¿Cuántas veces había venido aquí? ¿Doscientas, trescientas? Más incluso. No tenía ganas de contarlas, ni de recordar cada caso en particular, ni siquiera los más célebres, los que habían pasado a la historia judicial, pues éste era el aspecto más penoso de su profesión.
La mayor parte de sus investigaciones, sin embargo, ¿no terminaban en la Audiencia, como hoy, o en el Correccional? Habría preferido ignorarlo, o, en todo caso, permanecer al margen de esos últimos ritos a los que jamás se había acostumbrado.
En su despacho del Quai des Orfèvres, la lucha, que acababa casi siempre a primera hora de la mañana, era todavía una lucha de hombre a hombre, por así decirlo, en igualdad.
Se recorrían unas cuantas galerías, algunas escaleras, y era ya un decorado diferente, otro mundo donde las palabras no tenían el mismo sentido, un universo abstracto, hierático, a la vez solemne y absurdo.
Acababa de dejar, en compañía de otros testigos, la sala de audiencia revestida de madera obscura, donde se mezclaba la luz de las lámparas eléctricas con el gris de una tarde lluviosa. El ujier, a quien Maigret habría jurado haber conocido siempre tan viejo, los condujo hasta una estancia más pequeña, como un maestro de escuela conduce a sus alumnos, y les indicó los bancos adosados a los muros.
La mayoría fueron a sentarse dócilmente y, obedeciendo a las recomendaciones del presidente, no dijeron ni una palabra, sin atreverse ni siquiera a mirar a sus compañeros.
Miraban recto hacia delante, tensos, concentrados en sí mismos, conservando su secreto para el instante solemne en que, dentro de muy poco, solos en el centro de un espacio impresionante, serían interrogados.
Era un poco como estar en la sacristía. Cuando, de niño, iba cada mañana a ayudar a misa en la iglesia del pueblo, Maigret sentía la misma turbación mientras esperaba a seguir al cura hacia el altar iluminado por los cirios temblorosos. Oía los pasos de los fieles invisibles que iban a ocupar su puesto, las idas y venidas del sacristán.
Del mismo modo, ahora, podía seguir la ceremonia ritual que se desarrollaba al otro lado de la puerta. Reconocía la voz del presidente Bernerie, el más minucioso, el más detallista de los magistrados, pero acaso también el más escrupuloso y el más apasionado por la búsqueda de la verdad. Delgado y enfermo, los ojos febriles, la tos seca, tenía el aspecto de un santo de vidriera.
Luego oía la voz del fiscal Aillevard, que ocupaba el puesto del ministerio público.
Al fin se aproximaron unos pasos, los del ujier de la audiencia, quien, entreabriendo la puerta, llamó:
—El señor comisario de policía Segré.
Segré, que no se había sentado, lanzó una mirada a Maigret y penetró en la sala de audiencia, con el abrigo puesto y el sombrero gris en la mano. Los demás le siguieron un instante con los ojos, pensando que pronto les tocaría a ellos y preguntándose con angustia cómo se comportarían.
Se veía un poco de cielo incoloro a través de las ventanas inaccesibles, tan altas que había que abrirlas y cerrarlas mediante una cuerda, y la luz eléctrica esculpía los rostros con los ojos vacíos.
Hacía calor, pero habría sido poco correcto quitarse el abrigo. Había ritos a los que todos, al otro lado de la puerta, estaban atentos, y poco importaba que Maigret viniera como vecino, a través de los corredores del sombrío Palacio: llevaba un abrigo como los otros, y tenía en la mano su sombrero.
Era octubre. El comisario hacía sólo dos días que había regresado de vacaciones, a un París ahogado bajo una lluvia que parecía que no iba a terminar nunca. Al encontrar de nuevo el bulevar Richard-Lenoir, y luego su despacho, le había dominado un sentimiento difícil de definir y en el que, sin duda, se entremezclaban el placer y la melancolía.
Dentro de un momento, cuando el presidente le preguntara su edad, respondería:
—Cincuenta y tres años.
Y esto significaba que, según los reglamentos, le iban a conceder el retiro dentro de dos años.
Muchas veces había pensado en él y siempre para gozarlo anticipadamente. Pero, esta vez, a su regreso de las vacaciones, el retiro no era ya una noción vaga o lejana; era un final lógico, ineluctable, casi inmediato.
El futuro, en el curso de las tres semanas pasadas en Loire, se había materializado al mismo tiempo que los Maigret compraban al fin la casita donde pasarían sus últimos años.
La cosa se había hecho casi contra su voluntad. Habían ido, como los años anteriores, a un hotelito de Meung-sur-Loire, donde se habían creado ya sus costumbres y cuyos dueños, los Fayet, les consideraban de la familia.
Unos carteles, en los muros de la pequeña ciudad, anunciaban la subasta de una casa próxima al campo. Habían ido a visitarla su mujer y él. Era de construcción muy antigua, con un jardín rodeado de muros grises, y recordaba una rectoral.
Les encantaron los corredores enlosados de azul, la cocina, con grandes vigas, que estaba a tres escalones por debajo del suelo y que tenía aún su bomba en un rincón; el salón olía a locutorio de convento y, por todas partes, las ventanas, con pequeños cristales, filtraban misteriosamente los haces de sol.
Durante la venta, los Maigret, de pie al fondo de la estancia, se interrogaron varias veces con la mirada y se sintieron sorprendidos cuando el subastador levantó la mano mientras los campesinos se volvían… ¡A la segunda! ¡A la tercera!… ¡Adjudicado!
Por primera vez en su vida eran propietarios y, al día siguiente por la mañana, hicieron venir al fontanero y al carpintero.
Los últimos días comenzaron incluso a recorrer los anticuarios de la región. Entre otras cosas habían comprado un cofre de madera con las armas de Francisco I, que colocaron en el corredor de la planta baja, cerca de la puerta del salón, donde había una chimenea de piedra.
Maigret no le había dicho nada de ello ni a Janvier ni a Lucas ni a nadie, un poco como si tuviera vergüenza de estarse preparando el futuro, como si aquello fuera una traición respecto al Quai des Orfèvres.
La víspera le había parecido que su despacho no era exactamente el mismo y, aquella mañana, en la sala de testigos, escuchando los ecos de la audiencia, comenzaba a sentirse un extraño.
De allí a dos años, pescaría con caña y, sin duda, las tardes de invierno iría a jugar a las cartas con algunos asiduos, en un rincón del café donde ya había comenzado a hacerse sus costumbres.
El presidente Bernerie hacía preguntas precisas, a las que el comisario de policía del IX distrito respondía con no menos precisión.
En los bancos, en torno a Maigret, estaban los testigos, hombres y mujeres, que habían desfilado todos por su despacho y algunos habían pasado en él varias horas. ¿Parecían no reconocerle porque estaban impresionados por la solemnidad del lugar?
Ya no era él, es cierto, quien iba a interrogarles. No se encontrarían frente a un hombre como ellos, sino ante un aparato completamente impersonal, y ni siquiera era seguro que comprendieran con claridad las preguntas que les harían.
La puerta se entreabrió. Le había llegado su turno. Como su colega del IX, mantuvo su sombrero en la mano y, sin mirar ni a izquierda ni a derecha, se dirigió hacia la balaustrada en media luna destinada a los testigos.
—Su apellido, nombre, edad y profesión…
—Maigret, Jules, cincuenta y tres años, comisario de división de la Policía Judicial de París.
—¿No es usted pariente del acusado ni está a su servicio?… Levante la mano derecha… Jure decir la verdad y nada más que la verdad…
—Lo juro.
Veía, a su derecha, las siluetas de los jurados, rostros que destacaban, más claros, de la penumbra, y, a la izquierda, tras las togas negras de los abogados, al acusado, sentado entre dos agentes de uniforme, el mentón sobre sus manos cruzadas, que le miraba intensamente.
Habían pasado los dos largas horas, a solas, en el despacho con inmejorable calefacción del Quai des Orfèvres, y a veces habían interrumpido un interrogatorio para comer sandwichs y beber cerveza charlando como compañeros.
—Escuche, Meurant…
¿Era verdad que Maigret le había tuteado alguna vez?
Allí, una barrera infranqueable se alzaba entre ellos y la mirada de Gaston Meurant era tan neutra como la del comisario.
El presidente Bernerie y Maigret se conocían también, no sólo por haber charlado en los corredores, sino porque era el interrogatorio número treinta que aquél hacía sufrir a éste.
No quedaba ninguna huella de aquello. Cada uno representaba su papel como si fueran dos desconocidos, los oficiantes de una ceremonia tan antigua y ritual como la misa.
—¿Es usted, señor comisario, quien ha dirigido la investigación sobre los hechos en los que este tribunal entiende?
—Sí, señor presidente.
—Vuélvase hacia los señores jurados y dígales lo que usted sabe.
—El 28 de febrero último, hacia la una de la tarde, me encontraba en mi despacho del Quai des Orfèvres cuando recibí una llamada telefónica del comisario de policía del IX distrito. Me anunció que acababa de descubrirse un crimen en la calle Manuel, a dos pasos de la calle de los Mártires, y que se trasladaba al lugar. Unos instantes más tarde, una llamada del juzgado me comunicaba la orden de ir allí yo también y enviar a los especialistas de la identificación judicial y del laboratorio.
Maigret oyó algunas toses, detrás de él, y zapatos que se arrastraban sobre el suelo. Era el primer asunto, del año judicial y todos los asientos estaban ocupados. Probablemente había espectadores de pie, al fondo, junto a la gran puerta guardada por hombres uniformados.
El presidente Bernerie pertenecía a esa minoría de magistrados que, aplicando el código del procedimiento penal literalmente, no se contentan con oír en la Audiencia un resumen de la instrucción, sino que la reconstituyen en sus menores detalles.
—¿Encontró usted al juzgado en el lugar de autos?
—Llegué unos minutos antes que el substituto. Encontré ya allí al comisario Segré, acompañado de su secretario y de dos inspectores del barrio. Ni uno ni los otros habían tocado nada.
—Díganos lo que vio.
—La calle Manuel es una calle apacible, burguesa, poco concurrida, que da al final de la calle de los Mártires. El edificio que lleva el número 27 bis se encuentra más o menos en el centro de esta calle. La portería no está en la planta baja, sino en el entresuelo. El inspector que me esperaba me condujo al segundo piso, donde vi dos puertas que daban al rellano de la escalera. La de la derecha estaba entreabierta y, en una pequeña placa de cobre, se leía un apellido: Sra. Faverges.
Maigret sabía que, para el presidente Bernerie, todo tenía importancia y que no debía omitir nada si no quería hacer que le llamara secamente al orden.
—En la entrada, iluminada por una bombilla eléctrica de cristal esmerilado, no aprecié ningún desorden.
—Un momento. ¿Había en la puerta huellas de haber sido forzada?
—No. Fue examinada más tarde por un especialista. La cerradura se desmontó. Se ha llegado a la conclusión de que no se utilizó ninguno de los instrumentos generalmente empleados para forzar cerraduras.
—Gracias. Continúe.
—El apartamento se compone de cuatro piezas, además del recibidor. Frente a éste se encuentra un salón, cuya puerta encristalada está adornada con visillos blancos. En esta pieza, que comunica, por otra puerta encristalada, con el comedor, descubrí los dos cadáveres.
—¿Dónde se encontraban exactamente?
—El de la mujer, que en seguida supe que se llamaba Leontine Faverges, estaba tendido sobre la alfombra, con la cabeza vuelta hacia la ventana. La garganta le había sido cortada con un instrumento que no se encontraba ya en la pieza y se veía, sobre la alfombra, un charco de sangre de más de cincuenta centímetros de diámetro. En cuanto al cuerpo de la niña…
—¿Se trata, no es cierto, de la niña Cecile Perrin, de cuatro años, que vivía habitualmente con Leontine Faverges?
—Sí, señor presidente. El cuerpo estaba encogido sobre un canapé Luis XV, con la cara hundida bajo unos cojines de seda. Como el médico del distrito, el doctor Paul, constató un poco más tarde, la niña, tras haber sufrido una especie de estrangulación, había sido ahogada por esos cojines…
Hubo un rumor en la sala, pero bastó que el presidente alzara la cabeza y recorriera con los ojos las filas de espectadores para que se restableciese inmediatamente el silencio.
—Tras la inspección del juzgado, ¿permaneció usted en el apartamento hasta la noche con sus colaboradores?
—Sí, señor presidente.
—Díganos qué constataciones hizo usted. Maigret sólo dudó unos segundos.
—En primer lugar, me chocó el mobiliario y la decoración. En su documentación, Leontine Faverges figuraba como sin profesión. Vivía como una pequeña rentista, cuidando de Cecile Perrin, de quien su madre, animadora de cabaret, no podía ocuparse personalmente.
A esta madre, Juliette Perrin, la había visto al entrar en la sala sentada en la primera fila de los espectadores, pues ella había entablado una acusación privada. Sus cabellos eran de un rubio artificial y llevaba un abrigo de pieles.
—Díganos exactamente lo que le sorprendió en el apartamento.
—Un rebuscamiento desacostumbrado, un estilo especial que me recordó ciertos apartamentos de antes de las leyes sobre la prostitución. El salón, por ejemplo, estaba demasiado acolchado, demasiado cómodo, con una profusión de alfombras, de cojines y, en las paredes, de grabados galantes. Las pantallas eran de color suave, y en las dos alcobas había más espejos de lo normal. Pronto me enteré de que, en efecto, Leontine Faverges utilizaba en tiempos su apartamento como casa de citas. Tras la promulgación de las nuevas leyes, continuó igual un cierto tiempo. La brigada de costumbres tuvo que ocuparse de ella y sólo después de varias multas se resignó a cesar en toda actividad.
—¿Pudo usted establecer cuáles eran sus recursos?
—Según el portero, los vecinos y todos los que la conocían, tenía dinero ahorrado, pues nunca había sido gastadora. Su apellido de soltera es Meurant, y es hermana de la madre del acusado; llegó a París a la edad de dieciocho años y trabajó durante algún tiempo como vendedora en unos grandes almacenes. A los veinte años se casó con un hombre apellidado Faverges, representante de comercio, que murió tres años más tarde en un accidente automovilístico. La pareja habitaba entonces en Asnières. Durante algunos años, se vio a la joven frecuentar las cervecerías de la calle Royale, y se ha encontrado su ficha en la brigada de costumbres.
—¿Ha buscado usted si, entre las personas que frecuentaban entonces, había alguien que, recientemente, hubiera podido acordarse de ella y jugarle una mala pasada?
—Ella pasaba por ser, en su medio, una solitaria, lo que es bastante raro. Ahorraba dinero, lo que le permitió, más tarde, establecerse en la calle Manuel.
—¿Tenía setenta y dos años en el momento de su muerte?
—Sí. Se había puesto gruesa, pero, por lo que yo he podido juzgar, había conservado una especie de juventud de aspecto y una cierta coquetería. Según los testigos interrogados, se sentía muy unida a la niña que había tomado en pensión, menos por la escasa renta que le proporcionaba, según parece, que por su miedo a la soledad.
—¿Tenía cuenta en algún banco o cartilla de ahorro?
—No. Desconfiaba de los establecimientos de crédito, de los notarios, de las imposiciones en general y conservaba en su casa todo lo que poseía.
—¿Se encontró dinero?
—Muy poco: moneda, billetes pequeños en un bolso y más monedas en un cajón de la cocina.
—¿Existía un escondite y lo ha descubierto usted?
—Parece que sí. Cuando Leontine Faverges estaba enferma, lo que ocurrió dos o tres veces en el curso de los últimos años, la portera subía para hacer la limpieza y ocuparse de la niña. Sobre una cómoda del salón, había un jarrón chino adornado con flores artificiales. Un día, la portera, para quitar el polvo a las flores, las retiró del jarrón y encontró, al fondo de éste, una bolsa de tela que le pareció contenía piezas de oro. Por el volumen y el peso, la portera pretende que allí había más de mil. La experiencia la hemos repetido en mi despacho, con un saco de tela y mil piezas. Parece que fue concluyente. He interrogado a los empleados de diferentes bancos de los alrededores. En la sucursal del Crédit Lyonnais recuerdan a una mujer que responde a los rasgos de Leontine Faverges y que compró, en varias ocasiones, acciones al portador. Uno de los cajeros, llamado Durant, la ha reconocido formalmente basándose en su fotografía.
—Es probable, pues, que estas acciones se encontraran, como las piezas de oro, en el apartamento. ¿Ha encontrado usted algo?
—No, señor presidente. Y hemos buscado, como es lógico, huellas digitales en el jarrón chino, en los cajones y un poco por todas partes en el apartamento.
—¿Sin resultado?
—Sólo las huellas de las dos ocupantes y, en la cocina, la de un repartidor cuyo empleo de tiempo ha sido comprobado. Su última entrega fue el 27 por la mañana. Pero, según el doctor Paul, que ha practicado la doble autopsia, el crimen se remonta al 27 de febrero entre las cinco y las ocho de la tarde.
—¿Interrogó a todos los inquilinos del edificio?
—Sí, señor presidente. Me confirmaron lo que la portera me había dicho ya, es decir, que Leontine Faverges no recibía a ningún hombre fuera de sus dos sobrinos.
—¿Quiere usted hablar del acusado, Gaston Meurant, y de su hermano Alfred?
—Según la portera, Gaston Meurant iba a ver a su tía con bastante regularidad, una o dos veces al mes, y su última visita se remontaba a unas tres semanas. En cuanto al hermano, Alfred Meurant, sólo hacía raras apariciones en la calle Manuel, pues estaba mal visto por su tía. Interrogando a la vecina del piso, señora Solange Lorris, costurera, he sabido que una de sus clientes fue a verla para una prueba el 27 de febrero, a las cinco y media. Esta persona es la señora Ernie y vive en la calle Saint-Georges. Afirma que en el momento en que subía la escalera, un hombre salió del apartamento de la muerta y que, al verla, pareció cambiar de opinión. En lugar de bajar, se dirigió hacia el tercer piso. No pudo distinguir su cara, pues la escalera está mal iluminada. Según ella, el hombre estaba vestido con un traje azul marino y un impermeable marrón con cinturón.
—Díganos cómo entró usted en relación con el acusado.
—Mientras mis hombres y yo examinábamos el apartamento, en la tarde del 28 de febrero, y comenzábamos a interrogar a los inquilinos, los periódicos de la tarde anunciaban el crimen y proporcionaban un cierto número de detalles.
—Un instante, por favor. ¿Cómo fue descubierto el crimen?
—Hacia mediodía de aquel día, o sea el 28 de febrero, la portera se extrañó de no haber visto ni a Leontine Faverges ni a la niña, que iba normalmente a una escuela maternal del barrio. Fue a llamar a la puerta. Al no recibir respuesta, volvió a subir un poco más tarde, siempre sin resultado, y telefoneó al fin a la comisaría. Para encontrar a Gaston Meurant, la portera sólo sabía que era fabricante de marcos y que vivía cerca del cementerio del Père-Lachaise. Yo no necesité hacer que le buscaran, pues, al día siguiente por la mañana…
—Por consiguiente, el 1 de marzo…
—Sí. Al día siguiente por la mañana, como iba diciendo, se presentaba espontáneamente en la comisaría del IX distrito diciendo que era sobrino de la víctima y el comisario me lo envió…
El presidente Bernerie no era de esos jueces que toman notas o que, durante la audiencia, despachan su correspondencia. No dormitaba tampoco y su mirada iba sin cesar del testigo al acusado, lanzando a veces una rápida mirada a los jurados.
—Cuéntenos lo más exactamente que pueda esta primera conversación que usted tuvo con Gaston Meurant.
—Llevaba un traje gris y un impermeable beige bastante usado. Parecía impresionado de encontrarse en mi despacho y me pareció que era su mujer quien le había empujado a aquella entrevista.
—¿Le acompañaba?
—Se había quedado en la sala de espera. Uno de mis inspectores vino a advertírmelo y yo le rogué que entrara. Meurant me declaró que había leído los periódicos, que Leontine Faverges era su tía y que, como, por lo que él creía, su hermano y él representaban toda la familia de la víctima, había creído que era su deber darse a conocer. Yo le pregunté qué relaciones tenía con la vieja señora y él me contestó que eran excelentes. Siempre respondiendo a mis preguntas, añadió que su última visita a la calle Manuel databa del 23 de enero. No pudo proporcionarme la dirección de su hermano, con quien había roto toda relación.
—Por lo tanto, el 1 de marzo, el acusado niega categóricamente haber estado en la calle Manuel el 27 de febrero, día del crimen.
—Sí, señor presidente. Interrogado sobre su empleo del tiempo, me dijo que había estado trabajando en su taller de la calle de la Roquette hasta las seis y media de la tarde. Más adelante visité ese taller, así como la tienda. Esta última, que no tiene más que un escaparate bastante estrecho, está lleno de marcos y de grabados. Un gancho neumático, detrás de la puerta de cristal, permite colgar un letrero que dice: «En caso de ausencia, dirigirse al fondo del patio». Un pasillo sin iluminación conduce a él y allí se encuentra, en efecto, el taller, donde Meurant confeccionaba sus marcos.
—¿Hay portera?
—No. La casa no tiene más que dos pisos a los que se sube por una escalera que da al patio. Es un edificio muy viejo, enclavado entre dos casas de alquiler.
Uno de los asesores, al que Maigret no conocía por haber llegado recientemente de provincias, miraba recto hacia el público con aire de no oír nada. El otro, por el contrario, con la piel sonrosada y los cabellos blancos, aprobaba haciendo oscilar la cabeza a cada palabra de Maigret, algunas de las cuales, Dios sabe por qué, le arrancaban una sonrisa de satisfacción. En cuanto a los jurados, permanecían tan inmóviles como si fueran, por ejemplo, los personajes de yeso pintado de un nacimiento de Navidad.
El abogado del acusado, Pierre Duché, era un joven y ésta era su primera causa importante. Nervioso, siempre como dispuesto a saltar, se inclinaba de vez en cuando sobre su sumario, que iba cubriendo de notas.
Se hubiera dicho que sólo Gaston Meurant se desinteresaba de lo que pasaba en torno a él o, más exactamente, que asistía a aquel espectáculo como si no le concerniera a él.
Era un hombre de treinta y ocho años, bastante alto, de hombros anchos, con cabellos de un rubio rojizo ensortijado, piel colorada y ojos azules.
Todos los testigos le describían como una persona suave y calmosa, poco sociable, que dividía su tiempo entre su taller de la calle de la Roquette y su casa del bulevar de Charonne, desde cuyas ventanas se veían las tumbas del cementerio del Père-Lachaise.
Representaba bien el tipo del artesano solitario, y si algo sorprendía en él era la mujer que había elegido.
Ginette Meurant era baja, muy bien formada, con esa mirada, esa mueca en los labios y esa clase de cuerpo que hacen pensar inmediatamente en el amor.
Diez años menor que su marido, parecía aún más joven y tenía la costumbre infantil de batir las pestañas con aire de no comprender.
—¿Qué empleo del tiempo le explicó el acusado para el 27 de febrero desde las diecisiete horas a las veinte?
—Me dijo que dejó su taller hacia las seis y media, apagó las luces de la tienda y regresó a su casa a pie, según su costumbre. Su mujer no estaba en el apartamento. Había ido al cine, a la sesión de las cinco, lo que solía hacer bastante a menudo. Tenemos el testimonio de la taquillera. Se trata de un cine del suburbio Saint-Antoine, del que ella es asidua. Cuando regresó, un poco antes de las ocho, su marido había puesto ya la mesa y preparado la cena.
—¿Era esto corriente?
—Parece que sí.
—La portera del bulevar de Charonne, ¿vio entrar a su inquilina?
—No se acuerda. El edificio tiene unos veinte apartamentos y al final de la tarde, las entradas y salidas son numerosas.
—¿Habló usted con el acusado del jarrón, de las piezas de oro y de los títulos al portador?
—No ese día, sino al día siguiente, 2 de marzo, cuando le cité en mi despacho. Acababa de oír hablar de este dinero a la portera de la calle Manuel.
—¿Pareció estar al corriente el acusado?
—Tras dudar un poco, acabó por decirme que sí.
—¿Le había hecho la confidencia su tía?
—Indirectamente. Me veo obligado, en este punto, a abrir un paréntesis. Hace unos cinco años, Gaston Meurant, a instancias de su mujer según parece, abandonó su oficio para comprar, en la calle del Chemin-Vert, un local de café-restaurante.
—¿Por qué dice «a instancias de su mujer»?
—Porque ella, cuando Meurant la conoció, hace ocho años, era camarera en un restaurante del suburbio Saint-Antoine. Fue comiendo en él como Meurant la conoció. Se casaron y, según ella, él insistió para que dejara de trabajar. Meurant lo admite también. La ambición de Ginette Meurant era ser algún día dueña de un café-restaurante y, cuando se presentó una ocasión para lograrlo, insistió ante el marido…
—¿Hicieron un mal negocio?
—Sí. Desde los primeros meses, Meurant se vio obligado a dirigirse a su tía para que le prestara dinero.
—¿Se lo presto?
—En varias ocasiones. Según su sobrino, en el jarrón chino, no sólo estaba la bolsa con las piezas de oro, sino también una cartera vieja que contenía billetes de banco. De esta cartera era de donde cogía las sumas que le entregaba. En broma, llamaba al jarrón su caja fuerte china.
—¿Encontró usted al hermano del acusado, Alfred Meurant?
—No en esta época. Sólo sabía, por nuestros archivos, que llevaba una vida irregular y que había sido condenado dos veces por proxenetismo.
—¿Han declarado algunos testigos haber visto al acusado en su taller la tarde del crimen, después de las cinco?
—Entonces, no.
—¿Llevaba, según él, un traje azul y un impermeable marrón?
—No. Llevaba su traje de diario, que es gris, y una gabardina beige claro que se ponía a menudo para ir al trabajo.
—Si comprendo bien, ¿no había ningún elemento que permitiera acusarle?
—Exacto.
—¿Puede usted decirnos en qué se basó, en los días que siguieron al crimen, para realizar su investigación?
—Primeramente, en el pasado de la víctima, Leontine Faverges, y en los hombres que había conocido. Nos interesamos también por las relaciones de la madre de la niña, Juliette Perrin, quien, estando al corriente del contenido del jarrón chino, habría podido hablar de ello a algunos amigos.
—¿No dieron resultado estas investigaciones?
—No. Interrogamos también a todos los habitantes de la calle, a todos los que habrían podido ver pasar al asesino.
—¿Sin resultado?
—Sin resultado.
—De suerte que, la mañana del 6 de marzo, la investigación estaba todavía en punto muerto…
—Exactamente.
—¿Qué pasó la mañana del 6 de marzo?
—Yo estaba en mi despacho, hacia las diez, cuando recibí una llamada telefónica.
—¿Quién se encontraba al otro extremo del hilo?
—Lo ignoro. La persona en cuestión no quiso decir su nombre y yo le hice señas al inspector Janvier, que estaba a mi lado, para que intentara averiguar el lugar desde donde llamaban.
—¿Lo consiguió?
—No. La comunicación fue demasiado breve. Sólo pude reconocer el ruido característico de un teléfono público.
—¿Era un hombre o una mujer quien le hablaba?
—Un hombre. Juraría que hablaba a través de un pañuelo para desfigurar su voz.
—¿Qué le dijo?
—Textualmente: «Si quiere usted descubrir al asesino de la calle Manuel, dígale a Meurant que le enseñe su traje azul. Encontrará en él manchas de sangre».
—¿Qué hizo usted?
—Fui a ver al juez de instrucción, el cual me entregó una orden de registro. En compañía del inspector Janvier llegué, a las once y diez, al bulevar de Charonne, y, en el tercer piso, llamé a la puerta del apartamento de los Meurant. Nos abrió la señora Meurant. Estaba en bata y calzada con chancletas. Nos dijo que su marido había ido al taller y yo le pregunté si poseía un traje azul.
»—Sí —contestó—; El que se pone los domingos.
»Le pedí que nos lo enseñara. La casa es confortable, coqueta, bastante alegre, pero, a aquella hora, estaba todavía en desorden.
»—¿Por qué quiere ver este traje?
»—Es una simple comprobación…
»La seguí a la alcoba, donde, del armario, sacó un traje azul marino. Entonces le enseñé la orden de registro. El traje fue metido en una bolsa especial que yo había llevado y el inspector Janvier extendió los documentos habituales.
»Media hora más tarde, el traje estaba en manos de los especialistas del laboratorio. En el curso de la tarde me hicieron saber que tenía, en efecto, huellas de sangre sobre la manga derecha y por debajo, pero que debía esperar al día siguiente para saber si se trataba de sangre humana. No obstante, desde el mediodía había ordenado que se vigilara discretamente a Gaston Meurant y a su mujer.
»Al día siguiente por la mañana, 7 de marzo, dos de mis hombres, los inspectores Janvier y Lapointe, provistos de una orden de detención, se presentaban en el taller de la calle de la Roquette y procedían a arrestar a Gaston Meurant.
»Éste pareció sorprendido. Sin resistirse, dijo:
»—Seguramente es un malentendido.
»Yo esperaba en mi despacho. Su mujer, en un despacho próximo, se mostraba más nerviosa que él».
—¿Puede usted, sin utilizar notas, repetirnos aproximadamente la conversación que sostuvo con el acusado ese día?
—Creo que sí, señor presidente. Yo estaba sentado en mi mesa y a él le mantenía de pie. El inspector Janvier estaba junto a él, mientras que el inspector Lapointe se había sentado para tomar taquigráficamente el interrogatorio.
»—No está bien eso, Meurant. ¿Por qué me ha mentido?
»Se le pusieron rojas las orejas. Le temblaron los labios…
»—Hasta ahora —continué yo—, no pensaba en usted como en un posible culpable, ni siquiera como en un sospechoso. Pero ¿qué quiere usted que piense, ahora que sé que usted fue a la calle Manuel el 27 de febrero? ¿Qué fue a hacer allí? ¿Por qué lo ha ocultado?».
El presidente se inclinaba hacia delante para no perderse nada de lo que iba a seguir.
—¿Qué le contestó?
—Balbuceó, con la cabeza baja:
«—Soy inocente. Estaban ya muertas».