De las idas y venidas de la pequeña condesa y de los escrúpulos de Maigret
No iba a dejar el George V tan pronto como era su intención. Mientras daba instrucciones por teléfono a Lucas, antes de marchar para el aeropuerto, el joven Lapointe, que había ido a merodear por la habitación de la condesa Paverini, apareció con una caja de metal coloreada. Primitivamente contuvo galletas inglesas y ahora estaba atestada de fotografías.
Esto le recordó a Maigret la caja en la que, cuando era pequeño, su madre guardaba los botones y en la cual se pescaba cada vez que faltaba alguno en un vestido. Aquélla era una caja de té, adornada con caracteres chinos, bastante inesperada en la casa de un administrador de castillo que nunca bebía té.
En un armario del 332 el comisario descubrió unas maletas adquiridas en un célebre maletero de la avenida Marceau, y los objetos de uso menor, como un calzador o un prensapapeles, por ejemplo, llevaban la firma de una tienda de gran lujo.
Sin embargo, era en una caja de galletas donde la condesa guardaba, en desorden, las fotografías suyas y las de sus amigos, instantáneas tomadas eventualmente a lo largo de sus viajes y en las que se la veía en maillot, a bordo de un yate, en el Mediterráneo probablemente, o haciendo esquí acuático, o bien sobre la nieve, en la alta montaña.
En cierto número de estas fotografías se la veía acompañada del coronel, a veces sola con él, más a menudo con otras personas que el comisario iba reconociendo porque eran actores, escritores, gentes de las que se veía, habitualmente, la fotografía en los periódicos.
—¿Se lleva usted la caja, jefe?
Daba la impresión de que Maigret dejaba a disgusto este piso del George V, donde parecía, sin embargo, que ya no había nada más que ver.
—Llama a la enfermera. Asegúrate, primero, de que es la misma que estuvo aquí la noche pasada.
Era la misma, por la sencilla razón de que había una solamente dependiendo del hotel. Su trabajo consistía, sobre todo, según supo Maigret más tarde, en cuidar a los borrachos y en poner inyecciones. Desde hacía algunos años, una tercera parte de los clientes se ponían, por prescripción de sus médicos, inyecciones de una clase o de otra.
—Dígame, señorita…
—Genévrier…
Era una persona digna y triste, sin edad, con los ojos sin brillo de las personas que no duermen bastante.
—Cuando la condesa Paverini dejó el hotel, en ambulancia, estaba arreglada como para dormir, ¿verdad?
—Sí. La envolví en una manta. No quería perder tiempo vistiéndola. Le puse ropa interior y trajes en una maleta.
—¿Un vestido?
—Un traje sastre azul, el primero que encontré. Zapatos y medias también, como es natural.
—¿Nada más?
—Un bolso, que había en la habitación. Me aseguré de que contenía un peine, una polvera, barra de labios y todo lo que una mujer puede necesitar.
—¿No sabe usted si ese bolso contenía dinero?
—Vi dentro una cartera, un libro de cheques y un pasaporte…
—¿Un pasaporte francés?
—Italiano.
—¿La condesa es de origen italiano?
—Francés. Pero se convirtió en italiana al casarse con el conde Paverini, y supongo que ha conservado esta nacionalidad. No sé. No me ocupo de estas cosas.
En el ascensor encontraron un hombre al que Lapointe devoraba con los ojos, y que Maigret acabó por reconocer como uno de los mejores cómicos del cine americano. A él también le hizo una sensación rara, después de haberlo visto en la pantalla, encontrarlo de carne y hueso dentro de un ascensor, vestido como todo el mundo, con bolsas debajo de los ojos y el aspecto cansado de alguien que ha bebido demasiado la noche anterior.
Antes de dirigirse hacia el hall el comisario pasó por el bar, donde John T. Arnold estaba acodado ante un whisky.
—Venga un momento a este rincón…
No había más que algunos clientes que, en su mayoría, tenían el mismo aire amarillento que el actor americano, menos dos, que habían llenado un velador con papeles y documentos y discutían gravemente.
Maigret pasaba, una a una, las fotos a su acompañante.
—Supongo que conoce usted a estas personas. Me he dado cuenta de que estaba usted en algunas instantáneas.
Arnold conocía a todo el mundo, efectivamente, y muchos eran personajes de los que Maigret también conocía los nombres: dos reyes, que habían reinado en su país y que vivían ahora en la Costa Azul, una ex reina que vivía en Lausanne, algunas princesas, un director de escena inglés, el propietario de una gran marca de whisky, una bailarina de ballet, un campeón de tenis…
Arnold resultaba molesto con su manera de hablar de ellos.
—¿No lo conoce usted? Es Pablo.
—¿Pablo, qué?
—Pablo de Yugoslavia. Aquí está Nénette…
Nénette no era el nombre de una actriz o de una demi-mondaine, sino el de una dama del faubourg Saint Germain, que sentaba a su mesa a ministros y embajadores.
—¿Y éste, con la condesa y el coronel?
—Jef.
—¿Qué Jef?
—Van Meulen, de productos químicos. Otro nombre más que Maigret conocía, por supuesto, de encontrárselo en las cajas de pintura y en muchos otros productos.
Estaba en shorts, tocado con un inmenso sombrero de paja de plantador sudamericano, y jugaba a la petanca en la plaza de Saint-Tropez.
—Es el segundo marido de la condesa.
—Una pregunta más, míster Arnold. ¿Sabe usted quién se encuentra actualmente en Montecarlo, en el hotel de París, y a quien la condesa, en su atolladero, se le haya podido ocurrir la idea de telefonear?
—¿Ha telefoneado a Montecarlo?
—Le he hecho una pregunta.
—Jef, naturalmente.
—¿Quiere usted decir su segundo marido?
—Vive parte del año en la Costa. Es propietario de una villa en Mougins, cerca de Cannes; pero, casi siempre, prefiere el hotel de París.
—¿Están en buenas relaciones?
—Excelentes. Ella lo llama siempre papá.
El actor americano, después de una vuelta por el hall, acababa de acodarse en la barra y, sin preguntarle lo que deseaba, le estaban preparando un gran vaso de ginebra mezclado con jugo de tomate.
—¿Van Meulen y el coronel estaban en buenas relaciones?
—Eran amigos de siempre.
—¿Y el conde Paverini?
—Aparece en una de las fotos que acaba usted de enseñarme.
Arnold la buscó. Un muchachote moreno, de abundante cabellera, en slip, en la proa de un yate.
—¿También amigo?
—¿Por qué no?
—Muy agradecido…
Maigret cambió de idea en el momento de levantarse.
—¿Sabe usted quién es el notario del coronel?
John T. Arnold demostró de nuevo, cierta impaciencia, como sí su interlocutor fuese demasiado ignorante.
—Tiene muchos. No exactamente notarios en el sentido francés de la palabra. En Londres, sus sollicitors son Philps, Philps y Hadley. En Nueva York, la firma Harrison y Shaw se ocupa de sus intereses. En Lausanne…
—¿A cuál de estos señores cree usted que habrá confiado su testamento?
—Ha dejado testamentos por todas partes. Los cambiaba a menudo.
Maigret había aceptado el whisky que le ofrecían, pero Lapointe, por discreción, no había tomado más que una caña de cerveza.
—Muchas gracias, míster Arnold.
—Sobre todo no se olvide de lo que le he recomendado. Sea prudente. Ya verá como habrá contrariedades…
Maigret estaba tan seguro de ello que puso cara de pocos amigos. Todas estas gentes, con sus costumbres tan distintas a las del común de los mortales, le irritaban. Se daba cuenta de que no estaba preparado para comprenderlos y que hubiera necesitado meses para ponerse al corriente de sus asuntos.
—Vamos, Lapointe…
Atravesó el hall de prisa, sin mirar a derecha e izquierda por miedo a que monsieur Gilles lo enganchara y le recomendara, él también, que hablase con prudencia y discreción. El hall estaba ahora casi lleno. Se hablaba allí toda clase de idiomas y se fumaban cigarros y cigarrillos de todos los países.
—Por aquí, señor Maigret…
El abrecoches le condujo hasta el lugar en que estaba aparcado el cochecito de la Policía Judicial, entre un Rolls y un Cadillac. ¿Propina? ¿No propina? Maigret no la dio.
—A Orly, muchacho…
—Bien, jefe…
Al comisario le hubiese gustado ir al Hospital Americano de Neuilly, interrogar a la enfermera, a la recepcionista y a la telefonista. Había montones de cosas que hubiera querido, que hubiera debido hacer. Pero no podía estar en todas partes a la vez, y tenía prisa por encontrar a la pequeña condesa, como la llamaban sus amigos.
Y era pequeña, en efecto, menuda, bonita: lo sabía por las fotografías. ¿Qué edad podría tener? Era difícil juzgarlo a través de instantáneas tomadas casi siempre a pleno sol y en las que se veía más su cuerpo, casi desnudo con su bikini, que los detalles de su rostro.
Era morena, con una naricita puntiaguda, impertinente, ojos que relucían, y le gustaba tomar actitudes de muchacho.
Hubiera jurado, de todas formas, que estaba cerca de los cuarenta. La ficha del hotel le hubiera ayudado, pero no había pensado en ello hacía un momento. Iba a toda velocidad, con la desagradable impresión de que estaba saboteando su encuesta.
—Tendrás que ir, luego —le dijo a Lapointe—, al George V para recoger su ficha. Darás la más clara de sus fotografías para ampliar.
—¿Se la entregamos a los periódicos?
—Todavía no. Irás también al Hospital Americano. ¿Comprendes?
—Sí. ¿Se marcha usted?
No era seguro, pero tenía el presentimiento de ello.
—De todas formas, si me marcho, telefonea a mi mujer. Le había ocurrido, por tres o cuatro veces, tener que viajar en avión, hacía algún tiempo ya, y apenas reconoció Orly, donde descubrió nuevos edificios y donde reinaba más actividad que, por ejemplo, en la estación del Norte o en la de Saint-Lazare.
La diferencia era que aquí es como si no se hubiese salido del George V; se oía hablar todos los idiomas y se veía dar propinas con todas las monedas imaginables. Fotógrafos de prensa, agrupados cerca de un coche grande, sacaban fotografías a una celebridad con los brazos cargados de flores, y la mayor parte de las maletas eran de la misma prestigiosa marca que los equipajes de la pequeña condesa.
—No. Vuelve a la ciudad y haz lo que te he dicho. Si no me marcho, regresaré en taxi. Se escabulló entre la multitud para evitar a los periodistas, y mientras alcanzaba el hall, en el que se alineaban los mostradores de las diversas compañías aéreas, dos aparatos tuvieron tiempo de aterrizar mientras que unos hindúes, algunos con turbantes, atravesaban el terreno y se dirigían hacia la aduana.
Los altavoces no cesaban de lanzar llamadas.
—Se reclama a míster Stilwell… Míster Stilwell… Se reclama a míster Stilwell en las oficinas de la Pan-American…
Después, el mismo aviso en inglés y otro en español, reclamando a la señorita Consuelo González.
El despacho del comisario especial del aeropuerto no estaba ya en el mismo lugar en que Maigret lo había conocido. Se las arregló, sin embargo, para dar con él y empujó la puerta.
—¡Hombre! Colombani…
Colombani, a cuya boda asistió Maigret, no pertenecía ya a la Policía Judicial y dependía directamente del Ministerio del Interior.
—¿Fue usted quien me envió una nota?
El comisario Colombani buscaba, en el desorden de su mesa, un trozo de papel sobre el que estaba escrito el nombre de la condesa a lápiz.
—¿No la ha visto usted?
—Hice pasar la consigna a los encargados del control… Hasta ahora no me han comunicado nada… Voy a verificar las listas de pasajeros…
Entró a otro despacho encristalado y volvió con un montón de pliegos.
—Un momento… Vuelo 315 para Londres… Paverini… P… No… Ninguna Paverini entre los viajeros… ¿Sabe usted adónde iba…? El avión siguiente, Stuttgart… Ninguna Paverini tampoco… El Cairo, Beirut… P… Potteret… No… Nueva York, vía Pan-American… Pittsburg… Piroulet… Tampoco hay Paverini…
—¿No ha salido un avión para la Costa Azul?
—El avión de Roma, con escala en Niza, sí, a las diez y treinta y dos.
—¿Tiene usted la lista de pasajeros?
—Tengo la lisia de pasajeros para Roma, porque mis hombres han visado sus pasaportes… De los viajeros para Niza no se ocupan, no tienen que pasar por la misma puerta y no tienen que cumplir las formalidades de la aduana y la Policía…
—¿Era un avión francés?
—Inglés… Vaya a la B. O. A. C… Yo le indicaré…
Los stands, en el hall, se alineaban como barracas de feria, encabezados con paneles de diferentes colores según los países, con iniciales misteriosas casi siempre.
—¿Tiene usted la lista de los pasajeros del vuelo 312?
La joven, una inglesita con pecas, buscó en las carpetas y alargó una hoja.
—P… P… Paarson… Paverini… Luisa, condesa Paverini… ¿Es ésa, Maigret?
Éste se dirigió a la joven.
—¿Puede usted decirme si esa persona había reservado su plaza?
—Un momento… Fue mi colega quien estuvo aquí para ese avión…
Salió de su box, se hundió entre la multitud y volvió con un muchacho rubio que hablaba francés con mucho acento.
—¿Fue usted quien despachó el billete a la condesa Paverini?
Dijo que sí. Su vecino de la Italian Air Line se la había llevado. Tenía que marcharse a Niza sin falta y había perdido el avión de la mañana de la Air France.
—Es complicado, ¿sabe usted? Hay aviones que no hacen tal línea más que una o dos veces por semana. Las escalas tampoco son las mismas todos los días, en determinados recorridos. Yo le dije que sí, a última hora; nos quedaba alguna plaza…
—¿Se marchó?
—Sí. A las diez y veintiocho.
—¿De modo que habrá llegado a Niza?
El empleado miró un reloj que estaba sobre el stand de enfrente.
—Hace media hora.
—¿Cómo pagó su billete?
—Con un cheque. Me explicó que había salido precipitadamente y que no llevaba dinero.
—¿Tienen ustedes la costumbre de aceptar cheques?
—Cuando se trata de personas conocidas.
—¿Tiene usted todavía el suyo?
Abrió un cajón, manipuló entre varios papeles y sacó una hoja a la cual estaba unido el cheque por un alfiler. El cheque no estaba extendido contra un Banco francés, sino contra un Banco suizo que tenía oficinas en la avenida de la Opera. La escritura era nerviosa, irregular, como la de una persona presa de impaciencia o de fiebre.
—Muy agradecido.
Y a Colombani:
—¿Puedo llamar a Niza desde su despacho?
—Puede usted incluso dar un mensaje por telégrafo y lo recibirán al instante.
—Prefiero hablar.
—Venga… ¿Un asunto importante?
—¡Muy!
—¿Desagradable?
—Temo que sí.
—¿Es con la Policía del aeropuerto con quien quiere usted hablar?
Maigret dijo que sí.
—Nos llevará algunos minutos. Tenemos tiempo de beber un trago… Por aquí… ¿Nos avisará cuando pongan con Niza, Dutilleul?
En el bar se situaron entre una familia brasileña y pilotos con uniforme gris que hablaban francés con acento belga o suizo.
—¿Qué va usted a tomar?
—Acabo de beberme un whisky. Es mejor que continúe.
Colombani le explicó:
—El mensaje que hemos recibido de la Policía Judicial no hablaba de viajeros para un aeropuerto francés… Como, en principio, sólo nos ocupamos de los que tienen que visar sus pasaportes…
Maigret vació su vaso de un trago, porque ya lo llamaban al teléfono.
—Allô!… ¿La Policía del aeropuerto…? Aquí Maigret, de la Policía Judicial… Sí… ¿Me oye?… Allô! Hablo todo lo claro que puedo… Una señora joven… Allô!… La condesa Paverini… Lo mismo que pavé, R, de Roberto, I, de Ignacio, N, de Noemí, y otra I, al final… Sí… Ha tenido que descender hace algo más de media hora, del avión, de la B. O. A. C… Sí, el avión procedente de Londres, vía París… ¿Cómo?… No oigo nada…
Colombani fue, amablemente, a cerrar la puerta porque el estrépito del aeropuerto, incluido el de un avión que se acercaba a los grandes ventanales, llenaba el despacho.
—¿El avión acaba de aterrizar?… Retraso, sí… Mejor… ¿Los pasajeros están aún en el aeropuerto?… Allô!… Dese prisa… Paverini… No… Reténgala con cualquier pretexto… Verificación de papeles, por ejemplo… Rápido.
Colombani decía, como experto:
—Ya me imaginaba que habría retraso. Señalan tormentas en toda la línea. El avión de Casablanca ha llegado con hora y media de retraso y el de…
—Allô!… Sí… ¿Cómo? ¿La han visto ustedes?… ¿Entonces?… ¿Se ha marchado?…
Al otro extremo del cable también se oían ruidos de motor.
—Se va el avión… ¿Va ella dentro…? ¿No…?
Acabó por comprender que el policía de Niza había errado el golpe. Los pasajeros procedentes de Londres estaban aún allí, puesto que tenían que pasar por la aduana, pero la condesa, que llegaba de París, salió la primera y subió en seguida a un coche que la esperaba.
—¿Un coche con matrícula belga, dice usted?… Sí, le oigo, un gran coche, un chófer… No… Nada… Gracias…
Desde el Hospital Americano había llamado a Montecarlo, donde su segundo marido, Joseph Van Meulen, se encontraba probablemente en el hotel de París. Después se hizo llevar a Orly y cogió el primer avión para la Costa Azul. En Niza un gran coche belga la esperaba.
—¿Va el asunto como usted quisiera? —preguntó Colombani.
—¿A qué hora hay avión para Niza?
—A la una y diecinueve… En principio van completos, aunque todavía no estemos en plena estación. A última hora, sin embargo, hay siempre uno o dos pasajeros que no se presentan… ¿Desea usted que lo inscriba?…
Sin él, Maigret hubiera perdido el tiempo.
—¡Ya está! Ahora sólo tiene que esperar. Irán a buscarle en el momento oportuno. ¿Estará usted en el restaurante?
Maigret almorzó solo en un rincón, después de haber telefoneado a Lucas, quien no le comunicó ninguna novedad.
—¿Los periodistas no están todavía sobre aviso?
—No creo. He visto a uno merodeando, hace un momento, por los pasillos; pero era Michaux, que siempre anda por la casa, y no me ha hablado de nada…
—Que Lapointe haga lo que le dije… Volveré a llamar desde Niza durante la jornada…
Vinieron a buscarlo, como habían convenido, y siguió a la fila de pasajeros hacia el aeropuerto, donde se instaló en la última fila. Había dejado la caja de fotografías a Lapointe, pero se había quedado con algunas que le parecieron las más interesantes, y en lugar de leer el periódico que la azafata le ofrecía al mismo tiempo que chewing-gum, se puso a mirarlas soñadoramente.
Para fumarse su pipa y quitarse el cinturón, tuvo que esperar a que un aviso luminoso, ante él, se apagase y luego, casi en seguida, sirvieron té y pasteles que no le apetecían.
Con los ojos medio cerrados y la cabeza apoyada en el respaldo de su sillón, no parecía pensar en nada mientras el avión volaba sobre un espeso tapiz de nubes luminosas… En realidad, se esforzaba en hacer revivir nombres y siluetas que, por la mañana, aún le eran tan extraños como los habitantes de otro planeta.
¿Cuánto tiempo transcurriría antes que la muerte del coronel fuese conocida y que la Prensa se ocupase de esta historia? A partir de este momento empezarían las complicaciones, como siempre que se trata de una personalidad. ¿Los diarios de Londres mandarían reporteros a París? Si había que creer a John T. Arnold, David Ward tenía intereses en todas las partes del mundo.
¡Extraño tipo! Maigret sólo lo había visto en una posición lamentable y grotesca, desnudo en el baño, con un vientre abultado y descolorido que emergía y parecía flotar.
¿Había notado Lapointe que hubo un momento en que el comisario se dejó impresionar y no estuvo a la altura de su cometido, y su confianza en el jefe se habría resquebrajado?
Esas gentes le molestaban, era un hecho. Estaba frente a ellos en la situación del recién llegado a un club, por ejemplo, o a la clase de un colegio, que se siente desmañado y tiene vergüenza porque no conoce todavía las reglas del juego, las palabras clave, y se imagina que los otros se burlan de él.
Estaba persuadido de que John T. Arnold, tan desenvuelto, tan a su gusto ante reyes en el exilio o banqueros, en Londres, en Roma, en Berlín o en Nueva York, se había divertido con su falta de soltura y lo había tratado con una condescendencia compasiva.
Maigret sabía, como todo el mundo, mejor que la mayoría de las personas, debido a su oficio, cómo se traman algunos asuntos, cómo se vive en ciertos medios.
Pero se trataba de un conocimiento teórico. No lo «sentía». Muchos detalles pequeños le desorientaban.
Era la primera vez que tenía ocasión de ocuparse de un mundo aparte, del que sólo sabemos algo por las indiscreciones de los periódicos.
Existen multimillonarios, para emplear el término consagrado, a los que podemos situar fácilmente y cuya existencia podemos adivinar aproximadamente: hombres de negocios o banqueros que van cada día a su despacho y que, en lo privado, no son tan diferentes del común de los mortales.
Conoció industriales importantes del Norte y del Este, laneros, siderúrgicos, que todas las mañanas, a las ocho, estaban en su trabajo, todas las noches, a las diez, en la cama, y cuyas familias eran iguales a las de sus empleados o contramaestres.
Le parecía comprender ahora que éstos no estaban en la cumbre del escalafón, sino que eran, en realidad, los robaperras de las grandes fortunas.
Por encima de ellos evolucionaban hombres como el coronel Ward, tal vez como Joseph Van Meulen, que prácticamente no ponían ya los pies en un despacho, yendo de palacio en palacio, rodeados de mujeres bonitas, haciendo cruceros a bordo de sus yates, manteniendo entre ellos relaciones complicadas y tratando, en el hall de un hotel o en un cabaret, de asuntos más considerables que los de los financieros burgueses.
David Ward tuvo tres mujeres legítimas, cuyos nombres había anotado Maigret en su cuadernito negro. Dorothy Payne, la primera, era la única que pertenecía, más o menos, a un medio ambiente igual al suyo y era, como él, de Manchester. No tuvieron hijos y se divorciaron a los tres años. Ella se volvió a casar.
Si su familia pertenecía al clan burgués, no fue a ese mundo a donde retornó después de su divorcio, y no volvió tampoco a Manchester: se casó con otro Ward, digamos, un tal Aldo De Rocca, magnate de la seda artificial en Italia, que tenía la pasión por los automóviles y tomaba parte todos los años en las Veinticuatro Horas de Le Mans.
Ése también debía de hospedarse en el George V o en el Ritz, en el Savoy de Londres, en el Carlton de Cannes, en el hotel de París en Montecarlo.
¿Cómo no iban a encontrarse estas personas continuamente? Existen por el mundo veinte o treinta hoteles de gran lujo, una decena de playas de moda, un número limitado de galas, de Grands Prix, de Derbys. Los proveedores son los mismos para todas, joyeros, sastres, modistas. Los mismos peluqueros también, e inclusive las mismas manicuras.
La segunda mujer del coronel, Alice Perrin, cuyo hijo estaba en Cambridge, pertenecía a un ambiente distinto, puesto que era hija de una institutriz de pueblo, en la Nièvre, y trabajaba como maniquí en París cuando Ward la conoció.
Pero ¿no son las maniquíes justamente como la orla de ese mismo mundo?
Una vez divorciada, no había vuelto a su oficio y el coronel le pasaba una renta.
¿Qué personas frecuentaba ahora?
Lo mismo podría uno preguntarse de la tercera, Muriel Halligan, hija de un contramaestre de Hoboken, cerca de Nueva York, que vendía cigarrillos en una boîte nocturna de Broadway, cuando David Ward se enamoró de ella.
Vivía en Lausanne con su hija, libre, ella también, de preocupaciones económicas.
De hecho ¿estaba casado John T. Arnold? Maigret hubiera apostado que no. Había nacido para ser el factótum, la eminencia gris y el confidente de un hombre como Ward. Debía de pertenecer a una buena familia inglesa, tal vez a una muy antigua que hubiese tenido reveses de fortuna. Habría estudiado en Eton o en Cambridge, practicado el golf, el tenis, la vela, el remo. Sin duda, antes de encontrar a Ward habría estado en el Ejército o en alguna embajada.
El caso era que había llevado, al amparo del coronel, la existencia para la cual estaba hecho. ¿Quién sabe? ¿No aprovecharía también las aventuras amorosas de su amo lo mismo que aprovechaba su lujo?
—Señoras y señores, les rogamos que se abrochen sus cinturones y no fumen. Dentro de unos momentos aterrizaremos en Niza. Deseamos que hayan hecho un buen viaje. Ladies and gentlemen…
A Maigret le costó trabajo vaciar su pipa en el minúsculo cenicero empotrado en el brazo de su sillón y sus gruesos dedos se ensañaron con la hebilla de su cinturón. No se había fijado en que, desde hacía unos instantes, volaban sobre el mar, que se acercó de pronto a la ventanilla, casi vertical, porque el avión había hecho un viraje, y había barquitos de pesca que parecían de juguete y un velero con dos mástiles que dejaba una estela plateada.
—Hagan el favor de no abandonar los asientos antes que el aparato esté completamente parado…
El avión tocó tierra, rebotó un poco y los motores se hicieron más ruidosos mientras se dirigía hacia el edificio blanco del aeropuerto y las orejas de Maigret zumbaban.
El comisario fue uno de los últimos en descender porque estaba al fondo y porque una señora gorda, delante de él, había olvidado una caja de bombones en su asiento y se empeñaba en ir contra corriente.
Al final de la escalerilla había un joven sin chaqueta, con la camisa deslumbrante bajo el sol, que se dirigió a él llevándose la mano al sombrero de paja.
—¿Comisario Maigret?
—Sí.
—Soy el inspector Benoit… No fui yo quien recibió su mensaje esta mañana, sino el colega, a quien he relevado. El comisario del aeropuerto se disculpa por no estar aquí para recibirle. Ha sido solicitado desde Niza para un asunto urgente.
Seguían de lejos a los viajeros que se precipitaban hacia los edificios; el cemento de la pista estaba caliente y se veía, bajo el sol, a una multitud que, tras la barrera, agitaba los pañuelos.
—Hemos estado algo perplejos, hace un rato, y después de haber pedido permiso al comisario, me he tomado la libertad de telefonear al Quai des Orfèvres. Un tal Lucas se ha puesto al aparato y me ha dicho que estaba al corriente. La dama por la que usted se interesa…
Miró un trozo de papel que llevaba en la mano.
—… La condesa Paverini ha vuelto con el tiempo justo de tomar el avión de la Swissair. Por carecer de instrucciones, no me he atrevido a detenerla. El comisario tampoco sabía qué hacer. Así es que he llamado a la Policía Judicial en prioridad y el inspector Lucas…
—Sargento…
—El sargento Lucas, perdone, ha parecido tan fastidiado como yo. La dama no iba sola. Iba con ella un señor con aspecto importante que la trajo en su coche y que había telefoneado media hora antes para reservar una plaza en el avión de Ginebra.
—¿Van Meulen?
—No sé. En el despacho se lo podrán decir.
—En resumen, ¿la han dejado ustedes marchar?
—¿He hecho mal?
Maigret no contestó en seguida.
—No. No creo… —suspiró al fin—. ¿A qué hora sale otro avión para Ginebra?
—Ya no hay ninguno hasta mañana por la mañana. Si usted tiene que irse imprescindiblemente, hay un medio. Antes de ayer, precisamente, hubo uno que se encontró en el mismo caso. Tomando el vuelo de las veinte y cuarenta para Roma llega usted a tiempo para enlazar con el Roma-Ginebra-París-Londres, y…
A Maigret le faltó poco para echarse a reír, porque tuvo de pronto la impresión de estar anticuado para su época. Para ir de Niza a Ginebra bastaba con ir a Roma y, desde allí…
En el bar vio, como en Orly, pilotos y azafatas, americanos, italianos, españoles… Un niño de cuatro años, que viajaba solo desde Nueva York y que pasaba de las manos de una azafata a las de otra, comía con seriedad un helado.
—Querría llamar por teléfono.
El inspector le hizo los honores del estrecho despacho de Policía, donde ya sabían quién era él y le observaban con curiosidad.
—¿Qué número, señor comisario?
—El hotel de París, de Montecarlo.
Momentos después sabía por el conserje del hotel de París, que míster Joseph Van Meulen ocupaba un apartamento del hotel, que había sido requerido desde Niza por una llamada telefónica, que había ido allí con su coche y su chófer, que había estado ausente bastante tiempo y que acababa de llegar.
Se estaba bañando y tenía reservada una mesa para la cena de gala de aquella misma noche en el Sporting.
No había visto a la condesa Paverini, que era muy conocida en el hotel. En cuanto a mademoiselle Nadine, no había acompañado a Van Meulen cuando éste salió en su coche.
¿Quién era Nadine? Maigret no lo sabía. El conserje parecía estar convencido de que el mundo entero estaba al corriente y Maigret evitó hacer preguntas.
—¿Coge usted el avión para Roma? —preguntó el joven inspector de Niza.
—No. Voy a reservar una plaza en el de la Swissair para mañana por la mañana y pasaré la noche en Montecarlo.
—Le acompaño a la Swissair…
—Un mostrador, en el hall, al lado de otros mostradores.
—¿Conoce usted a la condesa Paverini?
—Es una de nuestras mejores clientes. Hace un momento tomó el avión para Ginebra…
—¿Sabe usted dónde se hospeda en Ginebra?
—Por lo general, no reside en Ginebra, sino en Lausanne. Le hemos mandado a menudo cartas al Lausanne-Palace…
De pronto le pareció a Maigret que París era muy grande y el mundo muy pequeño. Tardó casi tanto en llegar a Montecarlo, en autocar, como lo que había necesitado para venir desde Orly.