Donde se sigue tratando de personas que tienen continuamente su nombre en los periódicos, fuera de la sección de sucesos
Alrededor de este momento ocurrió un incidente, al parecer insignificante, pero que sin embargo influyó en el talante de Maigret durante toda la encuesta. ¿Lapointe fue consciente de ello, o le atribuyó el comisario una reacción que él no tuvo?
Ya un poco antes, cuando monsieur Gilles había hablado de la esfera social a la que pertenecían la condesa y el coronel Ward, el comisario se abstuvo de preguntar:
—¿Qué esfera social?
Si lo hubiese hecho, ¿no se hubiera notado en su voz un deje de fastidio, de ironía, de agresividad tal vez?
Esto le recordó una impresión que tuvo en los tiempos de su iniciación como policía. Tenía aproximadamente la misma edad que Lapointe, y le habían enviado, para una simple verificación, al mismo barrio en que se encontraba ahora, entre l’Étoile y el Sena, aunque no se acordaba del nombre de la calle.
Era todavía la época de los hoteles particulares, de las «casas de los amos», y el joven Maigret tuvo la sensación de penetrar en un universo nuevo. Lo que más le chocó fue la calidad del silencio, lejos de la multitud y de la algarabía de los transportes en común. Se oían solamente los cantos de los pájaros y el ruido rítmico de los cascos de los caballos montados por amazonas y caballeros con sombrero hongo claro, que se dirigían hacia el Bois.
Incluso las casas de alquiler tenían una fisonomía como secreta. En los patios se veía a los chóferes limpiar los coches y, a veces, sobre un umbral o en una ventana, a un criado con chaleco a rayas o a un mayordomo con corbata blanca.
Sobre la vida de los amos, casi todos con nombres conocidos, que se podían leer por la mañana en Le Figaro o en Le Gaulois, el inspector de entonces no sabía apenas nada, y tenía el corazón oprimido al llamar a uno de aquellos majestuosos portales.
Hoy, en el apartamento 347, ya no era el principiante de antaño. Y la mayor parte de los hoteles particulares habían desaparecido, habiéndose convertido muchas de las calles entonces silenciosas en calles comerciales.
No por eso dejaba de ser el lugar que había sustituido a los barrios aristocráticos, y el George V se erguía como el centro de un universo particular que no le era familiar.
Los periódicos publicaban los nombres de los que todavía dormían o estaban tomando el desayuno en los apartamentos vecinos. La avenida misma, la calle François I, la avenida Montaigne formaban un mundo aparte donde, sobre los rótulos de las casas, se leían los nombres de los grandes modistos y donde, en los escaparates, en la simple vitrina de una camisería, se veían cosas desconocidas en cualquier otro lugar.
¿No se sentiría desorientado Lapointe, que vivía en un modesto apartamento amueblado de la Rive Gauche? ¿No experimentaría, como el Maigret de antaño, un respeto involuntario por ese lujo que descubría de pronto?
—Un policía, el policía ideal, debería sentirse a gusto en todos los ambientes…
Fue Maigret quien dijo esto un día y durante toda su vida, se esforzó por olvidar las diferencias superficiales que existen entre los hombres, raspando el barniz para descubrir, bajo las distintas apariencias, al hombre desnudo.
Sin embargo, a pesar suyo, algo le irritaba esta mañana en la atmósfera que le rodeaba. Monsieur Gilles, el director, era una excelente persona a pesar de sus pantalones a rayas, de cierta untuosidad profesional y de su temor a los enredos, y lo mismo sucedía con el médico acostumbrado a tratar a personas ilustres.
Era como si, entre ellos, se hubiese establecido cierta complicidad. Pronunciaban las mismas palabras que todo el mundo, pero hablaban otro lenguaje. Cuando decían «la condesas o el coronel», le daban un sentido que escapaba a la mayoría de los mortales.
Estaban en el secreto, en resumidas cuentas. Pertenecían, aunque sólo fuese a título de comparsas, a un mundo aparte al que el comisario, por honradez, se negaba a mostrarse hostil a priori.
Pensaba en todo esto de una manera confusa, más bien lo sentía mientras colgaba el auricular y se volvía hacia el médico para preguntarle:
—¿Cree usted que si la condesa hubiese tomado realmente una dosis de barbitúricos capaz de matarla le hubiese sido posible, después de sus cuidados, levantarse sin la ayuda de nadie, hace una media hora, por ejemplo, y abandonar el hospital?
—¿Se ha marchado?
Las contraventanas del dormitorio estaban cerradas aún, pero habían abierto las del salón, y un poco de sol, un reflejo más bien, penetraba en la habitación. El médico estaba en pie, junto al velador sobre el que se encontraba su maletín. El director del hotel estaba cerca de la puerta del salón, y Lapointe a la derecha de Maigret, un poco retirado.
El muerto seguía en la bañera y el cuarto de baño, cuya puerta estaba abierta, era la habitación más iluminada.
El teléfono sonó una vez más. El director descolgó, después de mirar al comisario como pidiéndole permiso.
—Allô!, sí… Soy yo… ¿Sube?…
Todos le miraban y él trataba de encontrar algo que decir, con aire preocupado, cuando empujaron la puerta que daba al pasillo.
Un hombre de unos cincuenta años, con el cabello plateado y la tez tostada por el sol, que llevaba un traje gris claro, miró uno a uno a las personas allí reunidas, descubriendo por fin a monsieur Gilles.
—¡Ah, está usted aquí…! ¿Qué le ha ocurrido a David…? ¿Dónde está…?
—Por desgracia, monsieur Arnold…
Designó el cuarto de baño, y luego, con naturalidad, se puso a hablar en inglés.
—¿Cómo ha sabido usted…?
—He telefoneado cinco veces esta mañana —contestó míster Arnold en el mismo idioma.
Era un detalle más que aumentaba la irritación de Maigret. Entendía el inglés, no sin esfuerzo, pero distaba mucho de hablarlo con soltura. El doctor, a su vez, adoptó también este idioma.
—Desgraciadamente, míster Arnold, no hay la menor duda de que está muerto…
El recién llegado estaba de pie en el umbral del cuarto de baño y se quedó allí un buen rato, mirando el cuerpo dentro de la bañera, viéndosele mover los labios, como si recitase una oración.
—Un accidente estúpido, ¿verdad?
Sabe Dios por qué volvió a emplear el francés, que hablaba casi sin acento.
Fue en este preciso instante cuando ocurrió el incidente. Maigret se encontraba cerca de la silla sobre la que estaba tirado el pantalón del muerto. En él se veía una delgada cadena de platino, sujeta a un botón a la altura de la cintura, y al otro lado de la cual estaba fijado un objeto, llave o reloj.
Maquinalmente, el comisario tendió la mano para coger la cadena, por pura curiosidad, y cuando estaba a la mitad de su gesto, el llamado Arnold se volvió hacia él, mirándole severamente, como para acusarle de una incongruencia o de una indelicadeza.
Todo esto fue mucho más sutil que las palabras. Una mirada apenas insistente, un cambio de expresión apenas perceptible.
Maigret soltó la cadena y tomó una actitud de la cual se avergonzó en seguida, porque era la actitud de un culpable.
¿Se había dado cuenta realmente Lapointe y había vuelto la cabeza a propósito?
En el Quai eran tres —y se había convertido en sujeto de bromas— los que dispensaban al comisario una admiración rayana en el culto. Lucas, el más antiguo; Janvier, que había sido, antaño, tan joven, tan inexperto y tan apasionado como Lapointe, y, por último, éste, el «pequeño Lapointe», como le llamaban. ¿Se había sentido desilusionado, o solamente molesto, al ver al jefe dejarse intimidar, como él mismo, por el ambiente en que estaban sumergidos?
Maigret reaccionó, se endureció; tal vez también fuese esto una torpeza, se daba cuenta de ello, pero no podía hacer otra cosa.
—Soy yo quien quisiera hacerle unas preguntas, míster Arnold…
El inglés no le preguntó quién era, sino que se volvió hacia monsieur Gilles, quien le explicó:
—El comisario Maigret, de la Policía Judicial…
Una ligera inclinación de cabeza, apenas cortés.
—¿Puedo preguntarle quién es usted y por qué ha venido?
Una vez más, míster Arnold miró al director con aire asombrado, como si la pregunta fuese sorprendente.
—Míster John T. Arnold es…
—Deje que conteste él mismo, por favor.
Y el inglés:
—¿No podríamos pasar al salón?
Antes de ello fue a echar otro vistazo al cuarto de baño, como para cumplimentar una vez más sus deberes con el muerto.
—¿Me necesitan todavía? —preguntó el doctor Frère.
—Puesto que sé dónde encontrarle…
—Mi secretaria está al corriente de mis desplazamientos… En el hotel tienen mi número de teléfono…
Arnold dijo a monsieur Gilles, en inglés:
—¿Hace el favor de mandarme subir un scotch?
Maigret, antes de reanudar la conversación, descolgó el teléfono:
—Póngame con el Parquet, señorita…
—¿Con qué parquet?
Aquí no se hablaba el mismo idioma que en el Quai des Orfèvres. Dio el número.
—Póngame con el fiscal o con el fiscal adjunto… El comisario Maigret… Sí…
Mientras esperaba, monsieur Gilles aprovechó para murmurar:
—¿Podría usted rogar a esos señores que actúen con discreción, que entren en el hotel como si nada y…?
—¡Alló!… Estoy en el hotel George V, señor fiscal… Acaban de descubrir un muerto en un cuarto de baño, el coronel David Ward… Ward, sí… El cuerpo está todavía en la bañera, y ciertos indicios hacen suponer que la muerte no ha sido accidental… Sí… Eso me han dicho…
El fiscal acababa de decir, al otro lado del cable:
—¿Sabe usted que David Ward es un hombre muy importante?
Sin embargo, Maigret escuchaba sin impacientarse.
—Sí… Sí… Me quedo aquí… Hubo otro suceso, la noche pasada, en el mismo hotel… Ya se lo contaré luego… Sí… Hasta después, señor fiscal…
Mientras hablaba, un mozo con chaqueta blanca había hecho una corta aparición y míster Arnold se había instalado en una butaca y había encendido un cigarro cuya punta había cortado lentamente, cuidadosamente.
—Le he preguntado…
—Quién soy y lo que hago aquí… Yo, a mi vez, le pregunto: ¿sabe usted quién es, mejor dicho, quién era, mi amigo David Ward?
Tal vez no fuese insolencia, sino seguridad innata. Arnold estaba aquí en su elemento. El director dudaba si interrumpirle, y lo hizo por fin al modo de un colegial que, en clase, pide permiso para ir a los lavabos.
—Discúlpenme, señores… Quería saber si puedo bajar a dar algunas instrucciones…
—Esperamos al Parquet, quiero decir, al Juzgado.
—Sí, ya lo he oído…
—Le necesitaremos… Espero también a los especialistas de la Identificación judicial y a los fotógrafos, así como al médico forense…
—¿Podría hacer pasar, a parte de esos señores, siquiera, por la puerta de servicio…? Compréndame, comisario… Si hay demasiadas idas y venidas por el hall y si…
—Comprendido…
—Se lo agradezco… En seguida le suben su whisky, míster Arnold… ¿Tomarán ustedes algo, señores…?
Maigret hizo un signo negativo con la cabeza y se arrepintió, porque con gusto hubiese bebido, él también, un trago de alcohol.
—Le escucho, míster Arnold… ¿Decía usted…?
—Decía que, sin duda, ha leído usted el nombre de mi amigo David en los periódicos, como todo el mundo… La mayoría de las veces iba precedido de la palabra multimillonario… El «multimillonario inglés»… Y, si contamos en francos, así es… En libras, no…
—¿Qué edad? —cortó Maigret.
—Sesenta y tres años… David no hizo solo su fortuna, sino que, como decimos en mi país, nació con una cuchara de plata en la boca… Ya su padre poseía las mayores trefilerías de Manchester, fundadas por su abuelo… ¿Me sigue?
—Le sigo.
—No quiero decir tanto como que el negocio marchase solo y David, no tuviese que ocuparse de él, pero le exigía poca actividad: una entrevista de cuando en cuando con los directores, consejos de administración, firmas…
—¿No vivía en Manchester?
—Casi nunca.
—Si tengo que dar fe a los periódicos…
—Los periódicos han adoptado, de una vez para siempre, a dos o tres docenas de personalidades de las cuales relatan los menores hechos y gestos. Lo que no quiere decir que todo lo que cuentan sea exacto. Así, en lo que concierne a los divorcios de David, se han impreso muchas inexactitudes… Pero no es eso lo que quisiera hacerle comprender… Para la mayoría de las personas David, que había heredado una fortuna considerable y un negocio sólidamente establecido, no tenía otra cosa que hacer más que perder el tiempo alegremente en París, en Deauville, en Cannes, en Lausanne o en Roma, frecuentando los cabarets y los hipódromos y rodeado de mujeres bonitas y de personalidades tan conocidas como él. Sin embargo, no era éste su caso…
Míster Arnold hizo una pausa, contempló un instante la ceniza blanca de su cigarro, hizo una seña al mozo que entraba y cogió el vaso de whisky de la bandeja.
—¿Me permite?
Luego, retrepándose en su sillón.
—Si David no llevó en Manchester la vida corriente de un gran industrial inglés, fue, justamente, porque su situación, allá, estaba hecha de antemano, y a él no le quedaba más que continuar la obra de su padre y de su abuelo, lo que no le interesaba. ¿Comprende usted esto?
Y por el modo de mirar al comisario y al joven Lapointe se notaba que consideraba a los dos hombres incapaces de comprender este sentimiento.
—Los americanos tienen una palabra que nosotros, los ingleses, utilizamos raramente… Dicen un playboy, lo que significa un hombre rico cuya única finalidad en la vida es pasar el tiempo jugando al polo, dedicándose a los deportes de invierno, tomando parte en las regatas, frecuentando los cabarets con agradables compañías…
—El Juzgado no tardará en llegar —hizo notar Maigret mirando su reloj.
—Le ruego me perdone por este discurso, pero usted me ha hecho una pregunta a la que no es posible contestar con cuatro palabras… Quizá también sea mi intención evitarle a usted coladuras… ¿Es así como dicen ustedes…? Lejos de ser un playboy, David Ward se ocupaba, a título personal y no como propietario de las Trefilerías Ward, de Manchester, de cierto número de asuntos diversos… Sólo que, para trabajar, no juzgaba necesario encerrarse ocho horas diarias en un despacho… Créame si le digo que era un genio para los negocios. Le ocurría que realizaba los mayores en los lugares y momentos más inesperados…
—¿Como por ejemplo?
—Un día que pasábamos juntos, en su Rolls, por la Riviera italiana, una avería nos obligó a parar en una posada modesta. Mientras nos preparaban la comida, David y yo fuimos a dar un paseo por los alrededores. Esto ocurría hace veinte años. Esa misma tarde estábamos en Roma; pero, días más tarde, yo compré, por cuenta de David, dos mil hectáreas de terreno cubiertas, en parte, de viñas… Hoy se pueden ver allí tres grandes hoteles, un casino, una de las más bonitas playas de la costa, bordeada de hotelitos… En Suiza, cerca de Montreux…
—En resumidas cuentas, que era usted su hombre de negocios particular…
—Su amigo y su hombre de negocios, si le parece… Su amigo, primero, porque cuando le conocí yo nunca me había ocupado de comercio ni de finanzas…
—¿Está usted también en el George V?
—No, en el hotel Scribe. Le parecerá extraño, pero en París y en otros lugares vivíamos casi siempre en hoteles diferentes, porque a David le gustaba conservar lo que nosotros llamamos su privacy…
—¿Por esta misma razón la condesa Paverini ocupaba un apartamento al otro extremo del pasillo?
Arnold se ruborizó ligeramente.
—Por esta razón y por otras…
—Es decir, que…
—Era cuestión de delicadeza…
—¿No conocía todo el mundo sus relaciones?
—Todo el mundo hablaba de ellas, exacto.
—¿Y era verdad?
—Supongo. Nunca hice preguntas sobre este asunto.
—Sin embargo, eran ustedes íntimos…
Ahora era Arnold quien se sentía molesto. Él también debía de pensar que no hablaban el mismo idioma, que no estaban sobre un mismo plano.
—¿Cuántas mujeres legítimas tuvo?
—Tres solamente. Los periódicos le atribuyeron más porque, en cuanto conocía a una mujer y se exhibía varias veces con ella, ya anunciaban un nuevo matrimonio.
—¿Viven las tres mujeres?
—Sí.
—¿Tuvo hijos con ellas?
—Dos. Un hijo, Bobby, que tiene dieciséis años y está en Cambridge, con la segunda, y una hija, Ellen, con la tercera.
—¿En qué términos estaba con ellas?
—¿Con sus antiguas mujeres? En excelentes términos. Era un gentleman.
—¿Las veía a veces?
—Se las encontraba…
—¿Tienen dinero?
—La primera, Dorothy Payne, que pertenece a una importante familia textil de Manchester.
—¿Y las otras dos?
—Proveía a sus necesidades.
—¿De modo que ninguna de ellas tenía interés en que muriera?
Arnold frunció el ceño, como hombre que no comprende, y pareció extrañado.
—¿Por qué?
—¿Y la condesa Paverini?
—Seguramente se hubiera casado con ella en cuanto su divorcio con Muriel Halligan fuese definitivo.
—¿Quién, en opinión de usted, podía tener interés en su muerte?
La respuesta fue tan rápida como precisa.
—Nadie.
—¿Le conocía usted enemigos?
—No le conocía más que amigos.
—¿Había venido al George V para mucho tiempo?
—Espere… Estamos a siete de octubre…
Sacó un cuadernillo rojo de su bolsillo, un precioso cuadernito con tapas de cuero flexible y cantos dorados.
—Llegamos el dos, procedentes de Cannes… Antes, estuvimos en Biarritz, después de haber dejado Dauville el diecisiete de agosto… Nos marcharíamos de nuevo el trece, a Lausanne…
—¿Por negocios?
Una vez más Arnold miró a Maigret con una especie de desesperación, como si un hombre tan burdo fuese incapaz de comprender totalmente las cosas más elementales.
—David tiene un apartamento en Lausanne e incluso está empadronado allí…
—¿Y aquí?
—Tiene este apartamento durante todo el año, lo mismo que tiene otro en Londres, y en el Carlton de Cannes…
—¿Y en Manchester?
—Posee la casa solariega de los Ward, un enorme edificio de estilo victoriano donde, según creo, no ha dormido más de tres veces en treinta años… Manchester le aterraba…
—¿Conoce usted a la condesa Paverini?
Arnold no tuvo tiempo de contestar. Se oían pasos y voces por el pasillo. Monsieur Gilles, más impresionado que cuando Maigret, precedía al fiscal de la República y a un joven juez instructor con el que el comisario no había trabajado todavía. Se llamaba Calas y tenía el aspecto de un estudiante.
—Le presento a míster Arnold…
—John T. Arnold —precisó éste, levantándose.
Maigret continuó:
—Amigo íntimo y hombre de negocios del difunto.
Como si estuviese encantado de tener que habérselas, por fin, con alguien importante, y que tal vez fuese de su mundo, Arnold dijo al fiscal:
—Esta mañana tenía una cita con David a las diez, o, más exactamente, tenía que telefonearle. Es así como me he enterado de su muerte. Aquí me dicen que no creen en un accidente, y supongo que la Policía tiene sus razones para hablar así. Lo que quisiera pedirle, señor fiscal, es que trate de evitar que se arme mucho ruido alrededor de este asunto. David era un hombre considerable y me es difícil explicarle todas las repercusiones que su muerte va a acarrear no solamente en la Bolsa, sino en diferentes esferas.
—Seremos tan discretos como nos sea posible —dijo el fiscal—. ¿Verdad, comisario?
Éste bajó la cabeza.
—Supongo —continuó Arnold— que tiene usted preguntas que hacerme.
El magistrado miró a Maigret y al juez de instrucción.
—Tal vez luego… No sé… Por el momento, creo que puede usted disponer…
—Si me necesita, estoy abajo… En el bar…
Una vez cerrada la puerta, se miraron preocupados.
—Feo asunto, ¿verdad? —dijo el fiscal—. ¿Tienen alguna idea?
—Ninguna. Como no sea que una tal condesa Paverini, que era la amante de Ward y que ocupaba un apartamento al final del pasillo, intentó envenenarse la noche pasada. El médico la mandó llevar al Hospital Americano de Neuilly, donde le dieron una habitación privada. La enfermera iba a verla cada media hora. Hace un momento encontraron la habitación vacía…
—¿La condesa ha desaparecido…? Maigret dijo que sí con la cabeza, y añadió:
—Voy a decir que vigilen las estaciones, los aeropuertos y las diferentes salidas de París.
—Es curioso, ¿no?
Maigret se encogió de hombros. ¿Qué podía decir? Todo era curioso en este asunto, desde el muerto, que había nacido con una cuchara de plata en la boca y que hacía negocios frecuentando hipódromos y boîtes nocturnas, hasta este hombre de negocios mundano, que le hablaba como un profesor a un alumno obtuso.
—¿Quiere usted verlo?
El fiscal, un magistrado muy digno, perteneciente a la antigua nobleza de toga, confesó:
—He telefoneado a Asuntos Exteriores… David Ward era, realmente, un personaje considerable… Su título de coronel le venía de la guerra, que hizo al frente de una rama del Intelligence Service… ¿Cree usted que esto puede tener relación con su muerte?
Unos pasos en el pasillo, unos golpes dados en la puerta y, por fin, la aparición del doctor Paul con su maletín en la mano.
—He creído que me iban a hacer pasar por la puerta de servicio… Es lo que les está ocurriendo, abajo, a los de la Identificación Judicial… ¿Dónde está el cadáver?
Estrechó la mano al fiscal, a Calas, el nuevo juez, y, por último, la de Maigret.
—¿Qué hay, viejo compinche…?
Se quitó la chaqueta y se arremangó las mangas de la camisa.
—¿Un hombre…? ¿Una mujer…?
—Un hombre…
Maigret le indicó el cuarto de baño y se oyó una exclamación del doctor. Los hombres de la Identificación Judicial llegaron a su vez, transportando los aparatos, y Maigret tuvo que ocuparse de ellos.
Tanto en el George V como fuera de él, para David Ward o para cualquier otra víctima de un crimen, había que seguir la rutina.
—¿Podemos abrir las contraventanas, jefe?
—Sí. Este vaso no cuenta. Lo acaban de subir para un testigo.
El sol, ahora, inundaba no solamente el salón, sino también la habitación, grande y alegre, donde se descubrían muchos menudos objetos personales, casi todos raros o caros.
Por ejemplo, el despertador, sobre la mesita de noche, era de oro y estaba comprado en Cartier, lo mismo que una pitillera que había sobre una cómoda, mientras que un nécessaire de manicura llevaba la firma de una buena casa de Londres…
—Pueden ustedes enviarnos al fotógrafo —dijo el doctor Paul.
Maigret miraba todo y nada, registrando los menores detalles del apartamento y de lo que en él se encontraba.
—Telefonea a Lucas para saber si hay novedades —dijo a Lapointe, que tenía aspecto desorientado en medio de toda aquella barahúnda.
Había tres aparatos, uno en el salón, otro a la cabecera de la cama y el tercero en el cuarto de baño.
—Allô!… ¿Lucas…? Aquí, Lapointe…
Delante de la ventana Maigret charlaba con el fiscal y el juez de instrucción, en voz baja, mientras que el doctor Paul y el fotógrafo quedaban invisibles junto a la bañera.
—Vamos a ver si el doctor Paul confirma la opinión del doctor Frère… Según éste, las equimosis…
El médico forense apareció al fin, jovial como de costumbre.
—Mientras llega mi informe y, probablemente, la autopsia, que supongo será ordenada, puedo decirles esto:
»Primero: ese tipo estaba hecho para vivir, lo menos, ochenta años.
»Segundo: estaba borracho cuando se metió en la bañera.
»Tercero: no resbaló, y la persona que le ayudó a pasar de esta vida a la otra tuvo que desplegar bastante energía para mantenerlo bajo el agua.
»Eso es todo, por el momento. Si quieren enviármelo al Instituto Médico-Legal, trataré de descubrir algo más…
Los dos magistrados se miraron. ¿Autopsia, sí? ¿Autopsia, no?
—¿Tiene familia? —preguntó el fiscal a Maigret.
—Por lo que he podido deducir, tiene dos hijos, los dos menores de edad, y el divorcio con su tercera mujer no es aún definitivo.
—¿Hermanos, hermanas?
—Un momento…
Descolgó de nuevo. Lapointe le decía por señas que tenía que hablarle, pero el comisario pidió antes que le pusieran con el bar.
—Míster Arnold, por favor…
—Un momento…
Poco después, Maigret explicó al fiscal:
—Nada de hermanas. Tuvo un hermano, que mataron en la India a los veintidós años… Le quedan primos, con los que no mantenía ninguna relación… ¿Qué querías, Lapointe?
—Lucas me ha informado de un detalle que acaban de comunicarle. Esta mañana, a eso de las nueve, la condesa Paverini, desde su habitación, pidió varios números de teléfono…
—¿Los anotaron?
—Los de París, no. Eran dos o tres, al parecer, uno de ellos repetido. Después llamó a Montecarlo.
—¿A qué número?
—Al hotel de París…
—¿No se sabe a quién?
—No. ¿Quiere usted que pida línea con el hotel de París?
Continuaban en la misma esfera social. Aquí, el George V. En Montecarlo, el hotel más fastuoso de la Costa Azul.
—¡Alló!, señorita, póngame con el hotel de París, de Montecarlo, por favor… ¿Cómo?
Se volvió, confuso, hacia el comisario.
—Pregunta que a cuenta de quién tiene que cargar la comunicación.
—A la de Ward… O a la mía, si lo prefiere…
—¡Alló!, señorita… Es de parte del comisario Maigret… Sí… Gracias…
Una vez colgado el teléfono, anunció:
—Diez minutos de espera.
En un cajón acababan de encontrar cartas, algunas en inglés, otras en francés o en italiano, desordenadas, cartas de mujeres y cartas de negocios mezcladas, invitaciones a cócteles o a comidas, mientras que en otro cajón había legajos de documentos bien clasificados…
—¿Nos los llevamos?
Maigret dijo que sí, después de consultar al juez Calas con la mirada. Eran las once y el hotel empezaba a despertar; se oían timbres, criados que iban y venían y, sin cesar, el ruido del ascensor.
—¿Cree usted, doctor, que una mujer haya podido mantenerle la cabeza bajo el agua?
—Depende de qué mujer.
—La llaman la pequeña condesa, lo que hace suponer que es más bien menuda.
—No son la talla ni el peso los que cuentan —gruñó el doctor Paul, filosóficamente.
Y Maigret:
—Quizás haríamos bien yendo a echar un vistazo al 332…
—¿El 332…?
—El apartamento de la condesa en cuestión.
Encontraron la puerta cerrada y tuvieron que ponerse a buscar a la doncella. Había arreglado ya la habitación, que se componía de un salón, más pequeño que el del 347, una alcoba y un cuarto de baño.
Aunque la ventana estaba abierta, todavía flotaba un cierto olor a perfume y alcohol, y si se habían llevado la botella de champaña, la de whisky, llena hasta los tres cuartos, estaba sobre el velador.
El juez y el fiscal, demasiado educados o demasiado tímidos, dudaban en el umbral, mientras que Maigret abría armarios y cajones. Lo que descubría era, en femenino, lo que había descubierto en el apartamento de Ward: objetos de gran lujo que sólo se encuentran en tiendas especiales y que son como el símbolo de cierto nivel de vida.
Sobre el tocador había joyas tiradas como cosas sin valor: una pulsera de brillantes con un reloj minúsculo, pendientes y sortijas; todo por valor de unos veinte millones.
Aquí también, en el cajón, había papeles, invitaciones, facturas de modistos, programas, guías de la Air-France y de la Pan-American.
Ninguna carta, como si la pequeña condesa no escribiese ni recibiese correspondencia. Como contrapartida, Maigret descubrió en un armario veintiocho pares de zapatos, algunos de ellos sin estrenar, y su tamaño le confirmó que la condesa era realmente menudita.
Lapointe acudió.
—He hablado con el hotel de París. La telefonista toma nota de la llamada, pero no de las comunicaciones que reciben los clientes, salvo cuando están ausentes y les tiene que dejar recado. Ha tenido más de quince comunicaciones desde París esta mañana y es incapaz de decir a quién iba dirigida ésta.
Lapointe añadió, dudando:
—Me ha preguntado que si hacía aquí tanto calor como allí. Parece…
No le escuchaba ya y se calló. El grupo volvió al apartamento de David Ward y encontró un cortejo bastante extraño. El director, a quien sin duda habían puesto en guardia, iba a la cabeza, espiando con inquietud las puertas que, en cualquier momento, podían abrirse. Llevaba a su lado a un botones con uniforme, azul claro, como refuerzo, para dejar la vía libre.
Seguían cuatro hombres que llevaban la camilla, sobre la que el cuerpo de David Ward, aún desnudo, estaba oculto bajo una manta.
—Por aquí —decía monsieur Gilles con voz ahogada.
Andaba de puntillas. Los camilleros avanzaban con precaución, evitando tropezar contra las paredes y las puertas.
No se dirigieron hacia el ascensor, sino que tomaron un pasillo más estrecho que los otros, con la pintura menos brillante y reciente, que conducía al montacargas.
David Ward, que había sido uno de los prestigiosos clientes del hotel, lo abandonaba por el camino de las maletas y los grandes equipajes.
Hubo un silencio. Los magistrados, que no tenían ya nada que hacer, dudaban si volver al apartamento.
—Ya usted se ocupará, Maigret —suspiró el fiscal.
Dudó; y, más bajo:
—Sea prudente. Trate de evitar que los periódicos… En fin, usted ya comprende… El Ministerio me ha recomendado mucho…
Resultó mucho menos complicado cuando, la víspera, aproximadamente a la misma hora, el comisario fue a la calle Clignancourt para visitar al cajero, padre de tres niños, que había recibido dos balazos en el vientre al tratar de defender la cartera que contenía ocho millones.
Se había negado a que lo trasladaran al hospital. Prefería, si es que tenía que morir, hacerlo en su cuartito empapelado con flores rosa, donde su mujer le velaba y donde, al volver del colegio, los niños andaban de puntillas.
En este asunto se tenía una pista, una boina abandonada en el lugar del suceso, que acabaría por conducir hasta los culpables.
Pero ¿con David Ward?
—Creo —dijo Maigret como si se hablase a sí mismo— que voy a darme una vuelta por Orly.
¿Tal vez a causa de las guías de la Air-France y de la Pan-American que rodaban por el cajón, o debido a la llamada telefónica de Montecarlo?
Tal vez, sencillamente, porque había que hacer algo, no importa qué, y que un aeropuerto le parecía más dentro del estilo de una persona como la condesa.