Capítulo II

El presidente, con un gesto discreto, debía haber llamado al ujier, pues éste, bordeando sin ruido el banco del Tribunal, se acercó inclinándose hacia él, mientras Duché, el joven abogado de la defensa, pálido y crispado, se esforzaba por adivinar lo que ocurría.

El presidente sólo pronunció unas palabras y todo el mundo, en la sala, siguió su mirada que se fijó en las ventanas altas abiertas en los muros y de las que colgaban cuerdas.

Los radiadores estaban muy calientes. Un vapor invisible, que olía cada vez más a hombre, subía de los centenares de cuerpos codo a codo, de las ropas húmedas, de las respiraciones.

El ujier, a paso de sacristán, se dirigió hacia una de las cuerdas e hizo esfuerzos por abrir una ventana. Se resistía. Tres veces se repitió, y todo el mundo estaba en suspenso, las miradas le seguían continuamente, y al fin se oía una risa nerviosa cuando se decidía a probar con la ventana siguiente.

A causa de este incidente, la gente volvió a tomar conciencia del mundo exterior, al ver los regueros de lluvia en los cristales, las nubes más allá de ellos, al oír de pronto más claramente los frenazos de los coches y los autobuses. Como para subrayar la pausa, hubo incluso, en ese momento preciso, una sirena de ambulancia o de un coche de la policía.

Maigret esperaba, inquieto, concentrado. Había aprovechado la pausa para lanzar una mirada a Meurant y, mientras sus miradas se cruzaban, había creído leer un reproche en los ojos azules del acusado.

No era la primera vez que en aquel mismo estrado, el comisario sentía un cierto desánimo. En su despacho del Quai des Orfèvres se enfrentaba todavía con la realidad y, hasta cuando redactaba su informe, podría creer que sus frases se adaptaban a la verdad.

Luego pasaban meses, a veces un año y hasta dos, y se encontraba un buen día encerrado en la sala de testigos con las personas a las que él había interrogado tiempo atrás y que, para él, no eran ya más que un recuerdo. ¿Eran verdaderamente los mismos seres humanos, porteros, transeúntes, proveedores, quienes estaban sentados, con la mirada vacía, en los bancos de la iglesia?

¿Era el mismo hombre, tras meses de prisión, el que estaba en el banquillo de los acusados?

De pronto, se encontraban hundidos en un universo despersonalizado, donde las palabras de todos los días no parecían ya tener curso, donde los hechos más cotidianos se traducían en fórmulas herméticas. La ropa negra de los jueces, el armiño, el traje rojo del fiscal aumentaban todavía esta impresión de ceremonia con ritos inmutables en el que el individuo no era nada.

El presidente Bernerie, sin embargo, llevaba las sesiones con el máximo de paciencia y de humanidad. No acuciaba al testigo para que terminara, no le cortaba la palabra cuando parecía que se perdía en detalles inútiles.

Con otros magistrados, más rigurosos, le había ocurrido a Maigret apretar los puños de cólera y de impotencia.

Incluso hoy, sabía que no estaba dando de la realidad sino un reflejo sin vida, esquemático. Todo lo que acababa de decir era verdad, pero no había hecho sentir el peso de las cosas, su densidad, su estremecimiento, su olor.

Por ejemplo, le parecía indispensable que los que iban a juzgar a Gaston Meurant conocieran la atmósfera del apartamento del bulevar de Charonne tal como él la había descubierto.

Su descripción, en dos frases, no servía para nada. Le había chocado, desde el primer momento, la vivienda de la pareja, aquella enorme casa, llena de matrimonios y de niños, que daba al cementerio.

¿A imagen de quién estaban hechas las habitaciones, su decoración, su mobiliario? En la alcoba no se veía una auténtica cama, sino uno de esos divanes de esquina rodeados de estanterías que se llaman cosy-corners. Estaba cubierto con satín naranja.

Maigret trataba de imaginar al artesano de cuadros, ocupado toda la jornada en su taller, al fondo de un patio, regresando de su trabajo y encontrando aquel ambiente que recordaba a los almacenes: luces casi tan tamizadas como en la calle Manuel, muebles demasiado ligeros, demasiado brillantes, colores pálidos…

Sin embargo, eran los libros de Meurant los que estaban en los estantes, aunque sólo eran libros comprados de ocasión, en las librerías de viejo o en las casetas de las márgenes del Sena: Guerra y Paz, de Tolstoi; dieciocho volúmenes encuadernados de la Historia del Consulado y del Imperio, en una vieja edición que olía ya a papel enmohecido; Madame Bovary; una obra sobre los animales salvajes y, a su lado, una historia de las religiones…

Se adivinaba al hombre que quiere instruirse. En la misma habitación se apilaban periódicos sentimentales, revistas en colores, revistas de cine, novelas populares que constituían, sin duda, el alimento de Ginette Meurant, así como los discos, cerca del fonógrafo, en los que sólo se leían títulos de canciones sentimentales.

¿Cómo se comportaban, ella y él, en las veladas, y luego el domingo durante todo el día? ¿Qué palabras se dirigían? ¿Cuáles eran sus gestos?

Maigret tenía conciencia de no haber dado tampoco una idea exacta de Leontine Faverges y de su apartamento, al que, tiempo atrás, señores con familia y reputación visitaban discretamente y donde, para evitar que se encontraran entre sí, se les escondía detrás de gruesas cortinas.

—Yo soy inocente. Estaban ya muertas… En la sala de audiencia, tan llena como un cine, aquello sonaba como una mentira desesperada, porque, para el público, que sólo conocía el asunto por los periódicos, incluso para los jurados sin duda, Gaston Meurant era un asesino que no había dudado en matar a una niña, intentando primero estrangularla, para al final, nervioso porque no moría suficientemente de prisa, ahogarla bajo los cojines de seda.

Eran apenas las once de la mañana, pero ¿acaso las personas que estaban allí tenían todavía noción del tiempo o, siquiera, de su vida privada? Entre los jurados, había un vendedor de pájaros del Quai de la Mégisserie y un pequeño empresario de fontanería que trabajaba él mismo con sus dos obreros.

¿Había también alguno que se hubiera casado con una mujer del tipo de Ginette Meurant y que, por la noche, tuviera las mismas lecturas que el acusado?

—Continúe, señor comisario.

—Le pregunté el empleo exacto de su tiempo en la tarde del 27 de febrero. A las dos, como de costumbre, abrió su tienda y colgó detrás de la puerta el cartel rogando que entraran hasta el taller. Fue a él, donde trabajó en varios marcos. A las cuatro, encendió las lámparas y volvió a la tienda para iluminar el escaparate. Siempre según él, estaba en su taller cuando, un poco después de las seis, oyó pasos en el patio. Llamaron al cristal.

»Era un viejo señor, al que dice que no había visto nunca. Quería un marco plano, de estilo romántico, de cuarenta centímetros por cincuenta y cinco, para un cuadro italiano que acababa de comprar. Meurant le mostró listones de diferentes tamaños. Después de informarse del precio, el viejo señor se marchó.

—¿Se ha encontrado a este testigo?

—Sí, señor presidente. Sólo tres semanas más tarde. Se llama Germain Lombras, un profesor de piano que vive en la calle Picpus.

—¿Le interrogó usted personalmente?

—Sí, señor presidente. Afirma que, en efecto, una tarde, poco después de las seis, fue al taller de Meurant. Pasaba por casualidad ante la tienda, y la víspera había comprado un paisaje napolitano a un revendedor.

—¿Le dijo cómo estaba vestido el acusado?

—Según parece, Meurant llevaba un pantalón gris bajo un blusón de trabajo crudo y se había quitado la corbata.

El fiscal Aillevard, que, en el sitio del ministerio público, seguía la declaración de Maigret por el sumario abierto ante sí, hizo ademán de pedir la palabra y el comisario se apresuró a añadir:

—Le ha sido imposible al testigo precisar si esta escena tuvo lugar el martes o el miércoles, es decir, el 26 o el 27 de febrero.

Le tocó a la defensa agitarse ahora. El joven abogado, a quien todo el mundo prometía un brillante porvenir, se lo jugaba, realmente, en este asunto. Debía, a toda costa, dar la impresión de un hombre seguro de sí y de la causa que defendía, y se esforzaba por imponer inmovilidad a sus manos, que le traicionaban. Maigret prosiguió con una voz impersonal:

—El acusado pretende que tras esta visita cerró el taller y luego la tienda, antes de dirigirse hacia la parada del autobús.

—Lo que situaría su partida en torno a las seis y media, ¿no es así?

—Más o menos. Se bajó del autobús al final de la calle de los Mártires y se dirigió hacia la calle Manuel.

—¿Tenía entonces alguna intención especial al visitar a su tía?

—Primero me declaró que no, que era una visita banal, como tenía costumbre de hacer al menos una vez por mes. Dos días más tarde, sin embargo, cuando descubrimos lo de la letra impagada, rectificó su declaración.

—Hablemos de esa letra.

—El 28, Meurant debía pagar una letra bastante importante, que ya había sido protestada el mes anterior. No poseía los fondos necesarios.

—¿Fue presentada esa letra?

—Sí.

—¿Fue pagada?

—No.

El fiscal, con un gesto, pareció borrar este argumento en favor de Meurant, mientras Pierre Duché se volvía hacia los jurados con el aire de tomarles por testigos.

El hecho había atormentado también a Maigret. Si el acusado, tras haber degollado a su tía y ahogado a la pequeña Cecile Perrin, había cogido las piezas de oro y los billetes ocultos en el jarrón chino, si se había apropiado además de los títulos al portador, ¿por qué razón, cuando no era todavía sospechoso, cuando podía pensar que no lo iba a ser nunca, no pagó la letra, arriesgándose así a un juicio ejecutivo?

—Mis inspectores calcularon el tiempo que se tarda en ir desde la calle de la Roquette hasta la calle Manuel. En autobús se necesita, a esa hora, una media hora aproximadamente, y en taxi veinte minutos. Una investigación entre los conductores de taxis no ha dado ningún resultado; tampoco la que se hizo entre los conductores de autobús. Nadie se acuerda de Meurant.

»Según sucesivas declaraciones suyas, que ha firmado, llegó a la calle Manuel a las siete menos unos minutos. No encontró a nadie en la escalera, ni vio a la portera. Llamó a la puerta de su tía, y se sorprendió cuando, sin haber recibido respuesta, descubrió la llave en la cerradura.

»Entró y se encontró ante el espectáculo anteriormente descrito».

—¿Estaban encendidas las lámparas?

—La gran lámpara de pie del salón, que tiene una pantalla color salmón. Meurant cree que había luz en otras habitaciones, pero es más bien una impresión, pues no fue a ellas.

—¿Qué explicación da de su comportamiento? ¿Por qué no se molestó en llamar a un médico, en advertir a la policía…?

—Por temor a ser acusado. Vio abierto un cajón del escritorio Luis XV y lo cerró. También puso en el jarrón chino las flores artificiales, que yacían en el suelo. En el momento en que se marchaba, se dijo que al obrar así quizá había dejado huellas y limpió el mueble y luego el jarrón, con su pañuelo. Limpió también el picaporte de la puerta y, en fin, antes de bajar por la escalera, cogió la llave.

—¿Qué hizo con ella?

—La tiró a una alcantarilla.

—¿Cómo regresó a su casa?

—En autobús. La línea, por el bulevar de Charonne, pasa por calles de menos tráfico y, según parece, estaba en su apartamento a las siete y treinta cinco.

—¿No estaba su mujer?

—No. Como ya he dicho, había ido a la sesión de las cinco de un cine del barrio. Iba mucho al cine, casi cada día. Cinco taquilleras la han recordado a la vista de su fotografía. Meurant, esperándola, puso a calentar un poco de pierna asada y de judías verdes que les habían quedado, y luego preparó la mesa.

—¿Hacía esto a menudo?

—Muy a menudo.

Tuvo la impresión, aunque estuviera de espaldas al público, de que todo el mundo, en especial las mujeres, sonreía.

—¿Cuántas veces ha interrogado al acusado?

—Cinco veces, una de ellas durante once horas. Como no varió en sus declaraciones, redacté mi informe, que entregué al juez de instrucción, y, desde entonces, no he vuelto a tener ocasión de verle.

—¿No le ha escrito, una vez encarcelado?

—Sí. La carta ha sido unida al sumario. Me afirma una vez más que es inocente y me pide que vele por su mujer.

Maigret evitó la mirada de Meurant, que había hecho un ligero movimiento.

—¿No le dijo qué es lo que entiende por ello, ni qué teme que le pueda ocurrir a ella?

—No, señor presidente.

—¿Encontró a su hermano?

—Quince días después del crimen de la calle Manuel, o sea, exactamente, el 14 de marzo.

—¿En París?

—En Tolón, donde, sin tener una residencia fija, pasa la mayor parte del tiempo, con frecuentes desplazamientos a lo largo de la costa, bien a Marsella, bien hacia Niza y Mentón. Primero fue escuchado por la policía judicial de Tolón, por exhorto. Luego, citado en mi despacho, vino, no sin exigir que sus gastos de viaje le fueran pagados anticipadamente. Según él no había puesto los pies en París desde enero, y proporcionó el nombre de tres testigos con quienes jugó a las cartas, en Bandol, el 27 de febrero. Los testigos fueron oídos. Pertenecen al mismo medio que Alfred Meurant, es decir, al hampa.

—¿En qué fecha envió su informe al juez de instrucción?

—El informe definitivo, así como las diferentes declaraciones firmadas por el acusado, fueron transmitidos el 28 de marzo.

Se había llegado al momento delicado. Eran tres solamente los que lo sabían, entre los que tenían un papel importante en el asunto. El fiscal, Justin Aillevard, en primer lugar, a quien, la víspera, a las cinco, Maigret había visitado en su despacho del juzgado. Luego, aparte el comisario mismo, el presidente Bernerie, puesto al corriente también la víspera, más tarde durante el mismo día, por el fiscal.

Pero había otros, insospechados del público, que esperaban también este momento: cinco inspectores que Maigret había elegido entre los menos conocidos, algunos que pertenecían a la brigada de costumbres, generalmente llamada la «Mundana».

Desde la apertura del proceso, estaban en la sala, mezclados con la gente, en puntos estratégicos, observando los rostros, espiando las reacciones.

—Oficialmente, pues, señor comisario, su investigación terminó el 28 de marzo.

—Exacto.

—Después de esta fecha, ¿ha vuelto a ocuparse, no obstante, de los actos de algunas personas relacionadas más o menos próximamente con el acusado? De pronto, el abogado de la defensa se levantó, dispuesto a protestar. Iba a decir, sin duda, que no se tenía derecho a utilizar contra su cliente hechos que no estaban consignados en el sumario.

—Tranquilícese, señor —le dijo el presidente—. Va usted a ver dentro de un instante que si utilizo mis poderes discrecionales para evocar un desarrollo inesperado del asunto, no lo hago con el objeto de abrumar al acusado.

El fiscal, por su parte, miró al joven defensor con un asomo de ironía, con un aire un tanto protector.

—Repito mi pregunta. El comisario Maigret, en definitiva, ¿prosiguió su investigación de forma oficiosa?

—Sí, señor presidente.

—¿Por su propia cuenta?

—De acuerdo con el director de la policía judicial.

—¿Tuvo usted al juzgado al corriente?

—Hasta ayer, no, señor presidente.

—¿Sabía el juez de instrucción que usted continuaba ocupándose del asunto?

—Le hablé de ello incidentalmente.

—No obstante, usted no actuaba ni siguiendo sus instrucciones ni las del fiscal general, ¿no es así?

—Así es, señor presidente.

—Es necesario que esto quede claramente establecido. Por eso yo he calificado de oficiosa esta investigación en cierto modo complementaria. ¿Por qué razón, señor comisario, continuó usted empleando a sus inspectores en investigaciones que el envío a la Audiencia por la sala de las actas de acusación no hacía ya necesarias?

La calidad del silencio, en la sala, había cambiado. No se oía la menor tos y ni un zapato se movía sobre el suelo.

—Yo no estaba satisfecho de los resultados obtenidos —murmuró Maigret con una voz turbia.

No podía decir lo que sentía. El verbo satisfacer no expresaba sino imperfectamente su pensamiento. Los hechos, en su opinión, no casaban con los personajes. ¿Cómo explicar esto en el marco solemne de la Audiencia, donde le interrogaban con frases precisas?

El presidente tenía una experiencia tan larga como él, más larga incluso, de los asuntos criminales. Cada noche se llevaba sumarios para estudiar en su apartamento del bulevar Saint-Germain, donde la luz, en su despacho, permanecía con frecuencia encendida hasta las dos de la madrugada.

Había visto desfilar, por el banquillo de los acusados y el estrado, hombres y mujeres de todas clases.

Sin embargo, ¿no seguían siendo teóricos sus contactos con la vida? Él no había ido al taller de la calle de la Roquette, ni al extraño apartamento del bulevar de Charonne. No conocía el hormigueo de esos edificios, ni el de las calles llenas de tráfico o las tabernas y los bailes de barrio.

Se le llevaban acusados entre dos gendarmes y todo lo que conocía de ellos lo descubría en las páginas de un sumario.

Hechos. Frases. Palabras. Pero ¿y en torno?

Sus asesores estaban en el mismo caso. El fiscal también. La dignidad misma de sus funciones les aislaba del resto del mundo, en el que formaban un islote aparte.

Entre los jurados, entre los espectadores, algunos, sin duda, estaban en mejores condiciones para comprender el carácter de un Meurant, pero éstos no tenían voz en la sala o no conocían nada del complicado aparato de la Justicia.

¿Y no estaba Maigret al mismo tiempo a ambos lados de la balaustrada?

—Antes de dejarle continuar, señor comisario, quisiera que nos dijese cuál ha sido el resultado del análisis de las manchas de sangre. Hablo de las que fueron encontradas en el traje azul perteneciente al acusado.

—Se trata de sangre humana. Delicadas investigaciones de laboratorio han demostrado más tarde que esta sangre y la de la víctima presentan un número suficiente de características semejantes como para que sea científicamente cierto que nos encontramos frente a la misma sangre.

—A pesar de ello, ¿continuó su investigación?

—En parte a causa de ello, señor presidente.

El joven abogado, que se había preparado a combatir la declaración de Maigret, no creía lo que oía, se mostraba inquieto, mientras el comisario proseguía su ronroneo.

—El testigo que vio a un hombre con traje azul e impermeable marrón salir, hacia las cinco, del apartamento de Leontine Faverges, está seguro respecto a la hora. Esta hora, por otra parte, ha sido confirmada por un comerciante del barrio a cuya tienda fue dicha persona antes de ir, en la calle Manuel, a ver a su costurera. Si se acepta el testimonio Lombras, aunque éste sea menos firme en cuanto a la fecha de su visita a la calle de la Roquette, el acusado se encontraba todavía, en pantalón gris, a las seis, en su taller. Hemos calculado el tiempo necesario para ir desde este taller al apartamento del bulevar de Charonne, y luego el tiempo para cambiarse y, por fin, el que hace falta para trasladarse a la calle Manuel. Todo ello representa, como mínimo, cincuenta y cinco minutos. El hecho de que la letra presentada al día siguiente no haya sido pagada también me extrañó mucho.

—Entonces, usted se ocupó de Alfred Meurant, el hermano del acusado.

—Sí, señor presidente. Al mismo tiempo, mis colaboradores y yo nos hemos dedicado a otras investigaciones.

—Antes de permitirle explicar el resultado de ellas, debo asegurarme de que están estrechamente relacionadas con el asunto en curso.

—Lo están, señor presidente. Durante muchas semanas, inspectores de la brigada de locales han presentado ciertas fotografías a un gran número de hoteles amueblados de París.

—¿Qué fotografías?

—La de Alfred Meurant, en primer lugar. Y también la de Ginette Meurant.

Fue el acusado, esta vez, quien se alzó, indignado, y su abogado tuvo que levantarse para calmarle y obligarle a que se tranquilizara.

—Díganos sus conclusiones todo lo brevemente que le sea posible.

—Alfred Meurant, el hermano del acusado, es muy conocido en ciertos barrios, en particular en los alrededores de la plaza de los Ternes, y en torno a la Puerta Saint-Denis. Hemos encontrado fichas de él, entre otros sitios, en un pequeño hotel situado en la calle de la Estrella, donde estuvo en varias ocasiones, pero nada indica que posteriormente al 1 de enero haya venido a París.

»En fin, si se le ha visto con numerosas mujeres, nadie recuerda haberle visto en compañía de su cuñada, a no ser en una época que se remonta a más de dos años».

Maigret sentía sobre sí la mirada hostil de Meurant, que tenía los dos puños cerrados y hacia el cual el abogado continuaba volviéndose por temor a un estallido.

—Continúe.

—La fotografía de Ginette Meurant fue reconocida en seguida, no sólo por el personal de los cines, sobre todo de los cines del barrio, sino también en los bailes de mala nota, tanto en la calle de Lappe como en el barrio de la Chapelle. Ha frecuentado estos lugares durante muchos años, siempre por la tarde, y el último baile al que fue es al de la calle de los Gravilliers.

—¿Iba sola?

—Ha tenido en ellos un cierto número de amigos, nunca por mucho tiempo. Sin embargo, en los últimos meses que precedieron al crimen, casi no se la vio en ellos.

Estos testimonios, ¿no explicaban la atmósfera del bulevar de Charonne, las revistas y los discos, su contraste con los libros que Meurant iba a comprar a las librerías de viejo?

—Cuando, hace poco menos de un mes, me marché de vacaciones —prosiguió Maigret—, los diferentes servicios de la policía no habían descubierto nada más.

—Durante esta investigación, ¿ha sido objeto de vigilancia la señora Meurant por parte de la policía?

—No una vigilancia continua, en el sentido de que no era seguida en todas sus salidas y que no tenía a todas horas, incluso por la noche, un inspector a su puerta.

Risas en la sala. Una breve mirada del presidente. De nuevo el silencio. Maigret se secó la frente, embarazado por su sombrero, que seguía sosteniendo en la mano.

—Esta vigilancia, aunque esporádica —preguntó el magistrado, no sin ironía—, ¿era el resultado de la carta que el acusado le envió desde su prisión y tenía por objeto proteger a su mujer?

—No quiero decir eso.

—¿Buscaba usted, si comprendo bien, descubrir las personas que frecuentaba?

—Quise saber, en primer lugar, si se encontraba a veces con su cuñado a escondidas. Luego, no obteniendo resultados positivos, me pregunté a quien trataba y en qué empleaba su tiempo.

—Una pregunta, señor comisario. Usted oyó a Ginette Meurant en la P. J. Le declaró, si no recuerdo mal, que regresó a su casa el 27 de febrero hacia las ocho de la noche y que encontró la cena preparada en la mesa. ¿Le dijo qué traje llevaba su marido?

—Un pantalón gris. Estaba sin chaqueta.

—¿Y cuando se despidió de él después de comer?

—Llevaba traje gris.

—¿A qué hora dejó ella el apartamento del bulevar de Charonne?

—Hacia las cuatro.

—De modo que Meurant habría podido ir a cambiarse después, volver a salir, y cambiarse de nuevo al regresar, sin que ella lo supiera, ¿no es cierto?

—Es materialmente posible.

—Volvamos a la investigación complementaria a la que se dedicó usted.

—La vigilancia de Ginette Meurant no ha dado nada. Desde el encarcelamiento de su marido ha pasado la mayor parte del tiempo en su casa, no saliendo más que para hacer la compra, para las visitas a la cárcel y, dos o tres veces por semana, a una sesión de cine. Esta vigilancia, como ya he dicho, no era continua. Se hacía de vez en cuando. Sus resultados confirman, no obstante, lo que nos dijeron los vecinos y los proveedores. Anteayer, regresé de vacaciones y encontré un informe sobre mi mesa. Quizá sea conveniente explicar que la policía no pierde jamás completamente de vista un asunto, de modo que a veces una detención se produce, fortuitamente, dos o tres años después del crimen o el delito.

—Dicho de otra forma, durante los últimos meses, no se efectuaban ya las investigaciones sistemáticas sobre los actos de Ginette Meurant.

—Exacto. Los inspectores locales y los de costumbres, del mismo modo que mis propios inspectores, llevaban, sin embargo, su fotografía en el bolsillo, así como la de su cuñado. De vez en cuando la enseñaban. Fue de esta forma como, el 26 de septiembre, un testigo reconoció en la fotografía de la joven a una de sus clientes regulares.

Meurant se agitó de nuevo y fue el presidente, esta vez, quien le miró con severidad. En la sala alguien protestó, sin duda, Ginette Meurant.

—Este testigo es Nicolás Cajou, gerente de un hotel amueblado de la calle Victor-Massé, a dos pasos de la plaza Pigalle. Normalmente está en el escritorio de su establecimiento y, por la puerta de cristales, vigila las entradas y salidas.

—¿No fue interrogado en marzo pasado o en abril, como los otros encargados?

—Entonces estaba en el hospital con motivo de una operación, y su cuñada le reemplazaba. Después pasó tres meses de convalecencia en Morvan, de donde es natural, y a finales de septiembre fue cuando un agente de locales, casualmente, le mostró la fotografía.

—¿La fotografía de Ginette Meurant?

—Sí. La reconoció a la primera mirada diciendo que hasta su partida para el hospital ella venía en compañía de un hombre al que no conocía. Una doncella, Geneviève Lavancher, reconoció también la fotografía.

En la mesa de los periodistas, éstos se miraban entre sí y luego miraban al magistrado con sorpresa.

—Supongo que el compañero al que usted hace alusión es Alfred Meurant.

—No, señor presidente. Ayer, en mi despacho, donde cité a Nicolás Cajou y a la doncella, les mostré varios centenares de fichas antropométricas con el fin de asegurarme de que el compañero de Ginette Meurant no es conocido nuestro. El hombre en cuestión es de poca talla, achaparrado, con los cabellos muy morenos. Va vestido con rebuscamiento y lleva en un dedo una sortija con una piedra amarilla. Tiene unos treinta años y fuma cigarrillos americanos, que enciende uno tras otro, de suerte que después de cada una de sus visitas a la calle Victor-Massé se encontraba un cenicero lleno de colillas, de las que sólo algunas estaban manchadas con carmín de los labios.

»No he tenido materialmente tiempo, antes del proceso, para iniciar una investigación profunda. Nicolás Cajou entró en el hospital el 26 de febrero. El 25 estaba todavía en el escritorio del hotel y afirma que, ese día, recibió la visita de la pareja.

En la sala, que seguía invisible para Maigret, se produjo una agitación, y el presidente alzó el tono, lo que ocurría raramente, para decir:

—Silencio, o mando desalojar.

Una voz de mujer intentó hacerse oír:

—Señor presidente, yo…

—¡Silencio!

El acusado, con las mandíbulas apretadas, miró a Maigret con odio.