siempre mucho más importante para nuestra felicidad y nuestro gozo que lo objetivo es algo que se comprueba en todas las cosas: en el hecho de que el hambre es el mejor cocinero, en la indiferencia con que un anciano mira la beldad idolatrada por el joven, y hasta en la vida del genio o del santo. La salud, en particular, supera tanto en importancia a todos los bienes exteriores, que cabe reputar más dichoso a un mendigo sano que a un rey enfermo. Un temperamento sereno y alegre basado en una salud perfecta y en un buen régimen de vida, un entendimiento claro, animado, penetrante y acertado en sus juicios, una voluntad atemperada y apacible y su consiguiente conciencia limpia, son cualidades a las que ningún rango o riqueza puede sustituir. Pues lo que cada uno es para sí mismo, lo que lo acompaña en su soledad y nadie le puede proporcionar o arrebatar es obviamente mucho más importante para él que el resto de sus cualidades o lo que los demás puedan pensar de él. Un hombre ingenioso, aunque esté completamente solo, se entretiene de maravilla con sus propios pensamientos y fantasías, mientras que al torpe ni la alternancia constante de reuniones sociales, ni las obras de teatro, las excursiones o las parrandas lo libran del suplicio del aburrimiento. Un carácter bueno, moderado y manso puede estar satisfecho aun en circunstancias adversas; mientras que uno ávido, envidioso y malvado no lo estará aunque nade en la abundancia. Sin embargo, para aquel que disfruta permanentemente de una individualidad extraordinaria y espiritualmente eminente serán totalmente superfluos, e incluso molestos y onerosos, la mayoría de los placeres generalmente buscados. De ahí que Horacio diga, refiriéndose a sí mismo:

Gemmas, marmor, ebur, Thyrrhena sigilla, tabellas,

Argentum, vestes Gaetulo murice tinctas,

Sunt qui non habeant, est qui non curat habere[19];

y Sócrates, al contemplar ciertos artículos de lujo exhibidos para la venta, exclamó: «¡Cuántas cosas hay que no necesito!».

Así pues, lo primero y más esencial para nuestra felicidad es aquello que somos, o sea, nuestra personalidad; ya por el mero hecho de que esta última se encuentra constantemente activa en cualquier circunstancia; pero también porque, a diferencia de los bienes de los otros dos aspectos, no está sujeta a los avatares del destino y no nos puede ser arrebatada. En esa medida, su valor merece llamarse absoluto, a diferencia del relativo de los otros dos rubros. Y eso implica que es mucho más difícil ayudar a un hombre desde fuera de lo que generalmente se cree. Sólo que el tiempo todopoderoso termina por imponerse también aquí: a él van sucumbiendo poco a poco las ventajas corporales y mentales; únicamente el carácter moral se libra de sus efectos. En este sentido, cabría atribuir cierta ventaja a los otros dos rubros, a los que el tiempo no necesariamente tiene que afectar. Una segunda ventaja residiría también en el hecho de que, por pertenecer ellos por naturaleza al ámbito de lo objetivo, son alcanzables, y cada individuo tiene al menos la posibilidad de llegar a poseerlos; mientras que lo subjetivo no está en nuestras manos, sino que, habiéndosenos dado jure divino [«por derecho divino»], está fijado para el resto de nuestros días; por lo que aquí se cumple inexorablemente el dicho siguiente:

Wie an dem Tag, der dich der Welt verliehen,

Die Sonne stand zum Gruße der Planeten,

Bist alsobald und fort und fort gediehen,

Nach dem Gesetz, wonach du angetreten.

So mußt du sein, dir kannst du nicht entfliehen,

So sagten schon Sibyllen, so Propheten;

Und keine Zeit und keine Macht zerstückelt

Geprägte Form, die lebend sich entwickelt[20].

Goethe

Lo único que, en este particular, está en nuestras manos es sacar el mayor provecho posible de la personalidad recibida, cultivando las tendencias que le son afines y procurando adquirir el tipo de educación que se adapta a ella, evitando cualquier otra y, por consiguiente, eligiendo el estatus, la ocupación, el estilo de vida que mejor se correspondan con ella.

Un hombre hercúleo, dotado de una fuerza muscular inusual, que por circunstancias ajenas a su voluntad se vea obligado a desempeñar un empleo sedentario, un trabajo manual meticuloso y desagradable, o deba realizar estudios o actividades mentales que requieren aptitudes poco desarrolladas en él y muy diferentes de las suyas, y a dejar ociosas, en cambio, aquellas que posee en grado superlativo, se sentirá desdichado durante toda su vida; pero aún se sentirá más desdichado aquel que, poseyendo cualidades intelectuales muy sobresalientes, renuncie a desarrollarlas y las eche a un lado para ejercer un empleo vulgar que no las requiere, o un trabajo corporal para el que no reúne la fuerza física necesaria. Con todo, hay que evitar aquí el escollo de la presunción atribuyéndose a sí mismo un grado de cualidades que no se posee.

Del predominio decisivo de nuestro primer rubro sobre los otros dos se infiere, además, que es mucho más sabio esforzarse en la conservación de la salud y en el desarrollo de las capacidades propias que en hacerse rico; lo que no debe malinterpretarse, sin embargo, en el sentido de creer que haya que descuidar la adquisición de lo necesario y conveniente. Pero es muy poco lo que la riqueza como tal, es decir, el exceso de bienes, puede aportar a nuestra felicidad; de ahí que tantos ricos se sientan infelices; porque están desprovistos de una verdadera formación del espíritu, de conocimientos y, por lo tanto, de algún interés objetivo que les permita ejercer una actividad espiritual. Pues la riqueza, aparte de satisfacer las necesidades reales y naturales, tiene muy poca influencia sobre nuestro auténtico bienestar; al contrario, este puede ser menoscabado por las numerosas e inevitables zozobras que la conservación de una gran fortuna lleva consigo. Y sin embargo, los hombres se afanan cien veces más en adquirir riquezas que en cultivar su espíritu; y ello a pesar de que está fuera de toda duda que lo que uno es contribuye mucho más a nuestra felicidad que lo que uno tiene. De ahí que veamos, cómo más de uno, inmerso en una actividad frenética, se esfuerza de sol a sol en incrementar, con la diligencia de una hormiga, la riqueza que ya tiene. Desconoce todo lo que caiga fuera del reducido ámbito de los medios para lograr ese fin: su espíritu está vacío y es por lo tanto insensible a todo lo demás. Los goces más elevados, los del espíritu, están fuera de su alcance: trata de sustituirlos infructuosamente por otros que son efímeros, sensoriales, que le exigen poco tiempo pero mucho dinero, y cuyo disfrute se permite a sí mismo de vez en cuando. Al final de su vida tiene ante su vista, si le sonrió la fortuna, una verdadera montaña de oro, cuyo incremento o dilapidación será el legado de sus herederos. Una existencia así, aunque esté acompañada de un rostro severo y arrogante, es, por consiguiente, no menos insensata que más de una que merecería el gorro de bufón como símbolo.

Así pues, lo que alguien lleva en sí mismo es lo más esencial para su dicha. Sin embargo, como su contenido suele ser tan magro, la mayoría de los que ya han superado la lucha por lo más básico se sienten tan infelices como aquellos que aún están enzarzados en ella. La vaciedad de su fuero interno, lo insulso de su consciencia y la pobreza de su espíritu los impulsan a buscar únicamente la compañía de quienes son semejantes a ellos; porque similis simili gaudet [«Lo similar se complace en lo similar»][21]. Entonces se lanzan juntos a la cacería de diversiones y entretenimientos, los cuales primero buscan en placeres sensoriales, luego en deleites de todo tipo y, al final, en excesos. La causa del derroche fatal con que más de un hijo de familia acomodada, que hiciera su entrada en sociedad con los bolsillos llenos, despilfarra, a menudo en un lapso de tiempo increíblemente corto, la jugosa herencia recibida no es otra que el aburrimiento, que procede justamente de la indigencia y vaciedad de espíritu recién descritas. Dicho joven, lanzado al mundo como alguien externamente rico pero internamente pobre, quiso en vano llenar su vacío interior con su riqueza exterior, creyendo que todo lo podría recibir de fuera, semejante a esos ancianos que quieren fortalecerse con el hálito de las jovencitas. Y así, la pobreza interior terminó arrastrando consigo la exterior.

No necesito resaltar la importancia de los otros dos rubros de bienes de la vida humana. El valor de la propiedad está hoy generalmente tan reconocido, que no precisa de encarecimiento alguno. El tercer rubro, incluso, tiene un carácter bastante etéreo, comparado con el segundo; pues consiste únicamente en la opinión ajena. Ello no obsta, sin embargo, para que todos estén obligados a aspirar al honor, es decir, al buen nombre, mientras que el rango sólo deben buscarlo quienes sirven al Estado, y la fama, extremadamente pocos individuos. Y sin embargo, el honor es considerado como un bien inapreciable, y la fama como lo más excelso que un hombre pueda alcanzar, una especie de vellocino de oro de los escogidos; mientras que sólo un necio preferiría el rango a la propiedad de los bienes. El segundo y el tercer rubro se hallan, por otra parte, en una relación que se pudiera denominar recíproca; porque Petronio tiene razón con su habes, habeberis [«Tanto tienes, tanto vales»][22], y porque, a la inversa, la opinión favorable de los demás en cualquier asunto contribuye a menudo a incrementar el patrimonio personal.