Capítulo III

Nadie se movió mientras el presidente se inclinaba alternativamente hacia uno y otro de sus asesores y les hablaba en voz baja. Se inició un coloquio de tres, que recordaba también a los ritos religiosos, pues se veía a los labios moverse sin ruido, como diciendo responsos, y a los rostros inclinarse con una curiosa cadencia. Llegó un momento en que el fiscal, con sus ropajes rojos, abandonó su puesto para intervenir también y pudo creerse, un poco más tarde, que el joven defensor iba a hacer otro tanto. Dudaba visiblemente, inquieto, todavía no muy seguro de sí, y ya estaba casi de pie cuando el presidente Bernerie golpeó la mesa con su mazo y el magistrado ocupó de nuevo su puesto como en un cuadro.

Xavier Bernerie recitó con indiferencia:

—El Tribunal agradece al testigo su declaración y le ruega que no abandone la sala.

Siempre como un oficiante, buscó su birrete con la mano, lo cogió y poniéndose de pie, acabó su responso:

—La audiencia se suspende por un cuarto de hora.

Estalló, en un segundo, un ruido de recreo, casi una explosión, apenas ensordecida, de sonidos de todas clases que se mezclaban. La mitad de los espectadores abandonó sus puestos; algunos, de pie en los bancos, gesticulaban, otros se atropellaban esforzándose por alcanzar la gran puerta que los guardias acababan de abrir mientras los gendarmes escamoteaban al acusado por una salida que se confundía con los paneles de los muros, seguido con dificultad por Pierre Duché, y los jurados, al otro lado, desaparecían también entre bastidores.

Abogados con toga, sobre todo jóvenes, y una abogado que habría podido aparecer en la portada de una revista, formaban un racimo negro y blanco cerca de la entrada de los testigos. Discutían los artículos 310, 311, 312 y siguientes del código de procedimiento criminal y algunos hablaban con excitación de irregularidades en el desarrollo de las sesiones, lo que llevaría infaliblemente el asunto a la casación.

Un viejo abogado de dientes amarillos, con toga brillante, un cigarrillo sin encender colgado de su labio inferior, invocaba calmosamente la jurisprudencia, y citaba dos casos, uno en Limoges, en 1885, y otro en Poitiers, en 1923, en los que no sólo se había rehecho enteramente la instrucción en la audiencia pública, sino que había tomado una dirección nueva a consecuencia de un testimonio inesperado.

De todo esto, Maigret, como un bloque inmóvil, no veía sino imágenes confusas, oía fragmentos, y no había tenido tiempo de descubrir, en la sala donde se iban creando algunos huecos, más que a dos de sus hombres, cuando fue descubierto por los periodistas.

Reinaba la misma excitación que en el teatro, en un estreno, después del primer acto.

—¿Qué opina usted de la bomba que acaba de lanzar, señor comisario?

—¿Qué bomba?

Llenó metódicamente su pipa; sentía sed.

—¿Cree que Meurant es inocente?

—No creo nada.

—¿Sospecha de su mujer?

—Señores, no se molesten si no tengo nada que añadir a lo que ya he dicho en el estrado.

Si la jauría le dejó en paz de pronto, fue porque un joven reportero se había precipitado hacia Ginette Meurant, que se esforzaba por ganar la salida y los demás temieron perderse una declaración sensacional. Todo el mundo miraba al grupo agitado. Maigret lo aprovechó para deslizarse por la puerta de los testigos; en el corredor encontró a algunos hombres que fumaban cigarrillos, y otros que, poco familiarizados con el lugar, buscaban los urinarios.

Sabía que los magistrados deliberaban en la sala del presidente y vio a un ujier conducir a ella al joven Duché, al que habían mandado llamar.

Se acercaba el mediodía. Bernerie, evidentemente, quería acabar con el incidente en la audiencia de la mañana, a fin de reanudar, por la tarde, el curso regular de las sesiones, esperando alcanzar un veredicto en el mismo día.

Maigret llegó a la galería, encendió al fin su pipa, dirigió un gesto a Lapointe, al que descubrió apoyado en un pilar.

No era el único que quería aprovechar la suspensión para beber un vaso de cerveza. Se veía a la gente, fuera, con el cuello alzado, que atravesaban la calle corriendo bajo la lluvia para meterse en los cafés más próximos.

En la cantina del Palacio, una masa impaciente, apretada, importunaba a los abogados y a sus clientes, quienes, unos instantes más tarde, discutían tranquilamente de sus pequeños asuntos.

—¿Cerveza? —preguntó a Lapointe.

—Si podemos, jefe.

Avanzaron entre las espaldas y los codos. Maigret hacía señas a un mozo al que conocía desde hacía veinte años y, unos instantes más tarde, le pasó por encima de las cabezas dos cortos espumosos.

—Arréglatelas para saber dónde come, con quién, a quién habla, y si llega el caso, a quién telefonea.

La marea refluía ya y la gente corría para volver a ocupar sus puestos. Cuando el comisario llegó a la sala, era demasiado tarde para alcanzar las filas de los bancos y tuvo que quedarse contra la puerta pequeña, entre los abogados.

Los jurados estaban en sus puestos, y también el acusado, entre sus guardias, con su defensor por debajo y delante de él. El Tribunal entró y se sentó dignamente, consciente, sin duda, como el comisario, del cambio que se había producido en la atmósfera.

Hacía un momento se trataba de un hombre acusado de haberle cortado la garganta a su tía, una mujer de sesenta años, y de haber ahogado, después de haber intentado estrangularla, a una niña de cuatro años. ¿No era natural que hubiera en el aire una gravedad lúgubre y un poco sofocante?

Ahora, después del entreacto, todo había cambiado.

Gastón Meurant había pasado al segundo plano y el doble crimen incluso había perdido su importancia. El testimonio de Maigret había introducido un nuevo elemento, había planteado un nuevo problema, equívoco, escandaloso, y la sala no se interesaba ya más que por la joven que los ocupantes de las últimas filas trataban en vano de ver.

Esto creaba un rumor particular y se vio al presidente pasear una mirada severa por la multitud, con el aire de buscar con los ojos a los perturbadores. Esta situación duró bastante y, a medida que pasaba el tiempo, los ruidos se iban haciendo más sordos, hasta que de pronto murieron y el silencio se impuso de nuevo.

—Advierto al público que no toleraré ninguna manifestación y que al primer incidente haré desalojar la sala.

Carraspeó y murmuró algunas palabras al oído de sus asesores.

—En virtud de los poderes discrecionales que me están conferidos y de acuerdo con el ministerio público, así como con la defensa, he decidido oír a tres testigos nuevos. Dos se encuentran en la sala y el tercero, cuyo nombre es Geneviève Lavancher, citada ya telefónicamente, se presentará en la audiencia de esta tarde. Ujier, haga el favor de llamar a la señora Ginette Meurant.

El viejo ujier avanzó por el espacio vacío al encuentro de la joven, la cual, sentada en la primera fila, se levantó, dudó, y al fin se dejó conducir al estrado.

Maigret la había oído varias veces en el Quai des Orfèvres. Tuvo entonces delante de sí a una mujer bajita, de vulgar coquetería, y a veces agresiva.

En honor de la Audiencia, se había comprado un traje de chaqueta negro, con falda y abrigo de tres cuartos, y sólo llevaba de color la blusa amarillo paja.

También para la ocasión, el comisario estaba convencido de ello, con el propósito de cuidar el papel que representaba, llevaba un sombrero con velo que daba a su rostro un cierto misterio.

Se hubiera dicho que representaba a la vez la muchachita ingenua y la joven señora comme-il-faut, bajando la cabeza, y alzándola luego para fijar en el presidente sus ojos asustados y dóciles.

—¿Se llama usted Ginette Meurant, de soltera Chenault?

—Sí, señor presidente.

—Hable más fuerte y vuélvase hacia los señores jurados. ¿Tiene usted veintisiete años y nació en Saint-Sauveur, en Nièvre?

—Sí, señor presidente.

—¿Es usted la esposa del acusado?

—Sí, señor presidente.

Respondía siempre con la misma voz de buena colegiala.

—En virtud del artículo 322, su declaración no puede ser recibida, pero, de acuerdo con el ministerio público y con la defensa, el Tribunal tiene derecho a oírla a título de información.

Y, como ella alzó la mano imitando a los anteriores testigos, la contuvo.

—No. Usted no debe prestar juramento.

Maigret vio entre dos cabezas la cara pálida de Gastón Meurant, que miraba fijamente hacia delante. De vez en cuando, sus mandíbulas se apretaban con tanta fuerza que formaban un bulto.

Su mujer evitaba volverse hacia él, como si le hubiera sido prohibido, y era siempre al presidente al que dirigía sus ojos.

—¿Conocía a la víctima, Leontine Faverges? Pareció dudar antes de murmurar:

—No muy bien.

—¿Qué quiere usted decir?

—Que ella y yo no nos tratábamos.

—Sin embargo, ¿usted habló con ella?

—La primera vez, antes de nuestra boda. Mi prometido insistió en presentármela diciendo que era su única familia.

—¿Fue usted, pues, a la calle Manuel?

—Sí. Por la tarde, hacia las cinco. Nos sirvió chocolate y pasteles. En seguida noté que yo no le gustaba y que aconsejaría a Gastón que no se casara conmigo.

—¿Por qué razón?

Se encogió de hombros, buscó las palabras, y al fin cortó:

—Éramos muy diferentes.

Una mirada del presidente contuvo las risas apenas iniciadas.

—¿No asistió a su matrimonio?

—Sí.

—¿Y Alfred Meurant, su cuñado?

—También. En esta época, él vivía en París y no estaba reñido con mi marido.

—¿Qué profesión ejercía?

—Representante de comercio.

—¿Trabajaba regularmente?

—¿Cómo podía yo saberlo? Nos ofreció un servicio de café como regalo de boda.

—¿No ha vuelto a ver a Leontine Faverges?

—Cuatro o cinco veces.

—¿Ha ido a su casa?

—No. Somos nosotros los que fuimos a la suya. Yo no tenía ninguna gana, pues me da horror el imponerme a la gente a la que no gusto, pero Gastón decía que no tenía más remedio.

—¿Por qué?

—No lo sé.

—¿No sería, quizá, por su dinero?

—Puede ser.

—¿En qué momento dejó usted de frecuentar la calle Manuel?

—Hace mucho tiempo.

—¿Dos años? ¿Tres años? ¿Cuatro años?

—Pongamos tres años.

—¿Conocía usted, por lo tanto, la existencia del jarrón chino que se encontraba en el salón?

—Lo vi y hasta le dije a Gastón que las flores artificiales sólo están bien para las coronas mortuorias.

—¿Sabía lo que contenía?

—Sólo sabía lo de las flores.

—Su marido, ¿no le dijo nunca nada?

—¿De qué? ¿Del jarrón?

—De las piezas de oro.

Por primera vez, ella se volvió hacia el banquillo de los acusados.

—No.

—¿No le confió tampoco que su tía, en lugar de depositar su dinero en el banco, lo guardaba en su casa?

—No lo recuerdo.

—¿No está usted segura?

—Bueno… Sí…

—En la época en que usted frecuentaba todavía, por poco que fuera, la calle Manuel, ¿estaba ya la pequeña Cecile Perrin en la casa?

—Yo no la vi nunca. No. Hubiera sido demasiado pequeña.

—¿Ha oído usted hablar de ella a su marido?

—Ha debido aludir a ella. ¡Espere! Sí, ahora estoy segura. Incluso me extrañó que se confiara una niña a una mujer como ella.

—¿Sabía usted que el acusado iba con bastante frecuencia a pedir dinero a su tía?

—No me tenía siempre al corriente.

—Pero, de una forma general, lo sabía, ¿no?

—Sabía que a él no le iban los negocios, que se dejaba arrollar por todo el mundo, como cuando abrimos, en la calle del Chemin-Vert, un restaurante que hubiera podido marchar muy bien.

—¿Qué hacía en el restaurante usted?

—Servía a los clientes.

—¿Y su marido?

—Trabajaba en la cocina, ayudado por una vieja.

—¿Entendía él de eso?

—Utilizaba un libro.

—¿Estaba usted sola en la sala con los clientes?

—Al comienzo, teníamos una camarera joven.

—Cuando el negocio fue a peor, ¿no ayudó Leontine Faverges a pagar a los acreedores?

—Supongo. Creo que aún se debe dinero.

—Su marido, los últimos días de febrero, ¿parecía preocupado?

—Siempre estaba preocupado.

—¿Le habló de una letra que le presentaban el 28?

—No presté atención. Había letras todos los meses.

—¿No le anunció que iría a ver a su tía para pedirle que le ayudara una vez más?

—No me acuerdo.

—¿Le hubiera sorprendido?

—No. Estaba acostumbrada a ello.

—Tras la liquidación del restaurante, ¿le propuso usted trabajar?

—No lo hice. Gastón no quería.

—¿Por qué razón?

—Quizá porque estaba celoso.

—¿Le hacía escenas de celos?

—Escenas, no.

—Vuélvase hacia los señores jurados.

—Lo olvidaba. Perdón.

—¿En qué se basa usted para afirmar que estaba celoso?

—Ante todo, no quería que yo trabajara. Luego, en la calle del Chemin-Vert, salía sin cesar de la cocina para espiarme.

—¿La ha seguido alguna vez?

Pierre Duché se agitó en su banco, incapaz de ver adónde quería llegar el presidente.

—Yo no lo he notado.

—Por la noche, ¿le preguntaba qué había hecho?

—¿Qué le respondía usted?

—Que había ido al cine.

—¿Está usted segura de no haber hablado a nadie de la calle Manuel y de Leontine Faverges?

—Sólo a mi marido.

—¿Ni a una amiga?

—No tengo amigas.

—¿Frecuentaban a alguien su marido y usted?

—A nadie.

Si estaba desconcertada por aquella pregunta, no lo dejaba ver.

—¿Se acuerda del traje que su marido llevaba el 27 de febrero a la hora de comer?

—Su traje gris. Era el de diario. El otro no se lo ponía más que el sábado por la noche, si salíamos, y el domingo.

—¿Y para ir a ver a su tía?

—Algunas veces creo que se puso su traje azul.

—¿Lo hizo aquel día?

—No puedo saberlo. Yo no estaba en la casa.

—¿Ignora usted si en el curso de la tarde volvió al apartamento?

—¿Cómo podría saberlo? Estaba en el cine.

—Gracias.

Quedó allí, azarada, incapaz de creer que había terminado, que no le iban a hacer las preguntas que todo el mundo esperaba.

—Puede usted volver a su puesto.

Y el presidente enlazó:

—Haga acercarse a Nicolás Cajou.

Había decepción en el ambiente. El público tenía la impresión de que le acababan de engañar, de escamotear una escena a la que tenía derecho. Ginette Meurant se volvió a sentar como a disgusto y un abogado, cerca de Maigret, susurró a sus compañeros:

—Lamblin se la ha estado ganando en el corredor durante la suspensión…

El abogado Lamblin, con su silueta de perro famélico, daba mucho que hablar de sí en el Palacio, raramente bien, y había dado muchas veces ocasión para que le prohibieran ejercer. Como por casualidad, se encontraba instalado al lado de la joven y le hablaba en voz baja con aire de felicitarla.

El hombre que avanzaba hacia el estrado arrastrando una pierna era una muestra muy diferente de humanidad. Si Ginette Meurant, bajo sus afeites, tenía la palidez de las mujeres que viven como en un invernadero, él no sólo estaba descolorido, sino que parecía hecho de una materia blanda y malsana.

¿Era consecuencia de la operación el que hubiera adelgazado tanto? Lo hacía destacar aún más el que sus ropas flotaran, demasiado amplias, sobre su cuerpo, que había perdido toda energía y flexibilidad.

Se le imaginaba mejor en zapatillas, metido en su despacho con los cristales esmerilados de su hotel, que no caminando por las aceras de la ciudad.

Tenía bolsas bajo los ojos, papadas bajo el mentón.

—¿Se llama usted Nicolás Cajou, de sesenta y dos años, y nació en Marillac, en Cantal, ejerciendo la profesión de gerente de hotel en París, en la calle Victor-Massé?

—Sí, señor presidente.

—No es usted ni pariente, ni amigo, ni está al servicio del acusado… Jura decir la verdad, toda la verdad, y nada más que la verdad… Levante la mano derecha… Diga: Lo juro…

—Lo juro…

Un asesor se inclinó hacia el presidente para hacerle una observación que debía ser oportuna, pues Bernerie pareció sorprendido, reflexionó un buen momento y acabó por encogerse de hombros. Maigret, que no se había perdido nada de la escena, creía haber comprendido.

Los testigos que han sufrido una condena infamante, en efecto, o que se dedican a una actividad inmoral, no tienen derecho a prestar juramento. Ahora bien, ¿no tenía un oficio inmoral el encargado del hotel, puesto que recibía en su establecimiento a parejas en condiciones prohibidas por la ley? ¿Se estaba seguro de que no figuraba ninguna condena en su expediente judicial?

Era demasiado tarde para comprobarlo, y el presidente carraspeó antes de preguntar con una voz neutra:

—¿Lleva usted normalmente un registro de los clientes que alquilan las habitaciones?

—Sí, señor presidente.

—¿De todos los clientes?

—De todos los que pasan la noche en mi hotel.

—¿Pero no registra usted los nombres de aquellos que no hacen más que estar un rato en el curso del día?

—No, señor presidente. La policía podrá, decirle que…

Que él se portaba bien, desde luego, que en su establecimiento jamás había escándalo y que cuando hacia falta proporcionaba a la brigada de alojamientos o a los inspectores de costumbres los informes que necesitaban.

—¿Ha mirado usted con atención al testigo que le ha precedido en el estrado?

—Sí, señor presidente.

—¿Le ha reconocido usted?

—Sí, señor presidente.

—Diga a los señores jurados en qué circunstancias ha visto anteriormente a esta joven.

—En las circunstancias habituales. Una mirada de Bernerie cortó las risas.

—¿Es decir?

—Pues que venía a menudo, por la tarde, en compañía de un señor que alquilaba una habitación.

—¿A qué llama usted a menudo?

—Varias veces por semana.

—¿Cuántas, por ejemplo?

—Tres o cuatro veces.

—¿Era siempre el mismo su compañero?

—Sí, señor presidente.

—¿Le reconocería usted?

—Seguro.

—¿Cuándo le vio por última vez?

—La víspera de mi entrada en el hospital, es decir, el 25 de febrero. Me acuerdo de la fecha por mi operación.

—Descríbale.

—No alto… Más bien bajo… Sospecho que, como algunos que se atormentan por ser bajos, llevaba zapatos especiales… Siempre bien vestido, yo diría incluso que demasiado elegante… En el barrio conocemos a este tipo de personas… Y esto fue lo que me extrañó…

—¿Por qué?

—Porque estos señores, en general, no tienen la costumbre de pasar la tarde en el hotel, sobre todo con la misma mujer…

—¿Imagino que usted conoce más o menos de vista a la fauna de Montmartre?

—¿Perdón?

—Quiero decir a los hombres de los que habla…

—Los veo pasar.

—Sin embargo, ¿no ha visto usted nunca a éste fuera de su establecimiento?

—No, señor presidente.

—¿Tampoco ha oído hablar de él?

—Sólo sé que se llama Pierrot.

—¿Cómo lo sabe usted?

—Porque alguna vez la señora que le acompañaba le llamó así delante de mí.

—¿Tenía algún acento?

—No se puede decir que lo tuviera. Pero siempre pensé que era del Mediodía o quizá un corso.

—Gracias.

Esta vez se leía la decepción en los rostros. Se había esperado una confrontación dramática y no ocurría nada, sólo un intercambio en apariencia inocuo de preguntas y respuestas.

El presidente miró la hora.

—La audiencia se suspende y se reanudará a las dos y media.

La misma batahola que un momento antes, con la diferencia, esta vez, de que toda la sala se vació y que hacían calle para ver pasar a Ginette Meurant. A Maigret, desde lejos, le pareció que Lamblin iba detrás de ella y que la mujer se volvía de vez en cuando para asegurarse de que la seguía.

El comisario acababa de franquear la puerta cuando chocó con Janvier, al que lanzó una mirada interrogadora.

—Ya les tenemos, jefe. Están los dos en el Quai. El comisario tardó un buen rato en comprender que se trataba de otro asunto, un robo a mano armada en una sucursal de banco del distrito XX.

—¿Cómo fue?

—Fue Lucas quien los detuvo en casa de la madre de uno de los chicos. El otro estaba oculto debajo de la cama y la madre lo ignoraba. No salían desde hacía tres días. La pobre mujer creía que su hijo estaba enfermo, y le preparaba ponches. Es viuda de un empleado de ferrocarriles y en la actualidad trabaja en una droguería del barrio…

—¿Qué edad?

—El hijo, dieciocho años. Su compañero, veinte.

—¿Niegan?

—Sí. Pero creo que usted los ablandará con facilidad.

—¿Comes conmigo?

—De todas formas he avisado a mi mujer que no volvería.

Seguía lloviendo cuando atravesaron la plaza Dauphine para dirigirse hacia la cervecería que se había convertido en una especie de sucursal de la P. J.

—¿Y en el Palacio?

—Nada concreto todavía.

Se detuvieron ante el mostrador esperando a que quedara libre una mesa.

—Tendré que telefonear al presidente para que me autorice a ausentarme de las sesiones.

Maigret no tenía ganas de pasarse la tarde inmóvil entre la gente, al calor húmedo, escuchando a testigos que ya no aportarían nada imprevisto. A aquellos testigos los había oído ya en la calma de su despacho. Y a casi todos, los había visto también en sus casas, en sus propios ambientes.

La Audiencia siempre había representado para él la parte más penosa, la más triste de sus funciones, y siempre sentía en ella la misma angustia.

¿No era todo falseado allí? No por culpa de los jueces, de los jurados, de los testigos, o por culpa del código o del procedimiento, sino porque los seres humanos se veían de pronto resumidos, si así puede decirse, a algunas frases, a algunas sentencias.

Lo había discutido a veces con su amigo Pardon, el médico del barrio con quien su mujer y él habían tomado la costumbre de cenar una vez al mes.

Un día que su consulta había estado llena, Pardon dejó escapar su desánimo, su amargura.

—¡Veintiocho clientes sólo por la tarde! Apenas hay tiempo más que de hacerles sentar, y preguntarles unas cuantas cosas. ¿Qué siente usted? ¿Dónde le duele? ¿Cuánto tiempo hace? Los demás esperan, con la mirada fija en la puerta acolchada, y se preguntan si les llegará su turno alguna vez. ¡Saque la lengua! ¡Desnúdese! En la mayor parte de los casos, una hora no sería suficiente para descubrir todo lo que hace falta saber. Cada enfermo es un caso por sí mismo y yo me veo obligado a trabajar en cadena…

Maigret, entonces, le había hablado del final de su trabajo, es decir, de la Audiencia, puesto que es allí donde la mayor parte de las investigaciones encuentran su conclusión.

—Los historiadores —observó—, los eruditos, consagran su vida entera a estudiar un personaje del pasado sobre el que ya existen cantidades de obras. Van de biblioteca en biblioteca, de archivo en archivo, buscan las menores correspondencias con la esperanza de alcanzar un poco más de verdad…

»Hace cincuenta años y más que se estudia la correspondencia de Stendhal con objeto de comprender mejor su personalidad…

»¿Se comete un crimen, casi siempre por un ser fuera de serie, es decir, menos fácil de penetrar que el hombre de la calle? Me dan unas semanas, cuando no unos días, para entrar en el nuevo ambiente, para oír a diez, veinte, cincuenta personas de las que yo no sabía nada hasta ese momento y para, si es posible, averiguar la parte de verdad y de falsedad que hay en todo aquello que exponen.

»Se me ha reprochado que voy personalmente al lugar del suceso en vez de enviar a mis inspectores. Casi es un milagro que me quede todavía este privilegio.

»El juez de instrucción, después de mí, prácticamente no lo tiene ya y sólo ve a los seres, separados de su vida personal, en la atmósfera neutra de su gabinete.

»Lo que tiene ante sí, en suma, son ya hombres esquematizados.

»No dispone, a su vez, más que de un tiempo limitado; perseguido por la prensa, por la opinión, estorbado en sus iniciativas por un fárrago de reglamentos, abrumado por los formulismos administrativos que le ocupan casi todo su tiempo, ¿qué va a descubrir?

»Si son seres desencarnados los que salen de su gabinete, ¿qué queda en la Audiencia? Y, ante todo, ¿sobre qué van a decidir los jurados la suerte de uno o varios de sus semejantes?

»No se trata ya de meses, ni de semanas, casi ni de días. El número de los testigos está reducido al mínimo, y también el de las preguntas que les son hechas.

»Van a repetir ante el Tribunal un resumen, un digest, como se dice ahora, de lo que ya han dicho anteriormente.

»El asunto no es aludido más que por algunos detalles, los personajes no son ya sino esbozos, cuando no caricaturas…».

¿No había tenido una vez más esta impresión aquella mañana, mientras hacía su propia declaración?

La prensa diría que había hablado largamente y quizá se mostraría sorprendida. Otro presidente que Xavier Bernerie, en efecto, no le habría dejado la palabra sino unos minutos, mientras él había permanecido casi una hora en el estrado.

Recorrió con la mirada el menú hecho a multicopista y se lo tendió a Janvier.

—Yo voy a tomar la cabeza de vaca…

Seguían agrupados en el bar los inspectores. En el restaurante se veía a dos abogados.

—¿Sabes? Mi mujer y yo hemos comprado una casa.

—¿En el campo?

Se había prometido no hablar de ello, no porque le gustara el misterio, sino por pudor, pues no dejaría de establecer una relación entre aquella compra y el retiro, que ya no estaba tan lejano.

—¿En Meung-sur-Loire?

—Sí… Parece una casa rectoral…

De allí a dos años, ya no habría para él Audiencia, a no ser en la tercera página de los periódicos. Leería en ellos los testimonios de su sucesor, el comisario…

A propósito, ¿quién le sucedería? No sabía nada. Quizá empezaran a hablar de ello en voz alta, pero, evidentemente, no lo trataban delante de él.

—¿Qué aspecto tienen esos dos chicos?

Janvier se encogió de hombros.

—El aspecto que ponen todos en ese momento. A través de los cristales, Maigret miró caer la lluvia, el parapeto gris del Sena, los coches que llevaban mostachos de agua sucia.

—¿Cómo ha estado el presidente?

—Muy bien.

—¿Y ella?

—Le he encargado a Lapointe que la siga. Ha caído en manos de un abogado con pocos escrúpulos: Lamblin…

—¿Confesó tener un amante?

—No se le ha preguntado. Bernerie es prudente. No había que perder de vista, en efecto, que era el proceso de Gastón Meurant lo que se estaba celebrando en la Audiencia, no el de su mujer.

—¿La ha reconocido Cajou?

—Claro.

—¿Cómo lo ha tomado el marido?

—En ese momento, le hubiera gustado matarme.

—¿Será absuelto?

—Es demasiado pronto para saberlo.

Subía el vapor de los platos, el humo de los cigarrillos, y el nombre de los vinos recomendados estaba pintado en blanco en los espejos que rodeaban la habitación.

Había un vinillo del Loire, de muy cerca de Meung, y de la casa que se parecía a una rectoral.