Los que vieron y los que no vieron nada, o el arte de mezclar testigos
—Claro que no, jefe No me importa nada. Estaba tan seguro que se lo había avisado ya a mi mujer al acostarnos.
Lucas estaba completamente consciente desde que oyó sonar el teléfono, pero no debía de tener un reloj a la vista. Quizá ni siquiera había encendido todavía la luz.
—¿Qué hora es?
—Las tres y media… ¿Tienes papel y lápiz…?
—Un momento…
Por el cristal de la cabina Maigret veía a la mujer de los lavabos dormida sobre una silla, con la labor en el regazo, y sabía que allá arriba, en el mostrador, hablaban de él.
—Le escucho…
—No tengo tiempo para explicarte… Confórmate con seguir mis instrucciones al pie de la letra…
Se las dio despacio, repitiendo cada frase para estar seguro de que no habría ningún error.
—Hasta luego.
—¿No está muy cansado, jefe?
—No mucho.
Colgó y llamó a Lapointe, al que costó más despertar, tal vez por ser más joven.
—Ve primero a beberte un vaso de agua fresca. Después me escucharás…
A él también le dio instrucciones precisas, dudando si llamar a Janvier, pero vivía en las afueras y seguramente no encontraría un taxi para llegar en seguida.
Subió. La chica que se había ofrecido a ir a esperar a Olga a la puerta del meublé de la calle Washington, para traerla, no había vuelto aún y Maigret se bebió un segundo vaso de cerveza. El alcohol lo volvía algo pesado, pero para lo que tenía que hacer tal vez fuera preferible.
—¿Es indispensable que vaya también? —insistió el mozo, al otro lado del bar—. ¿Las dos chicas no serán suficientes? Incluso si no recuerda a Malou, a quien no habló, tiene que acordarse de Olga, y ya se la van a traer. No sólo la invitó a una copa y charló con ella, sino que comprendí que dudaba si llevársela. Y con su cabellera rojiza y el pecho que tiene, Olga no se olvida…
—Tengo empeño en que usted esté también.
—No hablaba por mí, sino por mi compañero, al que tendré que sacar de la cama. ¡Lo que se va a quejar…!
La chica que se había ausentado volvía con la famosa Olga, una pelirroja explosiva, en efecto, que daba todo su valor a un pecho soberbio.
—Es él —le dijo su compinche—. El comisario Maigret. No tengas miedo…
Olga desconfiaba un poco aún. Maigret le ofreció una copa y le dio instrucciones, como a los otros.
Por fin, solo, salió del café y bajó por los Champs-Elysées, sin prisas, con las manos en los bolsillos y fumando su pipa a pequeñas bocanadas.
Pasó ante el portero del Claridge y estuvo a punto de pararse para comprometerlo también. Si no lo hizo fue porque, un poco más lejos, vio a una mujer vieja sentada en el suelo, con la espalda apoyada en la pared ante una cesta de flores.
—¿Estaba usted aquí la noche antepasada? Lo observaba con desconfianza y tuvo que parlamentar, consiguiendo por fin lo que quería y entregándole dinero, después de haberle repetido dos o tres veces sus instrucciones.
Ahora ya podía andar algo más de prisa. Su puesta en escena estaba completa. Lucas y Lapointe se ocuparían del resto. Estuvo a punto de tomar un taxi, pero pensó que llegaría demasiado pronto.
Alcanzó la avenida Matignon, dudó: se dijo que el hombre, acostumbrado a seguir este camino, habría acortado por el faubourg Saint-Honoré, de modo que pasó ante la Embajada británica y el hotel en que míster Philps descansaba de sus idas y venidas de la víspera.
La Madeleine, el bulevar des Capucines… Otro hombre de uniforme ante la puerta del Scribe, una puerta giratoria, un hall menos iluminado que el del George V, una decoración más ajada…
Enseñó su placa al encargado de la recepción.
—¿Míster John T. Arnold está en su apartamento?
Vistazo al cuadro de las llaves. Signo afirmativo.
—¿Hace mucho que se acostó?
—Volvió hacia las diez y media.
—¿Es corriente en él?
—Es más bien raro, pero con esta historia, ha tenido una jornada agitada.
—¿A qué hora lo vio usted llegar la noche anterior?
—Un poco antes de la medianoche.
—¿Y la noche precedente?
—Mucho más tarde.
—¿Después de las tres?
—Es muy posible. Debe usted saber que no tenemos derecho a proporcionar datos sobre las entradas y salidas de nuestros clientes.
—Todo el mundo está obligado a ayudar en la resolución de un asunto criminal.
—En tal caso, diríjase al director.
—¿El director estuvo aquí la noche antepasada?
—No. Pero sólo hablaré con su autorización.
Era testarudo, de cortas luces, desagradable.
—Póngame con el director.
—No puedo molestarle más que para un asunto grave.
—La cosa es tan grave como para llevármelo detenido si no lo llama usted en seguida.
Debió de comprender que iba en serio.
—En ese caso le daré informes. Eran las tres, y es muy posible que incluso más de las tres y media, porque fue un poco más tarde cuando tuve que subir a decir a los italianos que dejaran de armar jaleo.
A él también le dio instrucciones Maigret, y hubo que llamar, a pesar de todo, al director.
—Ahora, tenga la bondad de ponerme en comunicación con míster John T. Arnold… Que llamen, simplemente, a su apartamento… Yo le hablaré…
Con el auricular en la mano, Maigret se sentía emocionado, porque estaba ante un asunto difícil, delicado. Oyó el timbre en un apartamento que no conocía. Descolgaron. Preguntó, con voz sorda:
—¿Míster Arnold?
Y otra voz contestó:
—Who is it?
Medio despierto, Arnold hablaba en su lengua materna.
—Siento mucho tener que molestarle, míster Arnold. Aquí, el comisario Maigret. Estoy a punto de detener al asesino de su amigo Ward y necesito su ayuda.
—¿Está todavía en Lausanne?
—No, en París.
—¿Cuándo quiere usted verme?
—En seguida.
Un silencio, una duda.
—¿Dónde?
—Estoy abajo, en el hotel. Me gustaría subir un momento y charlar con usted.
Silencio de nuevo. El inglés tenía el derecho de negarse a esta entrevista. ¿Lo haría?
—¿Es de la condesa de quien quiere usted hablarme?
—De ella también, sí…
—¿Ha llegado con usted? ¿Lo acompaña?
—No… Estoy solo…
—Bien… Suba…
Maigret colgó, aliviado.
—¿Qué apartamento? —preguntó al empleado.
—Cinco, cinco, uno… El botones le acompañará.
Pasillo, puertas numeradas. Se encontraron con un solo mozo, que también llamaba en el 551.
John T. Arnold, con los ojos hinchados, parecía de más edad que cuando el comisario lo vio en el George V. Llevaba una bata negra rameada sobre un pijama de seda.
—Entre… Disculpe el desorden… ¿Qué le ha dicho la condesa…? Es una histérica, ¿sabe…? Y cuando ha bebido de más…
—Ya lo sé… Le agradezco que me haya recibido… A todos, menos al criminal, naturalmente, nos interesa que este asunto termine cuanto antes… Me han dicho que ayer trabajó usted mucho, con el sollicitor inglés, para arreglar la sucesión de Ward…
—Es muy complicado —suspiró el hombrecillo de tez sonrosada.
Había encargado té al mozo.
—¿Quiere usted también?
—¿Alguna otra cosa?
—No. A decir verdad, míster Arnold, no es aquí donde lo necesito…
Estaba pendiente de las reacciones de su interlocutor, a quien, sin embargo, fingía no mirar.
—Mis hombres, en el Quai des Orfèvres, han hecho algunos descubrimientos que querría poner en su conocimiento…
—¿Qué descubrimientos?
Hizo como si no hubiera oído.
—Hubiera podido, desde luego, esperar a mañana por la mañana para convocarlo. Pero como era usted la persona más cercana, la más dedicada, también, al coronel, he pensado que no me guardaría rencor por molestarlo en plena noche…
Se mostraba inocente, apurado, como el funcionario que, por deber, tiene que llevar a cabo una gestión desagradable.
—En encuestas como éstas, el tiempo es un factor capital. Ha subrayado usted la importancia de los negocios de Ward, la repercusión de su muerte en los medios financieros… Si no le causara mucha molestia vestirse y acompañarme.
—¿Adónde?
—A mi despacho…
—¿No podemos hablar aquí?
—Solamente allí podré enseñarle las piezas clave y someterle algunos problemas…
Pasó todavía algún tiempo hasta que, a fin de cuentas, Arnold se decidió a vestirse, pasando del salón al dormitorio y del dormitorio al cuarto de baño.
Ni una sola vez habló Maigret de Muriel Halligan; sin embargo, habló mucho de la condesa, en un tono medio en serio, medio en broma. Arnold se bebió el té hirviendo. A pesar de la hora, a pesar del lugar al que se dirigían, se arregló con tanto esmero como de costumbre.
—Me figuro que no tardaremos mucho tiempo, ¿verdad? Me he acostado pronto porque mañana tendré una jornada aún más ocupada que la de hoy. ¿Sabe usted que Bobby, el hijo del coronel, llegó acompañado por alguien de su colegio? Se hospedan aquí.
—¿No en el George V?
—Me ha parecido mejor, dado lo que había ocurrido allí…
—Ha hecho usted bien.
Maigret no lo apremiaba, al contrario. Tenía que dar tiempo a Lucas y a los otros para que hiciesen todo lo que tenían que hacer y pusiesen en su sitio todos los dispositivos.
—Su vida va a experimentar un gran cambio, ¿verdad? ¿Cuánto tiempo, en realidad, ha pasado usted con su amigo Ward?
—Cerca de treinta años…
—¿Siguiéndole a todas partes?
—A todas…
—Y, de la noche a la mañana… Me pregunto si no habrá sido en cierto modo por su causa por lo que usted no se ha casado…
—¿Qué quiere usted decir?
—Casado, no hubiera usted tenido la misma libertad para acompañarlo… En resumen, le sacrificó usted su vida personal…
Maigret hubiese preferido actuar de otra forma, plantándose delante del hombrecillo rechoncho y atildado, declarándole claramente:
—Entre nosotros… Usted mató a Ward porque…
La desgracia es que no sabía exactamente por qué, y que era muy probable que el inglés no se inmutase.
—La condesa Paverini llegará a las siete a la estación de Lyon. Está en el tren en estos momento…
—¿Qué le ha dicho?
—Fue al apartamento del coronel y lo vio muerto…
—¿La ha citado usted en el Quai des Orfèvres…?
Frunció el ceño.
—¿No me irá a hacer esperar su llegada?
—No creo.
Se dirigían, por fin, hacia el ascensor, cuyo botón apretó Arnold con gesto maquinal.
—Se me ha olvidado coger un abrigo.
—Yo tampoco lo llevo. No hace frío y sólo tardaremos unos minutos en taxi…
Maigret no quería dejarlo volver solo a la habitación. En cuarto estuviesen en el coche, un inspector la registraría minuciosamente.
Atravesaron el hall lo bastante de prisa como para que Arnold no se percatase de que era otro empleado el que estaba en la recepción. Los esperaba un taxi.
—Quai des Orfèvres…
Los bulevares estaban desiertos. Una pareja aquí o allá. Algunos taxis que, en su mayoría, se dirigían hacia las estaciones. A Maigret le faltaban ya muy pocos minutos para terminar su molesta representación y preguntarse si no había equivocado el camino.
El taxi penetró en el patio y los dos hombres pasaron, a pie, ante el centinela, penetrando bajo la bóveda de piedra donde hacía más frío que en otra parte.
—¿Me permite que le enseñe el camino…? El comisario iba delante por la escalera ancha y mal iluminada, y empujó la puerta de cristales que mantuvo abierta para su acompañante. El amplio pasillo, al que daban las puertas de los diversos servicios, estaba vacío y tenía únicamente dos lámparas encendidas.
«Como en los hoteles durante la noche…», pensó Maigret, que se acordaba de todos los pasillos por los que había deambulado esa noche.
Y, en voz alta:
—Por aquí… Pase, por favor…
No introdujo a Arnold en su despacho, sino que lo hizo pasar al despacho de los inspectores. Él se eclipsó, porque sabía el espectáculo que le esperaba a Arnold al otro lado de la puerta.
Un paso…, dos pasos… Una ligera parada… Fue consciente de un escalofrío que recorrió la espalda de su acompañante, de un movimiento que estuvo a punto de hacer para volverse, pero que contuvo…
—Pase.
Cerró la puerta y encontró la puesta en escena que había imaginado. Lucas estaba sentado ante su mesa y parecía muy ocupado, escribiendo un informe. En la mesa de enfrente estaba el joven Lapointe con un cigarrillo entre los labios y Maigret observó que era el más pálido de todos. ¿Comprendía que el comisario se jugaba una carta difícil, incluso peligrosa?
A lo largo de las paredes, sobre las sillas, siluetas, rostros impávidos como los de las figuras de cera.
No habían colocado a los comparsas de cualquier manera, sino siguiendo un orden determinado. Primero, con un abrigo abierto sobre su pantalón negro y su chaqueta blanca, el mozo encargado del tercer piso del George V. Después, el botones con uniforme. Luego, un hombrecito de ojos biliosos que, en principio, hubiera debido estar en la cabina, cerca de la entrada de la calle Magellan.
Eran los que parecían más incómodos y evitaban mirar a Arnold, que no podía no reconocerlos, al primero de cualquier forma y al segundo a causa de su uniforme.
El tercero podía ser cualquiera. Eso no tenía importancia. Venían luego Olga, la chica pelirroja de pecho abundantes, que distraía su nerviosismo mascando chicle, y la compañera que había ido a esperarla a la puerta del meublé de la calle Washington.
Por último, el mozo del bar, con abrigo y una gorra a cuadros en la mano, la vieja florista y el empleado de la recepción del Scribe.
—Supongo —dijo Maigret— que conoce usted a estas personas. Vamos a instalarnos en mi despacho y a oírlas una a una. ¿Tiene usted sus declaraciones escritas, Lucas?
—Sí, jefe.
Maigret abrió la puerta de comunicación.
—Pase, por favor, míster Arnold.
Encendió la lámpara con pantalla verde sobre su mesa y señaló un sillón frente al suyo.
—Puede usted fumar…
Cuando miró de nuevo a su interlocutor, comprendió que éste no había dejado de mirarlo con verdadero espanto. Con toda la naturalidad de que fue capaz, llenó su pipa y empezó:
—Y ahora, si le parece, vamos a llamar a los testigos uno a uno para establecer las entradas y salidas que usted hizo desde el momento en que, en el cuarto de baño del coronel Ward…
Mientras avanzaba ostensiblemente la mano hacia el timbre, vio empañarse los ojos saltones de Arnold y alzarse su labio inferior como para sollozar. No lloró. Tragando saliva para desagarrotarse la garganta, pronunció con una voz que resultaba penoso oír:
—Es inútil…
—¿Confiesa usted?
Un silencio. Un parpadeo.
Y entonces ocurrió una cosa única en la carrera de Maigret. Había estado tan tenso, tan angustiado, que tuvo de pronto un relajamiento de todo su ser, que traicionaba su alivio. Arnold, que no lo perdía de vista, quedó primero estupefacto y luego frunció el ceño y se puso de color terroso.
—Usted…
Las palabras le salían con dificultad:
—Usted no lo sabía, ¿verdad?
Al fin, comprendiéndolo todo:
—¿No me vieron?
—No todos —confesó Maigret—. Le ruego me disculpe, míster Arnold, pero era mejor acabar de una vez, ¿no cree? Era la única manera…
¿No le había evitado así horas, tal vez días de interrogatorio?
—Le aseguro que es preferible incluso para usted.
Seguían esperando al lado todos los testigos, los que realmente había visto algo y los que no habían visto nada. Colocándolos en fila, unos detrás de oíros, en el orden en que Arnold hubiera podido encontrárselos, el comisario había dado la impresión de una sólida cadena de testimonios. Los buenos, en cierto modo, hacían que pasaran los malos.
—Me figuro que puedo devolverles la libertad.
El inglés intentó discutir.
—¿Qué prueba, ahora que…?
—Escúcheme, míster Arnold. Ahora, como usted dice, ya sé. Puede usted volverse atrás en su confesión, e incluso asegurar que le fue arrancada con malos tratos…
—No he dicho eso…
—Pero es demasiado tarde para volverse atrás. Hasta ahora, no me ha parecido que debía molestar a cierta dama que se hospeda en un hotel del quai des Grands Augustins y con quien ha almorzado usted hoy a mediodía. Pero puedo hacerlo. Ella se sentará en el lugar que ocupa usted frente a mí, y le haré las suficientes preguntas como para que acabe por contestar…
Hubo un silencio denso.
—¿Tenía usted la intención de casarse con ella?
No hubo respuesta.
—¿Al cabo de cuantos días se hubiese hecho definitivo el divorcio y hubiese tenido ella que abandonar sus pretensiones a la herencia?
Maigret, sin esperar, fue a abrir la ventana; el cielo empezaba a palidecer y se oían los remolcadores que, desde lo alto de la isla de San Luis, llamaban a sus gabarras.
—Tres días…
¿Había oído? Maigret, como si nada, abrió la puerta de comunicación.
—Pueden marcharse, muchachos… Ya no los necesito…
Tú, Lucas…
Había dudado entre Lucas y Lapointe. Ante el aire decepcionado de éste, añadió:
—Tú también… Venid los dos para tomar su declaración…
Volvió al centro de su despacho, escogió una pipa de refresco, que llenó, despacio, y buscó su sombrero con la mirada.
—¿Me permite que le deje, míster Arnold?
Éste estaba como aplastado sobre su silla, repentinamente envejecido, y fue perdiendo por momentos esa especie de… ¿esa especie de qué? A Maigret le hubiese costado expresar su pensamiento… Ese algo de desenvuelto, de brillante, esa seguridad que distingue a las personas que forman parte de cierto mundo, y con las que se encuentra uno en los palacios…
Ya casi no era más que un hombre, un hombre hundido, desgraciado, que había perdido la partida.
—Voy a acostarme —dijo Maigret a sus colaboradores—. Si me necesitan…
Fue Lapointe quien observó que, al pasar, el comisario puso un momento la mano sobre el hombro de John T. Arnold, como distraídamente, y siguió a su jefe hasta la puerta con una mirada turbada.
Noland, 17 de agosto de 1957