Donde Maigret es invitado a almorzar y se sigue tratando de V. I. P.
Todo terminó mejor de lo que Maigret hubiera podido temer. Para la pequeña condesa, los golpes dados en la puerta resultaron providenciales, porque la permitieron salir de una situación que, seguramente, no sabía cómo terminar.
Una vez más, se precipitó hacia su alcoba mientras que el comisario, sin apresurarse, se arregló la corbata, alisó sus cabellos y fue a abrir la puerta del pasillo.
Era, sencillamente, el mozo del piso, que, intimidado de pronto, preguntaba si podía llevarse la bandeja del desayuno. ¿Había estado escuchando detrás de la puerta o, sin escuchar expresamente, había sorprendido algo de la escena? Si era así, no demostró nada y, cuando se marchó, la condesa reapareció, más calmada, limpiándose los labios.
—¿Supongo que tiene usted la intención de llevarme a París?
—Incluso si lo deseara, tendría que someterme a una serie de formalidades muy largas.
—Mi abogado de aquí no le dejará conseguir la extradición. Pero soy yo quien quiere ir, porque tengo empeño en asistir al funeral de David. ¿Tomará usted el avión de las cuatro?
—Probablemente. Pero usted no lo tomará.
—¿Y por qué razón, si me hace el favor?
—Porque no deseo viajar con usted.
—Estoy en mi derecho, ¿no?
Maigret pensaba en los periodistas y fotógrafos, que no dejarían de ametrallarla tanto en Ginebra como en Orly.
—Quizás esté en su derecho, pero si intenta usted tomarlo, ya encontraré algún medio más o menos legal para impedírselo. ¿Supongo que no tiene ninguna declaración que hacerme?
En definitiva, la entrevista terminó de una manera casi grotesca y, para tomar contacto con una realidad familiar, el comisario tuvo después una conversación telefónica de casi media hora con Lucas. La dirección del hotel le ofreció, espontáneamente, un pequeño despacho cerca de la recepción.
El doctor Paul no había enviado todavía su informe oficial, pero dio a Lucas, por teléfono, un primer informe. Después de la autopsia estaba más persuadido que nunca de que alguien había sujetado a David Ward dentro del baño, porque no podían explicarse de otro modo las equimosis de los hombros. Por otra parte, no había ningún traumatismo en la nuca o en la espalda, como se hubiera encontrado, seguramente, en el caso de que el coronel se hubiese matado al resbalar y darse con el borde.
Janvier se dedicó a vigilar a Marco y, como era de esperar, lo primero que hizo el ex marido de la pequeña condesa, después de abandonar el Quai des Orfèvres, fue telefonear a Anna de Groot.
Lucas se vio agobiado por llamadas telefónicas, muchas de ellas procedentes de grandes Bancos y de sociedades financieras.
—¿Vuelve usted a mediodía, jefe?
—En el avión de las cuatro.
En el momento de colgar le entregaron un sobre, que un policía uniformado acababa de traer para él. Eran unas amables líneas del jefe de Seguridad de Lausanne, que le decía estar encantado de tener ocasión de conocer al famoso Maigret y le invitaba a almorzar «en plan sencillo, al borde del lago, en una tranquila posada».
Maigret, que disponía de una media hora, telefoneó al bulevar Richard-Lenoir.
—¿Sigues en Lausanne? —le preguntó madame Maigret.
Desde el Quai des Orfèvres la habían avisado, la víspera, que su marido se había marchado y, por los periódicos de la mañana, se había enterado de noticias.
—Tomaré el avión esta tarde, lo que no quiere decir que vaya a estar pronto en casa. Mejor que no me esperes para la cena.
—¿Te traerás a la condesa?
No eran precisamente celos, es cierto, pero por primera vez le pareció percibir al comisario cierta inquietud, al mismo tiempo que una imperceptible ironía, en la voz de su mujer.
—No tengo ningunas ganas de llevarla.
—¡Ah!
Encendió su pipa y salió del hotel, dejando recado al conserje de que, si preguntaban por él, estaría de vuelta dentro de unos minutos. Le siguieron dos fotógrafos con la esperanza de que fuera a hacer alguna gestión reveladora.
Con las manos en los bolsillos se contentó con mirar los escaparates y entrar en un estanco para comprarse una pipa, porque se había marchado con tanta precipitación que sólo tenía una en el bolsillo, contra su costumbre.
Se dejó tentar por cajas de tabaco desconocidas en Francia, compró tres clases distintas, y luego, como sintiendo remordimiento, entró en una tienda cercana y compró para madame Maigret un pañuelo bordado con el escudo de Lausanne.
El jefe de Policía pasó a recogerlo a la hora convenida. Era un buen mozo, de constitución atlética, que debía de ser un apasionado del esquí.
—¿No le molesta que vayamos al campo a comer, a pocos kilómetros? No tema por su avión. Haré que le lleven al aeropuerto en uno de nuestros coches.
Tenía la tez clara y estaba tan rasurado que las mejillas relucían. Su aspecto, su manera de andar, eran los de un hombre estrechamente relacionado con el campo, y Maigret supo que, efectivamente, su padre era viñador cerca de Vévey.
Entraron en una posada, al borde del lago, donde, fuera de ellos, no había más que una porción de naturales del país, sentados a una mesa, hablando de la coral a la cual pertenecían.
—¿Me permite que escoja el menú?
Encargó cecina de los Grisones, jamón y salchichón caseros, y, pescado del lago, un salmón.
Observaba a Maigret de reojo, con miradas discretas, furtivas, que revelaban su curiosidad y admiración.
—Es una extraña mujer, ¿verdad?
—¿La condesa?
—Sí. La conocemos bien, también nosotros, porque reside en Lausanne parte del año.
Explicaba, con orgullo conmovedor:
—Somos un país pequeño, monsieur Maigret. Pero precisamente porque somos un país pequeño, la proporción de V. I. P., como dicen los ingleses, de verdaderamente importantes personas, es mayor aquí que en París o, incluso, que en la Costa Azul. Si es cierto que tienen ustedes más que nosotros, están diluidas en la masa. Aquí no hay forma de no verlas. Son las mismas, por otra parte, que las que se encuentran en los Champs-Elysées o en la Croisette…
Maigret hizo honor al menú y el vinillo blanco que habían servido, fresco, en una garrafa empañada.
—Conocíamos al coronel Ward y a casi todas las personas con las que tiene usted que habérselas en estos momentos. La tercera mujer de Ward, Muriel, salió precipitadamente esta mañana hacia París.
—¿Qué vida hace en Lausanne?
Su interlocutor tenía unos ojos azules que, cuando reflexionaba, se volvían más claros, casi transparentes.
—No es fácil de explicar. Ocupa un apartamento confortable, bastante lujoso incluso, aunque más bien pequeño, en un nuevo inmueble, en Ouchy. Su hija Ellen se educa en un establecimiento frecuentado sobre todo por americanas, inglesas, holandesas y alemanas de buenas familias. Tenemos muchos colegios de ese estilo en Suiza, y nos envían alumnas del mundo entero.
—Ya sé…
—Muriel Ward —digo Ward, porque el divorcio no es definitivo todavía y ella se hace llamar siempre así— pertenece a lo que nosotros llamamos el club de las mujeres solas. No es un verdadero club, claro. No hay estatutos, ni cuotas, ni tarjetas de asociados. Designamos así a las señoras que, por razones diversas, vienen a vivir solas a Suiza. Algunas son divorciadas, otras viudas. Hay también algunas cantantes o artistas e incluso algunas a quienes viene a ver de cuando en cuando su marido. Las razones por las cuales están aquí son cosa de su incumbencia, ¿verdad? A veces es una razón política, o financiera, a veces también cuestión de salud. Hay altezas reales y personas sin título, viudas riquísimas y mujeres que sólo disfrutan de rentas modestas.
Decía todo eso un poco a la manera de un guía, con una ligera sonrisa que daba a sus palabras un tono de humor.
—Todas, sea por sus nombres, sus fortunas, o cualquier otra razón, tienen la característica de ser personas muy importantes, V. I. P., como decía. Y todas ellas se agrupan no en un club, sino en una serie de grupos más o menos amigos o enemigos. Algunas viven todo el año en el Lausanne-Palace, que ya usted conoce. Las más ricas tienen una villa en Ouchy o un château en los alrededores. Se invitan para tomar el té, se encuentran en los conciertos… Pero ¿no ocurre lo mismo en París…? La diferencia, repito, es que aquí resaltan más… Hay también hombres, llegados un poco de todas partes, que han decidido vivir todo el año, o parte de él, en Suiza… Mire, ya que hablamos del Lausanne-Palace, allí se encuentran actualmente unas veinte personas de la familia del rey Saud. Añada usted los delegados a las conferencias internacionales, Unesco y otras, que tienen lugar en nuestro país, y comprenderá usted la de trabajo que tenemos… Pienso que nuestra Policía, aunque discreta, está bien organizada… Si puedo serle útil…
Maigret iba teniendo, poco a poco, la misma sonrisa que su interlocutor. Comprendía que si la hospitalidad suiza era amplia, no por eso la Policía dejaba de estar al corriente de las acciones y gestos de todas las personalidades.
Lo que acababan de decirle, en resumen, era:
—Si tiene usted alguna pregunta que hacerme…
Murmuró:
—Parece ser que Ward se llevaba perfectamente bien con sus antiguas mujeres…
—¿Y por qué iba a guardarles rencor? Era él quien las dejaba cuando se cansaba.
—¿Era generoso?
—No con exceso. Les daba lo suficiente para vivir con dignidad, pero no una fortuna.
—¿Qué clase de mujer es Muriel Halligan?
—Una americana.
Esa palabra, en su boca, se llenó de sentido.
—Ignoro por qué el coronel quiso pedir el divorcio en Suiza… A menos que tuviera otras razones para domiciliarse aquí… El caso es que hace dos años que el proceso no se resuelve… Muriel escogió a los dos mejores abogados del país, y sólo ella sabe lo que eso debe costarle… Sostiene la tesis, admitida, al parecer, por algunos tribunales americanos, de que, desde el momento en que el marido la ha acostumbrado a una cierta clase de vida, tiene la obligación de asegurarle esa manera de vivir hasta el final de sus días.
—¿El coronel se dejó sorprender?
—Tiene excelentes abogados también. Dos o tres veces corrió el rumor de que habían llegado a un acuerdo, pero no creo que los últimos documentos hayan sido firmados…
—Me figuro que, mientras dura el proceso, la mujer se guarda bien de tener aventuras.
El policía de Lausanne llenó dos vasos con una lentitud estudiada, como si quisiera pesar sus palabras.
—Aventuras, no… Esas damas del club no tienen, por lo general, historias llamativas… ¿Habrá usted conocido a John T. Arnold, supongo?
—Fue el primero en acudir al George V.
—Es soltero —dijo lacónicamente el policía.
—¿Y…?
—Durante algún tiempo se rumoreó que tenía gustos especiales. Pero yo sé, por el personal de los hoteles en que se hospeda, que no hay nada de eso.
—¿Qué más sabe usted?
—Estaba muy unido, casi desde siembre, al coronel. Era a la vez su confidente, su secretario, su hombre de negocios… Fuera de sus mujeres legítimas, el coronel tuvo siempre aventuras amorosas más o menos breves, más a menudo breves, de una noche, o de una hora… Como le daba pereza hacer la corte a las mujeres, y como, en su situación, le parecía delicado hacer proposiciones a una bailarina de cabaret, por ejemplo, o a una vendedora de flores, John T. Arnold se encargaba de ello…
—Comprendo…
—Entonces, adivina usted el resto. Arnold se cobraba la comisión en especie… Se decía, sin que tenga prueba formal de ello, que se la cobraba con las mujeres legítimas de Ward, también.
—¿Muriel?
—Dos veces ha venido a Lausanne, sólo para verla. Pero nada demuestra que no viniese con alguna misión de parte de Ward…
—¿La condesa?
—¡Ciertamente! Él y otros. Cuando ella ha bebido bastante champaña, a menudo experimenta la necesidad de apoyarse en el hombro de su acompañante…
—¿Ward lo sabía?
—No traté mucho al coronel Ward. No olvide que sólo soy un policía…
Sonrieron los dos. Era una conversación curiosa, a medias palabras que, para ellos, tenían cierto sentido.
—A mi parecer, Ward sabía muchas cosas, pero no le impresionaban grandemente. Ha conocido usted en Montecarlo, me he enterado por los periódicos de esta mañana, a mister Van Meulen, que es uno de nuestros clientes importantes, también. Los dos, que eran muy amigos, vivieron mucho y no pedían a las personas, en particular a las mujeres, más de lo que podían dar… Eran aproximadamente del mismo calibre, con la diferencia de que Van Meulen, más frío, se controlaba mejor, mientras que el coronel bebía demasiado… ¿Supongo que tomará usted café?
Maigret conservó durante mucho tiempo el recuerdo de aquel almuerzo en el pequeño restaurante que le recordaba los merenderos a orillas del Marne, pero con la seriedad suiza: menos picante tal vez, pero con más real intimidad.
—¿La condesa tomará el mismo avión que usted?
—Se lo he prohibido.
—Dependerá de lo que beba de aquí a cuatro horas. ¿Desea usted que no lo tome?
—Es demasiado vistosa y molesta…
—No lo tomará —le prometió—. ¿Le molestará a usted mucho pasar unos minutos por nuestras oficinas? Mis hombres desean tanto conocerle…
Le hicieron los honores de los locales de la Sûreté, en un inmueble nuevo, en el mismo piso que una banca privada y debajo de un peluquero de señoras. Maigret estrechó manos, sonrió, repitió diez veces las mismas amables frases y el vinillo lo fue llenando de bienestar.
—Ahora es preciso que monte ya en el coche. Si no, tendrán que ir tocando la sirena durante todo el camino… Se volvió a encontrar con la atmósfera de los aeropuertos, las llamadas por los altavoces, los bares donde los pilotos y las azafatas bebían café apresuradamente.
Luego fue el avión, las montañas menos altas que por la mañana, y los prados y las granjas que se veían a través de las nubes.
Lapointe lo esperaba en Orly con uno de los coches de la Policía Judicial.
—¿Ha tenido usted un buen viaje, jefe?
Encontraba de nuevo los arrabales, el París de una hermosa tarde.
—¿No ha llovido?
—Ni una gota. He creído que debía venir a buscarle.
—¿Algo nuevo?
—No estoy al corriente de todo. Es Lucas quien centraliza las informaciones. Yo tuve que ir a ver a parte del personal nocturno, lo que me ha hecho recorrer muchos kilómetros, porque la mayoría de estas personas viven en los suburbios.
—¿Qué conclusiones has sacado?
—Nada preciso. He intentado hacer un esquema con las horas de entrada y salida de cada uno. Resulta difícil. Dicen que hay trescientos diez clientes en el hotel, que todos ellos entran y salen, telefonean, llaman al mozo o a la camarera, piden un taxi, un botones, una manicura, ¿qué sé yo? Además, el personal teme hablar demasiado. La mayoría responde con evasivas…
Sin dejar de conducir, sacó un papel de su bolsillo y se lo dio a Maigret.
8 de la tarde.—La camarera del tercero penetra en el 332, apartamento de la condesa, y encuentra a ésta en bata haciéndose la manicura.
—¿Es para el cubrecama, Annette?
—Sí, señora condesa.
—Vuelva dentro de media hora, por favor.
8 y 10.—El coronel Ward está en el bar, acompañado por John T. Arnold. El coronel mira su reloj y sube a su apartamento. Arnold encarga un sándwich.
8 y 22.—El coronel pide, desde su apartamento, conferencia con Cambridge y habla, durante diez minutos, con su hijo. Le solía telefonear dos veces por semana, siempre a la misma hora.
8 y 30, aproximadamente.—En el bar Arnold entra en una cabina telefónica. Se supone que comunicó con París, porque su comunicación no está registrada por la telefonista
8 y 45.—El coronel, desde el 347, llama por teléfono al 332, sin duda para saber si la condesa está preparada.
9, aproximadamente.—El coronel y la condesa salen del ascensor y depositan sus llaves al pasar. El portero les llama un taxi. Ward da la dirección de un restaurante de la Madeleine.
Lapointe seguía con los ojos la marcha de la lectura.
—Fui al restaurante —explicó—. Nada importante. Tenían costumbre de cenar allí a menudo y les daban siempre la misma mesa. Tres o cuatro personas saludaron al coronel. La pareja no pareció discutir. Mientras la condesa se tomaba el postre, el coronel, que no lo tomaba nunca, encendió un cigarro y echó un vistazo a los periódicos de la tarde.
11 y media, más o menos.—La pareja llega al Monseigneur.
—También allí eran clientes asiduos, y hay una pieza que la orquesta zíngara tocaba automáticamente en cuanto veía aparecer a la condesa. Champaña y whisky. El coronel no bailaba nunca.
Maigret se imaginó al coronel, primero en el restaurante, donde aprovechó que no comía postre para leer el periódico, y luego, la banqueta de terciopelo rojo en el Monseigneur. No bailaba, ni flirteaba, porque conocía a su acompañante desde hacía tiempo. Los músicos se acercaron a tocar a su mesa.
—También allí —había dicho Lapointe— eran clientes asiduos…
¿Tres noches, cuatro noches por semana? Y fuera de allí, en Londres, en Cannes, en Roma, en Lausanne, frecuentarían cabarets casi idénticos, donde debían de tocar la misma pieza al entrar la condesa, y donde tampoco bailarían.
Tenía un hijo de dieciséis años en Cambridge, a quien telefoneaba durante algunos minutos cada tres días, y una hija en Suiza, a quien, sin duda, telefoneaba también.
Tenía tres mujeres, la primera casada de nuevo, y llevando una existencia parecida a la suya; luego Alice Perrin, que se repartía entre Londres y París, y, por último, Muriel Halligan, la del club de damas solas.
En las calles, las personas que dejaban sus trabajos se apresuraban hacia las bocas del metro y las paradas de los autobuses.
—Ya estamos, jefe…
—Ya sé…
El patio, que empezaba a estar oscuro, del Quai des Orfèvres, y la escalera, siempre grisácea, donde las bombillas estaban encendidas.
No fue a ver a Lucas en seguida, sino que entró en su despacho, encendió la luz y se sentó en su sitio de costumbre, con el memorándum de Lapointe ante él.
12 y 15.—Llaman a Ward por teléfono. No he podido averiguar quién lo llamó.
Maquinalmente, al parecer, Maigret tendió la mano hacia su aparato.
—Póngame con mi apartamento… Allô!… ¿Eres tú…? Ya he llegado… Todo bien… ¡Que no…! ¡Te lo aseguro…! ¿Por qué iba a estar triste?
¿Qué razones tenía su mujer para hacerle esta pregunta? Había sentido la necesidad de entrar en contacto con ella, eso era todo.
12 y media, aproximadamente.—Llegada de Marco Paverini y de Anna de Groot al Monseigneur.
(NOTA: Anna de Groot abandonó el George V a las siete de la tarde. Iba sola. Se reunió con Marco en Fouquet’s, donde cenaron de prisa antes de ir al teatro. Tanto en Fouquet’s como en Monseigneur se les conoce y consideran su unión como oficial.)
Maigret se daba cuenta de la cantidad de idas y venidas que el informe suponía, y de la paciencia que Lapointe había desplegado para conseguir informaciones en apariencia tan poco importantes.
12 y 55.—El barman del George V avisa a los cinco o seis clientes que quedan, que va a cerrar. John T. Arnold pide un puro habano y arrastra hacia el hall a los tres hombres con los que estaba jugando a las cartas.
(NOTA: No he podido precisar con seguridad si Arnold abandonó el bar durante la noche. El barman no es categórico. Hasta las diez de la noche todas las mesas estuvieron ocupadas, todos los taburetes. Se dio cuenta, entonces, de que Arnold estaba en el rincón de la izquierda, cerca de la ventana, en compañía de tres americanos desembarcados recientemente, uno de ellos productor cinematográfico y otro agente de un actor. Jugaban al póquer. No pudo saber, tampoco, si Arnold los conocía ya o si acababa de conocerlos esta tarde, en el bar. Utilizaron fichas; pero, cuando terminaron, el barman vio que los dólares pasaban de unas manos a otras. Se imagina que jugaron fuerte. Ignora quién ganó.)
1 y 10.—Llaman al mozo desde el saloncito imperio que se encuentra al fondo del hall y le preguntan si se pueden conseguir aún bebidas. Contesta que sí y le piden una botella de whisky, soda y cuatro vasos. Los cuatro clientes del bar encontraron ese lugar para continuar la partida.
1 y 55.—Al entrar en el salón imperio el mozo no encontró a nadie. La botella estaba casi vacía, las fichas sobre la mesa y había colillas de puro en el cenicero.
(Interrogo al conserje de noche a este respecto. El productor se llama Mark P. Jones y acompaña a Francia a un célebre cómico americano que tiene que rodar una película, o algunas escenas, en el Midi. Art Levinson es el agente de la vedette. El tercer jugador le es desconocido al conserje. Le ha visto varias veces en el hall del hotel, pero no es cliente. Le parece haberlo visto salir esa noche a las dos de la madrugada. Le he preguntado si Arnold lo acompañaba. No puede decir ni que sí ni que no. Estaba hablando por teléfono con una clienta del quinto piso, que se quejaba del ruido que armaban sus vecinos. Subió él mismo para rogar diplomáticamente a la pareja en cuestión que fuesen menos exuberantes.)
Maigret se retrepó en su silla y llenó su pipa, mirando la caída de la tarde por la ventana.
2 y 5, aproximadamente.—El coronel y la condesa abandonan el Monseigneur, toman un taxi en la parada que hay delante del cabaret y se hacen conducir al George V. Encuentro fácilmente el taxi. La pareja no pronunció una palabra durante el trayecto.
2 y cuarto.—Llegada al George V. Cada uno coge su llave de manos del conserje. El coronel pregunta si hay algún recado para él. No lo hay. Conciliábulo al lado del ascensor, que no acaba de bajar. No parecen pelearse.
2 y 18.—Llaman al mozo de piso desde el 332. El coronel, en un sillón, con aire cansado, como es su costumbre a esas horas. La condesa, frente a él, se quita los zapatos y se da masaje en los pies. Encarga una botella de champaña y una botella de whisky.
Las 3 aproximadamente.—Regreso de Anna de Groot, acompañada por el conde Marco Paverini. Alegres y enamorados, pero discretos. Ella está algo más animada que él, sin duda debido al champaña. Entre ellos hablan en inglés, aunque los dos hablen corrientemente en francés, la holandesa con mucho acento. Ascensor. Momentos después llaman para pedir agua mineral.
3 y 35.—Descuelgan el aparato del 332. La condesa dice a la telefonista que se siente morir y solicita un médico. La telefonista llama primero a la enfermera, y luego, telefonea al doctor Frère.
Maigret recorrió rápidamente el resto, se levantó, abrió la puerta del despacho de los inspectores y encontró a Lucas al teléfono, cerca de la lámpara con pantalla verde.
—¡No comprendo! —gritaba Lucas con aire exasperado—. Le digo que no comprendo una palabra de lo que me está contando… Ni siquiera sé en qué idioma habla… No, no tengo intérprete a mano…
Colgó, secándose la frente.
—Si no he oído mal, es una llamada desde Copenhague… ignoro si me hablaban en alemán o en danés… No paran desde esta mañana… Todo el mundo quiere saber detalles… Se levantó, avergonzado.
—Discúlpeme, ni siquiera le he preguntado si ha tenido buen viaje… He tenido una llamada telefónica para usted desde Lausanne… Para decir que la condesa cogerá el tren de la noche y llegará a París a las siete de la mañana…
—¿Fue ella quien llamó?
—No. La persona con quien comió usted.
Era una amabilidad que Maigret supo apreciar. Un modo de actuar discreto… El jefe de Policía no había dicho su nombre. Aunque era cierto que Maigret, que no había conservado su tarjeta, lo había olvidado.
—¿Qué ha hecho hoy el amigo Arnold? —preguntó el comisario.
—Primero, por la mañana, fue a un hotel del faubourg Saint-Honoré, Le Bristol, donde se hospeda Philps, el sollicitor inglés…
No se había hospedado en el George V por parecerle demasiado cosmopolita, ni en el Scribe, demasiado francés, sino que había preferido instalarse frente a la Embajada británica, como si quisiera no sentirse demasiado lejos de su país.
—Han estado conferenciando durante una hora, y luego han ido a un Banco americano de la avenida de la Ópera, y más tarde a un Banco inglés de la plaza Vendôme, y en ambos han sido recibidos en seguida por el director. Han estado con ellos bastante tiempo. A mediodía, justamente, se han separado sobre la acera de la plaza Vendôme y el sollicitor ha tomado un taxi para volver al hotel, donde ha almorzado solo.
—¿Y Arnold?
—Atravesó las Tullerías a pie, sin apresurarse, como hombre que tiene mucho tiempo por delante, mirando de cuando en cuando su reloj para asegurarse. Incluso ha revuelto un poco en los puestos de los quais, hojeando viejos libros y mirando grabados, para presentarse a la una menos cuarto en el hotel des Grands Augustins… Esperó en el bar, bebiéndose un Martini y echando un vistazo a los periódicos. La tercera mujer de Ward no tardó en reunírsele…
—¿Muriel Halligan?
—Sí… Tiene la costumbre de hospedarse en ese hotel. Llegó a Orly hacia las once y media, tomó después un baño y descansó una media hora antes de bajar al bar…
—¿Telefoneó…?
—No…
De modo que fue desde Lausanne, antes de salir, desde donde se citó con Arnold.
—¿Almorzaron juntos?
—En un pequeño restaurante que tiene aspecto de taberna, pero que es muy raro, en la calle Jacob… Torrence, que estaba detrás de ellos, asegura que se come de maravilla, pero que la cuenta fue excesiva… Charlaron tranquilamente, como viejos amigos, en voz baja, de modo que Torrence no pudo oír nada… Arnold la llevó después al hotel y tomó un taxi para reunirse con míster Philps. En el Bristol, el teléfono no para, con Londres, Cambridge, Ámsterdam, Lausanne… Recibieron también a varias personas en el apartamento, entre otras, al notario parisiense monsieur Demonteau, que estuvo más tiempo que las otras… Hay un grupo de periodistas en el hall. Esperan saber cuándo será el funeral, si será en París, Londres o Lausanne…, puesto que se dice que era en Lausanne donde Ward tenía su domicilio oficial… Tienen curiosidad también por conocer el testamento, pero hasta la fecha no han conseguido la menor información… Por último, los reporteros aseguran que se espera a los dos hijos de Ward de un momento a otro… Tiene usted aspecto cansado, jefe…
—No… No sé…
Estaba más remiso que de costumbre y, realmente, le hubiera sido difícil decir en qué pensaba. Se producía el mismo fenómeno que después de una travesía en barco: tenía todavía el movimiento del avión en el cuerpo y las imágenes se entrechocaban en su cabeza. Todo había sucedido demasiado de prisa. Demasiadas personas, demasiadas cosas unas detrás de otras. Joseph Van Meulen, desnudo sobre la cama, entre las manos de un masajista, y luego, separándose de él para asistir, con smoking, a la gala del Sporting… La pequeña condesa con su rostro arrugado, arrugas junto a las aletas de la nariz, manos que el alcohol hacía temblar… Más tarde, el rubio jefe de Policía de Lausanne… ¿cómo se llamaba?…, que le servía vino muy claro, muy fresco, con sonrisa franca, teñida de una ligera ironía respecto a las personas de las que hablaba… El club de señoras solas…
Ahora había, además, los cuatro hombres jugando al póquer en el bar, y, más tarde, en el salón imperio…
Y míster Philps, en su hotel inglés, frente a la Embajada británica, los directores de Bancos que se mostraban tan solícitos… Conferencias, llamadas telefónicas, monsieur Demonteau, notario, los periodistas en el hall del faubourg Saint-Honoré y a la puerta del George V, donde, sin embargo, ya no había nada que ver…
Un muchacho, en Cambridge, que iba, sin duda, a ser multimillonario a su vez, se enteraba, de pronto, de que su padre, que le había telefoneado la víspera desde un hotel del continente, había muerto.
Y una muchachita, una cría de catorce años, a quien sus compañeras de colegio envidiaban tal vez porque estaba haciendo el equipaje para ir al entierro de su padre…
A esta hora la pequeña condesa debía de estar borracha, pero no por eso dejaría de tornar el tren de la noche. Le bastaba, cada vez que se sentía desfallecer, con tomarse un trago más para encontrarse bien. Hasta que cayera.
—Parece como si tuviera usted alguna idea, jefe…
—¿Yo?
Se encogió de hombros, como hombre desilusionado. Y, a su vez, preguntó:
—¿Estás muy cansado?
—No mucho.
—En ese caso, vayamos los dos a cenar, tranquilamente, a la Brasserie Dauphine…
Allí no encontraron ni la clientela del George V ni la de los aviones, Montecarlo o Lausanne. Un pesado olor a cocina, como en las posadas campestres. La madre, con sus cazuelas; el padre, detrás del mostrador de cinc; la hija, ayudando al mozo a servir.
—¿Y qué?
—Pues que quiero volver a empezar, como si no supiese nada, como si no conociese a nadie…
—¿Voy con usted?
—No hace falta… Para esto, prefiero estar solo…
Lucas sabía lo que significaba. Maigret iría a merodear por el George V, mustio, dando chupaditas a la pipa, echando ojeadas a derecha e izquierda, sentándose aquí o allá y levantándose casi en seguida como si no supiese que hacer con su corpachón.
Nadie, ni siquiera él, podía decir cuánto duraría esto, y por el momento no resultaba nada agradable.
Alguien que lo vio así un día había hecho la observación, poco respetuosa:
—¡Tiene el aspecto de un animal enfermo!