Lo que sucedía en el George V mientras llovía sobre París, Maigret dormía y cierto número de personas hacían lo que podían
Los asuntos más apasionantes son los que al principio tienen un aire tan trivial que no se les da la menor importancia. Es algo así como las enfermedades, que empiezan de una manera sorda, por vagos malestares. Cuando por fin se las toma en serio, a menudo es demasiado tarde.
Fue Maigret quien dijo esto, en tiempos, al inspector Janvier, una tarde en que ambos volvían al Quai des Orfèvres por el Pont Neuf.
Pero esta noche Maigret no comentaba los acontecimientos que se desarrollaban porque dormía profundamente en su apartamento del bulevar Richard Lenoir, al lado de madame Maigret.
Si hubiese temido alguna contrariedad, no es en el hotel George V en el que hubiera pensado, lugar del cual se habla más a menudo en los ecos de sociedad de los periódicos que en la sección de sucesos, sino en la hija de un diputado a quien se había visto obligado a citar en su despacho para recomendarle que no se siguiese dedicando a ciertas excentricidades. Aunque le había hablado en tono paternal, ella lo había tomado a mal. Bien es verdad que acababa de cumplir los dieciocho años.
—No es usted más que un funcionario, y le costará caro…
A las tres de la madrugada caía una llovizna, apenas visible, que bastaba, sin embargo, para barnizar las calles y dar, como las lágrimas a los ojos, más resplandor a las luces.
A las tres y media, en el tercer piso del George V sonó el timbre en la pieza en que una doncella y un criado dormitaban. Los dos abrieron los ojos. El criado fue el primero en fijarse que era la bombilla amarilla la que acababa de encenderse, y dijo:
—Es para Jules.
Lo que significaba que se llamaba al mozo, y éste fue a servir una botella de cerveza danesa a un cliente.
Los dos criados se amodorraron de nuevo, cada cual en su silla. Hubo un silencio más o menos largo y otra vez sonó el timbre, en el momento en que Jules, con más de sesenta años, y que siempre había hecho la guardia de noche, volvía con su bandeja vacía.
—¡Ya, va! ¡Ya va! —gruñó entre dientes.
Sin apresurarse se dirigió hacia el 332, donde una bombilla estaba encendida sobre la puerta; llamó, esperó un momento y, al no oír a nadie, abrió suavemente. No había nadie en el oscuro salón. Un poco de luz llegaba de la habitación en la que se oía un débil gemido continuado, como el de un animal o el de un niño.
La pequeña condesa estaba echada sobre su cama con los ojos medio cerrados, los labios entreabiertos y las dos manos sobre el pecho, en el lugar aproximado del corazón.
—¿Quién es? —gimió.
—El mozo, señora condesa.
La conocía bien. Ella también lo conocía.
—¡Me estoy muriendo, Jules! Y no quiero. Llame pronto a un doctor. ¿Hay alguno en el hotel?
—A esta hora, no, señora condesa; pero voy a avisar a la enfermera.
Hacía algo más de una hora que había servido, en el mismo apartamento, una botella de champaña, una botella de whisky, soda y un cubo de hielo. Botellas y vasos se encontraban aún en el salón, salvo una copa de champaña, volcada sobre la mesilla de noche.
—Allô!… Póngame rápido con la enfermera.
Mademoiselle Rosay, la telefonista de servicio, no se asombró y puso una clavija y luego otra en uno de los numerosos agujeros del cuadro.
Jules ovó un timbre lejano, y después una voz adormecida.
—Allô!… La enfermera a la escucha.
—¿Quiere hacer el favor de bajar en seguida al 332?
—Me muero. Jules…
—Ya verá como no, señora condesa.
No sabía qué hacer mientras tanto. Fue a encender las luces del salón, comprobó que la botella de champaña estaba vacía, mientras que la de whisky no lo estaba más que en sus dos terceras partes.
La condesa Paverini seguía gimiendo, con las manos crispadas sobre el pecho.
—¡Jules…!
—Sí, señora condesa.
—Si llegaran demasiado tarde…
—Mademoiselle Genévrier bajará en seguida.
—De todos modos, si llegaran demasiado tarde, dígales que me he envenenado, pero que no quiero morir…
La enfermera, de pelo gris y de rostro agrio, cuyo cuerpo, bajo la bata blanca, olía aún a cama, penetraba en el apartamento después de haber dado, por pura fórmula, unos golpecitos en la puerta. Llevaba un frasco de sabe Dios qué en la mano, un frasco parduzco, y cajas de medicamentos hinchaban sus bolsillos.
—Dice que se ha envenenado…
Antes de nada, mademoiselle Genévrier miró a su alrededor, descubrió la papelera de la que retiró un tubo farmacéutico y leyó la etiqueta.
—Pida a la telefonista que llame al doctor Frère… Es urgente.
Se hubiera dicho que ahora que había alguien para cuidarla, la condesa se abandonaba a su suerte, porque no trataba de hablar y su gemido se hacía más débil.
—Allô! Llame rápido al doctor Frère. ¡No, no soy yo! ¡Es la enfermera quien lo ha dicho!
Estas cosas son tan frecuentes en los hoteles de lujo y en ciertos barrios de París, que, cuando en el puesto de Policía se recibe, de noche, una llamada del distrito 16, por ejemplo, hay alguien, casi siempre, que pregunta:
—¿Gardenal?
Ya se ha convertido en un nombre corriente. Se dice «un gardenal» como se dice «un Bercy» para designar a un borracho.
—¡Vaya a buscarme agua caliente…!
—¿Hervida?
—¡Da lo mismo, con tal que esté caliente…!
Mademoiselle Genévrier había tomado el pulso a la condesa y le había levantado el párpado superior.
—¿Cuántos comprimidos se ha tragado?
Una voz de niña contestó:
—No sé… No sé… No me deje morir…
—Claro que no, hijita… Bébase esto.
La sostenía por los hombros, poniendo un vaso ante sus labios.
—¿Está malo?
—¡Beba!
A cuatro pasos de allí, en la avenida Marceu, el doctor Frère se vestía a toda prisa, cogía su maletín y momentos más tarde, salía medio dormido del inmueble, subiendo a su coche estacionado al borde de la acera.
El hall de mármol del George V estaba desierto: solamente se veían, a un lado, el recepcionista de noche leyendo un periódico, tras el mostrador de caoba, y al otro, el conserje, que no hacía nada.
—El 332 —anunció el médico al pasar.
—Ya sé…
La telefonista le había puesto al corriente.
—¿Pido una ambulancia?
—Voy a ver…
El doctor Frère conocía la mayoría de los apartamentos del hotel. Como la enfermera, dio un golpecito en cierto modo simbólico, entró, se quitó el sombrero y se dirigió hacia la alcoba.
Jules, después de traer un jarro de agua caliente, se había retirado a un rincón.
—Envenenamiento, doctor. Le he dado…
Cambiaron algunas palabras, que eran como taquigrafía, o como una conversación en clave, mientras que la condesa, aún sostenida por la enfermera, tenía violentas arcadas y empezaba a vomitar.
—¡Jules!
—¡Sí, doctor!
—Pida que llamen al Hospital Americano de Neuilly para que manden una ambulancia.
Todo esto no tenía nada de excepcional. La telefonista, con el micro sobre la cabeza, se dirigía a otra telefonista de noche, allá en Neuilly.
—No lo sé, chica. Se trata de la condesa Paverini y el doctor está arriba, con ella.
El teléfono sonaba en el 332. Jules descolgó y anunció:
—La ambulancia estará aquí dentro de diez minutos.
El médico guardaba en su maletín la jeringuilla con la que acababa de inyectar.
—¿La visto?
—Conténtese con envolverla en una manta. Si ve una maleta por ahí, ponga en ella algunas cosas. Usted sabe mejor que yo lo que puede necesitar…
Un cuarto de hora más tarde dos enfermeros bajaban a la pequeña condesa y luego la izaban hasta la ambulancia, mientras que el doctor Frère se instalaba en su coche.
—Llegaré allí al mismo tiempo que ustedes.
Conocía a los enfermeros. Los enfermeros lo conocían. Conocía también a la recepcionista del hospital, a quien fue a decir unas palabras, y al joven médico de guardia. Estas gentes hablaban poco, siempre en clave, porque tenían costumbre de trabajar juntos.
—La habitación 41 está libre…
—¿Cuántos comprimidos?
—No recuerda. Encontraron el tubo vacío.
—¿Ha vomitado?
Esta enfermera le era tan familiar al doctor Frère como la del George V. Mientras ella se afanaba, él encendió un cigarrillo.
Lavado de estómago. Pulso. Nueva inyección.
—Ya no hay más que dejarla dormir. Tómele el pulso cada media hora.
—Bien, doctor.
Bajó en un ascensor igual al del hotel y dio algunas instrucciones a la recepcionista, que las anotó.
—¿Ha avisado a la Policía?
—Todavía no.
Miró el reloj blanco y negro. Las cuatro y media.
—Póngame con el puesto de Policía de la calle Berry.
Allí había bicicletas ante la puerta, bajo el farol. En el interior, dos jóvenes agentes jugaban a las cartas y un sargento se preparaba café en un infiernillo.
—Alló…! Puesto de la calle Berry… ¿Doctor cómo? ¿Frère? ¿Cómo «hermano»…? Bien, escucho. Un momento.
El sargento cogió un lápiz y apuntó sobre un trozo de papel las indicaciones que le suministraban.
—Sí… Sí… Anunciaré que va usted a enviar unos informes… ¿Ha muerto?
Colgó y dijo a los otros dos, que le miraban:
—Gardenal… George V…
Para él, esto representaba solamente un trabajo más. Descolgó, suspirando.
—¿La central…? Aquí el puesto de la calle Berry. Soy yo, Marchal. ¿Qué tal os va por ahí? Aquí, tranquilos. ¿Los camorristas…? No, no nos los hemos quedado en el puesto… Uno de los tipos conocía a un montón de gente, ¿comprendes…? Tuve que telefonear al comisario, quien me dijo que los soltáramos…
Se trataba de una bronca en un cabaret de noche de la calle Ponthieu.
—¡Oye! Tengo otra cosa… Un gardenal… ¿Tomas nota? Condesa… Sí, una condesa… Auténtica o falsa, yo qué sé… Paverini. P, de Pablo; a, de Arturo; v, de Víctor; e, de… Paverini, sí. Hotel George V. Apartamento 332. Doctor Frère como «hermano». Hospital Americano de Neuilly… Sí, habló. Quiso morir, y luego no quiso. La eterna canción…
A las cinco y media el inspector Justin, del distrito 8 interrogó al conserje de noche del George V, anotó algunas palabras en su libreta, habló después con Jules, el mozo, y luego se dirigió al hospital de Neuilly, donde le dijeron que la condesa dormía y que su vida no estaba en peligro.
A las ocho de la mañana seguía lloviznando, pero el cielo estaba claro y Lucas, ligeramente acatarrado, se instalaba en su despacho del Quai des Orfèvres, donde los informes de la noche le esperaban.
Encontraba así, en algunas frases administrativas, los rastros de la bronca de la calle Ponthieu, de una docena de chicas detenidas, de algunos borrachos, de un ataque con arma blanca en la calle de Flandre y de algunos otros incidentes que no se salían de lo rutinario.
Seis líneas le pusieron también al corriente de la tentativa de suicidio de la condesa Paverini, de soltera La Serte.
Maigret llegó a las nueve, un poco preocupado por culpa de la hija del diputado.
—¿Ha preguntado por mí el jefe?
—Todavía no.
—¿Hay algo importante en el informe?
Lucas dudó un momento, juzgó que, al fin y al cabo, un intento de suicidio, incluso en el George V, no era cosa importante, y contestó:
—Nada…
No se imaginó que con ello cometía una grave falta que iba a complicar la existencia de Maigret y de toda la Policía Judicial.
Cuando en el pasillo retumbó el timbre, el comisario, con algunos expedientes en la mano y con otros jefes de servicio, se dirigió hacia el despacho del gran jefe. Trataron de asuntos en curso, que incumbían a distintos comisarios, pero, por no saberlo, no habló de la condesa Paverini.
A las diez estaba ya de vuelta en su despacho y, con la pipa en la boca, empezó su informe sobre un ataque a mano armada ocurrido tres días antes y cuyos autores pensaba detener en breve plazo gracias a un gorro de alpinista abandonado en el lugar del suceso.
Cierto John T. Arnold, que, alrededor de la misma hora, desayunaba en pijama y bata en el hotel Scribe, de los grands boulevards, descolgó el teléfono.
—¡Alló!, señorita… ¿Quiere ponerme con el coronel Ward, del hotel George V?
—En seguida, míster Arnold.
Míster Arnold era un antiguo cliente que vivía en el Scribe casi todo el año.
La telefonista del Scribe y la del George V se conocían, sin haberse visto nunca, como se conocen las telefonistas.
—¡Alló!, chiquita, ¿quieres ponerme con el coronel Ward?
—¿Para Arnold?
Los dos hombres tenían la costumbre de telefonearse varias veces al día, y la llamada de las diez de la mañana era una tradición.
—Todavía no ha pedido su desayuno. ¿Lo llamo de todas maneras?
—Espera que se lo pregunte al cliente…
La clavija pasó de un agujero a otro.
—Míster Arnold, el coronel no ha pedido aún su desayuno. ¿Hago que lo despierten?
—¿Ha dejado algún recado?
—No me han dicho nada…
—¿Son las diez, seguro?
—Sí, las diez…
—¡Llámelo!
De nuevo, la clavija.
—Llámalo, chiquita. Mala suerte si protesta…
Silencio en la línea. La telefonista del Scribe tuvo tiempo de dar otras tres comunicaciones, una de ellas con Ámsterdam.
—¡Alló!, chiquita. ¿No habrás olvidado a mi coronel?
—Lo llamo sin parar. No responde.
Momentos más tarde, el Scribe llamó otra vez al George V.
—Mira, chiquita. He dicho a mi cliente que el coronel no contesta. Dice que es imposible, que el coronel espera su llamada a las diez y que es muy importante…
—Voy a llamar una vez más…
Después de otra tentativa infructuosa:
—Espera un momento. Voy a preguntar al conserje si ha salido.
Un silencio.
—No. Su llave no está en el casillero. ¿Qué quieres que haga?
En su apartamento, John T. Arnold se impacientaba.
—¡Señorita! ¿Olvida usted mi comunicación?
—No, míster Arnold. El coronel no contesta. El conserje no lo ha visto salir, y su llave no está en el casillero.
—Que manden al mozo para que llame a su puerta…
Ya no era Jules, sino un italiano, llamado Gino, que le había relevado en el tercer piso, donde se encontraba el apartamento del coronel Ward, cinco puertas más allá del de la condesa Paverini.
El mozo llamó al conserje:
—No contestan, y la puerta está cerrada con llave.
El conserje se volvió hacia su ayudante.
—Vete a ver…
El ayudante llamó, a su vez, murmurando:
—Coronel Ward…
Entonces sacó de su bolsillo una llave maestra y consiguió abrir la puerta.
En el apartamento, las contraventanas estaban cerradas y una lámpara se había quedado encendida sobre la mesa del salón. La alcoba estaba también iluminada, la cama preparada para la noche y el pijama desdoblado.
—Coronel Ward…
Había ropa sobre una silla, calcetines sobre la alfombra, dos zapatos desperdigados, uno de ellos al revés, enseñando la suela.
—¡Coronel Ward…!
La puerta del cuarto de baño estaba entornada. El ayudante del conserje llamó primero, empujó la puerta después y dijo simplemente:
—¡M…!
Estuvo a punto de telefonear desde la habitación, pero le gustaba tan poco quedarse allí que prefirió salir del apartamento, cuya puerta cerró, y, despreciando el ascensor, bajó las escaleras corriendo.
Tres o cuatro clientes rodeaban al conserje, que consultaba un horario de líneas aéreas transatlánticas. El ayudante habló al oído de su jefe.
—Está muerto…
—Un momento…
De pronto, el conserje, como si descubriera el sentido de las palabras que acababa de oír:
—¿Qué dices?
—Muerto… En la bañera…
El conserje se dirigió en inglés a sus clientes para pedirles que esperasen un momento. Atravesó el hall y se inclinó sobre el mostrador de los recepcionistas.
—¿Monsieur Gilles está en su despacho?
Le indicaron que sí y fue a llamar a una puerta que se encontraba en el ángulo izquierdo.
—Perdone, monsieur Gilles… Acabo de mandar a René al apartamento del coronel… Dice que está muerto en la bañera…
Monsieur Gilles llevaba pantalones a rayas y chaqueta de cheviot negra. Se volvió hacia su secretaria.
—Llame en seguida al doctor Frère. Estará visitando a sus enfermos. Que se las arreglen para dar con él.
Monsieur Gilles sabía cosas que la Policía ignoraba todavía. El conserje, monsieur Albert, también.
—¿Qué piensa usted, Albert?
—Lo mismo que usted, sin duda…
—¿Le han puesto a usted al corriente respecto a lo de la condesa?
Movimiento de cabeza afirmativo.
—Subo…
Pero como no tenía ganas de subir solo, escogió, para acompañarlo, a uno de los jóvenes de chaqué y pelo engominado, de la recepción. Al pasar ante el conserje, que había vuelto a su puesto, le dijo:
—Avise a la enfermera. Que baje inmediatamente al 347…
El hall no estaba vacío como por la noche. Los tres americanos seguían discutiendo sobre el avión que tomarían. Una pareja, recién llegada, rellenaba su ficha en la recepción. La florista estaba en su puesto y la vendedora de periódicos, no lejos del encargado de las entradas para el teatro. En las butacas esperaban algunas personas, entre ellas la primera vendedora de un gran modisto, con una caja llena de trajes.
Arriba, en el umbral del cuarto de baño del 347, el director no se atrevía a mirar el cuerpo obeso del coronel, extrañamente acostado en su bañera, con la cabeza bajo el agua y el vientre emergiendo.
—Llame a la…
Cambió de idea al oír un timbre en la habitación contigua. Acudió.
—¿Monsieur Gilles?
Era la voz de la telefonista.
—He podido encontrar al doctor Frère en casa de uno de sus pacientes, calle François I. Estará aquí dentro de unos minutos.
El joven de la recepción preguntó:
—¿A quién tengo que llamar?
Evidentemente, a la Policía. Es indispensable en casos de accidente de este género. Monsieur Gilles conocía al comisario del barrio, pero los dos hombres no simpatizaban. Además, los de la Comisaría actuaban a veces con una falta de tacto muy molesta para un hotel como el George V.
—Llame usted a la Policía Judicial.
—¿A quién?
—Al director.
Aunque se habían encontrado varias veces en algunas comidas, no habían cambiado más que algunas palabras, cosa suficiente como introducción.
—¡Alló!… ¿El director de la Policía Judicial…? Perdone que le moleste, monsieur Benoit… Aquí, Gilles, director del George V… ¡Alló!… Acaba de suceder… Quiero decir que acabo de descubrir…
No sabía cómo enfocarlo.
—Se trata, por desgracia, de una personalidad importante, conocida mundialmente… El coronel Ward… Sí… David Ward… Uno de mis empleados lo ha encontrado muerto, hace un momento, en la bañera… No sé nada más, no… He preferido llamarle a usted en seguida… Espero al médico de un momento a otro… Ya supondrá lo que le agradecería…
Discreción, claro. No tenía ningún empeño en ver cómo asaltaban el hotel los periodistas y los fotógrafos.
—No… Naturalmente. Le prometo que no tocaremos nada. Yo mismo, en persona, quedaré en el apartamento. En este momento llega el doctor Frère. ¿Quiere usted hablarle?
El doctor, que no sabía nada todavía, cogió el auricular que le tendían.
—El doctor Frère al aparato. ¡Alló!… Sí… Estaba en casa de un enfermo y llego en este momento. ¿Cómo dice? No puedo decir que sea uno de mis clientes, pero lo conozco.
»Una vez solamente tuve que curarle de una gripe benigna. ¿Cómo? Al contrario, muy sólida a pesar de la vida que lleva… Que llevaba, si le parece… Perdone… Todavía no he visto el cuerpo. Comprendido. Hasta luego, señor director. ¿Quiere usted hablarle de nuevo? ¿No…?».
Colgó y preguntó:
—¿Dónde está?
—En la bañera…
—El director de la Policía Judicial aconseja que no se toque nada hasta que él mande a alguien.
Monsieur Gilles se dirigió al joven empleado de la recepción.
—Puedes bajar. Que se espere a las personas de la Policía que van a enviar y que se las haga subir discretamente. Nada de comentarios en el hall sobre este asunto, por favor… ¿Comprendido?
—Sí, señor director.
Un timbrazo en el despacho de Maigret.
—¿Hace el favor de venir un momento?
Era la tercera vez que se molestaba al comisario desde que había empezado su informe sobre el robo a mano armada. Volvió a encender su pipa, que había dejado apagar, atravesó el pasillo y llamó a la puerta del jefe.
—Pase, Maigret, siéntese.
Algunos rayos de sol empezaban a mezclarse con la lluvia y llegaban hasta el tintero de cobre del director.
—¿Conoce usted al coronel Ward?
—He leído su nombre en los periódicos. Es el hombre de las tres o cuatro mujeres, ¿no?
—Acaban de encontrarlo muerto en su bañera, en el George V.
Maigret no rechistó, sumido como estaba aún en su historia del hold up.
—Creo que es mejor que vaya usted allí en persona. El médico, que es más o menos adicto al hotel, me acaba de decir que el coronel gozaba ayer de excelente salud y que no sabía que hubiese tenido nunca trastornos cardíacos. La Prensa va a ocuparse de ello, no sólo la Prensa francesa, sino la internacional…
A Maigret le horrorizaban estas historias de personas demasiado conocidas, de las que hay que ocuparse poniéndose guantes.
Una vez más, su informe esperaría. Con aire de mal humor empujó la puerta del despacho de los inspectores, preguntándose a quién escogería para acompañarlo. Janvier estaba allí, pero él también se había encargado del robo a mano armada.
—Vete a mi despacho y trata de continuar mi informe… Tú, Lapointe…
El joven Lapointe levantó la cabeza, feliz.
—Ponte el sombrero. Me vas a acompañar…
Y a Lucas:
—Si preguntan por mí, estoy en el George V.
—¿La historia del envenenamiento?
Le salió espontáneamente, y Lucas se ruborizó.
—¿Qué historia de envenenamiento?
Lucas tartamudeó:
—La condesa…
—¿De quién hablas?
—Había algo en los informes de esta mañana relacionado con una condesa de nombre italiano, que ha intentado suicidarse en el George V. Si no le he dicho nada…
—¿Dónde está el informe?
Lucas rebuscó entre los papeles amontonados sobre la mesa y sacó una hoja administrativa.
—No ha muerto… Por eso…
Maigret ojeaba lo escrito.
—¿Pudieron interrogarla?
—No sé. Alguno de los del distrito 7 fue al hospital de Neuilly… No sé aún si ella fue capaz de declarar…
Maigret ignoraba que esa misma noche, un poco antes de las dos de la madrugada, la condesa Paverini y el coronel David Ward se habían bajado de un taxi ante el George V y que el conserje no se había asombrado al verlos llegar juntos para coger sus llaves.
Jules, el mozo de piso, tampoco se había sorprendido cuando, al responder a la llamada del 332, se había encontrado al coronel en el apartamento de la condesa.
—¡Lo de costumbre, Jules! —le dijo ésta.
Esto quería decir una botella de Krug 1947 y una botella que no estuviera descorchada, ni empezada, de Johnny Walker, porque el coronel no se fiaba del whisky que él mismo no hubiera descorchado.
Lucas, que se esperaba una reprimenda, se sintió más mortificado cuando Maigret lo miró con aire sorprendido, como si tal falta de juicio fuese increíble por parte de su veterano colaborador.
—Vamos, Lapointe.
Se cruzaron con una pequeña libertina que el comisario había citado.
—Vuelve a verme esta tarde.
—¿A qué hora, jefe?
—A la que quieras…
—¿Cojo un coche? —preguntó Lapointe.
Cogieron uno. Lapointe se puso al volante. En el George V, el portero tenía instrucciones. A medida que los dos policías avanzaban, las puertas se abrían, y en un abrir y cerrar de ojos se encontraron ante el 347, donde se hallaba el director, avisado por teléfono.
Maigret no había tenido ocasión, frecuentemente, de actuar en el George V, pero había sido llamado, de todos modos, dos o tres veces y conocía a monsieur Gilles, a quien estrechó la mano. El doctor Frère esperaba en el salón, cerca del velador sobre el que había puesto su maletín negro. Era un hombre muy tranquilo, que tenía una clientela importante y que conocía casi tantos secretos como Maigret. Sólo que se movía en un mundo diferente, en el que la Policía raramente tiene ocasión de penetrar.
—¿Muerto?
Pestañeó.
—¿Hacia qué hora?
—La autopsia lo dirá exactamente, si es que, como supongo, se ordena hacer una autopsia.
—¿No se trata de un accidente?
—Venga a verlo…
Maigret no apreció más que monsieur Gilles el espectáculo que ofrecía el cuerpo desnudo en la bañera.
—No lo he variado de lugar porque, bajo el punto de vista médico, era inútil. A primera vista, podría tratarse de uno de esos accidentes que ocurren, más a menudo de lo que pensamos, en las bañeras. Se resbala uno, dándose con la cabeza en el borde, y…
—Ya sé… Sólo que eso no deja huellas sobre los hombros… ¿Es esto lo que quería usted decir?
Maigret también había notado las dos manchas más oscuras sobre los hombros del muerto, semejantes a unas equimosis.
—Piensa usted que le han ayudado, ¿verdad?
—No sé. Preferiría que el médico forense resuelva la cuestión…
—¿Cuándo lo vio usted vivo por última vez?
—Hace alrededor de una semana, cuando vine a poner una inyección a la condesa…
Monsieur Gilles se ensombreció. ¿Habría tenido la intención de evitar que se tratase de ella?
—¿Una condesa con nombre italiano?
—La condesa Paverini.
—¿La que intentó suicidarse la noche pasada?
—La verdad es que no estoy seguro de que su intención fuera seria. Es cierto que tomó cierta cantidad de fenobarbital. Yo sabía que ella lo usaba corrientemente por las noches. Aumentó la dosis, pero dudo de que tomase una cantidad suficiente para provocarle la muerte.
—¿Un falso suicidio?
—Es lo que me pregunto…
Estaban acostumbrados, tanto uno como otro, a las mujeres —casi siempre mujeres bonitas— que, después de una discusión, de una decepción, de una historia amorosa, toman una cantidad de somnífero suficiente para producir los síntomas de un envenenamiento, sin poner por ello en peligro su vida.
—¿Dice usted que el coronel estaba presente cuando usted inyectó a la condesa?
—Cuando estaba en París le inyectaba dos veces por semana… Vitamina B y C. Nada importante… Cansancio… ¿Comprende?
—¿Y el coronel…?
Monsieur Gilles prefirió contestar él mismo.
—El coronel y la condesa mantenían estrechas relaciones… Cada cual tenía su apartamento, siempre me he preguntado por qué, pues…
—¿Era su amante?
—Era una situación admitida, podríamos decir que oficial. Hace dos años que el coronel pidió el divorcio y, en su esfera social, esperaban que, una vez libre, se casara con ella…
Maigret estuvo a punto de preguntar con fingida ingenuidad:
—¿Qué esfera social?
¿Para qué? El teléfono sonaba. Lapointe miró a su jefe para saber lo que debía hacer. Resultaba visible que la decoración impresionaba al joven inspector.
—Cógelo…
—Allô…! ¿Cómo? Sí, está aquí… Soy yo, sí…
—¿Quién es? —preguntó Maigret.
—Lucas quiere decirle algo.
—Allô!, Lucas…
Éste, para desquitarse de su falta por la mañana, se había puesto en comunicación con el Hospital Americano de Neuilly.
—Le ruego que me perdone, jefe… No me lo perdonaré nunca… ¿No ha vuelto al hotel…?
La condesa Paverini acababa de abandonar su habitación del hospital, donde la habían dejado sola, y se había marchado, sin que nadie tratase de impedirlo.