Capítulo IV

Donde Maigret se encuentra con otro multimillonario, tan desnudo como el coronel, pero vivo

Aquí tampoco tenían ganas de hacer publicidad en presencia de la Policía. Al entrar en el hall Maigret reconoció al conserje, a quien había telefoneado desde el aeropuerto y con quien, se daba cuenta al verlo, había tenido relación varias veces cuando el hombre trabajaba en un palacio de los Champs-Elysées. En aquella época no tenía aún aire de superioridad, ni llevaba levita, sino que, simple botones, esperaba la llamada de los clientes para acudir.

En el hall había todavía personas con atuendos playeros al mismo tiempo que se veían ya hombres con smoking y, delante de Maigret, una mujer gruesa, casi desnuda, con la espalda escarlata y un pequeño perro en brazos, difundía un fuerte olor de aceite bronceador.

En lugar de llamar a Maigret por su nombre —y con mayor razón no lo llamó comisario— el conserje le dirigió un guiño de complicidad, diciendo:

—Un momento… Ya me he ocupado de ello…

Luego descolgó el teléfono.

Allô!… ¿Monsieur Jean?

Los aparatos de aquí debían de ser especialmente sensibles porque el conserje hablaba casi en voz baja.

—La persona de la cual le hablé ha llegado… ¿La hago subir?… Comprendido…

A Maigret:

—El secretario de monsieur Van Meulen le espera a usted en la puerta del ascensor, en el quinto piso, y él le conducirá…

Era como si le hicieran un favor. Un hombre joven, muy peripuesto, esperaba, efectivamente, en el pasillo.

—Monsieur Van Meulen me ruega le disculpe por recibirle durante su masaje, pero tiene que salir casi en seguida. Me ha encargado que le diga que está encantado de poder conocerle en carne y hueso, porque ha seguido con mucho interés algunos de sus casos…

Resultaba curioso, ¿no? ¿Por qué no se lo decía el mismo financiero belga, puesto que iban a verse dentro de un momento cara a cara?

Condujo a Maigret hasta un apartamento que se parecía tanto al del George V, con el mismo mobiliario y disposición de piezas idéntica, que el comisario podría creerse todavía en París si no hubiese visto por las ventanas el puerto y los yates.

—El comisario Maigret… —anunció monsieur Jean, abriendo la puerta de la habitación.

—Entre, comisario, y siéntese confortablemente —le dijo un hombre acostado boca abajo, desnudo como un gusano, a quien amasaba un masajista, de pantalón blanco y chaleco que descubría sus enormes bíceps—. Esperaba una visita de este estilo, pero pensaba que se contentaría con mandarme un inspector de los de aquí. Que se haya molestado usted en persona…

No acabó su pensamiento. Era el segundo multimillonario que Maigret se encontraba en el mismo día y estaba tan desnudo como el primero, lo que no parecía apurarle en absoluto.

En las fotografías encontradas en la caja de galletas muchas personas estaban apenas vestidas, como si, a partir de cierta escala social, la noción del pudor se hiciese diferente.

El hombre debía de ser muy alto, todo músculo, totalmente tostado por el sol, salvo una estrecha banda de piel que el slip había mantenido al abrigo del sol y que resultaba de un blanco molesto. El comisario no veía la cara, hundida en la almohada, pero el cráneo, también bronceado, era calvo y liso.

Sin preocuparse de la presencia del masajista que, a sus ojos, no debía de tener la menor importancia, el belga continuó:

—Yo sabía, por supuesto, que usted encontraría la pista de Louise y he sido yo quien, esta mañana, por teléfono, le he aconsejado que no intentara esconderse. Fíjese que yo todavía no sabía lo que había ocurrido. Ella no se atrevía a darme detalles por teléfono. Además, se encontraba en un estado tal… ¿La conoce usted?

—No.

—Es una criatura extraña, una de las mujeres más curiosas y atrayentes que existen… ¿Ha terminado, Bob?

—Todavía un minuto, señor.

El masajista debía de haber sido boxeador, porque tenía la nariz rota y las orejas aplastadas. Sus antebrazos y el dorso de sus manos estaban cubiertos de un vello muy negro impregnado de sudor.

—Supongo que estará usted en contacto con París. ¿Cuáles son las últimas noticias?

El hombre hablaba con naturalidad y aspecto tranquilo.

—La encuesta acaba de empezar —contestó Maigret, prudente.

—No se trata de la encuesta. ¿Los periódicos? ¿Han publicado la noticia?

—No, que yo sepa.

—Me extrañaría que uno de los Philps al menos, el más joven sin duda, no haya tomado ya el avión hacia París.

—¿Quién los habría advertido?

—Arnold, parbleu. Y en cuanto las mujeres estén al corriente…

—¿Alude usted a las antiguas esposas del coronel?

—Son las primeras interesadas, ¿no? Ignoro dónde está Dorothy, pero Alice debe de estar en París, y Muriel, que vive en Lausanne, saltará al primer avión… Ya basta, Bob… Gracias… Mañana a la misma hora… ¡No! Tengo una cita… ¿Pongamos a las cuatro?…

El masajista le había puesto un empapador amarillo sobre la mitad de su cuerpo y Van Meulen se levantaba lentamente, haciéndose un taparrabo con él. De pie, muy alto en efecto, poderoso, musculado, en perfectas condiciones físicas para un hombre de sesenta y cinco, tal vez de sesenta y seis años, examinaba al comisario con una curiosidad que no trataba de ocultar.

—Esto me agrada… —dijo, sin explicar nada más—. ¿No le molesta que me vista delante de usted? No tengo más remedio, porque tengo una mesa de veinte personas en la gala de esta noche. Voy a darme una ducha…

Entró en el cuarto de baño, donde se oyó correr el agua. El masajista colocó sus cosas en un maletín, se puso la chaqueta de color y se fue después de haber dirigido, él también, una mirada curiosa a Maigret.

Van Meulen volvía ya, envuelto en un albornoz, con gotas de agua por la cara y la cabeza. Su smoking, su camisa de seda blanca, calcetines, zapatos, todo lo que tenía que llevar estaba aislado en un ingenioso perchero que Maigret veía por primera vez.

—David era un viejo amigo, un compinche podríamos decir, puesto que nos conocíamos desde hace más de treinta años…; espere…, treinta y ocho años exactamente, y hemos ido a medias en bastantes asuntos… Me ha impresionado mucho la noticia de su muerte, sobre todo de una muerte como ésta…

Lo que sorprendía era su naturalidad, una naturalidad tan total que Maigret no recordaba haberse encontrado con nada parecido en su vida. Iba y venía, se ocupaba de su arreglo y se hubiera dicho que estaba solo y se hablaba a sí mismo.

Era éste el hombre a quien la pequeña condesa llamaba «papá» y el comisario empezaba a comprender por qué. Se le sentía sólido. Se podía uno apoyar sobre él. El joven secretario estaba en la pieza vecina, desde donde telefoneaba. Un mozo, a quien nadie había llamado, trajo un vaso empañado que contenía un líquido claro, un Martini probablemente, sobre una bandeja de plata. Debía de ser la hora y esto formaría seguramente parte de una serie de costumbres.

—Gracias, Ludo. ¿Puedo ofrecerle algo, Maigret?

No dijo comisario, ni señor, y no resultaba chocante.

Era, incluso, diríamos, una manera de ponerse los dos sobre un mismo plano.

—Tomaré lo mismo que usted.

—¿Muy seco?

Maigret dijo que sí con la cabeza. Su interlocutor se había puesto ya el pantalón, el chaleco y los calcetines de seda negra. Buscaba a su alrededor el calzador para ponerse los zapatos de charol.

—¿No la ha visto usted nunca?

—¿Habla usted de la condesa Paverini?

—Louise, sí… Si usted no la conoce todavía, le costará trabajo comprender… Tiene usted experiencia con los hombres, lo sé, pero me pregunto si puede usted comprender también a las mujeres… ¿Tiene usted la intención de ir a Lausanne?

No acababa, no intentaba hacer creer que la condesa estaba en otra parte.

—Habrá tenido tiempo de calmarse un poco… Esta mañana, cuando me llamó desde la clínica, me habló de una manera tan incoherente que le aconsejé que tomase el primer avión para venir a verme…

—Fue su mujer, ¿verdad?

—Durante dos años y medio. Quedamos como buenos amigos. ¿Por qué razón nos íbamos a disgustar? Ha sido un milagro que la enfermera del George V tuviera la idea de poner algunos trajes y el bolso de Louise en la ambulancia, porque, de otro modo, no hubiese podido abandonar la clínica… No había dinero en el bolso, sólo monedas sueltas… Se vio obligada, en Orly, a pagar el taxi con un cheque, lo que no resultó fácil… En resumen, la mandé a buscar al aeropuerto y hemos tomado algo en Niza, donde ella me ha contado la historia…

Maigret evitaba hacer preguntas, prefiriendo dejar hablar a sus anchas a su interlocutor.

—Supongo que no la considera sospechosa de haber matado a David.

Como no recibía contestación, Van Meulen se ensombreció.

—Sería una falta grave, Maigret, se lo digo como amigo. Y, antes de nada, permítame una pregunta. ¿Hay seguridad de que alguien haya mantenido la cabeza de David debajo del agua?…

—¿Quién le ha puesto al corriente?

—Louise, naturalmente.

—¿De modo que lo ha visto?

—Lo vio, y no piensa negarlo… ¿Lo ignoraba usted?… Jean, ¿hace el favor de darme los gemelos y la botonadura?…

Estaba preocupado, de pronto.

—Óigame, Maigret, es mejor que le ponga al corriente porque, si no, corre usted el riesgo de equivocarse, y me gustaría evitarle a Louise más molestias de las necesarias. Es todavía una chiquilla. Aunque tenga treinta y nueve años, es y seguirá siendo toda su vida una niña. Por otra parte, eso constituye su encanto. Es también lo que la hace siempre meterse en situaciones imposibles.

El secretario le ayudaba a ponerse los gemelos de platino y Van Meulen se sentó, frente al comisario, como si se concediera un momento de descanso.

—El padre de Louise era general y su madre pertenecía a la pequeña nobleza de provincias. Ella nació en Marruecos, creo, donde su padre estaba destinado, pero pasó gran parte de su juventud en Nancy. Quería ya vivir su vida y logró que sus padres la enviasen a París para seguir un curso de historia del arte. A su salud…

Maigret bebió un sorbo de Martini y buscó una mesilla para colocar su vaso.

—Póngalo en el suelo, en cualquier sitio… Conoció a un italiano, el conde Marco Paverini, y fue un flechazo. ¿Conoce usted a Paverini?

—No…

—Ya lo conocerá usted.

Parecía estar seguro.

—Es un conde auténtico, pero sin fortuna. Por lo que me contaron, en aquel tiempo vivía de las bondades de una dama de cierta edad. Los padres, en Nancy, pusieron el grito en el cielo, pero Louise les doró tan bien la píldora que acabaron por dar su consentimiento. Llamemos a esto la primera época, en la cual se empezó a hablar de la «pequeña condesa». Tuvieron un apartamento en Passy, después de una habitación en un hotel, un apartamento de nuevo, bajos y bajos, pero nunca cesaron de exhibirse en cócteles, recepciones y lugares de diversión.

—¿Paverini sacaba partido de su mujer?

Honradamente, Van Meulen dudó.

—No. No del modo que usted supone. Ella no se hubiera prestado a ello, de todas formas. Estaba locamente enamorada y lo está todavía. Resulta difícil de comprender, ¿verdad? Sin embargo, es así. Y me he convencido de que Marco está también enamorado de ella o, en todo caso, que no puede prescindir de ella. No por eso se peleaban menos. Ella lo abandonó tres o cuatro veces después de violentas escenas, pero nunca más de pocos días. Le bastaba a Marco con presentarse pálido y deshecho, y pedirle perdón, para que ella cayese en sus brazos.

—¿De qué vivían?

Van Meulen se encogió imperceptiblemente de hombros.

—¿Es usted quien me hace esta pregunta? ¿De qué viven tantas gentes a quienes estrechamos la mano a diario? Fue durante uno de sus enfados cuando la conocí yo. Me conmovió. Pensé que no era una existencia para ella, que se agotaba, que se marchitaría pronto entre las manos de un hombre como Marco y, como me acababa de divorciar, le propuse convertirse en mi mujer.

—¿Estaba usted enamorado?

Van Meulen le miró sin decir palabra y sus ojos parecían repetir la pregunta.

—El mismo caso —murmuró— se me ha presentado varias veces en la vida, como se le ha presentado a David. ¿Eso responde a su pregunta? No le ocultaré que tuve una conversación con Marco y que le di un cheque importante para que fuese a pasearse por América del Sur.

—¿Aceptó?

—Yo tenía medios para convencer.

—Supongo que había cometido algunas… indelicadezas.

Encogimiento de hombros apenas perceptible.

—Louise fue mi mujer durante casi tres años y fui feliz con ella…

—¿Sabía usted que amaba todavía a Marco?

Van Meulen parecía decir:

—¿Y qué?

Prosiguió:

—Me acompañó a todas partes. Viajó mucho. Fue conociendo a mis amigos, a algunos de los cuales ya conocía. Hubo nubarrones, como es natural, e incluso algunas tormentas… Creo que tenía, y que ha conservado, un sincero afecto hacia mí… Me llamaba papá, lo que no es de extrañar, puesto que tengo treinta años más que ella…

—¿Conoció a David Ward por mediación de usted?

—Por mediación mía, como dice usted.

Una llamita irónica hizo brillar sus ojos.

—No fue David quien me la robó, sino Marco, que había vuelto un buen día delgado, desharrapado, y se puso a pasar los días en la acera de enfrente con aspecto de perro apaleado. Una tarde, ella se me echó en los brazos, llorando, y me confesó…

El teléfono había sonado en la habitación vecina y el secretario, que lo había cogido, apareció en el umbral.

—Míster Philps, al aparato…

—¿Donald o Herbert?

—Donald…

—¿Qué le dije? Es el más joven. ¿Llama desde París?

—Sí.

—Pásemelo aquí…

Extendió el brazo hacia el aparato y la conversación tuvo lugar en inglés. A las preguntas que le hacían desde el otro extremo del cable, Van Meulen contestaba aproximadamente…

—Sí… No… No lo sé todavía… Parece que no hay la menor duda de ello… El comisario Maigret, encargado de ello, está frente a mí… Iré ciertamente a París para el entierro, aunque me venga muy mal, porque tenía que salir pasado mañana para Ceilán… Allô!… ¿Está usted en el George V?… Si me entero de algo, le llamaré… No, esta noche estaré ausente y no volveré antes de las tres de la madrugada… Buenas noches…

Miró a Maigret.

—Ya está. Philps está en su puesto, como le había prevenido a usted. Está muy excitado. Los diarios ingleses están ya al corriente y se ve asaltado por los reporteros…

¿Por dónde iba? Voy a tenerme que acabar de vestir… Mis corbatas. Jean…

Le llevaron seis para elegir, todas idénticas, al parecer, y que, sin embargo, él examinó con cuidado antes de escoger una.

—¿Qué quiere usted que hiciera? Le ofrecí el divorcio y, con el fin de que Marco no pudiese un día dejarla sin un céntimo, le reconocí no cierta cantidad de dinero, sino una renta bastante modesta.

—¿Continuó usted tratándola?

—Frecuentándolos a los dos… ¿Eso le extraña?

Se hacía el nudo de pajarita delante del espejo, con el cuello extendido y la nuez saliente.

—Como era de esperar, volvieron las escenas. Después, un buen día David se divorció de Muriel y a su vez vino a interpretar el papel de buen samaritano…

—¿No se casó con ella, sin embargo?

—No tuvo tiempo. Esperaba que las formalidades del divorcio terminaran… De hecho, me pregunto qué es lo que va a ocurrir… No sé, en realidad, por dónde andaban, pero si todos los papeles no estaban firmados, hay muchas probabilidades de que Muriel Halligan sea considerada como la viuda de David…

—¿Es todo lo que usted sabe?

Contestó simplemente:

—No. Sé también, por lo menos en parte, lo que ocurrió la noche última, y es mejor que se lo diga yo. Antes de nada, tengo empeño en afirmarle que Louise no mató a David Ward. En primer lugar, porque probablemente es incapaz…

—¿Físicamente?

—Sí. Es ése el sentido que doy a la palabra. Moralmente no puedo emplear esa expresión porque todos somos capaces de matar a condición de que tengamos un motivo suficiente y que estemos persuadidos de que no nos cogerán…

—¿Un motivo suficiente?

—La pasión, primero. Estamos obligados a creerlo, puesto que cada día se ven hombres y mujeres que cometen crímenes pasionales… Aunque mi opinión al respecto…

Pero, pasemos… El interés… Si las personas tienen un interés lo bastante fuerte… Y no es ése el caso de Louise, al contrario…

—A menos que Ward hubiera hecho un testamento en su favor, o que…

—No hay testamento en su favor, créame… David era un inglés, por consiguiente, un hombre de sangre fría, y daba a cada cosa el valor que merecía…

—¿Estaba enamorado de la condesa?

Ven Meulen frunció el entrecejo, molesto.

—Es la tercera o la cuarta vez, Maigret, que pronuncia usted esa palabra. Trate de comprender. David tenía mi edad. Louise es un pequeño animal bonito, divertido, apasionante incluso. Por otra parte, ella ha tomado lecciones, si puedo expresarme así, es decir, ha adquirido las costumbres de un cierto medio social, de una cierta clase de vida…

—Creo comprender.

—Esto me evita ser más preciso. No pretendo que sea muy hermoso, pero es humano. Los periodistas no comprenden y, a cada una de nuestras aventuras, sacan a relucir el flechazo… ¡Jean! Mi talonario de cheques…

Ya sólo le faltaba ponerse el smoking y miró la hora en su reloj.

—Ayer por la noche cenaron en la ciudad y luego, los dos, fueron a tomar unas copas a un cabaret, no he preguntado cuál. La casualidad hizo que tropezaran con Marco, acompañado de una rubia rolliza, que es una holandesa de la mejor sociedad… Apenas si se saludaron de lejos. Marco bailó con su acompañante. Louise estaba nerviosa y, ya de vuelta en el George V con David, le dijo en el ascensor que le apetecía beber una botella de champaña.

—¿Bebe mucho?

—Demasiado. David también bebía demasiado, pero sólo por la tarde. Charlaron, cada cual ante su botella, porque David no tomaba más que scotch, y supongo que al final la conversación debió de hacerse incoherente. Después de algunas copas, Louise tiene un complejo de culpabilidad y se acusa de todos los pecados de Israel… Según me ha dicho esta mañana, le declaró a David que no era lo bastante buena para él, que se despreciaba por no ser más que una hembra atormentada, pero que no podía hacer otra cosa que correr detrás de Marco, rogándole que la aceptase de nuevo…

—¿Qué contestó Ward?

—Nada. Ni siquiera es seguro que comprendiese algo. Es por lo que le he preguntado si había pruebas de que alguien lo mantuviese en la bañera. Hasta media noche, o la una de la madrugada, estaba borracho, porque empezaba a beber a las cinco de la tarde. Hacia las dos de la madrugada se volvía sombrío, y varias veces pensé que podría tener un accidente al tomar un baño. Le aconsejé tener siempre un criado a su lado, pero le daba horror sentirse a merced de las gentes. Por la misma razón exigía que Arnold viviese en otro hotel. Me pregunto si no se trataba de una especie de pudor por su parte.

»Y ya es aproximadamente todo. Louise se desnudó, se puso una bata y es muy posible que, al estar vacía la botella de champaña, bebiese un trago de whisky. Se figuró entonces que había apenado a David y quiso ir a pedirle perdón… Es muy suyo, créame, porque la conozco… Salió al pasillo… Me ha jurado que encontró la puerta entreabierta… Entró… En el cuarto de baño vio lo que usted ya sabe, y, en lugar de llamar, corrió a su cuarto y se metió en la cama… Asegura que entonces quiso realmente morirse y es muy posible…

»Así es que tomó unos comprimidos del somnífero que ella utilizaba ya en mis tiempos, sobre todo cuando había bebido…

—¿Cuántos comprimidos?

—Adivino lo que usted piensa. Tal vez tenga usted razón. Ella quería morir, porque eso lo arreglaba todo, pero tampoco le disgustaba vivir, ¿verdad? La intención bastaba, produciría el mismo efecto… El resultado es que llamó a tiempo… Póngase usted en su lugar… Todo eso, para ella, era como una pesadilla, donde lo real y lo irreal se mezclaban hasta el punto de no distinguirse…

»En la clínica, cuando volvió en sí, se vio frente a la cruda realidad. Su primera idea fue telefonear a Marco, y llamó su número… No contestó nadie. Llamó entonces a un hotel de la calle Ponthieu, donde a veces pasa la noche si está de suerte… No estaba tampoco… Se acordó de mí… Me dijo, con frases sin ilación, que estaba perdida, que David había muerto, que ella había estado a punto de morir, que sentía no haber muerto también y me suplicó que acudiera en seguida…

»Le contesté que era imposible. Después de intentar en vano obtener más precisión, le aconsejé que fuera a Orly y tomara un avión para Niza…

»Y eso es todo, Maigret. La he mandado a Lausanne no para hacerla huir de la Policía, sino para evitarle el asalto de los periodistas, de los curiosos, y todas las complicaciones que no dejarán de llegar.

»Usted me dice que David fue asesinado, y le creo.

»Pero afirmo que no fue Louise quien lo mató y que no tengo la menor idea de quién pudo hacerlo.

»Y ahora…

Se puso, por fin, su smoking.

—Si preguntan por mí, estoy en el Sporting —dijo a su secretario.

—¿Qué hago si es desde Nueva York?

—Dice usted que lo he pensado y que mi respuesta es no.

—Bien, señor.

—¿Viene usted, Maigret?…

Tomaron juntos el ascensor y cuando éste llegó a la planta baja tuvieron la desagradable sorpresa de recibir en pleno rostro el flash de un fotógrafo.

—Hubiera debido imaginármelo —gruñó Van Meulen.

Y, empujando a un hombrecito rechoncho que estaba cerca del operador y que intentaba cerrarle el paso, se precipitó hacia la salida.

—¿El comisario Maigret?

El hombrecito era reportero de un periódico de la Costa.

—¿Será posible charlar con usted un momento?

El conserje los observaba de lejos, frunciendo el ceño.

—Podríamos sentarnos en un rincón…

Maigret tenía la suficiente experiencia para saber que no serviría de nada tratar de negarse, porque entonces le harían decir cosas que no había dicho.

—Supongo —continuó el periodista— que no puedo ofrecerle una copa en el bar.

—Acabo de beber.

—¿Con Joseph Van Meulen?

—Sí.

—¿Es cierto que la condesa Paverini ha estado en la Costa esta mañana?

—Es cierto.

El comisario se había sentado en un enorme sillón de cuero y el reportero, con su bloc en la mano, estaba enfrente, instalado en el borde de una silla.

—¿Supongo que es la sospechosa número uno?

—¿Por qué?

—Es lo que nos han telefoneado desde París.

Alguien había avisado a la Prensa, desde el George V o desde el aeropuerto, tal vez uno de los inspectores de Orly que fuese cómplice de algún periódico.

—¿Se le ha escapado?

—Digamos que cuando yo llegaba a Niza ella se había ido de allí.

—Hacia Lausanne, ya sé.

La Prensa no había perdido el tiempo.

—Acabo de telefonear al Lausanne-Palace. Ella llegó allí desde Ginebra en taxi. Parecía agotada. Se negó a responder a las preguntas de los reporteros que la esperaban y subió en seguida a su apartamento, el 214.

El periodista parecía satisfecho de poder proporcionar esta información al comisario Maigret.

—Hizo que le subieran una botella de champaña y después mandó llamar a un médico, al que se esperaba de un momento a otro. ¿Cree usted que ha matado al coronel?

—Yo soy menos rápido que usted y sus colegas.

—¿Irá usted a Lausanne?

—Es posible.

—¿En el avión de mañana por la mañana? ¿Sabe usted que la tercera mujer del coronel vive en Lausanne y que la condesa Paverini y ella no se pueden ver?

—Lo ignoraba.

Curiosa entrevista, en la que era el reportero quien daba las noticias.

—Suponiendo que sea culpable, imagino que no tiene usted autoridad para detenerla, ¿no?

—Sin mandato de extradición, no.

—Y supongo que para conseguir un mandato de extradición habrá que proporcionar pruebas formales, ¿eh?

—Escúcheme, tengo la impresión de que está usted improvisando su artículo y le aconsejo que no lo escriba en ese tono. No se trata de arrestar, ni de solicitar extradiciones…

—¿La condesa no es sospechosa?

—No lo sé.

—Entonces…

Esta vez Maigret se enfadó.

—¡No! —casi gritó, hasta el punto de hacer sobresaltarse al conserje—. No le he dicho a usted nada por la sencilla razón de que no sé nada. Y si pone usted en mi boca palabras ambiguas como las que acaba usted de pronunciar, tendrá usted noticias mías…

—Pero…

—¡Nada!… —atajó, poniéndose de pie y dirigiéndose al bar.

Estaba tan enfadado que pidió, sin darse cuenta:

—Un martini…

El barman debía de conocerlo por fotografías, porque lo miró con curiosidad. Dos o tres personas, encaramadas sobre altos taburetes, se volvieron para observarlo. A pesar de las precauciones del conserje, todo el mundo sabía ya que estaba en el hotel.

—¿Dónde están las cabinas telefónicas?

—A la izquierda, en el pasillo…

Se encerró, gruñendo, en la primera.

—Póngame con París, por favor… Danton, cuarenta y cuatro veinte…

Las líneas no estaban sobrecargadas y sólo había cinco minutos de espera. Se dedicó a dar zancadas por el pasillo, El timbre lo llamó antes de la demora anunciada.

—¿La Policía Judicial? Póngame con el despacho del inspector… Aquí, Maigret… Allô!… ¿Está Lucas todavía ahí?…

Se temía que Lucas habría tenido una jornada agitada, también, y que no iría a acostarse pronto.

—¿Es usted, jefe?…

—Estoy en Montecarlo, sí… ¿Qué noticias?

—Ya sabrá usted, sin duda, que, a pesar de todas las precauciones, la Prensa está al corriente…

—Lo sé, sí…

—La tercera edición del France Soir ha salido con un gran artículo en primera página… A las cuatro de la tarde han llegado a París periodistas ingleses, al mismo tiempo que un tal Philps, una especie de abogado o notario…

—Sollicitor…

—Eso es… Se empeñó en ver personalmente al gran jefe… Estuvieron encerrados más de una hora… A la salida se vio asaltado, interrogado, fotografiado, y tuvo que dar un paraguazo a un fotógrafo a quien quería romper el aparato…

—¿Eso es todo?

—Se habla de la pequeña condesa, la amante de Ward, como presunta autora del crimen, y se anuncia que usted está sobre sus huellas… Un tal John Arnold me telefoneó… Parece furioso…

—¿Y qué más?

—Los periodistas han invadido el George V, que ha tenido que llamar a sus agentes para echarlos fuera…

—¿Lapointe?

—Está aquí. Quiere hablarle… Le dejo con él.

Voz de Lapointe.

Allô!, jefe… Fui al Hospital Americano de Neuilly como habíamos convenido… Interrogué a la enfermera, a la telefonista, a la recepcionista… Al marcharse, la condesa Paverini le dio una carta a esta última pidiéndole que hiciera el favor de echarla al correo… Iba dirigida al conde Marco Paverini, calle de l’Étoile… Como no me enteré de nada interesante en el hospital, fui a esa dirección… Es una casa amueblada, bastante elegante… Primero interrogué a la encargada, que me puso dificultades… Parece ser que el conde Paverini no durmió en casa la noche pasada, cosa que ocurre con frecuencia… Volvió a eso de las once, esta mañana, con aire preocupado, sin pasar siquiera por la portería para saber si tenía alguna carta… Antes de transcurrida media hora se marchó otra vez con una maleta pequeña en la mano… Desde entonces no se tienen noticias de él.

Maigret callaba, porque no tenía nada que decir, y sentía a Lapointe desorientado al otro extremo del cable.

—¿Qué hago? ¿Lo sigo buscando?

—Si quieres…

La respuesta era como para desorientar más todavía a Lapointe.

—¿No cree usted que…?

¿Qué le había dicho Van Meulen hacía un momento? Todo el mundo es capaz de matar, a condición de tener una razón suficiente. La pasión… Podía ser éste el caso, puesto que Louise había estado casada tres años con otro y era la amante del coronel desde hacía un año. ¿No estaba, precisamente, tratando de dejar a éste para volver con su primer marido?

¿El interés? ¿Qué sacaría Paverini con la muerte de Ward?

Maigret estaba un poco descorazonado, como le ocurría a menudo al principio de una encuesta. Hay siempre un momento en que los personajes parecen irreales y en que sus hechos y gestos tienen algo de incoherentes.

Durante esos períodos Maigret estaba fastidioso, pesado, rudo. Aunque fuese el más nuevo del equipo, el joven Lapointe empezaba a conocerle lo bastante como para darse cuenta, al otro extremo del cable, de lo que ocurría.

—Haré lo que pueda, jefe… He hecho una lista con las personas que aparecen en las fotografías… Sólo faltan dos o tres por identificar.

El aire era asfixiante en la cabina, y más teniendo en cuenta que Maigret no iba equipado para la Costa Azul. Fue a terminar su vaso en el bar y divisó en la terraza unas mesas puestas para la cena.

—¿Se puede cenar?

—Sí. Pero creo que esas mesas están reservadas. Lo están todas las noches. Le pondremos en el interior.

¡Caramba! De haberse atrevido, hasta le hubieran rogado que fuese a cenar con el personal.