Durante el regreso cambiaron pocas palabras. Varias veces Lapointe abrió la boca, pero el silencio de Maigret era tan denso, tan intencionado, que no se atrevió a decir nada.
Janvier conducía y, poco á poco, iba teniendo la sensación de comprender.
Unos kilómetros de diferencia y hubieran sido ellos los que se hubieran llevado a Gastón Meurant.
—Quizá sea mejor así —murmuró Janvier, como hablando consigo mismo.
Maigret ni aprobó ni desaprobó. ¿A qué aludía exactamente Janvier, por otra parte?
Subieron los tres las escaleras de la P. J. y se separaron en el corredor, Lapointe y Janvier para entrar en el despacho de inspectores, Maigret en dirección al suyo, donde colgó su abrigo y su sombrero en el armario.
No tocó la botella de coñac que reservaba para ciertos clientes. Apenas tuvo tiempo de llenar una pipa cuando Lucas llamó y depositó ante él un grueso expediente.
—Esto es lo que he encontrado arriba, jefe. Parece que cuadra.
Y, en efecto, cuadraba. Era el expediente de un tal Pierre Millard, alias Pierrot, de treinta y dos años, nacido en París, en el barrio de la Goutte d’Or.
Desde la edad de los dieciocho años tenía su ficha, compareciendo por primera vez ante el tribunal del Sena por proxenetismo. Luego fueron otras dos condenas por el mismo motivo, con una temporada en Fresnes: más tarde, una condena por golpes y heridas en Marsella, y, al fin, cinco años en la central, en Fontevrault, por robo en una fábrica de Burdeos, con golpes y violencia sobre la persona de un guarda nocturno al que se encontró medio muerto.
Salió de la central año y medio más tarde. Desde entonces, se había perdido su rastro.
Maigret descolgó el teléfono, y llamó a Tolón.
—¿Es usted, Blanc? Bueno, viejo, hemos llegado al final. Dos balas en la piel de un tal Pierre Millard, alias Pierrot.
—¿Un tipo moreno, bajo?
—Sí. Se está buscando su cuerpo en el Marne, al que cayó de cabeza. ¿Le dice algo su nombre?
—Tendré que hablar con mis hombres. Me parece que ha rodado hace poco más de un año.
—Es verosímil. Salió de Fontevrault y le estaba prohibida su residencia aquí. Quizá, ahora que conoce su nombre, pueda hacerle algunas preguntas concretas a Alfred Meurant. ¿Sigue ahí?
—Sí. ¿Quiere que le llame más tarde?
—Gracias.
En París, en todo caso, Millard había sido prudente.
Si venía con frecuencia, casi todos los días, procuraba no dormir nunca aquí. Encontró un refugio seguro a orillas del Marne, en la casa de la vieja, que debía ser su abuela.
No se movió desde el doble crimen de la calle Manuel. Ginette Meurant no había tratado de unirse con él. No le había enviado ningún mensaje. Acaso ignoraba el sitio donde se ocultaba.
Si las cosas hubieran ocurrido de otra forma, si Nicolás Cajou, en particular, no hubiera testimoniado, Gastón Meurant habría sido condenado a muerte o a trabajos forzados a perpetuidad. En el mejor de los casos, le habrían salido veinticinco años.
Millard, entonces, una vez dictada sentencia, habría podido salir de su escondite e irse a provincias o al extranjero, donde Ginette no tendría más que ir a reunirse con él.
—Aló, sí…
Le llamaban de Seine-et-Marne. Era la brigada móvil de Gournay, que le anunciaba que se habían encontrado piezas de oro, acciones al portador y un cierto número de billetes de banco en una vieja cartera.
Todo estaba enterrado, protegido por una caja de hierro, en el cercado de los gansos y patos.
Todavía no se había encontrado el cuerpo, al que se confiaba hallar, como a la mayor parte de los ahogados en el canal, en la presa de Chelles, según estaba acostumbrado a hacer el guarda.
Se habían hecho más descubrimientos en la casa de la vieja, entre otros, en el granero, una vieja maleta que contenía un vestido de novia segundo imperio, un traje, otros vestidos, algunos de seda parda o azul pastel, adornados con encajes amarillos. El hallazgo más inesperado era un uniforme de zuavo de comienzos del siglo.
La Madre de los Gansos apenas si se acordaba de su familia, y la muerte de su nieto no parecía haberla afectado. Cuando se le habló de llevarla a Gournay para interrogarla, sólo se preocupó de sus volátiles y tuvieron que prometerle que la volverían a llevar aquella misma tarde.
Apenas si pensaban ocuparse de su pasado, ni de sus hijos, de los que se había perdido todo rastro.
Quizá viviría aún años en su casita a orillas del río.
—¡Janvier!
—Sí, jefe.
—¿Quieres tomar a Lapointe contigo e ir a la calle Delambre?
—¿Me la traigo?
—Sí.
—¿No cree que sería mejor llevar una orden de detención?
Maigret, como oficial de policía judicial, tenía derecho a firmar órdenes de detención y lo hizo sin esperar a más.
—¿Y si hace preguntas?
—No digas nada.
—¿Le pongo las esposas?
—Sólo si es indispensable.
Blanc volvió a llamar desde Tolón.
—Acabo de hacerle algunas preguntas interesantes.
—¿Le ha comunicado la muerte de Millard?
—Naturalmente.
—¿Pareció sorprendido?
—No. Ni siquiera se molestó en fingirlo.
—¿Ha confesado?
—Más o menos. A usted le toca juzgar. Ha tenido buen cuidado de no decir nada que pueda perjudicarle. Admite que conocía a Millard. Lo encontró varias veces, hace más de siete años, en París y en Marsella. Luego, Millard cumplió cinco años y Alfred Meurant quedó sin noticias de él.
»A su salida de Fontevrault, Millard volvió a Marsella y luego a Tolón. Estaba en mala situación y trataba de salir adelante. Su idea, según Meurant, no era ya robar, sino dar un buen golpe que le sacara de apuros de una vez para siempre.
»En cuanto hubiera rehecho su guardarropa, tenía la intención de volver a París.
»Sólo se quedó unas semanas en la Costa. Meurant admite que le entregó pequeñas cantidades, y que le presentó a compañeros y que éstos también le ayudaron.
»En cuanto al asunto de Ginette Meurant, su cuñado habla de ello como de una broma. Según él, en el momento de su partida, le dijo:
»—Si te faltan mujeres alguna vez, siempre puedes ir a buscar a mi cuñadita, que está casada con un imbécil y se aburre.
»Jura que no hubo nada más. Él le dio la dirección de Ginette, añadiendo que frecuentaba a menudo un baile de la calle Gravilliers.
»A creerle, Pierre Millard no le volvió a dar noticias suyas ni las tuvo tampoco de Ginette».
Esto no era forzosamente cierto, pero resultaba plausible.
—¿Qué hago con él?
—Tome su declaración y suéltele. De todas formas no le pierda de vista, pues le necesitarán en el proceso.
¡Si es que había proceso! Una nueva investigación iba a comenzar, en cuanto Lapointe y Janvier llevaran a Ginette Meurant al despacho de Maigret.
¿Se establecería de forma suficiente su complicidad con su amante?
Nicolás Cajou iría a reconocer el cuerpo de Millard, y luego la camarera y otras personas aún.
Luego, vendría la instrucción; después, eventualmente, la transmisión del sumario a la sala de actas de acusación.
Durante todo este tiempo, era más que probable que Ginette permaneciera en la cárcel.
Luego, un día, se presentaría ante los tribunales también.
Maigret sería llamado como testigo, una vez más. Los jurados tratarían de comprender algo de aquella historia que se desarrollaba en un mundo tan diferente de su universo familiar.
Antes de esto, puesto que el asunto era más sencillo y el programa menos recargado en los Tribunales de Seine-et-Marne, Maigret sería citado en Melun.
Junto con otros testigos, le encerrarían en una habitación sombría y acolchada como una sacristía, donde esperaría su turno mirando a la puerta y escuchando los ecos ensordecidos de la audiencia.
Volvería a encontrar a Gastón Meurant entre dos gendarmes, y juraría decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.
¿La diría verdaderamente toda? ¿No había tomado en cierto momento, mientras el teléfono sonaba sin cesar en su despacho, donde tenía de algún modo todos los hilos de los personajes, una responsabilidad difícil de explicar?
¿No habría podido…?
De allí a dos años, no tendría que encargarse ya de los problemas de los demás. Viviría con su mujer lejos del Quai des Orfèvres y de los palacios de justicia, donde se juzga a los hombres, en una vieja casita que se parecía a una rectoral, y, durante horas, permanecería sentado en una barca amarrada a un piquete, contemplando pasar el agua y pescando con caña.
Su despacho estaba lleno de humo de pipa. Al lado se oía el tecleo de las máquinas de escribir, el timbre de los teléfonos.
Se sobresaltó cuando, tras un ligero golpe en la puerta, se abrió ésta ante la joven silueta de Lapointe.
¿Hizo verdaderamente un movimiento de retroceso, como si vinieran a pedirle cuentas?
—Ella está aquí, jefe. ¿Quiere usted verla en seguida?
Y Lapointe esperó, dándose perfectamente cuenta de que Maigret estaba saliendo lentamente de un sueño o de una pesadilla.
Noland, 23, noviembre, 1959.