A las dos, Maigret, siempre acompañado por Janvier, subía la gran escalinata del Quai des Orfèvres, que incluso en verano, en la mañana más alegre, estaba triste y verde. Hoy, una corriente de aire húmedo la recorría y las huellas de zapatos mojados, en los escalones, no se secaban.
Desde el primer rellano, se oía en el primer piso un ligero rumor; luego se oyeron voces, idas y venidas, indicando que la prensa, enviada, estaba allí, con los fotógrafos y, sin duda, gente de la televisión, si es que no eran del cine.
Un asunto terminaba o parecía ir a terminar en el Palacio. Otro comenzaba allí. En un sitio, estaba ya la multitud. En el otro, no se veía aún más que a especialistas.
En el Quai des Orfèvres también existía una especie de sala de testigos, la sala de espera encristalada, a la que llamaban la jaula de cristal, y el comisario se detuvo al pasar para echar un vistazo a los seis personajes sentados bajo las fotografías de los policías muertos en servicio.
¿Había que llegar a la conclusión de que todos los testigos se parecían? Éstos pertenecían al mismo medio que los del Palacio de Justicia, pobres gentes, trabajadores modestos, y, entre ellos, dos mujeres que miraban directamente ante sí, las manos sobre sus bolsos de piel.
Los reporteros se precipitaban hacia Maigret, que les calmó con un gesto.
—¡Despacio! ¡Despacio! No olviden, señores, que todavía no sé nada, que no he visto aún a esos muchachos…
Empujó la puerta de su despacho y prometió:
—Dentro de dos o tres horas, quizá, si tengo alguna noticia que darles…
Cerró la puerta y dijo a Janvier:
—Vete a ver si ha llegado Lapointe.
Volvió a encontrar los gestos de antes de las vacaciones, casi tan rituales, para él, como, para los magistrados, el ceremonial de la Audiencia. Quitándose su abrigo y su sombrero, los colgó en el armario, en el que había un lavabo esmaltado para lavarse las manos. Luego se sentó a su mesa, rebuscó entre sus pipas un poco antes de elegir una y de llenarla.
Janvier volvió con Lapointe.
—Veré a tus dos idiotas dentro de un momento. Y, al joven Lapointe:
—Bueno, ¿qué ha hecho ella?
—A lo largo de los corredores y de la escalinata ha estado rodeada por un racimo de periodistas y de fotógrafos, y había más esperando fuera. Incluso estaba pegado a la acera, un coche del noticiario cinematográfico. Por mi parte, sólo vi su cara dos o tres veces, entre dos cabezas. Se la notaba asustada y parecía que les suplicaba que la dejaran en paz.
»De pronto, Lamblin se ha abierto paso entre la gente, la ha cogido del brazo y la ha arrastrado hacia un taxi que había encontrado. La ha hecho subir a él y el coche se ha dirigido hacia el puente Saint-Michael.
»Todo ha ocurrido como un truco de prestidigitación. Yo no he conseguido encontrar un taxi y no he podido seguirles. Hace sólo unos minutos, Macé, del Fígaro, ha vuelto al Palacio. Por suerte, había dejado su coche cerca y pudo seguir al taxi.
»Según él, Lamblin ha llevado a Ginette a un restaurante de la plaza del Odeón especializado en mariscos y sopa de pescado. Han comido solos, sin prisas.
»Ahora, todo el mundo ha vuelto a ocupar su puesto en la sala de audiencias y sólo falta el Tribunal.
—Vuelve allí. Telefonéame de cuando en cuando. Me gustaría saber si la declaración de la criada provoca incidentes…
Maigret había podido comunicar con el presidente por teléfono, quien le había dado autorización para no perder su tarde en el palacio.
Los cinco inspectores distribuidos por la mañana en la sala no habían descubierto nada. Habían estudiado al público con mirada tan aguda como los fisonomistas de las salas de juego. Ninguno de los hombres presentes respondía a la descripción dada por Nicolás Cajou del compañero de Ginette Meurant. En cuanto a Alfred Meurant, el hermano del acusado, no estaba en el Palacio, ni en París, lo que Maigret ya sabía por un telefonazo de la brigada móvil de Tolón.
Dos inspectores se quedaron en la sala, por si acaso, además de Lapointe, que regresó rápidamente utilizando los corredores interiores.
Maigret llamó a Lucas, que se había ocupado del hold up del banco.
—No he querido interrogarles antes de que usted les viera, jefe. Hace un momento, me las he arreglado para que los testigos los vieran al pasar.
—¿Han reconocido a los dos?
—Sí. Sobre todo al que perdió la máscara, claro.
—Haz entrar al más joven.
Tenía los cabellos demasiado largos, granos en la cara, aspecto de mal humor, y no se había lavado bien.
—Quitadle las esposas…
El muchacho le lanzó una mirada de desconfianza, decidido a no caer en las trampas que, sin duda, le iban a tender.
—Dejadme solo con él.
En estos casos, Maigret prefería quedarse frente a frente con el sospechoso, pues siempre había tiempo, más tarde, para tomar su declaración por escrito y hacérsela firmar.
Aspiró de su pipa a pequeñas bocanadas.
—Siéntate.
Empujó hacia él un paquete de cigarrillos.
—¿Fumas?
La mano temblaba. Al final de los dedos largos y cuadrados, las uñas estaban comidas como las de un niño.
—¿No tienes padre?
—Yo no he sido.
—No te pregunto si has sido tú o no quien ha organizado esta verbena. Te pregunto si tienes todavía padre.
—Ha muerto.
—¿De qué?
—En un sanatorio.
—¿Te mantiene tu madre?
—Yo también trabajo.
—¿En qué?
—Soy limpiador.
Aquello exigía tiempo. Maigret sabía por experiencia que era mejor ir lentamente.
—¿Dónde te procuraste la automática?
—Yo no tengo pistola.
—¿Quieres que haga venir ahora mismo a los testigos que esperan?
—Mienten.
El teléfono sonó. Era Lapointe.
—Geneviève Lavacher ha declarado, jefe. Le han hecho más o menos las mismas preguntas que a su jefe, más una. El presidente le ha preguntado si, el 25 de febrero, no notó nada especial en el comportamiento de sus clientes y ella ha dicho que, precisamente, le sorprendió ver que la cama no estaba deshecha.
—¿Van pasando los testigos citados?
—Sí. Ahora, esto va de prisa. Apenas si les oyen. Hubo que emplear cuarenta minutos para vencer la resistencia del muchacho, que acabó por estallar en sollozos.
Era él quien tenía la pistola en la mano. No eran dos, sino tres, pues había un cómplice que esperaba al volante de un coche robado; el mismo, parece que había tenido la idea del hold up y que se había largado sin esperar a los otros en cuanto oyó las peticiones de ayuda.
A pesar de ello, el chico, que se llamaba Virieu, se negaba a decir su nombre.
—¿Es mayor que tú?
—Sí. Tiene veintitrés años y está casado.
—¿Él tenía experiencia?
—Eso decía.
—Te interrogaré de nuevo dentro de poco, cuando haya oído a tu compañero.
Se llevaron a Virieu. Hicieron entrar a Giraucourt, su amigo, al que le quitaron también las esposas, y los dos muchachos, al cruzarse, tuvieron tiempo de cambiar una mirada.
—¿Ha hablado?
—¿Tú esperabas que se callara?
Era lo de siempre. El hold up había fracasado. No había muertos, ni heridos, ni siquiera robo: sólo un cristal roto.
—¿A quién se le ocurrió la idea de las máscaras? La idea, por otra parte, no era muy original. Unos profesionales, en Niza, unos meses antes, habían utilizado máscaras de carnaval para atacar a un furgón postal.
—¿Tú no estabas armado?
—No.
—¿Eres tú quien dijo, en el momento en que una empleada se dirigía hacia la ventana: «Dispara, idiota…»?
—No sé si lo dije. Había perdido la cabeza…
—Sólo que tu amiguito te obedeció y apretó el gatillo.
—No disparó.
—Es decir, que, por suerte, el disparo no salió. ¿Es que no había cartucho en el cañón? ¿Es que el arma era defectuosa?
Los empleados del banco, así como una cliente, mantenían las manos alzadas. Eran las diez de la mañana.
—Fuiste tú quien al entrar gritó:
«—Todos contra la pared, con las manos alzadas. ¡Es un hold up!».
»Y añadiste, según parece:
»—Va en serio».
—Lo dije porque una mujer empezó a reírse.
Una empleada de cuarenta y cinco años, que esperaba ahora en la jaula de cristal con los demás, cogió un pisapapeles y lo lanzó a la ventana pidiendo socorro.
—¿No has sido condenado nunca?
—Una vez.
—¿Por qué motivo?
—Por haber robado una máquina fotográfica de un coche.
—¿Sabes lo que te va a costar esto, ahora?
El muchacho se encogió de hombros, esforzándose por hacerse el valiente.
—Cinco años, amigo mío. En cuanto a tu compañero, estuviera encasquillada su arma o no, tiene todas las probabilidades para que no cumpla menos de diez años…
Era cierto. La instrucción iría rápida y como, esta vez, no estaban por medio las vacaciones judiciales para retardar el proceso, dentro de tres o cuatro meses Maigret iría de nuevo a declarar ante el Tribunal.
—Llévatelo, Lucas. Ya no hay razón para separarle de su compañero. Que charlen todo lo que quieran. Mándame al primer testigo.
Todo aquello no era más que formulismos, papeleos. Y según Lapointe, que volvió a telefonear, las cosas iban todavía más de prisa en el Palacio, donde algunos testigos, tras haber estado cinco minutos en el estrado, se encontraban desconcertados y un poco decepcionados, entre la gente buscando un sitio.
A las cinco, Maigret trabajaba todavía en el asunto del hold up y su despacho, donde ya estaban encendidas las lámparas, se había llenado de humo.
—Acaban de conceder la palabra a la acusación civil. El abogado Lioran ha hecho una corta declaración. Dado el desarrollo imprevisto, él se adhiere anticipadamente a las conclusiones del fiscal.
—¿Es el fiscal quien habla en este momento?
—Desde hace dos minutos.
—Vuelve a llamarme en cuanto haya terminado. Media hora más tarde, Lapointe le telefoneó un informe bastante detallado. El fiscal Aillevard había dicho en substancia:
—Estamos aquí para ver el proceso de Gastón Meurant, acusado de haber degollado el 27 de febrero a su tía, Leontine Faverges, y ahogando después, hasta producirle la muerte, a una niña de cuatro años, Cecile Perrin, cuya madre se ha constituido en acusación privada.
La madre, con el pelo teñido de rubio, siempre con su abrigo de pieles, había lanzado un grito, y hubo de sacarla de la sala sacudida por los sollozos.
El fiscal continuó:
—Hemos oído en este estrado testimonios inesperados, que hay que tener en cuenta en lo que concierne a este asunto. Los cargos que pesan contra el acusado no han cambiado y las preguntas a las que los jurados deben contestar siguen siendo las mismas.
»Gaston Meurant, ¿tuvo la posibilidad material de cometer un doble crimen y de robar los ahorros de Leontine Faverges?
»Ha quedado establecido que él conocía el secreto del jarrón chino, y que en varias ocasiones su tía había cogido dinero de él para entregárselo.
»¿Tenía un móvil suficiente?
»Al día siguiente del crimen, el día 28 de febrero, le iban a presentar una letra firmada por él y no tenía fondos necesarios para pagarla, de modo que estaba amenazado de quiebra.
»En fin, ¿poseemos pruebas de su presencia, aquella tarde, en la calle Manuel?
»Seis días más tarde, se encontró, en un armario de su apartamento del bulevar de Charonne, un traje azul marino que le pertenecía y que tenía, sobre la manga y por su revés, manchas de sangre cuyo origen él no ha podido explicar.
»Según los expertos, se trata de sangre humana y, más que probable, de sangre de Leontine Faverges.
»Quedan algunos testimonios que parecen contradecirse, a pesar de la buena fe de los testigos.
»La señora Ernie, cliente de la vecina de piso de la víctima, vio a un hombre vestido con un traje azul salir del apartamento de Leontine Faverges a las cinco de la tarde y cree poder jurar que este hombre tenía el pelo muy moreno.
»Por otra parte, han escuchado ustedes a un profesor de piano, el señor Germain Lombras, decir que a las seis de la tarde se entrevistó con el acusado en el taller de la calle de la Roquette. El señor Germain Lombras nos ha confesado, no obstante, que le queda una ligera duda en cuanto a la fecha de esta visita.
»Nos encontramos ante un crimen monstruoso, cometido a sangre fría por un hombre que, no sólo atacó a una mujer indefensa, sino que no dudó en asesinar a una niña.
»No se puede plantear, pues, la cuestión de las circunstancias atenuantes, sino sólo la de la pena capital.
»Corresponde a los jurados decir, en su alma y en su conciencia, si creen a Gastón Meurant culpable de este doble crimen».
Maigret, que había terminado ya con sus aprendices de gangsters, se resignó a abrir su puerta y a hacer frente a los periodistas.
—¿Han confesado?
Movió la cabeza afirmativamente.
—No le den demasiada publicidad, señores, se lo ruego. ¡Sobre todo, no les concedan demasiada importancia! No den a los que puedan estar tentados de imitarlos la impresión de que estos muchachos han realizado una hazaña. Son unos pobres tipos, créanme…
Respondía a las preguntas brevemente, sintiéndose pesado y fatigado. Su espíritu se había quedado, en parte, en la sala de Audiencias, donde le había llegado el turno a hablar al joven defensor.
Estuvo tentado de abrir la puerta acristalada que comunicaba con el Palacio para ir a unirse a Lapointe. Pero ¿para qué? Se imaginaba la defensa, que comenzaría a la manera de una novela popular.
Pierre Duché se iba a remontar, seguramente, todo lo que pudiera en el pasado.
Una familia de El Havre, pobre, llena de niños de los que había que desembarazarse lo más pronto posible. A los quince o dieciséis años, las chicas entraban a servir, es decir, partían para París, donde habían pensado ponerse a servir. ¿Tenían tiempo y medios los padres para preocuparse de ellas? Las chicas escribían una vez al mes, con una letra aplicada, con faltas de ortografía, añadiendo a veces un modesto giro.
Dos hermanas habían partido de esta forma. Primero Leontine, que había entrado como vendedora en un gran almacén y no tardó en casarse.
Elena, la más joven, había trabajado en una lechería, luego en una mercería de la calle de Hauteville.
El marido de la primera murió. En cuanto a la segunda, tardó poco tiempo en descubrir los bailes de barrio.
¿Conservaron contactos entre sí? No era seguro. Muerto su marido en un accidente, Leontine Faverges frecuentó las cervecerías de la calle Royale y los hoteles del barrio de la Madeleine antes de instalarse por su cuenta en la calle Manuel.
Su hermana Elena tuvo dos hijos de padres desconocidos y los educó como pudo durante tres años. Luego, se la llevaron una noche al hospital para una operación y jamás volvió a salir.
—Mi cliente, señores del jurado, educado por la Asistencia Pública…
Era cierto, y Maigret habría podido proporcionar al abogado, a este respecto, estadísticas interesantes, como, por ejemplo, el porcentaje de los pupilos que se echaban a perder y más tarde se les encontraban en los banquillos de los tribunales.
Eran éstos los rebeldes, los que acusaban a la sociedad de su situación humillante.
Ahora bien, contrariamente a lo que se piensa, a lo que los jurados pensaban sin duda, constituyen la minoría.
Sin duda, muchos, entre los demás, quedan marcados también. Conservan, toda su vida, un sentimiento de inferioridad. Pero su reacción, precisamente, es probarse a sí mismos que valen tanto como cualquier otro.
Se les enseña un oficio y se esfuerzan por convertirse en artesanos de primera clase.
Su orgullo es fundar una familia, una auténtica familia, una familia normal, con niños a los que pasear el domingo de la mano.
¿Y qué mejor revancha que llegar a ser, algún día, pequeños patronos, que instalarse por su cuenta?
¿Había pensado esto Pierre Duché? ¿Era esto lo que se disponía a decir, en la sala, donde la fatiga comenzaba a velar los rostros?
Maigret, aquella mañana, en el curso de un largo interrogatorio al que le habían sometido, había omitido algo y ahora le preocupaba. Desde luego, el diálogo estaba consignado en el sumario. Pero no era más que un detalle sin importancia.
La tercera vez que Ginette Meurant había ido a la P. J. a su despacho, el comisario le había preguntado incidentalmente:
—¿No ha tenido usted nunca hijos? Aparentemente no se esperaba la pregunta, pues se mostró sorprendida.
—¿Por qué me pregunta eso?
—No sé… Tengo la impresión de que su marido es de esa clase de hombres que desean hijos… ¿Me equivoco?
—No.
—¿Esperaba tenerlos de usted?
—Al comienzo, sí.
Había percibido una duda, algo bastante turbio, y siguió insistiendo.
—¿No puede usted tenerlos?
—No.
—¿Lo sabía él al casarse?
—No. Nunca habíamos hablado de ello.
—¿Cuándo se enteró?
—Al cabo de algunos meses. Como seguía esperándolo y cada mes me hacía la misma pregunta, yo preferí confesarle la verdad… No exactamente la verdad… Pero sí lo fundamental…
—¿O sea?
—Que yo había estado enferma, antes de conocerle, y que había sufrido una operación…
Hacía siete años de aquello. Mientras Meurant esperaba fundar una familia, sólo había logrado crear una pareja.
Se encerró en sí mismo. Luego, cediendo ante la insistencia de su mujer, probó durante un cierto tiempo en un oficio distinto al suyo. Como era de esperar, la cosa fue un desastre. Ello no le impidió luego sacar adelante, pacientemente, una pequeña tienda de cuadros.
Estas cosas, a los ojos de Maigret, equivocadamente o no, prestaban de pronto una importancia bastante grande al asunto de la niña.
No llegaba hasta a afirmar que Meurant fuera inocente. Había visto a hombres tan modestos, tan calmos, tan dulces en apariencia como él, convertirse en violentos.
Casi siempre, en estos casos, se debía a que, por una razón o por otra, se sentían heridos en lo más profundo de sí mismos.
Meurant, empujado por los celos, habría podido cometer un crimen pasional. Acaso habría podido atacar también a un amigo que le hubiera ofendido.
Acaso, incluso, si su tía le había negado el dinero que tanto necesitaba…
Todo era posible, salvo, le parecía al comisario, tratándose de un hombre que había deseado un hijo, ahogar lentamente a una niña de cuatro años.
—Aló, jefe…
—Dime.
—Ha acabado. El tribunal y los jurados se retiran. Algunos prevén que la cosa va para largo. Otros, por el contrario, están convencidos de que ya está decidido el veredicto.
—¿Cómo se comporta Meurant?
—Durante toda la tarde, se habría podido pensar que la vista no tenía nada que ver con él. Permanecía ausente, con la mirada sombría. Cuando, en dos o tres ocasiones, su abogado le ha dirigido la palabra, se limitó a encogerse de hombros. En fin, cuando el presidente le ha preguntado si tenía alguna declaración que hacer, pareció no comprender lo que se le decía. Tuvieron que repetirle la pregunta. Contestó moviendo negativamente la cabeza.
—¿Ha mirado alguna vez a su mujer?
—Ni una sola.
—Gracias. Atiende bien: ¿has visto a Bonfils en la sala?
—Sí. Se mantiene cerca de Ginette Meurant.
—Vete a recomendarle que no la pierda de vista a la salida. Para estar más seguro de que no se la dejará escapar, que le ayude Jussieu. Uno de los dos, que se las arregle como sea para tener un coche a mano.
—Comprendido. Les transmitiré sus instrucciones.
—Ella acabará por volver a su casa, seguramente, y es preciso que un hombre esté permanentemente ante el edificio, en el bulevar Charonne.
—¿Y si…?
—Si Meurant es absuelto, Janvier, al que voy a enviar ahí, se ocupará de él.
—¿Cree usted que…?
—No sé nada, amigo mío.
Era cierto. Había actuado lo mejor que había podido. Buscaba la verdad, pero nada probaba que la hubiera encontrado, ni siquiera parcialmente.
La investigación se había desarrollado en marzo, y luego a comienzos de abril, con mucho sol sobre París, nubes claras y chaparrones que obscurecían de pronto las mañanas frescas.
El otro momento del procedimiento tenía lugar en un otoño precoz, fastidioso, con lluvia, un cielo bajo y esponjoso, aceras brillantes.
Para matar el tiempo, puso algunas firmas, y luego fue a darse una vuelta al despacho de los inspectores, donde dio instrucciones a Janvier.
—Arréglatelas para tenerme al corriente, aunque sea en plena noche.
A pesar de su impasibilidad aparente, de pronto estaba nervioso, inquieto, como si se reprochara haber aceptado una responsabilidad demasiado pesada.
Al sonar el teléfono en su despacho, se precipitó sobre él.
—¡Terminado, jefe!
No se oía sólo la voz de Lapointe, sino diversos ruidos, todo un rumor.
—Había cuatro preguntas, dos para cada una de las víctimas. La respuesta es no para las cuatro. El abogado, en este mismo momento, se esfuerza por conducir a Meurant a la escribanía, a pesar de la multitud que…
La voz de Lapointe se perdió un instante entre la batahola.
—Perdóneme, jefe… He cogido el primer teléfono que he visto… Estaré en el despacho en cuanto me sea posible.
Maigret empezó a pasearse, llenó su pipa, cogió otra porque la primera no tiraba, abrió y cerró su puerta tres veces.
Los corredores de la P. J. estaban de nuevo desiertos, y sólo un habitual, denunciador en sus ratos libres, esperaba en la jaula de cristal.
Cuando Lapointe llegó, se notaba todavía en él la excitación de la Audiencia.
—Muchos lo esperaban, pero de todas formas ha causado efecto… Toda la sala se ha levantado… La madre de la niña, que había vuelto a su puesto, se ha desmayado y ha estado a punto de ser pisoteada…
—¿Y Meurant?
—Parecía no comprender. Se ha dejado llevar sin saber bien lo que le ocurría. Los periodistas que se le han podido acercar no han logrado sacarle nada. Entonces, se han lanzado de nuevo hacia su mujer, a la que Lamblin le servía de guardia de corps.
»Inmediatamente después del veredicto, ella ha tratado de precipitarse hacia Meurant, como para arrojarse a su cuello… Pero él ya volvía la espalda a la sala…
—¿Dónde está la mujer?
—Lamblin la ha llevado a no sé qué despacho, cerca del vestuario de los abogados… Jussieu se ocupa de ella…
Eran las seis y media. La P. J. empezaba a vaciarse, las lámparas se iban apagando.
—Me marcho a cenar a casa.
—¿Y yo? ¿Qué hago?
—Vete a cenar también y acuéstate.
—¿Cree usted que pasará algo?
El comisario, que había abierto el armario para coger su abrigo y su sombrero, se limitó a encogerse de hombros.
—¿Te acuerdas del registro?
—Perfectamente.
—¿Estás seguro de que no había ningún arma en el apartamento?
—Seguro. Estoy convencido de que Meurant no ha poseído un arma en su vida. Ni siquiera hizo el servicio militar, por la vista…
—Hasta mañana, muchacho.
—Hasta mañana, jefe.
Maigret tomó el autobús, y luego bordeó, con la espalda curvada, alzado el cuello, las fachadas del bulevar Richard-Lenoir. Al llegar al rellano de su piso, la puerta se abrió dibujando un rectángulo de luz cálida y dejando escapar olores de cocina.
—¿Contento? —le preguntó la señora Maigret.
—¿Por qué?
—Porque le han absuelto.
—¿Cómo lo sabes?
—Acabo de oírlo por la radio.
—¿Qué más han dicho?
—Que su mujer le esperaba a la salida y que han cogido un taxi para regresar a su casa.
Se hundió en su universo familiar, entró en sus costumbres, en sus zapatillas.
—¿Tienes mucho apetito?
—No lo sé. ¿Qué hay de cena?
Pensó en otro apartamento, donde también había dos personas, del bulevar de Charonne. Allí no debía de haber cena preparada, sino acaso jamón y queso en la despensa.
En la calle, dos inspectores se paseaban de un lado para otro bajo la lluvia, a menos que no hubiesen encontrado abrigo en un portal.
¿Qué pasaba? ¿Qué le había dicho Gastón Meurant, que desde hacía siete meses había vivido en la cárcel, a su mujer? ¿Cómo la miraba? ¿Había intentado besarla, poner su mano sobre la suya?
¿Le había jurado la mujer que todo lo que habían dicho sobre ella era falso?
¿O bien le estaba pidiendo perdón y jurándole que sólo le quería a él?
¿Iba él, al día siguiente, a volver a su tienda, a su taller de marcos al fondo del patio?
Maigret comía maquinalmente y su mujer sabía que no era el momento para preguntarle. Sonó el timbre del teléfono.
—Aló, sí… Soy yo… ¿Vacher?… ¿Sigue Jussieu con vosotros?…
—Telefoneo desde una taberna cercana para hacerle un informe… No tengo nada especial que decirle, pero he pensado que le gustaría saber…
—¿Han regresado a su casa?
—Sí.
—¿Solos?
—Sí. Unas instantes más tarde las lámparas se han encendido en el tercer piso. He visto sombras ir y venir detrás de los visillos…
—¿Y luego?
—Al cabo de una media hora, aproximadamente, la mujer ha bajado, con un paraguas en la mano. Jussieu la ha seguido. No ha ido lejos. Ha entrado en la salchichería y luego en una panadería. Después ha regresado a su casa…
—¿Jussieu la ha visto de cerca?
—Bastante cerca, sí, a través del escaparate de la salchichería.
—¿Qué aspecto tenía?
—Parecía haber llorado. Sus pómulos estaban rojos, sus ojos brillantes…
—¿No parecía inquieta?
—Jussieu dice que no.
—¿Y después?
—Supongo que han comido. Volví a ver la silueta de Ginette Meurant en la pieza que parece ser la alcoba…
—¿Eso es todo?
—Sí. ¿Nos quedamos aquí los dos?
—Es más prudente. Me gustaría que uno de vosotros montara guardia en seguida en el interior del edificio. Los inquilinos deben acostarse temprano. Que Jussieu, por ejemplo, se instale en el rellano, en cuanto dejen de entrar y salir. Puede advertírselo al portero rogándole que no diga nada.
—De acuerdo, jefe.
—Vuelve a llamarme de todas formas de aquí a dos horas.
—Si la taberna está todavía abierta.
—Si no, es posible que yo me pase por ahí.
No había arma en el apartamento, de acuerdo, pero ¿no se había servido el asesino de Leontine Faverges de un cuchillo, que, por otra parte, no se había encontrado? Un cuchillo muy afilado, aseguraban los expertos, que pensaban que probablemente era un cuchillo de carnicero.
Se había preguntado a todos los cuchilleros, a todos los quincalleros de París, y, naturalmente, no había dado ningún resultado.
En definitiva, no se sabía nada, a no ser que una mujer y una niña habían muerto, que un cierto traje azul perteneciente a Gastón Meurant tenía manchas de sangre y que la mujer de éste, en la época del crimen, se encontraba varias veces por semana con un amante en un hotel de la calle Victor-Massé.
Esto era todo. A falta de pruebas, los jurados acababan de absolver al artesano de marcos.
Si no podían afirmar que era culpable, tampoco podían afirmar su inocencia.
Durante el encarcelamiento de su marido, Ginette Meurant llevó una existencia ejemplar, saliendo apenas de su casa y no viendo a ningún individuo sospechoso.
No tenía teléfono en su casa. Se había vigilado su correspondencia sin resultado.
—¿Piensas ir allí de verdad esta noche?
—Lo justo para darme una vuelta antes de acostarme.
¿Qué podía contestar? Que eran dos, tan poco hechos para vivir juntos, en aquel curioso apartamento donde la Historia del Consulado y del Imperio estaba al lado, en los estantes del cosy-corner, de muñecas de seda y confidencias de vedettes.