Donde Maigret encuentra, por fin, a alguien que no tiene dinero y está preocupado
Durmió mal, sin perder por completo la noción del lugar en que se encontraba, del hotel con sus doscientas ventanas abiertas, de los candelabros encuadrando el jardín con césped azulado, del casino anticuado como las viejas señoras, con toilettes de otras épocas, que había visto entrar en él después de la cena, del mar perezoso que, cada doce segundos, lo había contado y recontado, como otros cuentan corderos, dejaba caer una franja chorreante sobre las rocas de la orilla.
Los autos se paraban y volvían a marcharse, haciendo maniobras complicadas. Las portezuelas golpeaban. Se oían las voces tan netamente que se tenía la impresión de ser indiscreto, y había, además, vehículos ruidosos que traían jugadores a montones y se llevaban a otros, y, también, la música, enfrente, en la terraza del Café de París.
Cuando, milagrosamente, se establecía un corto silencio, se descubría en segundo plano, como la flauta en una orquesta, el ruido ligero, anacrónico, de un coche de caballos.
Había dejado abierta la ventana porque tenía calor. Pero como no había traído equipaje y se había acostado sin pijama, tuvo frío y fue a cerrar la ventana, con una mirada displicente para las luces del Sporting, allá en el extremo de la playa, donde Joseph Van Meulen, «papá», como decía la pequeña condesa, presidía una mesa de veinte cubiertos. Como su humor no era el mismo, las gentes se le aparecían bajo una luz diferente y no se perdonaba ahora haber estado escuchando al financiero belga como un niño bueno, sin atreverse a interrumpirlo.
¿No se habría sentido halagado, en el fondo, al ver que un hombre tan acomodado lo trataba con amistosa familiaridad? Al contrario que John T. Arnold, el pequeño inglés suficiente, irritante, Van Meulen no había parecido querer darle una lección sobre las costumbres de un cierto ambiente, y fue él quien pareció conmovido porque Maigret, en persona, se hubiese desplazado.
—Usted sí que me comprende —parecía decir en todo momento.
¿No se habrían burlado de él? Papá… La pequeña condesa… David… Y todos esos nombres que empleaban los unos y los otros, sin molestarse en precisar, como si el mundo entero tuviera que estar al corriente…
Se adormecía un poco, se volvía pesadamente, volvía a ver, de pronto, al otro, al coronel, desnudo en el baño, y luego al belga, desnudo también, a quien el masajista con cabeza de boxeador amasaba.
¿No estarían todos ellos demasiado civilizados para estar por encima de toda sospecha?
—Cualquier hombre es capaz de matar, a condición de que tenga un interés suficiente y esté más o menos seguro de no ser descubierto…
Van Meulen, sin embargo, no pensaba que la pasión fuese un interés suficiente. ¿No había dejado entrever, con delicadeza, que para algunos la pasión es casi inimaginable?
«… A nuestra edad… Una mujer joven, agradable, con clase…»
Su pequeña condesa llamó al médico, gimoteó, se dejó transportar al hospital y luego telefoneó, primero, dentro de París, tratando de reunirse con su primer marido y amante intermitente, y luego, al buen papá Van Meulen.
Sabía que Ward había muerto. Había visto su cadáver. La pobrecilla no sabía a qué santo encomendarse.
¿Llamar a la Policía? Ni hablar. Tenía los nervios deshechos. ¿Y cómo podía la Policía, con sus zapatones y sus mentes limitadas, comprender las historias de su mundo?
—Coge el avión, pequeña. Ven a verme y te aconsejaré…
Durante este tiempo, el otro, John T. Arnold, llegaba al George V y se prodigaba en recomendaciones, en matices apenas velados.
—¡Atención! No ponga sobre aviso a la Prensa. Actúe con precaución. Este asunto es dinamita. Intereses muy importantes están en juego. El mundo entero se conmoverá.
Fue él, sin embargo, quien telefoneó a los attorneys de Londres para que acudiesen, sin duda para ayudarle a disimular el asunto.
Van Meulen, tranquilamente, como si fuese la cosa más natural, la más regular, mandó a la condesa Paverini a descansar en Lausanne.
No era una fuga, no. Ella no trataba de escaparse de la Policía.
—Comprenda usted, allí tiene ella relaciones…, se evitará el asalto de los periodistas, la barahúnda que envuelve una encuesta…
Así es que Maigret fue el que tuvo que molestarse, tomar el avión de nuevo…
A Maigret no le gustaba la demagogia. Su juicio sobre las personas no dependía de sus fortunas, tuviesen mucho o poco dinero. Tenía empeño en conservar su sangre fría, pero no podía evitar estar irritado por cientos de detalles.
Oyó volver a los invitados a la famosa gala, que hablaban en voz alta fuera, y luego en sus apartamentos, abriendo los grifos, tirando de la cadena.
Fue el primero en levantarse, a las seis de la mañana, y se afeitó con la maquinilla barata que mandó comprar, a la par que un cepillo de dientes, al botones. Le costó más de media hora conseguir una taza de café. Cuando atravesó el hall vio que lo estaban limpiando, y cuando pidió la cuenta al encargado descolorido de la recepción, éste le contestó:
—Míster Van Meulen ha dejado instrucciones…
—Míster Van Meulen no tiene por qué dar instrucciones…
Tenía empeño en pagar. Ante la puerta esperaba el Rolls del financiero belga, teniendo el chófer la portezuela abierta.
—Míster Van Meulen me ha encargado que le lleve al aeropuerto…
Se subió, a pesar de todo, al coche, porque nunca había ido dentro de un Rolls. Tenía tiempo de sobra. Compró periódicos. El de Niza reproducía en la primera página, su fotografía, en compañía de Van Meulen ante el ascensor.
Como pie: «El comisario Maigret, saliendo de una conferencia con el multimillonario Van Meulen». ¡Una conferencia!
Los diarios de París decían, en grandes titulares: Un multimillonario inglés es encontrado muerto en la bañera. Ponían lo de multimillonario en todas partes. ¿Crimen o accidente?
Los periodistas no debían de haberse levantado todavía, porque, en el momento de emprender el vuelo, lo dejaron en paz. Se puso el cinturón, miró vagamente por la ventanilla el mar que se alejaba, y las casitas blancas con techos rojos, diseminadas por el verde oscuro de la montaña.
—¿Café o té?
Tenía aspecto enfurruñado. La azafata, que se desvivía, no recibió ni una sonrisa, y cuando, bajo un cielo sin nubes, descubrió los Alpes debajo de él, con grandes zonas nevadas, no quiso confesarse que era un espectáculo magnífico.
Bien es verdad que antes de diez minutos entraron en una ligera neblina que volaba a lo largo del avión y que no tardó en transformarse en vapor opaco, como el que se ve en las estaciones al salir, silbando, las locomotoras.
En Ginebra llovía. No empezaba a llover. Llovía desde hacía tiempo, era algo que se veía, hacía frío y todo el mundo llevaba impermeable.
Apenas hubo puesto el pie en la escalerilla, los flashes estallaron. Los periodistas no estuvieron cuando marchó, pero le esperaban a su llegada, siete u ocho, con sus carnets y sus preguntas.
—No tengo nada que decir…
—¿Va usted a Lausanne?
—No lo sé.
Los apartaba ayudado, muy amablemente, por un representante de la Swissair, que, evitándole las formalidades y las colas, lo conducía a través de los corredores del aeropuerto.
—¿Tiene usted coche? ¿Va a tomar el tren para Lausanne?
—Creo que cogeré un taxi.
—Le busco uno.
Dos coches siguieron al suyo, repletos de reporteros y fotógrafos. Todavía gruñón, trató de dormitar en un rincón, echando una mirada vaga, de cuando en cuando, a las viñas mojadas, a los repliegues del lago gris que se entreveían entre los árboles.
Lo que le causaba más enfado era la impresión de que habían, en cierto modo, decidido sus acciones y sus gestos. No se iba a Lausanne porque se le había ocurrido a él, sino porque le habían trazado un camino que llevaba hasta allí, por las buenas o por las malas.
Su taxi se paró ante las columnas del Lausanne-Palace. Los fotógrafos le ametrallaron. Le hicieron preguntas. El portero le ayudó a abrirse camino.
En el interior encontró el mismo ambiente que en el George V o en el hotel de París, lo que hace suponer que las gentes que viajan desean no cambiar de decorado. Tal vez aquí era todo más serio, más pesado, con un conserje con levita negra discretamente realzada en oro. Hablaba cinco o seis idiomas, como los otros, y la única diferencia es que, en francés, se le notaba cierto acento alemán.
—¿La princesa Paverini está aquí?
—Sí, señor comisario. En el 204, como de costumbre.
En los sillones del hall esperaba, sabe Dios qué, una familia de asiáticos, la mujer con sari dorado y tres niños con grandes ojos oscuros, que miraban a todas partes con curiosidad.
Eran apenas las diez de la mañana.
—Supongo que no se ha levantado aún.
—Hace una media hora que ha pedido su desayuno. ¿Quiere usted que le avise que ha llegado? Creo que lo espera.
—¿Sabe usted si ha llamado o ha tenido alguna llamada telefónica?
—Sería mejor que se dirigiese usted a la telefonista… Hans… Conduce al señor comisario hasta la centralita.
Estaba al final del pasillo, después de la recepción. Tres mujeres, una al lado de la otra, manejaban las clavijas.
—¿Puede usted decirme…?
—Un momento…
Y, en inglés:
—Al habla Bangkok, señor…
—¿Puede usted decirme si la condesa Paverini ha telefoneado o ha recibido llamadas telefónicas desde su llegada?
Tenían unas listas delante de ellas.
—A la una de la madrugada tuvo una llamada desde Montecarlo…
Sin duda Van Meulen, papá, que entre dos bailes, en el Sporting, o más probablemente entre dos bancos, se había molestado en ir a pedir noticias.
—Esta mañana telefoneó a París…
—¿A qué número?
—Al de la garconnière de Marco, calle de l’Étoile.
—¿Le contestaron?
—No. Dejó un mensaje para que la llamase…
—¿Algo más?
—Hace unos diez minutos pidió de nuevo Montecarlo.
—¿Lo consiguió?
—Sí. Dos veces tres minutos…
—¿Quiere usted anunciarme?
—Con mucho gusto, monsieur Maigret.
Resultaba estúpido. A fuerza de oír hablar de ella, estaba un poco impresionado y eso le humillaba. En el ascensor se sentía con el mismo estado de ánimo de un muchacho que va a ver, por primera vez, en carne y hueso a una actriz célebre.
—Por aquí…
El botones llamó a una puerta. Una voz contestó «pase». Le abrieron el batiente y Maigret se encontró en un salón cuyas dos ventanas daban al lago.
No había nadie. Una voz le llegó desde la habitación contigua, cuya puerta estaba entreabierta.
—Siéntese, señor comisario. En seguida estoy con usted… Sobre una bandeja, huevos con bacon que apenas había probado, panecillos, un croissant desmigajado. Le pareció percibir el ruido de una botella que se descorcha… Por fin, un fru-fru de sedas.
—Discúlpeme…
Como el hombre que sorprende a una actriz en su intimidad, estaba desorientado, decepcionado. Ante él se encontraba una personita muy vulgar, apenas maquillada, con la tez pálida y los ojos cansados, que le tendía una mano húmeda y temblorosa.
—Siéntese, por favor…
Por la puerta entreabierta pudo ver la cama deshecha, las cosas en desorden y un frasco de medicina sobre la mesilla de noche.
Se sentó frente a él, cruzó sobre sus piernas los pliegues de su bata de seda color crema, que dejaba transparentar el camisón.
—Siento haberle causado tanto trastorno… Representaba muy bien los treinta y nueve años, e incluso algo más, en ese momento. Un cerco profundo, azulado, rodeaba sus ojos, y una arruga muy fina se hundía a cada lado de la nariz.
No representaba la comedia del cansancio. Estaba realmente agotada, extenuada, a punto de llorar, podría jurarse. Ella lo miraba sin saber qué decir, cuando sonó el teléfono.
—¿Me permite?
—Naturalmente.
—Allô! Sí, soy yo… Póngame con ella… Sí, Anne… Ha sido muy amable de su parte llamarme… Gracias… Sí… Sí… No sé todavía… Tengo visita en este momento… No. No me pida que salga… Sí… Diga a su alteza… Gracias… Hasta pronto…
Unas diminutas gotas de sudor brillaban sobre su labio superior y, mientras hablaba, Maigret percibía olor a alcohol.
—¿Me guarda rencor?
No hacía comedia, pues parecía demasiado abatida para tener el valor de representar un papel.
—Es tan espantoso, tan inesperado… Y justamente el día en que…
—¿En qué pensaba usted anunciar al coronel Ward que lo abandonaba? ¿Es eso lo que quería usted decir? Dijo que sí con la cabeza.
—Yo creo que Jef…, creo que Van Meulen se lo ha contado todo, ¿verdad? Me pregunto qué puedo contarle de nuevo… ¿Me va a llevar usted a París…?
—¿La asustaría?
—No sé… Él me recomendó seguirle si usted lo decide así. Hago todo lo que me dice… Es un hombre tan inteligente y tan bueno, tan superior… Se diría que lo sabe todo, lo prevé todo…
—No previó la muerte de su amigo…
—Pero sí previó que yo volvería con Marco…
—¿Está convenido entre Marco y usted? Yo creía que cuando se encontraron ustedes cara a cara en el cabaret, su primer marido iba acompañado de una joven holandesa y usted no le habló…
—Es verdad… De todos modos, he decidido… Sus manos nerviosas, más envejecidas que su rostro, no se estaban quietas, y sus dedos se apretaban, dejando manchas blancas en la unión de las falanges.
—¿Cómo quiere usted que le explique esto, si no lo sé ni yo misma? Todo iba bien. Yo me creía curada. David y yo esperábamos que estuvieran firmados los últimos papeles para casarnos… David era un hombre del estilo de Van Meulen, no enteramente igual, pero por el estilo…
—¿Qué entiende usted por eso?
—Con papá tengo la impresión de que me dice todo lo que piensa… No todo, necesariamente, por no fatigarme con detalles… Me siento en contacto directo, ¿comprende…? David me miraba vivir con sus grandes ojos en los que había siempre una lucecita divertida… Tai vez no fuera de mí de quien se burlara, sino de él… Era como un gran gato muy astuto, muy filósofo…
Repitió:
—¿Comprende usted?
—Al principio de la noche, cuando fue usted a cenar con el coronel, ¿tenía usted la intención de terminar con él?
Reflexionó un instante:
—No.
Luego rectificó:
—Aunque me imaginaba que acabaría por ocurrir algún día…
—¿Por qué?
—Porque no era mi primera experiencia. Yo no quería volver con Marco porque sabía…
Se mordió los labios.
—¿Qué es lo que sabía?
—Que sería vuelta a empezar… Él no tiene dinero y yo tampoco.
Se lanzó, de pronto, sobre esta nueva idea, hablando al modo rápido y entrecortado de las intoxicadas.
—No tengo dinero, ¿sabe? No poseo nada. Si Van Meulen no hubiese enviado dinero al Banco, esta mañana, el cheque que firmé en el aeropuerto hubiera quedado al descubierto. Tuvo que darme ayer para poder venirme aquí. Soy muy pobre…
—Sus alhajas…
—Las alhajas, sí… Y mi visón… ¡Y nada más…!
—Pero ¿y el coronel?
Suspiró, desesperando de hacerse entender.
—Las cosas no ocurrían como usted cree… Él pagaba mi apartamento, mis facturas, mis viajes… Pero nunca tenía yo dinero en el bolso… Mientras estaba con él no lo necesitaba…
—Pero una vez casada…
—Hubiese sido lo mismo…
—Pasaba una pensión a sus otras tres mujeres…
—Luego… Una vez que las había abandonado…
Hizo la pregunta crudamente:
—¿Actuaba así para evitar que diese usted dinero a Marco?
Ella lo miró fijamente.
—No creo. No se me había ocurrido. David tampoco llevaba nunca dinero en el bolsillo. Era Arnold quien pagaba las facturas a fin de mes. Pero ahora tengo cuarenta años y…
Miraba todo a su alrededor como si tuviera que abandonarlo. Las arrugas, junto a las aletas de la nariz, se hundían, amarillentas. Dudaba si levantarse.
—¿Me permite un instante?
Entró rápidamente en la habitación, cuya puerta cerró, y cuando volvió Maigret recibió una nueva tufarada de alcohol.
—¿Qué es lo que ha ido usted a beber?
—Un trago de whisky, puesto que le interesa saberlo. No me tengo en pie. A veces me paso semanas enteras sin beber…
—¿Salvo champaña?
—Salvo una copa de champaña de cuando en cuando, sí… Pero cuando estoy en el estado en que me encuentro ahora, necesito…
Hubiera jurado que ella había bebido de la botella ávidamente, como ciertos drogadictos se pinchan a través de la ropa para abreviar.
Sus ojos se volvieron más brillantes, su charla más voluble.
—Le aseguro que no había decidido nada. Vi a Marco con esa mujer y recibí un golpe…
—¿La conoce usted?
—Sí… Es una divorciada, y su marido, que se ocupa de transportes marítimos, estaba en relación con David para cuestión de negocios…
Esas gentes se conocían, se volvían a encontrar alrededor de las mesas de los consejos de administración, en las playas, en los cabarets, y las mismas mujeres, al parecer, pasaban de la cama de uno a la cama de otro con perfecta naturalidad.
—Yo sabía que ella y Marco habían tenido relaciones en Deauville… Incluso me habían dicho que ella estaba decidida a casarse con él, pero no lo creí… Ella es muy rica y él no tiene nada…
—¿Se ha propuesto impedir esa boda?
Sus labios se volvieron más finos, más duros.
—Sí…
—¿Usted cree que Marco se deja querer?
Sus pupilas se mojaron, pero ella se resistía a llorar.
—No lo sé… No lo he pensado… Los espié a los dos…
Pasaba, a propósito, muy derecho cuando bailaba, sin dirigirme una mirada…
—¿De modo que, lógicamente, es Marco quien debió ser asesinado?
—¿Qué quiere usted decir?
—¿Nunca ha tenido la idea de matarlo? ¿No lo ha amenazado alguna vez?
—¿Cómo lo sabe usted?
—¿Él no la ha creído capaz?
—Se lo ha dicho Van Meulen, ¿verdad?
—No.
—No es tan sencillo… Ya habíamos bebido al cenar… En el Monseigneur, yo vacié una botella de champaña y creo que bebí dos o tres veces en el vaso de whisky de David… Dudaba si armar un escándalo, yendo a arrancar a Marco de los brazos de aquella mujer horriblemente gorda y con una tez sonrosada de niño pequeño… David insistió en que nos fuéramos… Acabé por seguirle… En el coche no despegué los labios… Consideraba la posibilidad de salir del hotel algo más tarde y volver al cabaret para… No sé para qué… No me pida que precise… David debió de adivinarlo… Fue él quien propuso que tomáramos una última copa en mi apartamento…
—¿Por qué en el suyo?
Le sorprendió la pregunta y repitió, atónita:
—¿Por qué?
Buscaba la respuesta como para sí misma.
—Era siempre David el que venía… Me parece que no le gustaba que… Le gustaba mantener a salvo su intimidad…
—¿Le anunció usted su intención de abandonarlo?
—Le dije todo lo que pensaba, que sólo era una perra, que nunca sería feliz sin Marco, que éste no tenía más que aparecer…
—¿Qué le respondió?
—Bebía apaciblemente su whisky, mirándome con sus grandes ojos maliciosos…
—»“¿Y el dinero?” —acabó por objetar—. ¿Ya sabe usted que Marco…?».
—¿Le hablaba de usted?
—No tuteaba a nadie.
—¿La observación a propósito de Marco era cierta?
—Marco se ha creado grandes necesidades…
—¿Nunca se le ha ocurrido trabajar? Lo miró fijamente, atónita, como si semejante pregunta revelase una ingenuidad inconmensurable.
—¿Qué haría…? Acabé por desnudarme…
—¿Ocurrió algo entre David y usted? Nueva mirada de sorpresa.
—No ocurría nunca nada…, usted no comprende… David también había bebido mucho, como todas las noches antes de acostarse…
—¿La tercera parte de una botella?
—No del todo… Ya sé por qué me pregunta usted eso. Fui yo quien, una vez que se hubo marchado, y no encontrándome bien, tomé un poco de whisky… Tenía ganas de aplastarme contra mi lecho y no pensar ya más… Intenté dormir… Después me dije que no tenía arreglo lo de Marco, que nunca lo tendría, y que lo mejor que podía hacer era morirme…
—¿Cuántos comprimidos tomó?
—No sé… El hueco de mi mano lleno… Me sentí mejor… Lloré suavemente y me empecé a dormir… Después me imaginé el entierro, el cementerio, el… Me quise liberar… Tuve miedo de que fuese demasiado tarde, de ser incapaz de llamar… Ya no podía gritar… Los timbres me parecían muy lejanos… Mi brazo era muy pesado… Ya sabe, como en los sueños, cuando se quiere huir y las piernas se niegan a correr… Tuve que llegar hasta el timbre, puesto que alguien vino…
Se interrumpió al ver que el rostro de Maigret se volvía frío y duro.
—¿Por qué me mira así?
—¿Por qué miente usted?
Estuvo a punto de dejarse enredar.
—¿En qué momento fue usted a la habitación del coronel?
—Es verdad… Se me había olvidado…
—¿Se le había olvidado que había ido…?
Movía la cabeza, llorando a mares.
—No sea duro conmigo… Le juro que no tenía intención de mentirle… La prueba es que dije la verdad a Jef Van Meulen… Solamente cuando recobré el sentido en la clínica y me invadió el pánico, decidí lo primero hacer ver que ignoraba lo que había ocurrido… Estaba segura de que no me creerían, de que sospecharían que yo había matado a David… Y ahora, al hablarle, olvidé que Van Meulen me aconsejó no ocultarle a usted nada…
—¿Cuánto tiempo después de la marcha del coronel fue usted a su apartamento?
—¿Me creerá usted?
—¡Depende!
—¡Ya ve usted! Siempre me ocurre lo mismo… Hago lo que puedo… No tengo nada que ocultar… Sólo que la cabeza acaba por darme vueltas y ya no sé por dónde voy… ¿Me permite que vaya a beber un trago, sólo un trago…? Le prometo no emborracharme… ¡No puedo más, comisario…!
La dejó, con cierto deseo de pedirle una copa también.
—Fue antes de tomarme los comprimidos… No había decidido morir todavía, pero había bebido ya el whisky… Estaba borracha, enferma… Me arrepentí de lo que le había dicho a David… La vida, de pronto, me asustó… Me vi vieja, sola, incapaz de ganarme el sustento, puesto que nunca he sabido hacer nada… David era mi última oportunidad… Cuando abandoné a Van Meulen era aún joven… La prueba es que…
—Que después encontró usted al coronel…
Pareció sorprendida, herida por su agresividad.
—Piense de mí lo que quiera. Yo, por lo menos, sé que se equivoca. Tuve miedo de que David me dejara… Fui en camisón, sin una bata siquiera por encima, hasta su apartamento, y encontré la puerta entreabierta…
—Le he preguntado que cuánto tiempo había pasado desde el momento en que él la dejó…
—No sé… Recuerdo que fumé varios pitillos… Debieron de encontrarlos en el cenicero… David sólo fumaba cigarros…
—¿No vio usted a nadie en el apartamento?
—Sólo a él… Estuve a punto de gritar… No estoy segura de no haberlo hecho…
—¿Estaba muerto?
Lo miró con los ojos muy abiertos, como si semejante idea le viniese por primera vez a la mente.
—Estaba… Creo… En todo caso, creí que sí y me escapé…
—¿No se encontró usted a nadie por el pasillo?
—No… Pero ¡espere! Oí subir el ascensor… Estoy segura, porque me puse a correr…
—¿Bebió usted otra vez?
—Quizá… Maquinalmente… Entonces, acobardada, tomé los comprimidos… Ya le he contado el resto… ¿Puedo…? Sin duda iba a pedirle otra vez permiso para beber un sorbo de whisky, pero el teléfono sonó y ella alargó un brazo inseguro.
—Allô!… Allô!… Sí, está aquí, sí…
Resultaba sedante, refrescante, oír la voz tranquila de Lucas, una voz normal, e imaginarlo sentado delante de su mesa en el Quai des Orfèvres.
—¿Es usted, jefe?
—Iba a llamarte un poco más tarde.
—Me lo figuraba, pero me ha parecido mejor ponerle en seguida al corriente. Marco Paverini está aquí.
—¿Lo han encontrado?
—No lo hemos encontrado nosotros. Ha venido él, por propia voluntad. Llegó hará unos veinte minutos, descansado y ligero, muy desahogado. Preguntó si estaba usted y, al decirle que no, pidió hablar con uno de sus colaboradores. Lo recibí yo. De momento, lo he dejado con Janvier en su despacho.
—¿Qué dice?
—Que se ha enterado de toda esta historia por los periódicos.
—¿Ayer tarde?
—Esta mañana. No estaba en París, sino con unos amigos que tienen una château en la Nièvre y que estuvieron de cacería…
—¿Le acompañaba la holandesa?
—¿A la caza? Sí. Se marcharon juntos en su coche. Me asegura que van a casarse. Ella se llama Anna de Groot y está divorciada…
—Ya lo sé… Continúa…
Hundida en su sillón, la pequeña condesa le escuchaba, mordisqueándose las uñas, cuya laca estaba medio saltada…
—Le he pedido cuenta de su tiempo durante la noche precedente…
—¿Y qué?
—Estuvo en un cabaret, el Monseigneur…
—Ya sé…
—Con Anna de Groot…
—También lo sé…
—Vio al coronel acompañado de su ex mujer…
—¿Y luego?
—Acompañó a la holandesa a su domicilio.
—¿Dónde?
—En el George V, donde ocupa un apartamento en el piso cuarto…
—¿Qué hora era?
—Según él, alrededor de las tres y media, tal vez las cuatro. He mandado a uno a verificar, pero aún no tengo la contestación… Se acostaron, y él no se ha levantado hasta las diez de la mañana… Asegura que hace más de una semana que fueron invitados a esa cacería en el château de un banquero de la calle Auber… Marco Paverini abandonó el George V y se marchó a su casa para coger una maleta… Dejó esperando al taxi delante de la puerta… Volvió al George V y, hacia las once y media, la pareja se puso en camino en el Jaguar de Anna de Groot… Esta mañana, en el momento de salir a cazar, recorrió maquinalmente los periódicos en el hall del château y vino en seguida hacia París, aún con el atuendo de cazador…
—¿Le acompañó la holandesa?
—Se quedo allá. Lapointe ha telefoneado al château para controlarla, y un mayordomo le ha contestado que estaba en la cacería…
—¿Qué efecto te ha hecho?
—Está contento y parece sincero. Es un muchacho alto, más bien simpático…
¡Caramba! Todos eran simpáticos…
—¿Qué hago con él?
—Envía a Lapointe al George V. Que averigüe minuciosamente las idas y venidas de esa noche, interrogue al personal nocturno…
—Tendrá que ir a casa de cada uno, puesto que no están de servicio durante el día.
—Que vaya… En cuanto a…
Prefirió no pronunciar el nombre ante la mujer que lo devoraba con los ojos.
—En cuanto a tu visitante, no puedes hacer otra cosa, dado el punto a que hemos llegado, que dejarlo marchar… Recomiéndale que no se vaya de París… Pon a alguien… Sí… Sí… ¡La rutina, claro…! Te volveré a llamar más tarde… No estoy solo…
Por qué preguntó en el último momento:
—¿Qué tiempo hace por ahí?
—Fresquito, con un sol un poco agrio…
Cuando colgó, la pequeña condesa murmuró:
—¿Era él?
—¿Quién?
—Marco… Hablaba usted de él, ¿verdad…?
—¿Está usted segura de no habérselo encontrado por los pasillos del George V o en el apartamento del coronel?
Saltó de su sillón, tan sobreexcitada, que era de temer un ataque de nervios…
—¡Me lo temía! —chilló con el rostro desfigurado—. Estaba allí con ella, ¿verdad?, encima justo de mi cabeza… Sí… Ya sé… Ella se hospeda siempre en el George V… Me he informado de cuál era su apartamento… Estaban allí los dos, en la cama…
Parecía enloquecida por la ira, por la rabia.
—Estaban allí riéndose, haciéndose el amor, mientras que yo…
—¿No piensa usted, más bien, que Marco estaba…?
—¿Estaba qué…?
—¿Tal vez manteniendo la cabeza del coronel bajo el agua?
Le parecía increíble. Su cuerpo palpitaba bajo su bata transparente y, de pronto, se lanzó contra Maigret, golpeando con los puños cerrados.
—¿Está usted loco…? ¿Está usted loco…? ¿Se atreve usted…? ¡Es usted un monstruo…! Usted…
Se sentía ridículo en este apartamento de hotel, tratando de sujetar por las muñecas a una furia, cuya ira duplicaba su energía.
Con la corbata fuera de su sitio, despeinado y la respiración un poco jadeante, acababa de lograr inmovilizarla cuando llamaron a la puerta.