Hacia las once y media, Maigret fue un momento en taxi hasta el bulevar de Charonne. Un Jussieu con el rostro inexpresivo de quienes vigilan de noche salió sin ruido de la sombra, y señaló, sobre ellos, una ventana iluminada del tercer piso. Era una de las raras luces del barrio, un barrio donde la gente va al trabajo a primera hora de la mañana.
Si la lluvia seguía cayendo, las gotas eran más espaciadas y se empezaba a ver un resplandor plateado entre las nubes.
—Esa ventana es la del comedor —le explicó el inspector, que olía intensamente a cigarrillos—. En la alcoba, hace media hora que la lámpara está apagada.
Maigret esperó unos minutos, tratando de sorprender la vida detrás de los visillos. Como no se movía nada, regresó a acostarse.
Por los informes y los telefonazos, al día siguiente reconstituiría y luego seguiría, hora a hora, la actividad de los Meurant.
A las seis de la mañana, cuando el portero estaba entrando los cubos de la basura, otros dos inspectores fueron al relevo, sin entrar, no obstante, en el edificio, pues, de día, no era ya posible que uno de los dos se quedara en la escalera.
El informe de Vacher, que había pasado allí la noche, bien sentado en un escalón, bien de pie pegado a la puerta en cuanto oía algún ruido en el interior, era un poco desconcertante.
Bastante temprano, tras una cena en el curso de la cual la pareja casi no había hablado, Ginette Meurant había pasado a la alcoba para desnudarse; Jussieu, que la había visto desde el exterior, en sombras chinescas, sacarse el vestido por la cabeza, lo confirmaba.
Su marido no la había seguido. Ella había ido a decirle algunas palabras, y, por lo que parecía, se había vuelto a acostar mientras él se quedaba sentado en un sillón del comedor.
A continuación, en varias ocasiones, él se había levantado, había caminado de un lado a otro, deteniéndose a veces, volviendo a pasear, y sentándose al fin.
Hacia medianoche, la mujer había ido a hablarle de nuevo. Desde el rellano de la escalera. Vacher no podía distinguir las palabras, pero reconocía las dos voces. El tono no era el de una disputa. Era una especie de monólogo, de la joven y, de cuando en cuando, una frase muy corta, incluso una sola palabra, del marido.
Ella se había vuelto a acostar, siempre sola, por lo que parecía. La luz no se había apagado en el comedor y, hacia las dos y media, Ginette había vuelto a la carga una vez más.
Meurant no dormía, puesto que había contestado en seguida lacónicamente. Vacher pensaba que ella había llorado. Oyó, en efecto, una especie de lamento monótono, subrayado por sorbetones característicos.
Siempre sin cólera, el marido la volvía a enviar a su cama y, sin duda, debió dormirse al fin en su sillón.
Más tarde, un bebé se despertó en el piso de encima; había habido unos pasos amortiguados, y luego, a partir de las cinco, los inquilinos empezaron a levantarse, las lámparas a encenderse; el olor del café invadió la caja de la escalera. A las cinco y media, ya, un hombre se marchaba a su trabajo y miraba con curiosidad al inspector, que no tenía ningún medio de ocultarse, pero luego miro a la puerta y pareció comprender.
Eran Dupeu y Baron los que tomaban el relevo ahora a las seis. No llovía ya. Los árboles goteaban. La niebla impedía ver a más de veinte metros.
La lámpara del comedor seguía encendida; la de la alcoba estaba apagada. Meurant no tardó en salir de la casa, sin afeitar, con las ropas arrugadas como quien ha pasado la noche vestido, y se dirigió hacia el bar-estanco de la esquina, donde se tomó tres tazas de café solo y comió croissants. En el momento en que iba a girar el picaporte de la puerta para salir, cambió de opinión y, dirigiéndose de nuevo hacia el mostrador, pidió un coñac que se bebió de un trago.
La investigación, en la primavera, indicaba que no era un bebedor, que apenas si tomaba un poco de vino en las comidas y, en verano, una cerveza de vez en cuando.
Se dirigió, a pie, hacia la calle de la Roquette, sin volverse para saber si era seguido. Al llegar ante su tienda, se detuvo un momento delante de los cierres bajados, no entró, penetró en el patio, y abrió con su llave la puerta vidriera de su taller.
Permaneció allí bastante tiempo de pie, sin hacer nada, mirando a su alrededor el establecimiento, los útiles colgados de la pared, los marcos expuestos, las tablas y las virutas. Se había filtrado agua por debajo de la puerta y formaba un pequeño charco en el suelo de cemento.
Meurant abrió la estufa, puso leña partida en ella, un poco de carbón que quedaba, y luego, en el momento en que iba a frotar una cerilla, se arrepintió, salió y cerró la puerta detrás de sí.
Caminó bastante tiempo, como sin saber bien adónde ir. En la plaza de la República, había vuelto a entrar en un bar, donde se bebió un segundo coñac mientras el mozo le miraba con aire de preguntarse dónde había visto aquella cara.
¿Se dio cuenta de ello? Dos o tres transeúntes se habían vuelto también, pues, aquella misma mañana, su fotografía aparecía todavía en los periódicos bajo un gran titular:
«Gastón Meurant, absuelto».
Este título, esta fotografía, podía verlos en todos los quioscos, pero no sentía la curiosidad de comprar un periódico. Cogió el autobús, y se bajó veinte minutos más tarde en la plaza Pigalle, dirigiéndose hacia la calle Victor-Massé.
Al fin, se detuvo ante el hotel regido por Nicolas Cajou, el Hotel del León, y permaneció largo tiempo mirando fijamente su fachada.
Cuando se puso de nuevo en camino, lo hizo para bajar hacia los grandes bulevares, con un paso irregular, deteniéndose a veces en un cruce como si no supiera adónde ir, comprando de camino un paquete de cigarrillos…
Por la calle Montmartre había llegado a los Halles, y el inspector había estado a punto de perderle entre la muchedumbre. En Châtelet, se había bebido el tercer coñac, también de un trago, y al fin llegó al Quai des Orfèvres.
Ahora que el día había levantado, la niebla, amarillenta, se iba haciendo menos espesa. Maigret, en su despacho, recibió un informe telefónico de Dupeu, que se había quedado de servicio en el bulevar de Charonne.
—La mujer se ha levantado a las ocho menos diez. La he visto separar los visillos y luego abrir la ventana para mirar a la calle. Tenía el aspecto de estar buscando a su marido con la mirada. Es probable que no le haya oído salir y que se haya sorprendido de encontrar el comedor vacío. Creo que me ha visto, jefe…
—No importa. Si sale también, procura no perderla de vista tú.
En el Quai, Gastón Meurant estaba dudando, mirando las ventanas de la P. J. con los mismos ojos que poco antes miraba a las del hotel amueblado. Eran las nueve y media. Caminó hasta el puente Saint-Michel, estuvo a punto de atravesarlo, volvió sobre sus pasos y, pasando ante el agente de guardia, avanzó al fin bajo la bóveda.
Conocía el lugar. Se le vio subir lentamente la escalera grisácea y detenerse, no para recuperar el aliento, sino porque seguía dudando.
—¡Sube, jefe! —telefoneó Baron, desde un despacho de la planta baja.
Y Maigret repitió a Janvier, que se encontraba en su despacho:
—Ya sube.
Esperaron los dos. Tardaba mucho. Meurant no se decidía, vagaba por el corredor, se detenía ante la puerta del comisario como si fuera a llamar sin hacerse anunciar.
—¿Qué desea usted? —le preguntó Joseph, el viejo ujier.
—Quisiera hablar con el comisario Maigret.
—Venga por aquí. Rellene su ficha.
Con el lápiz en la mano, pensaba aún en marcharse cuando Janvier salió del despacho de Maigret.
—¿Viene a ver al comisario? Sígame.
Todo aquello, para Meurant, debía pasar como en una pesadilla. Tenía el rostro de quien apenas ha dormido, los ojos colorados, y olía a cigarrillos y alcohol. Sin embargo, no estaba borracho. Siguió a Janvier. Éste le abrió la puerta, le hizo pasar delante de él y la volvió a cerrar sin entrar él mismo.
Maigret, en su despacho, aparentemente sumergido en el estudio de un expediente, permaneció un momento sin alzar la cabeza, luego se volvió hacia su visitante, sin mostrar sorpresa, y murmuró:
—Un instante…
Anotaba un documento, luego otro, y murmuró distraídamente:
—Siéntese.
Meurant no se sentó, no avanzó por la estancia. Al final de su paciencia, dijo:
—¿Acaso cree que he venido a darle las gracias? Su voz no era en absoluto natural. Era un poco ronca y trataba de poner sarcasmo en sus palabras.
—Siéntese —repitió Maigret, sin mirarle.
Esta vez, Meurant dio tres pasos, y se apoyó en el respaldo de una silla con asiento de terciopelo verde.
—¿Lo ha hecho usted para salvarme?
El comisario le examinó al fin de los pies a la cabeza.
—Parece usted fatigado, Meurant.
—No se trata de mí, sino de lo que usted hizo ayer. Su voz era más sorda, como si se hubiera esforzado por contener su cólera.
—He venido a decirle que no le creo, que ha mentido, igual que ha mentido toda esa gente, que preferiría estar en la cárcel, que ha cometido usted una mala acción…
¿Le había provocado el alcohol un cierto desequilibrio? Era posible. Sin embargo, pensó una vez más, no estaba borracho, y aquellas frases debía haberlas repetido en su cabeza durante buena parte de la noche.
—Siéntese.
¡Al fin! Se decidió a hacerlo, con desgana, como si en ello hubiera olfateado una trampa.
—Puede usted fumar.
Como protesta, para no deber nada al comisario, no lo hizo, a pesar de las ganas que tenía, y su mano tembló.
—Le es fácil hacer decir lo que usted quiere a gente así, que dependen de la policía…
Se trataba, evidentemente, de Nicolás Cajou, regidor de un hotel de paso, y de la camarera.
Maigret encendió su pipa lentamente, y esperó.
—Sabe tan bien como yo que es falso…
Su angustia le hacía brotar gotas de sudor de la frente. Maigret habló, al fin.
—¿Quiere decir que usted mató a su tía y a la pequeña Cecile Perrin?
—Bien sabe usted que no.
—Yo no lo sé, pero estoy convencido de que no lo ha hecho usted. ¿Por qué cree que es?
Sorprendido, Meurant no encontró nada que contestar.
—Hay muchos niños en el edificio donde vive, en el bulevar de Charonne, ¿no es cierto?
Meurant dijo que sí maquinalmente.
—Usted los oye ir y venir. A veces, al regresar de la escuela, juegan en la escalera. ¿Les habla alguna vez?
—Los conozco.
—Aún no teniendo hijos usted mismo, está al corriente de las horas de clase. Esto me sorprendió desde el comienzo de la investigación. Cecile Perrin iba a la escuela maternal. Leontine Faverges iba a buscarla todos los días, salvo el jueves, a las cuatro de la tarde. Hasta las cuatro, pues, su tía estaba sola en el apartamento.
Meurant se esforzaba por comprender.
—Usted tenía que hacer un pago importante el 28 de febrero. Bien. Es posible que la última vez que le prestara dinero, Leontine Faverges le hubiera dicho que no volvería a ceder. Suponiendo que usted haya proyectado matarla para apoderarse del dinero del jarrón chino y de los títulos…
—Yo no la he matado.
—Déjeme acabar. Suponiendo, decía, que hubiera tenido esa idea, no había ninguna razón para que fuera a la calle Manuel después de las cuatro y, por consiguiente, matar a dos personas en lugar de una. Los criminales que actúan contra los niños sin necesidad son raros y pertenecen a una categoría perfectamente definida.
Se hubiera podido creer que Meurant, con un velo sobre los ojos, estaba a punto de llorar.
—El que asesinó a Leontine Faverges y a la niña, o ignoraba la existencia de esta última, o se vio obligado a dar su golpe al final de la tarde. Ahora bien, si conocía el secreto del jarrón y el cajón de las acciones, es verosímil que conociera también la presencia de Cecile Perrin en el apartamento.
—¿Adónde quiere ir a parar?
—Fume un cigarrillo.
El hombre obedeció maquinalmente y continuó mirando a Maigret con mirada recelosa, en la que ya no había la misma cólera.
—Seguimos con suposiciones, ¿de acuerdo? El asesino sabe que usted va a ir hacia las seis a la calle Manuel. No ignora que los forenses —los periódicos lo han repetido mucho— son capaces de determinar, hora más, hora menos, en la mayor parte de los casos, la hora de la muerte.
—Nadie sabía que…
Su voz también había cambiado y, ahora, su mirada se apartó del rostro del comisario.
—Al cometer su crimen hacia las cinco, el asesino estaba más o menos seguro de que usted resultaría sospechoso. No podía prever que un cliente se presentara en su taller a las seis y, por otra parte, el profesor de música no ha podido dar un testimonio firme, puesto que no está seguro de la fecha.
—Nadie sabía… —repitió Meurant mecánicamente.
Maigret, de pronto, cambió de tema.
—¿Usted conoce a sus vecinos, en el bulevar de Charonne?
—Los saludo en la escalera.
—¿No van nunca a su casa, ni siquiera para tomar café? ¿No va usted nunca a la casa de ellos? ¿No tienen entre sí ninguna relación más o menos amistosa?
—No.
—Hay, pues, muchas probabilidades de que ellos no hayan oído hablar de su tía.
—¡Ahora, sí!
—Pero no antes. ¿Tenían su mujer y usted muchos amigos en París?
Meurant respondía de mala gana, como si temiera, al ceder en un punto, verse obligado a ceder en toda la línea.
—¿Qué importa eso?
—¿Iban ustedes a cenar a casa de alguien de vez en cuando?
—No, con nadie.
—¿Con quién salía usted el domingo?
—Con mi mujer.
—Y ella no tiene familia en París. Usted tampoco, aparte de su hermano, que vive la mayor parte del tiempo en el Mediodía y con quien, desde hace dos años, tiene rotas las relaciones.
—No hemos tenido ninguna disputa.
—Sin embargo, ha dejado usted de verle.
Maigret pareció cambiar nuevamente de tema.
—¿Cuántas llaves de su apartamento existen?
—Dos. Mi mujer tiene una, y yo la otra.
—¿Nunca ocurría que al salir uno de los dos dejara la llave al portero o a un vecino?
Meurant prefirió callar, comprendiendo que Maigret lo decía todo con algún propósito, aunque era incapaz de ver adónde quería llegar.
—La cerradura, aquel día, no fue forzada, los expertos que la han estudiado lo aseguran. Sin embargo, si usted no la mató, alguien entró dos veces en su casa, la primera para coger su traje azul del armario de la alcoba, y la segunda para dejarlo en él con tanto cuidado que usted no se dio cuenta de nada. ¿Lo admite usted?
—No admito nada. Todo lo que sé es que mi mujer…
—Cuando la conoció, hace ya siete años, usted era un solitario. ¿Me equivoco?
—Trabajaba todo el día y, por la noche, leía y a veces iba al cine.
—¿Se echó ella a su cuello?
—No.
—Otros hombres, otros clientes del restaurante en que era camarera, ¿no le hacían la corte?
Apretó los puños.
—¿Y qué?
—¿Cuánto tiempo tuvo que insistir para que ella aceptara salir con usted?
—Tres semanas.
—¿Qué hicieron, la primera vez?
—Fuimos al cine, y luego ella quiso ir a bailar.
—¿Baila usted bien?
—No.
—¿Se burló de usted?
No contestó, cada vez más desconcertado por el giro de la entrevista.
—¿La llevó luego a su casa?
—No.
—¿Por qué?
—Porque la quería.
—¿Y la segunda vez?
—También fuimos al cine.
—¿Y luego?
—A un hotel.
—¿Por qué no a su casa?
—Porque yo vivía en una habitación mal amueblada al fondo de un patio.
—¿Tenía usted ya la intención de casarse con ella y temía decepcionarla?
—En seguida tuve deseos de hacerla mi mujer.
—¿Sabía que ella había tenido muchos amigos?
—Eso no le importa a nadie. Era libre.
—¿Le habló de su oficio, de su taller? Porque usted tenía ya una tienda, en el suburbio Saint-Antoine, si no me equivoco.
—Naturalmente que hablé de ello.
—¿No tenía usted la intención oculta de tentarla con ello? Al casarse, ella se convertiría en la mujer de un comerciante.
Meurant enrojeció.
—¿Comprende ahora que es usted quien se propuso conseguirla y que, para lograrlo, no dudó en engañar un poco? ¿Tenía usted deudas?
—No.
—¿Y ahorros?
—No.
—¿No le habló ella de su deseo de tener algún día un restaurante?
—Varias veces.
—¿Qué le contestó usted?
—Que quizá lo lográramos.
—¿Tenía intención de cambiar de oficio?
—En aquella época, no.
—No se decidió a ello sino más tarde, al cabo de dos años de matrimonio, cuando ella volvió a la carga y le habló de una ocasión excepcional.
Estaba confundido, y Maigret continuó, implacablemente.
—Usted estaba celoso. Por celos la obligaba a quedarse en la casa en lugar de trabajar como ella tenía ganas de hacer. Vivían entonces en un apartamento de dos habitaciones, de la calle de Turenne. Cada noche, usted insistía para que ella le explicara en qué había empleado el tiempo. ¿Estaba usted realmente convencido de que ella le quería?
—Lo creía.
—¿Sin reservas mentales?
—No las hay.
—Imagino que su hermano iría a verle con bastante frecuencia.
—Vivía en París.
—¿Salía con su mujer?
—A veces salíamos los tres.
—¿No salieron nunca solos ellos dos?
—Alguna vez.
—Su hermano vivía en un hotel de la calle Brea, cerca de los Ternes. ¿Iba a verle su mujer a su habitación?
Torturado, Meurant casi gritó:
—¡No!
—¿Ha tenido ella un pull-over de los que se usan para ir a esquiar a la montaña, un pull-over de gruesa lana blanca, tejido a mano, con dibujos que representaban renos en negro y marrón? ¿Solía salir en invierno vestida con pantalones negros muy estrechos por los tobillos?
Con las cejas fruncidas, miró intensamente a Maigret.
—¿Adónde quiere llegar?
—Conteste.
—Sí. Era raro. A mí no me gustaba que ella fuera por la calle en pantalón.
—¿Ha visto usted a menudo a mujeres vestidas así por las calles de París?
—No.
—Lea esto, Meurant.
Maigret extrajo una pieza de su expediente, el testimonio de la gerente del hotel de la calle Brea. Ésta recordaba perfectamente haber tenido como inquilino a Alfred Meurant, que había ocupado mucho tiempo atrás una habitación durante un mes en su establecimiento y que, desde entonces, volvía a ocuparla de vez en cuando por unos días. Recibía a muchas mujeres. Reconocía sin vacilación la fotografía que se le presentaba y que era la de Ginette Meurant. Se acordaba incluso de haberla visto con una indumentaria excéntrica…
Seguía la descripción del pull-over y del pantalón.
—¿Había ido Ginette Meurant recientemente a la calle Brea?
Respuesta de la hotelera: hacía menos de un año, durante el paso por París de Alfred Meurant.
—¡Es falso! —protestó el hombre rechazando el papel.
—¿Quiere que le dé a leer todo el expediente? Contiene treinta testimonios por lo menos, todos de hoteleros, uno de ellos de Saint-Cloud. ¿Tenía su hermano un coche azul cielo descapotable?
El rostro de Meurant proporcionó la respuesta.
—Es el único que ha tenido. En el baile de la calle Gravilliers le han conocido a su mujer una docena de amantes.
Maigret, machacón y sombrío, llenó una nueva pipa: y no era deliberadamente por lo que le había dado tal carácter a la entrevista.
—¡Es falso! —gruñó el marido aún.
—Ella no le pidió ser su mujer. No hizo nada para ello. Dudó tres semanas en salir con usted, acaso por no hacerle daño. Le siguió al hotel cuando usted se lo pidió porque, para ella, era una cosa sin importancia. Usted le pintó una existencia agradable, fácil, la seguridad, el acceso a una cierta forma de burguesía. Usted, más o menos, le prometió que algún día realizaría su sueño de un pequeño restaurante.
»Por celos, le impidió trabajar.
»Usted no bailaba. Ni siquiera le gustaba el cine.
—Íbamos todas las semanas.
—El resto del tiempo, ella estaba condenada a ir sola. Por la noche, usted leía.
—Siempre he soñado con instruirme.
—Y ella siempre, soñó con otra cosa. ¿Empieza usted a comprender?
—No le creo.
—Sin embargo, usted está seguro de no haber hablado a nadie del jarrón chino. Y, el 27 de febrero, no llevaba su traje azul. Su mujer y usted eran los únicos que poseían la llave del apartamento del bulevar de Charonne.
Sonó el teléfono. Maigret descolgó.
—Soy yo, sí…
Al otro extremo del hilo estaba Baron.
—Ha salido hacia las nueve, a las nueve menos cuatro minutos exactamente, y se ha dirigido hacia el bulevar Voltaire.
—¿Cómo va vestida?
—Un vestido de flores y un abrigo de lana marrón. Sin sombrero.
—¿Y luego?
—Ha entrado en una tienda de artículos de viaje y ha comprado una maleta barata. Con la maleta en la mano, se ha vuelto a su apartamento. Debe hacer calor en él, pues ha abierto la ventana. De cuando en cuando la veo ir y venir y supongo que está haciendo su equipaje.
Mientras escuchaba, Maigret miraba a Meurant, que sospechaba que estaban hablando de su mujer y se mostraba inquieto.
—¿No le ha sucedido nada? —le preguntó en cierto momento.
Maigret sacudió la cabeza.
—Como hay teléfono en la portería —continuó Barón—, he hecho venir un taxi para que se estacione a unos cien metros aproximadamente, para el caso de que ella llame uno.
—Muy bien. Tenme al corriente.
Y a Meurant:
—Un momento.
El comisario entró en el despacho de los inspectores, y se dirigió a Janvier.
—Será mejor que tomes un coche de la casa y vayas allí, al bulevar de Charonne, lo más de prisa que puedas. Parece que Ginette Meurant se dispone a levantar el vuelo. ¿Es que sospecha que su marido ha venido aquí? Debe tener miedo.
—¿Cómo reacciona?
—Me alegro de no estar en su piel.
Maigret también habría preferido ocuparse de otra cosa.
—Le llaman al teléfono, señor comisario.
—Páseme la comunicación aquí.
Era el fiscal, que tampoco sentía la conciencia completamente tranquila.
—¿No ha ocurrido nada?
—Han regresado a su casa. Parece que han dormido cada uno en una habitación. Meurant ha salido temprano y se encuentra en este momento en mi despacho.
—¿Qué le ha dicho usted? Imagino que él no estará oyéndole.
—Estoy en el despacho de los inspectores. No está todavía muy seguro de creerme. Se debate. Empieza a comprender que habrá de mirar la verdad cara a cara.
—¿No teme usted que él…?
—Hay todas las posibilidades de que no la encuentre al regresar a su casa. Ella está haciendo ahora la maleta.
—¿Y si la encuentra?
—Después del tratamiento al que me veo obligado a someterle, no es a ella a la que más odiará.
—¿No es hombre que pueda suicidarse?
—No mientras no sepa la verdad.
—¿Cuenta usted con descubrirla?
Maigret no dijo nada, se encogió de hombros.
—En cuanto usted tenga noticias…
—Le telefonearé o pasaré a verle por su despacho, señor fiscal.
—¿Ha leído los periódicos?
—Sólo los titulares.
Maigret colgó. Janvier se había marchado ya. Convenía retener a Meurant un cierto tiempo, para evitar que encontrara a su mujer en plenos preparativos de partida.
Que la encuentre después, será ya menos grave. El momento más peligroso habría pasado. Por eso Maigret, con la pipa en la mano, iba y venía, paseándose un rato por el largo corredor, con menos calefacción.
Luego, mirando su reloj, penetró en su despacho y encontró un Meurant más tranquilo, con aspecto de reflexionar.
—Queda una posibilidad de la que usted no ha hablado —objetó el marido de Ginette—. Al menos una persona debía conocer el secreto del jarrón chino.
—¿La madre de la niña?
—Sí. Juliette Perrin. Visitaba a menudo a Leontina Faverges y a Cecile. Aunque la vieja no le haya dicho nada sobre su dinero, la niña ha podido ver…
—¿Cree que no lo he pensado?
—¿Por qué no ha buscado en esta dirección? Juliette Perrin trabaja en una sala de fiestas nocturna. Frecuenta a gente de todas clases…
Se agarraba desesperadamente a esta esperanza y Maigret sintió escrúpulos de desilusionarle. Sin embargo, era necesario.
—Hemos investigado entre todas sus relaciones, sin resultado. Por otra parte, hay una cosa que ni Juliette Perrin ni sus amantes de una noche o habituales, podían procurarse sin una complicidad muy concreta.
—¿El qué?
—El traje azul. ¿Conocía a la madre de la niña?
—No.
—¿Nunca la encontró en la calle Manuel?
—No. Sabía que la madre de Cecile trabajaba de animadora, pero nunca tuve ocasión de verla.
—No olvide tampoco que a su hija también la han matado.
Era, para Meurant, una nueva salida que se cerraba. Seguía buscando, tanteando, decidido a no aceptar la verdad.
—Mi mujer pudo hablar sin darse cuenta.
—¿A quién?
—No sé.
—¿Y dar, sin darse cuenta también, la llave de su apartamento al marcharse para el cine?
El teléfono.
Janvier, esta vez, un poco sofocado.
—Le llamo desde la portería, jefe. La persona se ha marchado en taxi con la maleta y una bolsa marrón bastante llena. He tomado por si acaso la matrícula del coche. Pertenece a una compañía de Levallois y será fácil encontrarle. Barón la sigue en otro taxi. ¿Espero aquí?
—Sí.
—¿Sigue con él?
—Sí.
—Pienso que después de que llegue, no me debo mover de aquí, ¿no?
—Es conveniente.
—Voy a estacionar el coche cerca de una de las puertas del cementerio. Se le notará menos. ¿Piensa dejarle pronto?
—Sí.
Meurant estaba tratando de adivinar y el esfuerzo hacía que se le subiera la sangre a la cabeza. Se le notaba muy cansado, y al borde de la desesperación, pero conseguía mantenerse bien, y casi hasta sonreír.
—¿Es a mi mujer a quien vigilan? Maigret hizo un gesto afirmativo.
—Me imagino que desde ahora a mí me van a vigilar también.
Gesto vago del comisario.
—¡No tengo ningún arma, créame!
—Lo sé.
—No tengo intención de matar a nadie, ni de matarme a mí.
—También lo sé.
—En todo caso, no por ahora.
Se levantó, vacilando, y Maigret comprendió que la crisis estaba a punto de estallar, que el hombre se contenía para no deshacerse en lágrimas, sollozar, golpear las paredes con sus puños apretados.
—Valor, amigo mío.
Meurant desvió la cabeza y caminó hacia la puerta, con pasos no muy seguros. El comisario le puso un momento la mano sobre el hombro, sin insistir.
—Venga a verme cuando quiera.
Meurant salió al fin sin descubrir su rostro, sin decir gracias, y la puerta se cerró.
Barón, en la calle, estaba esperando para continuar siguiéndole.