Capítulo VII

Donde no solamente Maigret se siente indeseable, sino que se le mira con prevención

Tomó el metro, porque disponía de mucho tiempo y no esperaba circular esa noche. Parecía como si hubiese hecho a propósito el comer demasiado, para sentirse aún más pesado. Cuando se despidió de Lucas en la plaza Dauphine, éste, después de dudarlo, abrió la boca para decir algo, y el comisario le miró como alguien que espera.

—No… Nada… —decidió Lucas.

—Dilo…

—He estado a punto de preguntarle si valía la pena que me fuese a acostar…

Porque cuando el jefe estaba de ese humor, no solía pasar mucho tiempo sin que el último acto se representase entre las paredes de su despacho.

Como por casualidad, ocurría casi siempre de noche, con el resto del edificio a oscuras, y eran varios los que tenían que relevarse junto al personaje, hombre o mujer, que entraba en el Quai de Orfèvres como simple sospechoso, para salir, después de un tiempo más o menos largo, con las esposas en las muñecas.

Maigret comprendió el pensamiento de Lucas. Sin ser supersticioso, no le gustaba anticiparse a los acontecimientos, y en tales momentos nunca tenía confianza en sí mismo.

—Vete a acostar.

No tenía calor. Se había marchado de su casa, la víspera por la mañana, seguro de volver a mediodía al bulevar Richard Lenoir para comer. ¿La víspera solamente? Le parecía que hacía mucho más tiempo que todo había comenzado. Salió a la superficie en los Champs-Elysées, cuando la avenida estaba en todo su apogeo y el clima era lo bastante suave como para que la multitud estuviese aún en las terrazas. Con las manos en los bolsillos de su chaqueta, tomó por la avenida del George V, donde, frente al hotel, un gigante uniformado le dirigió una mirada sorprendida al verle empujar la puerta giratoria.

Era el portero de noche. La víspera, Maigret vio al personal de día. El portero se preguntó, sin duda, lo que venía a hacer allí aquel hombre de aspecto gruñón, traje arrugado por el viaje y que no era cliente del hotel.

El botones de guardia, al otro lado de la puerta giratoria, tuvo la misma curiosidad, la misma sorpresa, y estuvo a punto de preguntarle qué quería.

Unas veinte personas estaban diseminadas por el hall, la mayoría con smoking y traje de noche, y se veían visones y diamantes, pasándose, al avanzar, de un perfume a otro.

Como el botones no lo perdía de vista, dispuesto a seguirle y a interpelarle si se aventuraba demasiado lejos, Maigret prefirió dirigirse hacia la recepción, donde los empleados, con chaqué negro, le eran desconocidos.

—¿Monsieur Gilles está en su despacho?

—Está en sus habitaciones. ¿Qué desea usted?

Había observado, a menudo, en los hoteles, que el personal nocturno es menos amable que el de día. Se diría, casi siempre, que se trata de un personal de segundo orden que guarda rencor al mundo entero por obligarle a vivir a contrapelo y a trabajar mientras los demás duermen.

—Comisario Maigret —murmuró.

—¿Desea usted subir?

—Subiré, probablemente… Quiero, solamente, prevenirle que pienso ir y venir por el hotel durante algún tiempo… No tema… Seré todo lo discreto que me sea posible…

—Las llaves del 332 y del 347 no las tiene ya el conserje… Las tengo aquí… Han dejado los apartamentos en el mismo estado en que estaban, a petición del juez de instrucción…

—Lo sé…

Se metió las llaves en el bolsillo y, molesto con su sombrero, buscó un lugar donde colocarlo, poniéndolo por fin sobre una butaca y sentándose en otra como las personas que en el hall esperaban a alguien.

Desde su sitio vio al encargado de la recepción coger el teléfono y comprendió que era para poner al corriente al director de su visita. Momentos después tuvo la prueba, al ver dirigirse hacia él al empleado del chaqué.

—He hablado con monsieur Gilles. Daré instrucciones al personal para que le dejen circular a su gusto. Monsieur Gilles, sin embargo, se permite recomendarle…

—¡Ya sé…! ¡Ya sé…! ¿Monsieur Gilles vive en el hotel?

—No. Tiene una villa en Sèvres…

Para interrogar al conserje de noche, Lapointe tuvo que desplazarse hasta Joinville. El barman, Maigret lo sabía, vivía aún más lejos de París, en el valle de Chevreuse, y él mismo cultivaba una huerta bastante grande y criaba gallinas y patos.

¿No era paradójico? Los clientes pagaban precios astronómicos para dormir a dos pasos de los Champs-Elysées y el personal, o al menos los que podían permitirse ese lujo, huían al campo en cuanto terminaban su trabajo.

Los grupos que estaban en pie, sobre todo los grupos con atuendos nocturnos, eran personas que no habían cenado todavía, que esperaban estar todos reunidos para irse a Maxim’s, a la Tour d’Argent o a cualquier otro restaurante de la misma clase. Los había también en el bar, tomándose un cóctel antes de empezar lo que para ellos representaba la parte más importante de la jornada: la cena y las horas siguientes.

La antevíspera todo debió de suceder de la misma manera. La florista, en su box, preparaba prendidos; el encargado de los teatros entregaba las entradas a los rezagados. El conserje aconsejaba dónde ir a los que no lo sabían todavía.

Maigret había bebido un aguardiente de sidra después de cenar, a propósito, por espíritu de contradicción, porque iba a volver a zambullirse en un mundo en el que no se bebe aguardiente. Whisky, champaña, fino Napoleón…

Un grupo de sudamericanos acogió con «bravos:» a una mujer joven, con abrigo de visón color paja, que salió, atareada, de uno de los ascensores y logró una entrada de vedette.

¿Era bonita? También de la pequeña condesa se decía que era asombrosa y Maigret la había visto de cerca, sin maquillaje; la había incluso sorprendido bebiendo whisky de la botella como una borracha de los quais se trasiega un trago de tinto.

¿Por qué, desde hacía unos instantes, tenía la sensación de vivir en un barco? El ambiente del hall le recordaba su viaje a los Estados Unidos, donde un multimillonario americano —¡otra vez un multimillonario!— le había suplicado que fuese para resolver un asunto. Recordaba las confidencias del comisario de a bordo, una noche en que se quedaron solos en el salón, después de los juegos, bastante pueriles, que habían organizado.

—¿Sabe usted, comisario, que en primera clase hay que contar con tres personas para servir a un solo pasajero?

Sobre el puente, en efecto, en los salones, en las crujías, se encontraba uno, cada veinte metros, con un miembro del personal, con chaqueta blanca o con uniforme, dispuesto a hacer cualquier servicio.

Aquí también. En las habitaciones había tres timbres: mayordomo, doncella y criado con, al lado de cada timbre —¿es que no sabían leer todos los clientes?—, la silueta del servidor correspondiente.

En la puerta, bajo la amarillenta luz de la acera, dos o tres porteros y abrecoches, sin contar a los mozos de equipajes con uniforme verde, estaban firmes, como a la entrada de un cuartel, y, por todos los rincones, otros hombres uniformados esperaban, muy derechos y con la mirada perdida.

—Puede usted creerlo, si quiere —continuó el comisario de a bordo—. Lo más difícil en un barco no es hacer funcionar las máquinas, dirigir las maniobras, navegar con mal tiempo ni llegar a la hora prevista a Nueva York o a Le Havre. Tampoco es alimentar a una población igual a la de una subprefectura, ni cuidar las habitaciones, los salones, los comedores… Lo que da más quebraderos de cabeza…

Hizo una pausa.

Es divertir a los pasajeros. Hay que hacerles que se ocupen de algo desde el momento en que se levantan hasta el momento en que se acuestan, y algunos no se acuestan antes del alba…

Era la razón por la que, una vez terminado el desayuno, servían el caldo sobre el puente. Después comenzaban los juegos, los cócteles…, más tarde el caviar, el foie-gras, el pato a la naranja y las tortillas al ron…

—Son, en su gran mayoría, personas que lo han visto todo, que se han divertido de todas las formas imaginables, y, sin embargo, tenemos que, cueste lo que cueste…

Para no adormilarse, Maigret se levantó, salió a la busca del salón imperio, que acabó por descubrir, poco iluminado, solemne y vacío a aquella hora, exceptuando un viejo señor con smoking y pelo blanco que dormía en un sillón, con la boca abierta y un cigarro apagado entre los dedos. Más lejos vio el comedor, y el mayordomo que montaba guardia a su entrada lo desmenuzó de pies a cabeza. No le propuso una mesa. ¿Había comprendido que no era un verdadero cliente?

A pesar de su aspecto de reproche, Maigret echó un vistazo a la sala, en la que, bajo los candelabros, había ocupadas unas diez mesas.

Una idea, poco original por otra parte, se abría paso en su mente. Pasaba delante de un ascensor al lado del cual estaba plantado un joven rubio con librea de color de oliva. No era el ascensor que tomó la víspera, con el director. Y aún descubrió un tercero en otro sitio.

Lo seguían con la mirada. El jefe de recepción no había podido avisar a toda la servidumbre y, sin duda, se había conformado con poner al corriente de su presencia a los jefes de servicio.

No le preguntaron lo que quería, lo que buscaba, adónde iba, pero apenas salía de la zona vigilada por una mirada desconfiada cuando entraba en otro sector igualmente vigilado.

Su pequeña idea… Todavía no se trataba de nada preciso; sin embargo, tenía la impresión de haber hecho un descubrimiento importante. Era esto, en resumen: todas esas gentes —y aquí englobaba a los clientes del George V, a los de Montecarlo y de Lausanne, los Ward, los Van Meulen, las condesas Paverini, todos aquellos que llevan esta clase de vida—, esas gentes, ¿no se sentirían perdidas, como desarmadas, desnudas en cierto modo, tan impotentes, frágiles y torpes como niños pequeños si, de pronto, se veían sumergidas en la vida corriente?

¿Serían capaces de coger el metro a codazos, consultar un horario de ferrocarriles, pedir una entrada en una taquilla, llevar una maleta?

Aquí, desde el instante en que abandonaban su apartamento hasta aquel en que se instalaban en otro apartamento completamente igual en Nueva York, Londres o Lausanne, no tenían que preocuparse por los equipajes, que pasaban de mano en mano, sin que ellos se enteraran, y que volvían a encontrar, ya deshechos y con las cosas colocadas en los muebles… Ellos mismos pasaban de mano en mano…

¿Qué había dicho Van Meulen de un interés suficiente? Alguien que tiene un interés suficiente para matar…

Maigret descubrió que no se trataba necesariamente de una cantidad más o menos grande. Empezó, incluso, a comprender a las divorciadas americanas que exigen llevar una vida igual a la que sus ex maridos las habían acostumbrado.

No se imaginaba a la pequeña condesa entrando en una taberna, pidiendo un café cortado y manejando un teléfono automático.

Eran los pequeños detalles de la cuestión, es cierto… Pero los pequeños detalles son, a menudo, los más importantes… En un apartamento, por ejemplo, ¿sería capaz la Paverini de regular la calefacción central, de encender el calentador de gas o de prepararse unos huevos pasados por agua?

Su pensamiento era mucho más complicado; tan complicado que le faltaba claridad.

¿Cuántos eran los que, por el mundo, iban de un lugar a otro, seguros de encontrar por todas partes el mismo ambiente, las mismas atenciones solícitas, las mismas personas, por decirlo así, que se ocupaban, en su lugar, de los menudos detalles de la existencia?

Algunos miles, sin duda. El comisario, a bordo del Liberté, le había dicho también:

—No se puede inventar nada nuevo para distraerlos, porque tienen apego a sus costumbres…

Como se lo tenían a la decoración, una decoración, idéntica, detalle más o menos. ¿Era la manera de tranquilizarse, de sentirse como en su casa? Hasta el emplazamiento de los espejos en los dormitorios y el de los portacorbatas, siempre el mismo.

—Es inútil entrar en nuestra profesión si no se tiene memoria para las fisonomías y para los hombres…

No fue el comisario de a bordo quien habló así, sino un conserje de hotel, en los Champs-Elysées, donde Maigret llevaba a cabo una investigación hacía veinte años.

—Los clientes exigen que se les reconozca, incluso si no han venido más que una vez…

Esto también, probablemente, los tranquilizaba. Poco a poco Maigret se sentía menos severo respecto a ellos. Se hubiera dicho que tenían miedo de algo, miedo de ellos mismos, de la realidad, de la soledad. Daban vueltas en redondo en un corto número de lugares donde estaban seguros de recibir los mismos cuidados y las mismas atenciones, de comer los mismos platos y beber el mismo champaña o whisky.

Tal vez todo esto no les divertía, pero, una vez adquirida la costumbre, se hubieran sentido incapaces de vivir de otra forma.

¿Era ésta una razón suficiente? Maigret empezó a pensarlo, y de pronto, la muerte del coronel Ward tomó un nuevo aspecto.

Alguien, a su alrededor, se había encontrado o creído amenazado de tener que vivir, de pronto, como todo el mundo, y no había tenido valor para ello.

Hacía falta, además, que la desaparición de Ward permitiese a ese alguien continuar llevando una existencia a la que no podía renunciar.

No se sabía nada del testamento. Maigret ignoraba entre las manos de qué notario o sollicitor se encontraba. John T. Arnold daba a entender que tal vez había varios testamentos, en manos diferentes.

¿No perdía el tiempo el comisario merodeando así por los pasillos del George V y no sería lo más prudente irse a acostar y esperar?

Entró en el bar. El barman de noche no lo conocía tampoco, pero uno de los mozos lo reconoció por las fotografías y habló bajo a su jefe. Éste frunció el ceño. No le halagaba servir al comisario Maigret, sino que más bien parecía inquietarle.

Había mucha gente, mucho humo de cigarros y cigarrillos y una sola pipa fuera de la del comisario.

—¿Qué desea usted?

—¿Tiene usted aguardiente?

No lo veía en las repisas en que se alineaban todas las marcas de whisky. El barman sacó, sin embargo, una botella y cogió una inmensa copa en forma de balón, como si aquí no se conociesen otras copas para los alcoholes.

Se hablaba, sobre todo, el inglés. Maigret reconoció a una mujer, con estola de visón echada negligentemente sobre los hombros, que tuvo que ver con el Quai des Orfèvres en la época en que, en Montmartre, trabajaba para un pequeño rufián corso.

Hacía dos años de esto. No había perdido el tiempo, porque lucía un diamante en el dedo y un brazalete de brillantes en la muñeca. Condescendió, sin embargo, en reconocer al comisario y le dirigió un discreto parpadeo.

Tres hombres rodeaban una mesa, al fondo, hacia la izquierda, cerca de la ventana, velada por cortinas de seda, y Maigret preguntó a la buena de Dios:

—¿No es Mark Jones, el productor?

—El bajito y gordito, sí…

—¿Cuál es Art Levinson?

—El que tiene el pelo muy negro y gafas de concha.

—¿Y el tercero?

—Lo he visto varias veces, pero no lo conozco.

El barman contestaba a disgusto, como si le repugnara traicionar a sus clientes.

—¿Cuánto le debo?

—Deje…

—Quiero pagar.

—Como usted guste.

Sin utilizar el ascensor, subió despacio hasta el tercer piso, observando que pocos clientes debían de pisar la alfombra roja de las escaleras… Se encontró con una mujer vestida de negro, con un cuaderno en la mano y un lápiz detrás de la oreja, que era algo en la jerarquía hotelera. Se figuró que era ella la que, en un determinado número de pisos, dirigía a las doncellas y distribuía las sábanas y las toallas, porque llevaba un manojo de llaves en la cintura.

Se volvió hacia él, pareció dudar y probablemente informó a la dirección de la presencia de un curioso individuo en los pasillos del George V.

Porque, sin quererlo, se encontraba de pronto en los pasillos. Había empujado la puerta por la cual había surgido aquella mujer y descubrió otra escalera, más estrecha y sin alfombra. Las paredes no eran tan blancas. Una puerta entreabierta dejaba ver un tabuco repleto de escobas, con un montón de ropa sucia en medio.

No había nadie. Nadie tampoco en el piso superior, en otra pieza más espaciosa, amueblada con una mesa y sillas de madera blanca. Sobre la mesa había una bandeja con platos, huesos de chuletas, salsa y algunas patatas fritas, ya frías.

Sobre la puerta descubrió un juego de timbres, tres bombillas de colores diferentes.

Vio muchas cosas en una hora, se encontró algunas personas, mozos, doncellas, un criado que limpiaba zapatos. La mayoría lo miraron con sorpresa, y lo siguieron con la mirada, desconfiando. Pero, con una sola excepción, no le dirigieron la palabra.

¿Tal vez pensaban que, si estaba ahí, era porque tenía derecho a estar? ¿O bien, en cuanto volvía la espalda, se apresuraban a telefonear a la dirección?

Se encontró con un obrero con mono, y las herramientas de fontanero en la mano, lo que hacía pensar que había algún desarreglo en las tuberías. Éste, después de mirarlo de pies a cabeza, con el cigarrillo pegado a los labios, le preguntó:

—¿Busca usted algo?

—No. Gracias.

El hombre se alejó, encogiéndose de hombros, se volvió y desapareció, por fin, detrás de una puerca.

No sintiendo curiosidad por los dos apartamentos que ya conocía, Maigret subió más allá del tercer piso, familiarizándose con los lugares. Había aprendido a reconocer las puertas que separan los pasillos de paredes impecables y alfombras mullidas de los pasillos menos lujosos y las escaleras estrechas.

Pasando de un lado a otro, viendo aquí un montaplatos, allá un mozo dormido sobre una silla, o dos doncellas entretenidas, contándose sus enfermedades, acabó por salir al tejado y se sorprendió al ver, de pronto, las estrellas sobre él y el halo coloreado de las luces de los Champs-Elysées en el cielo.

Estuvo allí un buen rato, vaciando su pipa, dando la vuelta a la plataforma, inclinándose de cuando en cuando por encima de la balaustrada, mirando los coches que se deslizaban, sin ruido, por la avenida, parándose delante del hotel y volviendo a partir con su carga de mujeres ricamente ataviadas y de hombres en blanco y negro.

Enfrente, la calle François I estaba muy iluminada y la farmacia inglesa, en la esquina de la calle y de la avenida George V, aún abierta. ¿Estaba de guardia? ¿Se quedaba abierta todas las noches? Con la clientela del George V y la del hotel vecino, el Príncipe de Gales, que no se privaba de nada y vivía a contrapelo, de noche más que de día, debía de hacer excelentes negocios.

A la izquierda, la calle Cristophe-Colomb, más tranquila, no estaba alumbrada más que por el rótulo de neón rojo de un restaurante o de una boîte nocturna, y grandes coches relucientes estaban aparcados a lo largo de las dos aceras. Detrás, en la calle Magellan, un bar, tipo taberna para chóferes, que suelen verse en los barrios ricos. Un hombre con americana blanca atravesó la calle y entró; sin duda, un mozo.

Maigret discurría al ralentí y buscó durante un buen rato el camino que le había conducido hasta el tejado. Más tarde se perdió y sorprendió a un mayordomo comiéndose los restos que había en una fuente.

Cuando reapareció en el bar eran las once y los consumidores eran ya escasos. Los tres americanos que vio antes seguían en el mismo sitio y, acompañados por un cuarto, americano también, inmenso y delgado, jugaban al póquer.

El calzado con tacones altos del cuarto intrigó durante un momento al comisario, que acabó por descubrir que, en realidad, eran botas del Oeste, cuya caña, de cuero de diversos colores, estaba oculta por el pantalón. Un hombre de Texas o de Arizona. Era más expresivo que los otros, hablaba con voz fuerte y podía esperarse que acabaría sacando un revólver de su cinturón.

Maigret acabó sentándose sobre una banqueta, y el barman le preguntó:

—¿Lo mismo?

Dijo que sí con la cabeza, y preguntó a su vez:

—¿Lo conoce usted?

—No sé su nombre, pero es un propietario de pozos de petróleo. Parece ser que las bombas funcionan solas y que este hombre, sin hacer nada, gana un millón diario.

—¿Estuvo aquí antes de ayer por la noche?

—No. Llegó esta mañana. Se vuelve a marchar mañana hacia El Cairo y Arabia, donde tiene intereses.

—¿Los otros tres estaban?

—Sí.

—¿Con Arnold?

—Espere… Antes de ayer…, sí… Uno de sus inspectores me interrogó ya sobre ello.

—Ya lo sé… ¿Quién es el tercero, el más rubio?

—Ignoro su nombre. No se hospeda en el hotel. Creo que está en el Crillon, y me han dicho que posee una cadena de restaurantes…

—¿Habla francés?

—Ni él ni los otros, salvo míster Levinson, que vivió en París cuando todavía no era el agente de una vedette del cine…

—¿Sabe usted a qué se dedicaba?

El barman se encogió de hombros.

—¿Haría usted el favor de ir a hacer una pregunta, de mi parte, al que se hospeda en el Crillon?

El barman puso mala cara, no se atrevió a negarse y preguntó, sin entusiasmo:

—¿Qué pregunta?

—Me gustaría saber dónde se separó de míster Arnold antes de ayer, cuando abandonó el George V.

El barman avanzó hacia la mesa de los cuatro jugadores, preparando su mejor sonrisa. Se inclinó hacia el tercer hombre, que miró con curiosidad en dirección a Maigret, después de lo cual los tres le imitaron, recién enterados de su identidad. La explicación fue más larga de lo que hubiera podido esperarse.

Por fin volvió el barman, mientras la partida volvía a reanudarse allá, en el rincón izquierdo.

—Me ha preguntado que por qué necesitaba usted saber eso, y me ha hecho la observación de que, en su país, las cosas no ocurrían de ese modo… No recordó en seguida… Había bebido mucho antes de ayer… Sucederá lo mismo esta noche, al ir a cerrar… Continuaron la partida en el salón imperio…

—Eso ya lo sabía…

—Perdió diez mil dólares; pero hoy se está resarciendo…

—¿Arnold ganó?

—No se lo he preguntado. Cree recordar que se estrecharon la mano a la entrada del salón imperio… Me ha dicho que pensaba que Arnold, a quien conoce sólo desde hace días, vivía en el George V.

Maigret no reaccionó y pasó un cuarto de hora ante su vaso, observando vagamente a los jugadores. La chica a la que había reconocido no estaba ya allí, pero había otra, sola, que no tenía más que diamantes falsos y que parecía tan interesada como él por la partida.

Maigret la designó, con una mirada, al barman.

—Pensaba que ustedes no admitían a esta clase de personas…

—En principio. Hacemos excepción con dos o tres conocidas que saben comportarse. Es casi una necesidad… Si no, los clientes van a recogerlas por ahí, a cualquier sitio, y no puede usted imaginarse las tipas que llegan a traerse… Por un momento, Maigret pensó… Pero ¡no…! Para empezar, no le habían robado nada al coronel… Por otra parte, eso no encajaba con su modo de ser…

—¿Se marcha usted?

—Tal vez vuelva dentro de un rato.

Tenía la intención de esperar hasta las tres de la madrugada y tenía tiempo por delante. No sabiendo qué hacer, merodeó otra vez, lo mismo por la zona de los clientes como por la del personal, y las idas y venidas se iban espaciando a medida que la noche avanzaba. Vio a dos o tres parejas volver del teatro, oyó timbres, se encontró con un mozo que llevaba unas botellas de cerveza sobre una bandeja y con otro que iba a servir una cena completa.

Hubo un momento en que tropezó casi con el jefe de recepción, en una revuelta del pasillo.

—¿Me necesita, comisario?

—No, gracias.

El empleado simuló estar allí para servirle, pero Maigret estaba seguro de que había venido para vigilar sus acciones y gestos.

—La mayor parte de los clientes no vuelven hasta las tres de la madrugada…

—Ya lo sé, gracias.

—Si necesita usted cualquier cosa…

—Se lo pediré…

El otro volvió aún sobre sus pasos.

—¿Le he dado a usted las llaves?

La presencia del comisario en la casa le causaba, visiblemente, disgusto. A pesar de ello, Maigret siguió deambulando, se encontró en el sótano, tan vasto como la cripta de una catedral, y entrevistó a unos hombres de azul trabajando en una caldera, que hubiera podido ser la de un barco.

Aquí también se volvían a su paso. Un empleado, en una garita, punteaba las botellas que salían de la bodega de los vinos. En las cocinas, unas mujeres estaban fregando el suelo.

Otra escalera, con una bombilla enrejada al fondo, una puerta de vaivén, y otra garita, en la que no había nadie. El aire era más frío y Maigret empujó una segunda puerta, quedándose sorprendido al encontrarse en la calle; en la otra acera, un hombre en mangas de camisa echaba el cierre del pequeño bar que había divisado desde el tejado.

Estaba en la calle Magellan y, a la derecha, al final de la calle Bassano, estaban los Champs-Elysées. En el portal vecino había una pareja muy abrazada, ¿y quién sabe si el enamorado no sería el empleado que faltaba en la garita vacía?

¿Estaba vigilada esta salida día y noche? ¿Se tomaba cuenta de las entradas y salidas del personal? ¿No había visto Maigret, hacía un momento, cómo un mozo con chaqueta blanca atravesaba la calle para meterse en la taberna de enfrente?

Registraba todos estos detalles mentalmente. Cuando volvió al bar, la mitad de las luces estaban apagadas, los jugadores de póquer no estaban ya allí y los mozos se afanaban limpiando las mesas.

Tampoco encontró a los cuatro americanos en el salón imperio, que estaba vacío y tenía el aspecto de una capilla silenciosa.

Cuando volvió a ver al barman, estaba vestido con traje de calle y por poco no le reconoció.

—¿Los jugadores de póquer se marcharon?

—Me parece que subieron al apartamento de Mark Jones, donde sin duda van a jugar toda la noche… ¿Se queda usted…? Buenas noches…

No era más que la una y cuarto y Maigret entró en el apartamento del difunto David Ward, donde todo estaba en su sitio, incluidas las ropas desperdigadas y el agua en la bañera.

No se dedicó a hacer un examen del lugar, sino que se contentó con instalarse en un sillón, encender una pipa y quedarse allí, dormitando.

Quizás hizo mal corriendo a Orly, a Niza, a Montecarlo y a Lausanne. A estas horas, la pequeña condesa debía de dormir en su coche-cama. ¿Se alojaría, como de costumbre, en el George V? ¿Esperaría aún que Marco volviese con ella? Ya no era nada, ni la mujer de Ward, ni la viuda, ni la mujer de Marco… Había confesado que no tenía dinero. ¿Durante cuánto tiempo podría vivir a costa de sus pieles y de sus joyas?

¿Habría previsto el coronel que podía morir antes de que su divorcio con Muriel Halligan fuese definitivo y hubiese contraído matrimonio con la condesa? Era poco probable.

Ni siquiera le quedaba el recurso de irse a Lausanne, a ocupar un lugar entre las que formaban el club de mujeres solas que, en el restaurante, exigen platos sin sal y sin mantequilla, pero beben cuatro o cinco cócteles antes de cada comida.

¿No respondía a las condiciones enumeradas por Van Meulen?

No intentaba concluir, resolver un problema. No pensaba, dejaba divagar a su espíritu.

Todo dependería, tal vez, de un pequeño experimento. Y, en realidad, el experimento no tenía por qué ser, necesariamente, concluyente. Era mejor que los periodistas, que elogiaban sus métodos, no supiesen cómo se las arreglaba, porque probablemente sufriría su prestigio.

Estuvo a punto de dormirse dos veces, sobresaltándose a tiempo para mirar su reloj. La segunda vez eran las dos y media y, para quedarse despierto, cambió de decoración: entró en el 332, donde se habían contentado, por prudencia, con quitar las joyas de la condesa y meterlas en la caja fuerte del hotel.

Nadie, al parecer, había tocado la botella de whisky y, después de unos diez minutos, Maigret fue a lavarse un vaso al cuatro de baño y se sirvió una buena cantidad.

A las tres, por fin, atravesó la puerta de los pasillos en el momento en que pasaba una pareja a medios pelos. La mujer cantaba, llevando en sus brazos, como si fuera un niño, un enorme oso de peluche blanco que debían de haberle vendido en una boîte nocturna.

Se encontró con un solo mozo, de cara lúgubre, que ya debía de haberse retirado; se orientó, bajó, primero demasiado abajo, hasta encontrarse en el sótano, descubriendo, por fin, la garita en la cual seguía sin haber nadie, y luego el aire frío de la calle Magellan.

El bar de enfrente estaba cerrado desde hacía tiempo. Había visto echar el cierre. La luz de neón encarnada de la calle vecina estaba apagada y, si los autos estaban allí todavía, no vio a nadie sobre la acera, y no vio, una vez llegado a la calle Bassano, más que un solo transeúnte que andaba de prisa y pareció tener miedo de él.

El Fouquet’s estaba también cerrado, en la esquina de los Champs-Elysées, así como la brasserie de enfrente. Una chica estaba apoyada contra la pared de la agencia de viajes y le dijo, en voz baja, algo que no comprendió.

Al otro lado de la avenida, por donde sólo se deslizaban algunos coches, dos grandes escaparates seguían encendidos, no lejos del Lido.

Maigret dudó al borde de la acera, y debía de parecer un sonámbulo, porque se esforzaba por meterse en el pellejo de otro, de otro que, minutos antes, hubiese matado a un hombre, sujetando su cabeza dentro del agua de la bañera y que, desde el apartamento 347, hubiese seguido su misino camino.

Un taxi vacío bajaba por la avenida. ¿Le habría hecho alguna señal el asesino para que se parase? ¿No se habría dicho que era peligroso, que la Policía encuentra casi siempre a los chóferes que han hecho tal o cual recorrido?

Lo dejó pasar y estuvo a punto de bajar, por la misma acera, hasta la Concorde.

Después miró de nuevo, hacia el otro lado, el café iluminado y el largo mostrador de cobre. Desde lejos veía al mozo servir la cerveza, a la cajera y a cuatro o cinco clientes inmóviles, dos de ellos mujeres.

Cruzó, dudó un poco y acabó por entrar. Las dos mujeres lo miraron, esbozando ya una sonrisa, y después parecieron comprender, sin haberlo reconocido, que no tenían nada que esperar de él.

¿Habría ocurrido todo de la misma manera, la antevíspera? El hombre de detrás del mostrador lo miraba también, interrogante, esperando su pedido.

Maigret, debido al alcohol, tenía la boca seca, y su mirada recayó sobre la cerveza.

—Déme una caña…

Dos o tres mujeres, salidas de la oscuridad, vinieron, fuera, a examinarlo a través del cristal.

Una de ellas se dio una vueltecita por el café y luego, en la acera, debió de decir a las otras que no era interesante.

—¿Tienen ustedes abierto toda la noche?

—Toda la noche.

—¿Hay otros bares abiertos de aquí a la Madeleine?

—Solamente los cabarets de strip-tease.

—¿Estuvo usted aquí antes de ayer a esta misma hora?

—Estoy todas las noches, menos los lunes…

—¿Usted también? —preguntó a la cajera, que tenía echado sobre los hombros un chal de lana azul.

—Yo tengo libres los miércoles.

La antevíspera era martes. Por tanto, estuvieron los dos.

Preguntó más bajo, señalando a las dos chicas:

—¿Ellas también?

—Salvo cuando se llevan a un cliente a la calle Washington o a la calle Berry…

El mozo frunció el ceño, preguntándose quién podría ser este extraño cliente, cuyo rostro le recordaba algo… Fue una de las chicas quien lo reconoció, y movió los labios para avisar al mozo.

No se imaginaba que Maigret la veía por el espejo y repetía su palabra en el vacío, como un pez, porque el mozo no comprendía, la miraba, miraba al comisario y la volvía a mirar con aire interrogante.

Por fin Maigret hizo, en cierto modo, el oficio de traductor.

—¡Veintidós! —dijo.

Y. como el mozo seguía sin comprender, explicó:

—Le está diciendo que soy un policía.

—¿Es verdad?

—Es verdad.

Debía de resultar divertido verle hablar así, porque la chica, que se había quedado sorprendida, no pudo por menos de echarse a reír.