Capítulo VII

Durante años, Gastón Meurant, con su color pálido, su pelo rubio, sus ojos azules, su aire de cordero, había sido un tímido, sin duda, pero, sobre todo, un paciente, un obstinado, que se había esforzado, en medio de los tres millones de habitantes de París, por crear una pequeña felicidad a su medida.

Había aprendido su oficio lo mejor que pudo, un oficio delicado, que exigía gusto y minuciosidad, y se podía pensar que el día en que se instaló por su cuenta, aunque fuera al fondo de un patio, sintió la satisfacción de haber superado el obstáculo más difícil.

¿Fue su timidez, su prudencia o el miedo a equivocarse lo que le mantuvo tanto tiempo alejado de las mujeres? En el curso de sus interrogatorios, había confesado a Maigret que, hasta su encuentro con Ginette, se había contentado con poco, lo mínimo, furtivos contactos que le parecían vergonzosos, salvo en el caso de una aventura que tuvo, hacia los dieciocho años, con una mujer mucho mayor que él y que duró algunas semanas.

El día en que, ruborizándose, pidió al fin a una mujer que se casara con él, había pasado ya ampliamente los treinta años y el destino quiso que fuera una muchacha que, algunos meses más tarde, cuando él esperaba impacientemente el anuncio de un futuro nacimiento, le confesaba que no podía tener hijos.

No se rebeló. Aceptó, del mismo modo que había aceptado que ella fuera tan diferente de la compañera que él había soñado.

A pesar de todo, constituían una pareja. No estaba ya solo, aunque no hubiera siempre luz en la ventana cuando regresaba por la noche, aunque él, a menudo, tuviera que preparar la cena y aunque, después, no tuvieran nada que decirse.

El sueño de ella era vivir en medio del movimiento de un restaurante del que fuera la dueña y él había cedido, sin ilusión, sabiendo que la experiencia sólo podía terminar en un fracaso.

Luego, sin demostrar amargura, volvió a su taller y a sus cuadros, viéndose obligado, de vez en cuando, a pedirle ayuda a su tía.

Durante aquellos años de vida conyugal, lo mismo que en los que los habían precedido, no reveló cólera alguna, ninguna impaciencia.

En suma, había edificado un pequeño mundo para él en torno a su amor y se agarraba a él con todas sus fuerzas.

¿No explicaba esto el odio que endureció sus ojos cuando Maigret declaró, en la Audiencia, substituyendo con otra imagen la que se había formado de Ginette?

Absuelto sin desearlo, en cierto modo, liberado a causa de las sospechas que pesaban ya sobre su compañera, se marchó del Palacio de Justicia, a pesar de todo, con su compañera y a su lado; sin cogerse del brazo, habían llegado a su vivienda del bulevar de Charonne.

Sin embargo, no había dormido en, su cama. Dos, tres veces, la mujer había ido a hablarle, esforzándose acaso por tentarle, pero ella había acabado por dormir sola mientras él pasaba la mayor parte de la noche velando en el comedor.

En ese momento, sin embargo, aún se debatía, aún se obstinaba en dudar. Quizá hubiera sido capaz de recuperar la fe. Pero ¿le habría durado mucho tiempo? ¿Habría podido empezar de nuevo la vida como antes? ¿No habría pasado, antes de la crisis definitiva, por una serie de alternativas dolorosas?

Fue a ver, solo, sin afeitar, una fachada de hotel. Para darse ánimos, bebió tres coñacs. Dudó aún si entrar bajo la bóveda encristalada del Quai des Orfèvres.

¿Se equivocó Maigret al hablarle brutalmente, desencadenado el resorte que, de todas formas, se habría desencadenado, más tarde o más pronto?

Aun queriéndolo, el comisario no habría podido obrar de otra forma. Absuelto Meurant, declarado no culpable, quedaba en libertad, en algún sitio, un hombre que había degollado a Leontine Faverges y ahogado después a una niña de cuatro años, un asesino que poseía la suficiente sangre fría y astucia como para enviar a otro en su lugar ante los tribunales y que había estado a punto de conseguirlo.

Maigret había operado en caliente, obligando de un solo golpe a Meurant a abrir los ojos, a mirar al fin la verdad de frente, y era ya otro hombre el que salió de su despacho, un hombre para quien no contaba ya nada sino su idea fija.

Había caminado derecho, sin sentir el hambre ni el cansancio, pasando de un tren a otro, incapaz de detenerse antes de llegar a su meta.

¿Sospechaba que el comisario había establecido una red de vigilancia en torno a él, que le esperaban al pasar por las estaciones y que había siempre alguien detrás de sus talones, acaso para intervenir en el último momento?

No parecía preocuparse de ello, convencido de que la astucia de la policía no podía nada contra su voluntad.

Las llamadas telefónicas se sucedían, tras un informe por palabras. La mesa de escucha, que acechaba las posibles llamadas de Ginette Meurant, siempre en su habitación de la calle Delambre, no tenía nada que decir.

El abogado Lamblin no había llamado ni al Mediodía, ni a ningún número interurbano.

En Tolón, Alfred Meurant, el hermano, no había abandonado «Los Eucaliptus» y tampoco había llamado a nadie por teléfono.

Se estaba ante el vacío, un vacío en cuyo centro no había más que un hombre silencioso agitándose como en un sueño.

A las once cuarenta, Lapointe llamó desde la estación de Lyon.

—Acaba de llegar, jefe. Está tomándose unos sandwichs en el mostrador. Sigue con su maleta. ¿Es usted quien ha enviado a Neveu a la estación?

—Sí. ¿Por qué?

—Me preguntaba si desearía usted que me relevara. Neveu está en el mostrador también, muy cerca de Meurant.

—No te ocupes de él. Continúa.

Un cuarto de hora más tarde, era el inspector Neveu quien informaba.

—Hecho, jefe. He tropezado con él a la salida. No se ha dado cuenta. Va armado. Una gran automática, probablemente una Smith et Wesson, en el bolsillo derecho de su chaqueta. No se nota demasiado gracias a la gabardina.

—¿Ha salido de la estación?

—Sí. Ha subido a un autobús y he visto a Lapointe subir detrás de él.

—Puedes volver.

Meurant no había entrado en ninguna armería. Forzosamente era en Tolón donde se había procurado la automática, y sólo se la podía haber dado su hermano.

¿Qué había pasado exactamente entre los dos hombres, en el primer piso de aquella curiosa pensión que servía de casa de citas a los jóvenes descarriados?

Gastón Meurant sabía ahora que también su hermano había tenido relaciones íntimas con Ginette, y, sin embargo, no era por eso por lo que había ido a pedirle cuentas.

¿No esperaría, yendo a Tolón, obtener informes sobre el hombre de poca talla, de pelo muy moreno, que, varias veces por semana, acompañaba a su mujer a la calle Víctor-Massé?

¿Tenía alguna razón para creer que su hermano estaba al corriente de ello? Y, en fin, ¿había encontrado lo que buscaba, un nombre, un indicio que la policía, por su parte, buscaba en vano desde hacía varios meses?

Era posible. Era probable, puesto que había exigido que su hermano le entregara un arma.

Si Alfred Meurant había hablado, en todo caso, no era por afecto hacia su hermano. ¿Había tenido miedo? ¿Le había amenazado Gastón? ¿Le había revelado algo? ¿Algo que le ponía en sus manos para el día que él quisiera?

Maigret llamó a Tolón y consiguió, no sin esfuerzo, comunicar con el comisario Blanc.

—Soy yo otra vez, viejo. Me excuso por todo el trabajo que le estoy dando. Puede que necesitemos a Alfred Meurant de un momento a otro. No es seguro que se le encuentre en el momento preciso, pues no me extrañaría que le entraran ganas de viajar. Hasta ahora, no tengo nada contra él. ¿No podría usted interrogarle bajo un pretexto más o menos plausible y retenerle durante unas horas?

—De acuerdo. No es difícil. A esta gente siempre tengo preguntas que hacerle.

—Gracias. Trate de saber si poseía una automática de bastante calibre y sí sigue en su habitación.

—Entendido. ¿Nada nuevo?

—Todavía no.

Maigret estuvo a punto de añadir que no tardaría en haberlo. Acababa de advertir a su mujer que no regresaría a comer y, no queriendo abandonar su despacho, había encargado unos sandwichs a la cervecería Dauphine.

Seguía lamentando no estar fuera, siguiendo en persona a Gastón Meurant. Fumaba pipa tras pipa, mirando sin cesar al teléfono. El sol brillaba y las hojas amarillentas de los árboles daban a los muelles del Sena un aire de alegría.

—¿Es usted, jefe? Tengo mucha prisa. Estoy en la estación del Este. Ha dejado su maleta en consigna y acaba de sacar un billete para Chelles.

—¿En Seine-et-Marne?

—Sí. El ómnibus parte dentro de unos minutos. Es mejor que me marche. Supongo que debo continuar siguiéndole.

—¡Naturalmente!

—¿Alguna instrucción especial?

¿Qué idea tenía en la cabeza Lapointe? ¿Había sospechado la razón de la presencia de Neveu en la estación de Lyon?

El comisario gruñó:

—Nada especial. Haz lo mejor que puedas. Conocía Chelles, a unos veinte kilómetros de París, al borde del canal y del Marne. Recordaba una gran fábrica de sosa cáustica ante la que se veían siempre barcazas cargando y, una vez que pasaba por la región, un domingo por la mañana, vio a toda una flotilla de canoas.

La temperatura había cambiado en veinticuatro horas, pero el encargado de la calefacción de las oficinas de la P. J. no había regulado la caldera oportunamente, de suerte que el calor era sofocante.

Maigret comió un sándwich, de pie ante la ventana, mirando vagamente al Sena. De cuando en cuando, bebía un poco de cerveza y lanzaba una mirada interrogante al teléfono.

El tren, que se detenía en todas las estaciones, debía tardar una media hora por lo menos, acaso una hora, en llegar a Chelles.

El inspector de servicio en la calle Delambre fue el primero en llamar.

—Siempre igual, jefe. Acaba de salir y está comiendo en el mismo restaurante, en la misma mesa, como si se hubiera ya hecho sus costumbres.

Por lo que se podía saber, la mujer continuaba teniendo el valor de no entrar en contacto con su amante.

¿Era éste quien le había dado, en febrero, antes del doble crimen de la calle Manuel, las instrucciones oportunas? ¿Tenía miedo de él?

De los dos, ¿quién había tenido la idea de la llamada telefónica que había desencadenado la acusación de Gastón Meurant?

Éste, al principio, no había sido sospechoso. Fue él quien se presentó espontáneamente a la policía y quien se dio a conocer como sobrino de Leontine Faverges, de cuya muerte acababa de enterarse por los periódicos.

No había ninguna razón para registrar su domicilio.

Pero alguien se impacientaba. Alguien tenía prisa por ver a las investigaciones tomar una dirección determinada.

Tres, cuatro días habían pasado hasta que se recibió la llamada anónima revelando que, en un armario del bulevar de Charonne, se encontraría cierto traje azul manchado de sangre.

Lapointe seguía sin dar señales de vida. Fue desde Tolón desde donde llamaron.

—Está en el despacho de mis inspectores. Le están haciendo algunas preguntas sin importancia y le retendremos hasta nuevo aviso. Se encontrará un pretexto. Hemos registrado su habitación, sin que aparezca el arma. No obstante, mis hombres afirman que solía llevar una automática, por lo que incluso ha tenido dos condenas.

—¿Ha sufrido otras?

—Nunca nada serio, aparte de las persecuciones por proxenetismo. Es demasiado listo.

—Gracias. Hasta luego. Cuelgo, porque espero una llamada importante de un momento a otro.

Penetró en el despacho vecino, al que acababa de llegar Janvier.

—Conviene que estés preparado para partir y que te asegures de que hay un coche libre en el patio.

Comenzó a reprocharse el no haberle dicho todo a Lapointe. Se acordaba de una película sobre Malasia. En ella se veía a un indígena que entraba de pronto en estado de amok, es decir, que era poseído súbitamente por un furor sagrado y empezaba a caminar en línea recta, las pupilas dilatadas, con un kriss en la mano, matando a todo el que encontraba.

Gastón Meurant no era malayo ni estaba en estado de amok. No obstante, desde hacía más de veinticuatro horas, ¿no seguía una idea fija y no era capaz de desembarazarse de todo lo que pudiera alzarse en su camino?

El teléfono, al fin. Maigret saltó hacia el aparato.

—¿Eres tú, Lapointe?

—Sí, jefe.

—¿Desde Chelles?

—Más lejos. No sé exactamente dónde estoy. Entre el canal y el Marne, a dos kilómetros de Chelles aproximadamente. No estoy seguro, porque hemos seguido un camino complicado.

—¿Parecía conocer el camino Meurant?

—No le ha preguntado nada a nadie. Han debido darle indicaciones precisas. Se paraba de vez en cuando para reconocer una encrucijada y al final tomó una senda que conduce a la orilla del río. En el cruce de este camino con el antiguo camino de sirga, que no es más que un sendero, hay una posada, desde donde le estoy telefoneando. La dueña me ha dicho que en invierno no sirve de comer ni alquila habitaciones. Su marido es el barquero. Meurant ha pasado ante la casa sin detenerse.

»A doscientos metros río arriba se encuentra una casita vieja, rodeada de gansos y patos en libertad.

—¿Ha entrado en ella Meurant?

—No. Se ha dirigido a una vieja, que le ha señalado con un gesto el río.

—¿Dónde está en este momento?

—De pie a orillas del río, pegado a un árbol. La vieja tiene más de ochenta años. La llaman la Madre de los Gansos. La posadera dice que está medio loca. Su nombre es Joséphine Millard. Hace mucho tiempo que murió su marido. Desde entonces lleva siempre el mismo vestido negro y por el pueblo corre el rumor de que no se lo quita ni para dormir. Cuando necesita algo va al mercado el sábado para vender un ganso o un pato.

—¿Tuvo hijos?

—Sería hace tanto tiempo que la posadera no se acuerda. Como ella dice, es de antes de su época.

—¿Eso es todo?

—No. Con ella vive un hombre.

—¿Siempre?

—Desde hace algunos meses, sí. Antes, solía desaparecer durante varios días.

—¿Qué hace?

—Nada. Corta leña. Lee. Pesca con caña. Se ha arreglado un viejo bote. Ahora está pescando. Le he visto, desde lejos, en la balsa amarrada a unas pértigas, en el recodo del Marne.

—¿Cómo es?

—No he podido distinguirle. Según la posadera, es moreno, muy fornido, con el pecho velludo.

—¿Bajo?

—Sí.

Hubo un silencio. Luego, dudando, como molesto, Lapointe preguntó:

—¿Viene usted, jefe?

Lapointe no tenía miedo. No obstante, ¿no se daba cuenta de que iba a tener que tomar responsabilidades por encima de sus fuerzas?

—En coche, tardará por lo menos media hora.

—Salgo para allá.

—¿Qué hago, mientras tanto? Maigret vaciló y acabó por soltar:

—Nada.

—¿Me quedo en la posada?

—¿Puedes ver, desde donde estás, a Meurant?

—Sí.

—Entonces, quédate ahí.

Entro en el despacho vecino, e hizo un gesto a Janvier, que le estaba esperando. En el momento de salir, cambió de opinión y se acercó a Lucas.

—Sube a los Registros y mira a ver si hay algo bajo el apellido Millard.

—De acuerdo, jefe. ¿Le telefoneo a algún sitio?

—No. No sé bien adónde voy. Más allá de Chelles, a cierto lugar a orillas del Marne. Si tuvieras algo urgente que comunicarme, pide a la gendarmería local el nombre de una posada que está a unos dos kilómetros río arriba.

Janvier se puso al volante del pequeño coche negro, pues Maigret no había querido nunca aprender a conducir.

—¿Algo nuevo, jefe?

—Sí.

El inspector no se atrevió a insistir y, al cabo de un largo silencio, el comisario gruñó con aire descontento:

—Sólo que no sé bien qué es.

No estaba seguro de que fuera urgente llegar allí. Prefería no confesarlo, ni confesárselo a sí mismo.

—¿Conoces el camino?

—He ido a comer por allí algún domingo con mi mujer y los niños.

Atravesaron los suburbios, encontraron los primeros solares, y, poco después, los primeros prados. En Chelles se detuvieron, dudando, en un cruce.

—Si es río arriba, tenemos que tomar a la derecha.

—Probemos.

En el momento en que salían de la ciudad, un coche de la gendarmería con la sirena funcionando les pasó, y Janvier miró a Maigret en silencio.

Éste no dijo nada tampoco. Mucho más adelante, dejó escapar mordisqueando el tubo de su pipa:

—Me imagino que la cosa está hecha.

Pues el coche de la gendarmería se dirigía hacia el Marne, que ya empezaba a verse entre los árboles. A la derecha se alzaba una posada con los ladrillos pintados de amarillo. Una mujer, que parecía muy excitada, estaba en su puerta.

El coche de la gendarmería, que no podía ya ir lejos, se había parado, en efecto, al borde del camino. Maigret y Janvier salieron del suyo. La mujer, que gesticulaba, les gritó algo que no entendieron.

Caminaron hacia la casita rodeada de gansos y de patos. Los gendarmes, que habían llegado antes que ellos, hablaban con dos hombres que parecían esperarles.

Uno era Lapointe. El otro, a lo lejos, parecía Gastón Meurant.

Los gendarmes eran tres, uno de ellos teniente. Una vieja, en la puerta, miraba a todos aquellos hombres moviendo la cabeza; parecía no comprender bien lo que pasaba. Nadie, por otra parte, lo comprendía, salvo, acaso, Meurant y Lapointe.

Maquinalmente, Maigret buscó con la mirada un cadáver, pero no lo vio. Lapointe le dijo:

—En el río…

Pero, en el agua, no se veía nada tampoco.

En cuanto a Gastón Meurant, estaba tranquilo, casi sonriente, y cuando el comisario se decidió al fin a mirarle a la cara, se hubiera dicho que el artesano le expresaba su agradecimiento mudo.

Lapointe explicó, tanto para su jefe como para los gendarmes:

—El hombre dejó de pescar y separó su bote de aquellas pértigas que se ven allí.

—¿Quién es?

—Ignoro su nombre. Llevaba un pantalón de tela gruesa y un jersey de marinero con el cuello vuelto. Se puso a remar para atravesar el río en oblicua respecto a la corriente.

—¿Dónde estaba usted? —preguntó el teniente de la gendarmería.

—En la posada. Seguía la escena por la ventana. Acababa de telefonear al comisario Maigret…

Señaló a éste, y el oficial, confundido, avanzó hacia él.

—Le pido perdón, señor comisario. Estaba tan lejos de pensar en encontrarle aquí que no le he reconocido. El inspector ha hecho que nos telefonee la posadera, que nos ha dicho simplemente que acababan de matar a un hombre y que había caído al agua. Inmediatamente avisé a la brigada móvil…

Se oyó un ruido de motor por la parte de la posada.

—¡Ahí están!

Los recién llegados aumentaron el desorden y la confusión. Estaban en Seine-et-Marne, y Maigret no tenía ningún título para mezclarse en las investigaciones.

No obstante, era al comisario a quien se dirigían todos.

—¿Le ponemos las esposas?

—Eso es cosa suya, teniente. Por mi parte, pienso que no es necesario.

La fiebre de Meurant había pasado. Escuchaba distraídamente lo que decían como si no tuviera nada que ver con él. La mayor parte del tiempo tenía su mirada fija en las aguas turbias del Marne, río abajo.

Lapointe continuó explicando:

—Mientras remaba, el hombre del bote volvía la espalda a la orilla. No podía ver, por consiguiente, a Meurant, que se mantenía cerca de ese árbol.

—¿Sabía usted que iba a disparar?

—Ignoraba que estuviera armado.

El rostro de Maigret permaneció impasible. Sin embargo, Janvier le lanzó una brevísima mirada, como de alguien que cree haberlo comprendido todo.

—La proa del bote tocó la orilla. El remero se levantó, cogió la amarra y, en el momento en que se volvía, se encontró frente a frente con Meurant, del que sólo le separaban tres metros escasos.

»Ignoro si cruzaron alguna palabra. Yo estaba demasiado lejos.

»Casi inmediatamente, Meurant sacó una automática del bolsillo y alzó el brazo derecho.

»El otro, de pie en la embarcación, debió ser alcanzado por las dos balas disparadas sin interrupción. Soltó la amarra. Sus manos se agitaron en el aire y cayó al agua de cara…».

Todo el mundo, ahora, miraba al río. La lluvia de los últimos días había hecho crecer las aguas, que tenían un color amarillento y que, en ciertos lugares, formaban grandes remolinos.

—Le pedí a la posadera que avisaran a la gendarmería y acudí…

—¿Está usted armado?

—No.

Lapointe, acaso irreflexivamente, añadió:

—No había peligro.

Los gendarmes no comprendieron. Los hombres de la brigada móvil tampoco. Aunque hubieran leído la información sobre el proceso en los periódicos, no estaban al corriente de los detalles del asunto.

—Meurant no intentó huir. Se quedó donde estaba, viendo al cuerpo desaparecer y luego reaparecer dos o tres veces, cada vez un poco más lejos, antes de hundirse definitivamente.

»Cuando llegué junto a él, dejó caer su arma. Yo no la he tocado».

La automática se había incrustado en el barro del camino, junto a una rama muerta.

—¿No ha dicho nada?

—Sólo dos palabras: «—Se acabó».

Gastón Meurant, en efecto, había acabado de debatirse. Su cuerpo parecía más blando, su rostro abotagado por el cansancio.

No se mostraba triunfador, ni experimentaba ninguna necesidad de explicarse, de justificarse. Eso era un asunto que no le correspondía a él.

A sus ojos, había hecho lo que debía hacer.

¿Habría encontrado la paz de otra forma? ¿La encontraría ahora?

El juzgado de Melun no tardaría en llegar al lugar. La loca, desde la puerta, seguía moviendo la cabeza: nunca había visto tanta gente alrededor de su casa.

—Es posible —dijo Maigret a sus colegas— que, cuando registren la casa, hagan descubrimientos.

Habría podido quedarse con ellos, asistir al registro.

—Señores, les enviaré todos los informes que necesiten.

No se llevaría a Meurant a París, pues Meurant no pertenecía ya al Quai des Orfèvres, ni al Juzgado del Sena.

Sería en otro palacio de justicia, en Melun, donde comparecería por segunda vez ante la Audiencia.

Maigret interrogó, uno tras otro, a Lapointe y a Janvier.

—¿Venís, muchachos?

Estrechó las manos a su alrededor. Luego, en el momento de volver la espalda, tuvo una última mirada para el marido de Ginette.

De pronto, dándose cuenta de su fatiga, sin duda, el hombre se había apoyado de nuevo en el árbol y miraba marcharse al comisario con una especie de melancolía.