Capítulo VI

A mediodía, cuando se disponía a regresar para comer a su casa, Maigret recibió las primeras noticias de Ginette Meurant.

Era Dupeu quien telefoneaba desde un bar de la calle Delambre, en el barrio Montparnasse, cerca de la calle de la Gaîté. Dupeu era un excelente inspector que no tenía más que un defecto: daba sus informes con una voz monótona, con el aire de no ir a acabar nunca, acumulando tantos detalles que se acababa por escucharle con un oído distraído.

—¡Pasa delante!… ¡Pasa delante!… —había que decirle siempre.

Cuando se tenía la desgracia de decirle esto, a él se le ponía un aspecto tan triste que uno se arrepentía en seguida de haberlo hecho.

—Estoy en un bar llamado Pickwick, jefe, a cien metros del bulevar Montparnasse, y hace doce minutos que ella se ha bajado frente al Hotel de Concarneau. Es un hotel bastante bueno, con agua corriente caliente y fría y teléfono en todas las habitaciones, y un cuarto de baño en cada piso. Ella ocupa la habitación 32 y no parece dispuesta a marcharse en seguida, pues ha discutido los precios del alojamiento a la semana. A menos que sea un truco.

—¿Sabe que ha sido seguida?

—Estoy seguro de ello. En el taxi, se ha vuelto varias veces. En el momento de abandonar el bulevar de Charonne enseñó al conductor una tarjeta de visita que sacó de su bolso. Cuando, uno detrás de otro, llegamos al bulevar Saint-Michel, ella se inclinó hacia el conductor. La vi claramente a través del cristal de atrás. De pronto ha torcido a la derecha, por el Faubourg Saint-Germain, y luego, durante cerca de diez minutos, ha estado dando vueltas por las calles estrechas de Saint-Germain-des-Prés.

»Imagino que intentaba despistarme. Cuando comprendió que no podía, dio nuevas instrucciones y su taxi no tardó en detenerse ante un edificio de la calle Monsieur-Le-Prince».

Maigret escuchaba pacientemente, sin interrumpir.

—Hizo esperar al coche y entró. Yo entré un poco después de ella y preguntó a la portera. La persona a la que Ginette Meurant ha ido a ver no es otra que el abogado Lamblin, que vive en el primer piso. Ha permanecido en la casa unos veinte minutos. Cuando salió, parecía que no estaba satisfecha y en seguida le dio al conductor la orden de traerla aquí. Supongo que debo continuar la vigilancia.

—Hasta que vaya alguien a relevarte.

Janvier, por su parte, estaba sin duda todavía en el bulevar de Charonne, vigilando al marido en compañía de Barón.

¿Era sólo para pedirle consejo para lo que Ginette Meurant había ido a ver al abogado? Maigret lo dudaba. Antes de dejar la P. J., dio instrucciones a Lucas, y luego se dirigió hacia la estación de autobuses.

Siete meses antes, el 27 de febrero, los Meurant no tenían casi dinero, puesto que no estaban en condiciones de pagar la letra que les sería presentada al día siguiente. Además, tenían cuentas por pagar en los proveedores del barrio, lo cual, ciertamente, era ya habitual en ellos.

Cuando el juez de instrucción, unos días más tarde, le dijo a Meurant que eligiera un abogado, el artesano objetó que no tenía con qué pagarle y Fierre Duché fue designado de oficio.

¿De qué había vivido, desde entonces, Ginette Meurant? Que supiera la policía, que había vigilado su correspondencia, ella no había recibido giros. Tampoco parecía que hubiera cobrado ningún cheque. Si no había hecho muchos gastos, si había llevado, en su apartamento, una vida retirada, también era cierto que había comido y que, antes del proceso, se había comprado la falda y el abrigo negro que llevaba en la Audiencia.

¿Había que pensar que ahorraba personalmente dinero, sin que lo supiera su marido, engañándole, como hacen ciertas mujeres, a costa de los gastos de la casa?

Lamblin, en el Palacio, se había pegado a ella. El abogado tenía suficiente olfato como para prever que el asunto tendría resonancias espectaculares y que, si representaba a la joven, ello le valdría una gran publicidad.

Quizá se equivocaba Maigret, pero estaba convencido de que Ginette Meurant había ido a la calle Monsieur-le-Prince para procurarse fondos más que para pedir consejo.

Dada la reputación de Lamblin, había debido darle dinero, pero con cuentagotas. Sin duda también le había aconsejado no abandonar París y mantenerse tranquila.

El barrio Montparnasse no había sido elegido al azar. Ni Meurant ni Ginette habían vivido en él ni lo habían frecuentado, y había pocas probabilidades de que Meurant fuera a buscar a su mujer por aquella parte.

El comisario se encontró de nuevo en la tranquila atmósfera de su apartamento, comió frente a su mujer y cuando, a las dos, regresó al Quai, un mensaje telefónico de Janvier le informaba de que Meurant no había abandonado su domicilio, donde todo estaba en calma.

Tuvo que ir a conferenciar con el director a propósito de un asunto desagradable relacionado con la política, y eran las cuatro cuando Janvier le llamó de nuevo.

—Hay movimiento, jefe. Ignoro lo que va a pasar, pero es seguro que va a haber novedades. Ha salido de su casa a las dos cuarenta y cinco llevando voluminosos paquetes. Aunque parecen pesados, no ha llamado a un taxi. Es cierto que no fue lejos. Ha entrado un poco más tarde en la tienda de un revendedor en el bulevar de Ménilmontant, y allí ha estado bastante tiempo discutiendo con el comerciante.

—¿Te ha visto?

—Probablemente. Era difícil esconderme, pues el barrio estaba casi desierto. Ha vendido su reloj, el tocadiscos, los discos y una pila de libros. Luego ha regresado a su casa, y ha vuelto a salir, esta vez con un enorme bulto envuelto en una sábana.

»Ha ido a la misma tienda, donde ha vendido trajes, ropa blanca, cubiertos y candelabros de cobre.

»Ahora está en su casa. Pero no creo que por mucho tiempo».

En efecto, Janvier volvió a llamar cincuenta minutos más tarde.

—Ha salido otra vez para ir al suburbio Saint-Antoine, a ver a un comerciante de marcos. Después de una conversación bastante larga, éste ha llevado a Meurant en su camioneta, que se ha detenido en la calle de la Roquette, frente a la tienda que usted ya conoce.

»Han examinado los marcos uno a unos. El hombre del suburbio Saint-Antoine ha cargado un cierto número de ellos en su camioneta y ha entregado billetes de banco a Meurant.

»He olvidado decirle que ahora está afeitado. Ignoro lo que hace en su taller, pero tengo el coche a dos pasos por si acaso…».

A las seis, Maigret recibía la última llamada de Janvier desde la estación de Lyon.

—Se marcha dentro de doce minutos, jefe. Ha sacado un billete de segunda clase para Tolón. Sólo lleva una pequeña maleta en la mano. En este momento, está bebiéndose un coñac en el bar; le veo a través del cristal de la cabina.

—¿Te mira?

—Sí.

—¿Qué aspecto tiene?

—El aspecto de un hombre al que no le interesa nada más que la idea que se le ha metido entre ceja y ceja.

—Asegúrate de que toma ese tren y vuelve.

El tren sólo paraba en Dijon, Lyon, Avignon y Marsella. Maigret tuvo al otro extremo del hilo telefónico al comisario de estación de cada una de estas ciudades, les proporcionó la descripción del artesano y les dijo el vagón en el que iba. Luego llamó a la brigada móvil de Tolón.

El comisario que la dirigía, y que se llamaba Blanc, era más o menos de la misma edad de Maigret. Se conocían bien los dos, pues, antes de entrar en la Sûreté, Blanc había pasado por el Quai des Orfèvres.

—Aquí, Maigret. ¿Qué tal, viejo? Confío en que no esté demasiado ocupado. Ya me las arreglaré para que el juzgado le envíe mañana un exhorto, pero conviene que le ponga ya al corriente. El tren que ha salido de París a las seis y diecisiete, ¿a qué hora llega a Tolón?

—A las ocho y treinta y dos.

—Bien. En el coche número 10, a menos que no cambie de sitio en el curso del viaje, encontrará usted a un tal Meurant.

—Ya he leído los periódicos.

—Quisiera que se le siga apenas se baje del tren.

—Eso es fácil. ¿Conoce la ciudad?

—Pienso que no ha ido nunca al Mediodía, pero quizá me equivoque. Meurant tiene un hermano. Alfred.

—Lo conozco. He tenido que ocuparme de él varias veces.

—¿Está en Tolón en este momento?

—Se lo podría decir dentro de una o dos horas. ¿Quiere que le llame yo?

—A mi casa.

Le dio su número del bulevar Richard-Lenoir.

—¿Qué sabe usted de las actividades de Alfred Meurant en estos últimos tiempos?

—Vive casi siempre en una pensión que se llama «Los Eucaliptus», fuera de la ciudad, bastante lejos, en una colina, entre el Faron y La Vallette.

—¿Qué clase de pensión?

—De la clase que nosotros solemos vigilar. Hay cierto número de ellas, entre Marsella y Mentón. El regidor es un tal Lisca, llamado Freddo, que ha sido mucho tiempo barman en Montmartre, en la calle Douai. Freddo se ha casado con una chica muy guapa, antigua bailarina de strip-tease, y juntos compraron «Los Eucaliptus».

»Es Freddo quien hace la cocina y según dicen maravillosamente. La casa está apartada de la carretera, al final de un camino que no conduce a ninguna parte. En verano se come fuera, bajo los árboles.

»Gente muy bien de Tolón, médicos, funcionarios, magistrados, van allí a comer de vez en cuando.

»La verdadera clientela, sin embargo, son los chicos descarriados que viven en la Costa y que van periódicamente a París.

»También van chicas a pasar allí un día de campo.

»¿Se da cuenta de qué clase es?».

—Ya veo.

—Dos de los clientes asiduos, casi pensionistas todo el año, son Falconi y Scapucci.

Dos hombres que tenían un expediente judicial cargado y a los que se encontraba periódicamente por Pigalle.

—Son grandes amigos de Alfred Meurant. Abiertamente, los tres se ocupan de instalar máquinas tragaperras en los bares de la región. Se encargan también de proporcionar barmaids poco escrupulosas, que traen más o menos de todas partes.

»Tienen varios coches a su disposición y los cambian a menudo. Desde hace un cierto tiempo, sospecho que introducen en Italia coches robados y disfrazados en París o en las afueras.

»Todavía no he podido probar nada. Mis hombres se ocupan del asunto».

—Todo me hace pensar que Gastón Meurant va a intentar entrar en contacto con su hermano.

—Si se dirige a un lugar conveniente, no le costará encontrarle, a menos que el hermano haya hecho correr la consigna.

—En caso de que Meurant comprara un arma o intentara procurársela, me gustaría que se me advirtiera inmediatamente.

—Comprendido, Maigret. Se hará lo mejor que se pueda. ¿Qué tal tiempo tienen por ahí?

—Gris y frío.

—Aquí hace un sol espléndido. A propósito, me olvidaba de alguien. Entre los clientes de Freddo, en este momento está uno llamado Kubik.

Maigret le había detenido doce años atrás a consecuencia de un robo en una joyería del bulevar Saint-Martin.

—Hay el máximo de probabilidades de que sea uno de los autores del robo de joyas del pasado mes en el paseo Alberto I de Niza.

Maigret conocía aquel ambiente bastante bien y envidiaba un poco a Blanc. Como sus colegas, prefería tener que vérselas con profesionales, pues, con ellos, se sabía en seguida en qué terreno se desarrollaba el partido y existían reglas del juego.

¿Qué es lo que Gastón Meurant, solo ahora en su compartimento, iba a hacer con aquellas gentes?

Maigret conversó un rato con Lucas, al que encargó de organizar la vigilancia de la calle Delambre y de designar los inspectores que se iban a relevar.

Ginette Meurant había pasado la tarde en su habitación del hotel, verosímilmente durmiendo. Había, como se anunciaba en el exterior, teléfono en las habitaciones, pero todas las comunicaciones pasaban por la centralita.

Según el encargado, que era auvernés, ella no había utilizado el aparato y estaba seguro de que el hotel no había pedido ninguna conferencia con el Mediodía. No obstante, un especialista estaba dedicado a controlar la línea en una mesa de escucha.

Ginette había sido prudente durante mucho tiempo. O era de una habilidad extraordinaria o, desde el crimen de la calle Manuel, no había tratado ni una sola vez de entrar en contacto con el hombre al que acompañó durante meses, y todavía el 26 de febrero, a la calle Victor-Massé.

Se hubiera podido creer que, de la noche a la mañana, aquel hombre había dejado de existir. Por su parte, no parecía haber intentado entrar en contacto con ella.

La policía había considerado la posibilidad de señales convenidas. Se vigiló las ventanas del bulevar de Charonne, se estudió la posición de los visillos, que habría podido tener un significado, las luces, las idas y venidas por la acera de enfrente.

El hombre no se había mostrado en la Audiencia ni en los alrededores del Palacio de Justicia.

Aquello era tan excepcional que casi se podía decir que Maigret estaba impresionado.

Ahora ella salió, al fin, buscó un restaurante del barrio que no conocía, un restaurante barato, y comió sola en una mesa leyendo una revista. Luego fue a comprar más revistas a una esquina del bulevar Montparnasse, varias novelas populares, y regresó a su habitación, cuya lámpara permaneció encendida hasta pasada la medianoche.

Gastón Meurant, por su parte, seguía de viaje. En Dijon, y luego en Lyon, un inspector recorrió los pasillos, asegurándose de que estaba en su puesto, y la información llegó al bulevar Richard-Lenoir, donde Maigret tendió el brazo en la obscuridad para descolgar el teléfono.

Otra jornada empezaba. Pasado Montélimar, Meurant encontró el clima de la Provenza y, sin duda, con la cara pegada al cristal, no tardó en ver desfilar bajo el sol un paisaje nuevo para él.

Marsella… Maigret se estaba afeitando cuando recibió la llamada desde la estación Saint-Charles.

Meurant seguía en el tren, que continuaba su ruta. No se había engañado: se dirigía, efectivamente, a Tolón.

En París, el tiempo seguía gris y, en el autobús, las caras estaban tristes o ceñudas. Sobre la mesa, una pila de cartas administrativas esperaba.

Un inspector —Maigret no sabía ya cuál— telefoneó desde el bar de la calle Delambre.

—Está durmiendo. Por lo menos, los visillos están echados y no ha pedido el desayuno.

El tren llegó a Tolón. Gastón Meurant, con su maleta en la mano, un policía a sus talones, vagó por la plaza, desorientado, y acabó por entrar en el Hotel de los Viajeros, donde eligió la habitación más barata.

Un poco más tarde, se tenía la seguridad de que no conocía la ciudad, pues comenzó por perderse por las calles, y llegó, no sin esfuerzo, al bulevar de Estrasburgo, penetrando allí en una gran cervecería. Pidió, no un coñac, sino un café, e interrogó largamente al camarero, que parecía incapaz de proporcionarle la información que le pedía.

A mediodía, no había encontrado lo que buscaba y, cómicamente, era el comisario Blanc quien se impacientaba.

—He querido ver personalmente a su hombre —le telefoneó a Maigret—. Le he encontrado en un bar del Quai Cronstadt. No ha debido dormir mucho en el tren. Tiene el aspecto de un pobre tipo agotado de cansancio obsesionado a pesar de todo por su idea fija. No sabe desenvolverse. Hasta ahora ha entrado en unos quince cafés y bares. Siempre pide agua mineral. Tiene el aspecto de un mendigo al que se mira con recelo. Su pregunta es siempre la misma:

»—¿Conoce usted a Alfred Meurant?

»Barmans y camareros desconfían, sobre todo, precisamente los que le conocen. Los hay que responden con un gesto vago. Otros le preguntan:

»—¿Qué es lo que hace?

»—No lo sé. Vive en Tolón.

»Mi inspector, que le sigue paso a paso, empieza a sentir lástima de él y casi siente deseos de darle él la información.

»Al paso que va Meurant, esto puede durar mucho tiempo y se va a arruinar en agua mineral».

Maigret conocía lo suficiente Tolón como para saber, por lo menos tres sitios, donde Meurant habría podido obtener noticias de su hermano. Pero el artesano acabó por encontrar el sector bueno. Si se adentraba más por las callejuelas próximas al barrio Cronstadt o si el azar le llevaba hasta Mourillon, acabaría sin duda por conseguir la información que buscaba con tanto ahínco.

En la calle Delambre, Ginette Meurant había separado las cortinas; pidió café y croissants y se volvió a acostar para leer en la cama.

No telefoneó ni a Lamblin ni a ninguna otra persona. Tampoco trató de saber qué había sido de su marido, ni si la policía continuaba ocupándose de ella.

¿No terminarían por desencadenarse sus nervios?

EL abogado, por su parte, no inició ninguna gestión ni se entregó a sus ocupaciones habituales.

Una idea se le ocurrió a Maigret. Fue al despacho de los inspectores y se acercó a Lucas.

—¿A qué hora fue ella a ver a su abogado ayer?

—Hacia las once, si no recuerdo mal. Puedo consultar el informe.

—No vale la pena. De todas formas, daba tiempo aún para insertar un anuncio en los periódicos de la tarde. Procúrate todos los periódicos de ayer y los de esta mañana y luego los de esta tarde. Examina minuciosamente los anuncios.

Lamblin no tenía fama de ser hombre de escrúpulos. Si Ginette Meurant le había pedido poner un anuncio, ¿habría dudado? Era poco probable.

Si la idea de Maigret era buena, indicaría que ella no conocía la dirección actual de su antiguo amante.

Si, por el contrario, ella la sabía, si él no se había cambiado desde el mes de marzo, ¿no podría Lamblin haber hecho la llamada telefónica por ella? ¿No habría podido hacerlo ella misma, en los veinte minutos que había pasado en el estudio del abogado?

Un detalle, desde el comienzo de la investigación, en la primavera, le había chocado al comisario. Las relaciones de la joven con el hombre descrito por Nicolás Cajou habían durado meses. A lo largo de todo el invierno se habían encontrado varias veces por semana, lo que parece indicar que el amante vivía en París.

¿Había que pensar que, por una u otra razón, el hombre no podía recibir a su querida en su propia casa?

¿Estaba casado? ¿No vivía solo?

Maigret no había encontrado la respuesta.

—De todas formas —dijo a Lucas—, trata de averiguar si ayer hubo una llamada telefónica desde casa de Lamblin a Tolón.

No podía hacer otra cosa que esperar. En Tolón, Gastón Meurant seguía buscando y eran las cuatro y media cuando, en un pequeño café ante el cual se jugaba a las bochas, obtuvo al fin la información que deseaba.

El camarero le indicó la colina y entró en complicadas explicaciones.

Maigret sabía ya, en ese momento, que el hermano, Alfred, estaba, en efecto, en Tolón y que no había dejado «Los Eucaliptus» desde hacía más de una semana.

Dio sus instrucciones al comisario Blanc.

—¿Tiene usted, entre los inspectores, algún muchacho que no sea conocido de esa gente?

—Mis hombres no se mantienen mucho tiempo desconocidos, pero tengo uno que ha llegado hace tres días. Viene de Brest, pues su misión era, sobre todo, ocuparse del arsenal. Seguramente no le conocen aún.

—Envíele a «Los Eucaliptus».

—Comprendido. Llegará allí antes que Meurant, pues el pobre, bien porque quiera ahorrar, bien porque no tenga idea de las distancias, se ha puesto en camino a pie. Y como hay probabilidades de que se pierda dos o tres veces por los caminos de la colina…

Maigret sufría de no estar allí. A pesar de su rapidez y de su precisión, los informes que recibía no le proporcionaban sino noticias de segunda mano.

Dos o tres veces, aquel día, estuvo tentado de ir a la calle Delambre y volver a entrar en contacto con Ginette Meurant. Tenía la impresión, sin que nada especial la justificara, de que empezaba a conocerla mejor. ¿Encontraría ahora, acaso, preguntas concretas a las que ella terminaría por contestar?

Era aún demasiado pronto. Si Meurant se había dirigido sin vacilar a Tolón, debía tener sus razones.

En el curso de la investigación, la policía no había sacado nada del hermano, pero ello no significaba que no hubiera nada que sacarle.

Gastón Meurant no estaba armado, este punto estaba ya establecido y, por lo demás, no quedaba sino esperar.

Regresó a su casa, gruñón. La señora Maigret se guardó muy bien de interrogarle, y cenó, en zapatillas, se hundió en la lectura de los periódicos, luego puso la radio, buscó una emisora en la que no hablaran demasiado y, al no encontrarla, la desconectó con un suspiro de alivio.

A las diez de la noche, le llamaron desde Tolón. No era Blanc, que estaba asistiendo a un banquete, sino el joven inspector de Brest, llamado Le Goënec, a quien el comisario de la brigada móvil había enviado a «Los Eucaliptus».

—Le telefoneo desde la estación.

—¿Dónde está Gastón Meurant?

—En la sala de espera. Va a tomar el tren de la noche dentro de hora y media. Ha pagado su cuenta en el hotel.

—¿Ha ido a «Los Eucaliptus»?

—Sí.

—¿Ha visto a su hermano?

—Sí. Cuando llegó, hacia las seis, tres hombres y la dueña jugaban a las cartas en el bar. Estaban Kubik, Falconi y Alfred Meurant, los tres muy despreocupados. Yo llegué antes que él y pregunté si podía cenar y dormir. El dueño salió de la cocina para examinarme y acabó por decir que sí. Provisto de una mochila, he fingido que estaba recorriendo la Costa Azul en auto-stop buscando trabajo.

—¿Lo han creído?

—No sé. Mientras esperaba la hora de la cena, me senté en un rincón, y pedí vino blanco y me puse a leer. Me lanzaban una mirada de vez en cuando, pero no parecían desconfiar demasiado. Gastón Meurant llegó un cuarto de hora después que yo. Había obscurecido ya. Vimos abrirse la puerta encristalada del jardín y él permaneció de pie en el umbral mirando a su alrededor con ojos de búho.

—¿Cuál fue la actitud del hermano?

—Miró duramente al recién llegado, se levantó, tiró sus cartas sobre la mesa y se acercó a él.

»—¿Qué vienes tú a hacer aquí? ¿Quién te ha dicho este sitio?

»Los otros hacían como que no escuchaban.

»—Necesito hablar contigo —dijo Gastón Meurant.

»Y se apresuró a añadir:

»—No tengas miedo. No es por ti por quien vengo.

»—¡Ven! —le ordenó su hermano dirigiéndose hacia la escalera que conduce a las alcobas.

»No pude seguirles inmediatamente. Los otros se callaban, inquietos, y empezaban a mirarme de una forma diferente. Sin duda, comenzaban a establecer una relación entre mi llegada y la de Meurant.

»En resumen, yo continué bebiendo mi vino blanco y leyendo.

»La casa, aunque pintada recientemente, es bastante vieja, y está mal construida, y se oyen todos los ruidos.

»Los dos hermanos se encerraron en una alcoba del primer piso y la voz de Alfred Meurant, al principio, era fuerte y dura. Aunque no se distinguían las palabras, era claro que estaba en plena cólera.

»Luego, el otro, el parisiense, empezó a hablar, con una voz mucho más sorda. Esto duró mucho tiempo, más o menos sin interrupción, como si contara una historia que trajera preparada.

»Tras guiñar un ojo a sus compañeros, la patrona vino a ponerme el cubierto, como para divertirse. Luego los otros pidieron el aperitivo. Kubik fue a buscar a Freddo a la cocina y no le volví a ver.

»—Supongo que, por prudencia, levantó el vuelo, pues oí a poco un motor de coche.

—¿No tiene usted idea de lo que ocurrió arriba?

—Sólo que permanecieron encerrados durante hora y media. Al final, se diría que era Gastón Meurant, el parisiense, quien llevaba la ventaja, y su hermano el que hablaba en voz baja.

»Yo había terminado de cenar cuando bajaron. Alfred Meurant estaba más bien sombrío, como si las cosas no hubieran ido conforme él esperaba, mientras que el otro, por el contrario, se mostraba más despreocupado que a su llegada.

»—¿Tomarás un vaso? —propuso Alfred.

»—No. Gracias.

»—¿Te marchas ya?

»—Sí.

»Uno y otro se miraron frunciendo el ceño.

»—Voy a llevarte a la ciudad en coche.

»—No te molestes.

»—¿No quieres que llame un taxi?

»—Gracias.

»Hablaban los dos en voz baja y se notaba que sus frases sólo servían para llenar un silencio.

»Gaston Meurant salió. Su hermano cerró la puerta, fue a decir algo a la dueña y a Falconi, pero, al verme, cambió de opinión.

»Yo no estaba seguro de lo que debía hacer. No me atrevía a telefonear al jefe para pedirle instrucciones. Creí que era mejor seguir a Gastón Meurant. Salí como quien va a tomar el aire después de cenar, sin llevarme mi mochila.

»Encontré a mi hombre caminando a pasos regulares por la carretera que desciende hacia la ciudad.

»Se detuvo para comer algo en el bulevar de la República. Luego fue a la estación a informarse del horario de los trenes. Al fin, en el Hotel de los Viajeros, cogió su maleta y pagó la nota.

»Desde entonces, está esperando. No lee los periódicos, ni hace nada, salvo mirar hacia delante, con los ojos semicerrados. No se puede decir que esté sonriente, pero no parece descontento de sí mismo».

—Espere a que suba al tren y vuelva a llamarme para decirme el número de su coche.

—De acuerdo. Mañana por la mañana, entregaré mi informe al comisario.

El inspector Le Goënec iba a colgar cuando Maigret cambió de opinión.

—Quisiera que se aseguraran de que Alfred Meurant no abandona «Los Eucaliptus».

—¿Quiere que vuelva allí? ¿No cree que yo estoy ya quemado?

—Bastará con que alguno de ustedes vigile la casa. Me gustaría también que se controlara también el teléfono desde la mesa de escucha. Si llaman a París, o a cualquier número de ahí, que me avisen lo más rápidamente que se pueda.

Comenzaba de nuevo la rutina, en sentido inverso: Marsella, Avignon, Lyon y Dijon estaban alerta. Dejaban a Gastón Meurant viajar solo, tranquilamente, pero, en cierto modo, se lo iban a pasar de mano en mano.

No llegaría a París hasta las once y media de la mañana.

Maigret se acostó. Cuando su mujer le despertó trayéndole la primera taza de café, tuvo la impresión de no haber dormido apenas. El cielo estaba, al fin, despejado, y se veía el sol sobre los tejados de enfrente. La gente, por la calle, caminaba con un paso más vivo.

—¿Vienes a comer?

—Lo dudo. Te telefonearé antes de mediodía. Ginette Meurant no había abandonado la calle Delambre. Seguía pasando la mayor parte del tiempo en la cama, y sólo bajaba para comer y renovar su provisión de revistas y novelas.

—¿Nada nuevo, Maigret? Era el fiscal, inquieto.

—Nada concreto aún, pero no me sorprendería que hubiera novedades muy pronto.

—¿Qué es de Meurant?

—Está en el tren.

—¿En qué tren?

—El de Tolón. Vuelve. Ha ido a ver a su hermano.

—¿Qué ha pasado entre ellos?

—Han tenido una larga conversación, primero violenta, según parece, y luego más tranquila. El hermano no está contento. Gastón Meurant, por el contrario, da la impresión de un hombre que sabe al fin adónde va.

¿Qué más podía decir Maigret? No tenía ningún informe concreto que comunicar al Juzgado. Desde hacía dos días, tanteaba en una especie de niebla, pero, como Gastón Meurant, tenía la sensación de que algo se iba concretando.

Estaba tentado de ir ahora mismo a la estación a esperar personalmente al artesano. Pero ¿no era preferible que él siguiera en el centro de las operaciones? Y siguiendo a Gastón Meurant, ¿no corría el riesgo de falsearlo todo?

Eligió a Lapointe, sabiendo que a él le gustaría, y luego a otro inspector, Neveu, que todavía no se había ocupado del asunto. Durante diez años, Neveu había trabajado en la vía pública y se había especializado en los rateros.

Lapointe partió para la estación sin saber que Neveu no iba a tardar a seguirle.

Antes, Maigret hubo de darle instrucciones concretas.