Desde el principio de su entrevista con la señora Parendon, Maigret estaba haciendo esfuerzos para dominarse. Pero, poco a poco, la tristeza prevalecía sobre el enojo. Se encontraba pesado, inepto para el trabajo, se daba cuenta de cuánto le faltaba para llevar a cabo con éxito un interrogatorio como aquél.
Acabó sentándose en uno de aquellos silloncitos excesivamente frágiles para él, con la pipa apagada en la mano, y dijo con voz pausada y con sorda entonación:
—Escuche, señora. Contra todo lo que usted pueda pensar, créame, yo no siento ninguna clase de hostilidad hacia usted. Soy simplemente un funcionario cuyo trabajo consiste en buscar la verdad por los medios que tiene a su disposición.
»Le voy a hacer la misma pregunta que le he hecho ahora mismo. Le pido que reflexione bien antes de contestar, que pese bien el pro y el contra. Le advierto que si luego se comprueba que me ha mentido, sacaré mis conclusiones y le pediré al juez de instrucción un mandato de arresto.
Maigret la observaba. Lo que más traicionaba su honda emoción interior eran las manos.
—¿Después de las nueve de la mañana salió usted de sus habitaciones y fue por cualquier razón al despachito?
No parpadeó ni un instante. Tal como él le había pedido, se tomaba tiempo para reflexionar, pero quedaba bien claro que no reflexionaba ni pensaba en nada; se había trazado una línea de actuación y la seguía fielmente.
—No.
—¿No ha ido usted ni siquiera hasta el pasillo?
—No.
—¿No ha cruzado el salón?
—No.
—¿No ha entrado, sin proponérselo tal vez, en el despacho de la señorita Vague?
—No. Y añado que considero estas preguntas como injuriosas.
—Es mi deber hacerlas.
—Está usted olvidando que mi padre aún vive…
—¿Es una amenaza?
—Le estoy recordando sólo que no está en su despacho del Quai des Orfèvres…
—¿Prefiere usted que la lleve allí?
—¡A ver si se atreve!…
Maigret prefirió no hacerle caso. En Meung-sur-Loire, una vez había pescado con caña una angula que había tenido grandes dificultades en soltar del anzuelo, tan movediza era que logró escapársele de las manos y acabó cayendo de nuevo en el río. Lo malo era que ahora ni estaba aquí por su gusto ni pescaba con caña.
—¿Niega usted haber dado muerte a la señorita Vague?
Continuamente tenía que repetir las mismas palabras acompañadas de la mirada insistente del hombre que intenta desesperadamente comprender a otro ser humano.
—Usted lo sabe perfectamente.
—¿Qué es lo que yo sé?
—Que ha sido mi pobre marido quien la ha matado…
—¿Por qué razón?
—Ya se lo he dicho… En el punto a que hemos llegado ya no es preciso que exista una razón…
»Voy a decirle algo que yo soy la única en saber porque él me lo dijo antes de nuestro matrimonio… El matrimonio le daba miedo… Continuamente retrasaba la boda… Entonces yo ignoraba que durante este tiempo estuvo consultando a diferentes médicos…
»¿Y sabe usted, señor Maigret, que a los diecisiete años estuvo a punto de suicidarse porque temía no ser un hombre normal?… Se abrió las venas de la muñeca… Pero cuando vio brotar la sangre pidió ayuda y pretextó haber sufrido un accidente…
»¿Se da usted cuenta de lo que significa esta tendencia al suicidio?…
Maigret lamentaba no haberse traído la botella de vino consigo. Tortu y el joven Baud debían de haberse quedado muy sorprendidos al encontrarla en su despacho.
—Tenía algunos escrúpulos… Temía que nuestros hijos no fueran normales… Cuando Bambi empezó a crecer y a hablar, la observaba continuamente con inquietud…
Quizás aquello fuera verdad. Había bastante de verdad en lo que la señora Parendon estaba diciendo. Pero Maigret tenía la impresión de que entre las palabras, las frases y la realidad, había un desajuste.
—Siempre se ha sentido abrumado por el miedo a la enfermedad y a la muerte. El doctor Martin podría decirle bastante sobre esto…
—He visto al doctor Martin esta mañana.
La señora Parendon acusó el golpe, pero se rehízo pronto.
—¿Y no le ha dicho nada?
—No… No ha pensado ni por un momento en que él pudiera ser el asesino…
—Olvida usted el secreto profesional, comisario…
Empezaba a percibir algo de un modo vago, pero aquella mujer aún seguía pareciéndole lejana.
—Hablé con su hermano por teléfono… Estaba en Niza en un congreso médico…
—¿Ha hablado con él ahora o antes del crimen?
—Antes.
—¿No se sintió impresionado?
—No. No me aconsejó lo más mínimo que vigilara a su marido.
—Y, sin embargo, él tiene que saber que…
Encendió un cigarrillo. Los fumaba en cadena uno tras otro, aspirando el humo profundamente.
—¿No ha estado usted nunca en relación con personas que han perdido el contacto con la vida, con la realidad, que se vuelven sobre sí mismos como se da la vuelta a un guante?…
»Pregunte a nuestros amigos y a nuestras amigas… Pregúnteles si mi marido sigue interesándose aún por los seres humanos… A veces salimos en compañía de algunas personas porque yo insisto, pero apenas si se da cuenta de que existen, casi no les dirige la palabra…
»No escucha siquiera, permanece continuamente encerrado en sí mismo…
—Esos amigos y amigas de los que me habla, ¿los escoge él?
—Son las personas de nuestro medio, personas normales, que viven una vida normal.
Maigret no le preguntó qué era lo que ella consideraba como una existencia normal, pues prefería dejarla hablar. Su monólogo cada vez resultaba más instructivo.
—Mire, el verano pasado mismo, por ejemplo, ¿cree usted que fue un solo día a la playa o a la piscina?… ¡Qué va!… Se pasó todo el tiempo en el jardín bajo un árbol… Lo que yo achacaba de soltera a una distracción, cuando veía que de repente dejaba de escucharme, en realidad, es sólo una manifestación de su impotencia para convivir con los demás…
»Por eso se encerró en su despacho y apenas sale de allí, y nos mira a todos con ojos de lechuza sorprendida por la luz del exterior cuando nos ve…
»Ha intentado usted juzgarnos demasiado rápidamente, señor Maigret…
—Tengo otra pregunta que hacerle…
Estaba seguro de la respuesta antes incluso de formularla:
—¿Cogió usted su revólver ayer o esta mañana?
—¿Por qué tenía que cogerlo?
—No es una pregunta lo que espero de usted, sino una respuesta…
—La respuesta es no.
—¿Cuánto tiempo hace que no lo ha tenido en la mano?
—Meses… Hace una eternidad que no he puesto orden en este cajón…
—Lo tuvo en la mano ayer para enseñármelo a mí…
—Lo había olvidado… Pero como lo tuve en la mano, es muy posible que mis huellas digitales se hayan sobrepuesto a otras…
—¿Eso es todo lo que se le ocurre?
La señora Parendon lo miraba como si se sintiera decepcionada de encontrarse ante un Maigret tan poco hábil en su trabajo.
—Acaba usted de hablarme complacidamente del aislamiento de su marido y de su ausencia de contacto con la realidad. Pero, en cambio, ayer mismo estaba hablando aún de un asunto extremadamente importante con dos personalidades destacadas de la industria que tienen los pies muy bien sentados en la realidad precisamente…
—¿Por qué cree usted que escogió el Derecho Marítimo?… En su vida ha puesto los pies en un barco… Jamás ha tenido ningún contacto con marinos… Todo lo hace sobre el papel solo… Todo en abstracto, ¿comprende?… Es una prueba de cuanto le estoy diciendo, y que se niega a creer…
Se levantó y empezó a andar de un lado a otro de la habitación como una persona sumida en graves reflexiones.
—Incluso su manía, el famoso artículo 64… ¿No es acaso una prueba más de que tiene miedo de sí mismo y que trata de tranquilizarse?… Él sabe que usted está aquí, que me está interrogando… Nadie en esta casa ignora las idas y venidas de ustedes… Pues ¿sabe en qué está pensando?… Está deseando que yo me impaciente, que me ponga nerviosa, que me enfurezca para que me convierta en sospechosa y él deje de serlo…
»Si yo estuviera en la cárcel, él quedaría libre…
—Perdone, no la comprendo. ¿De qué libertad disfrutaría en tal caso él?
—De toda…
—¿Y qué haría con ella, ahora que la señorita Vague ha muerto?…
—Hay otras señoritas Vague…
—¿O sea que usted pretende que su marido se aprovecharía de su ausencia de la casa para tener otras amantes?
—¿Por qué no? Sería un modo como otro de consolarse…
—¿Y las iría matando una tras otra?
—A las otras a lo mejor no las mataba…
—Pero usted me había dicho que no era un hombre capaz de entrar en contacto con la gente…
—Con gente normal, no, con personas de nuestro mundo quiero decir…
—¿Quiere usted decir que las personas que no son de su mundo no son normales?
—Ya sabe usted a lo que me refiero… Quiero decir que no es normal el hecho de que trate con ellas…
—¿Por qué?
Llamaron a la puerta, la abrieron y apareció Ferdinand con chaqueta blanca.
—Uno de esos señores quiere hablar con usted, comisario…
—Bien, ¿dónde está?
—Aquí, en el pasillo… Me ha dicho que es muy urgente, por eso me he permitido anunciarle…
El comisario entrevió la silueta de Lucas en la penumbra del corredor.
—¿Me perdona un momento, señora Parendon?
Cerró la puerta tras él mientras Ferdinand se alejaba. La mujer del abogado se quedó sola en la habitación.
—¿Qué ocurre, Lucas?
—La señora Parendon ha cruzado dos veces el salón esta mañana.
—¿Estás seguro?
—Desde aquí usted no puede verlo, pero desde el salón se ve muy bien… En una de las ventanas de la calle Cirque hay un inválido que se pasa allí el día.
—¿Es muy viejo?
—No… Es un hombre que sufrió un accidente en las piernas… Se distrae viendo las idas y venidas de los vecinos y el lavado de los coches, sobre todo ver limpiar el Rolls le encanta… Tras haberme contestado a unas cuantas preguntas sin importancia que le he hecho, puedo asegurar que su testimonio es de fiar… Se llama Montagné… Su hija es una solterona…
—¿A qué hora la ha visto por primera vez?
—Un poco después de las nueve y media…
—¿Se dirigía hacia el despacho?
—Sí… Sabe mejor que nosotros el plano de la casa… Fue así como llegó a enterarse hasta de las relaciones entre Parendon y su secretaria.
—¿Cómo iba vestida?
—Con un salto de cama azul.
—¿Y la segunda vez?
—La vio menos de cinco minutos después de atravesar el salón en sentido contrario… Le llamó la atención una cosa… La doncella estaba limpiando el polvo al otro extremo del salón y ella ni siquiera la vio…
—¿La señora Parendon no vio a su doncella, dices?
—No.
—¿Has interrogado a Lisa?
—Sí, esta mañana.
—¿Y no te ha mencionado este incidente?
—La chica pretende no haber visto nada…
—Gracias, viejo…
—¿Qué debo hacer?
—Esperadme fuera los dos. ¿Alguien más ha confirmado lo dicho por ese tal Montagné?…
—Sólo una criada jovencita del quinto cree haber visto algo azul en el mismo sitio a esta misma hora.
Maigret llamó a la puerta de la señora Parendon y entró en el momento en que ésta salía de su alcoba. Vació su pipa y la llenó.
—¿Quiere hacer el favor de llamar a su doncella, señora Parendon?
—¿Necesita algo?
—Sí…
—Como guste, ahora mismo.
Pulsó un timbre. Transcurrieron algunos instantes en silencio. Maigret, viendo la cara de aquella mujer a la que estaba torturando, sentía oprimírsele el pecho.
Se repetía mentalmente las palabras del artículo 64 del que tanto se hablaba en aquella casa desde hacía tres días:
No hay ni crimen ni delito cuando el acusado no estaba en uso de sus facultades mentales en el momento de llevar a cabo el acto, o si lo ha hecho obligado por una fuerza a la que no le ha sido posible resistir.
¿Acaso el hombre que acababa de describirle la señora Parendon, habría podido actuar en un momento dado en un estado de demencia?
¿Habría leído ella también obras de psiquiatría? O…
Lisa entró lentamente.
—¿Me ha llamado usted, señora?
—Es el señor comisario quien desea hablarle.
—Cierre la puerta, Lisa, no tema. Esta mañana, cuando ha contestado a mis inspectores, estaba usted bajo la influencia de una terrible emoción y no ha prestado la importancia debida a sus preguntas.
La pobre chica miraba tan pronto al comisario como a su señora, que estaba sentada en el diván con las piernas cruzadas, las manos en los bolsillos, y reclinada indolentemente hacia atrás, con aire indiferente, como alguien a quien aquella conversación no interesaba lo más mínimo.
—Es posible que tenga que declarar en el juicio y prestar juramento…
»Le preguntarán las mismas cosas… Pero si allí miente, la meterán en la cárcel…
—No sé de qué me está hablando, señor…
—Ha quedado establecido el empleo del tiempo de todos los miembros de esta casa entre las nueve y cuarto y las diez… Un poco después de las nueve y media, pongamos a las nueve y treinta y cinco, estaba usted limpiando el polvo en el salón… ¿Es verdad?…
La chica miró desesperadamente a la señora Parendon, que evitó mirarla. Después con voz débil dijo:
—Es verdad…
—¿A qué hora entró usted en el salón?
—Hacia las nueve y media… O un poco después…
—¿No ha visto usted a la señora Parendon dirigirse hacia el despacho?
—No…
—Pero poco después de su llegada, mientras usted estaba en un extremo del salón, la ha visto pasar en dirección a esas habitaciones, ¿no?…
—¿Qué debo hacer, señora?
—Eso es cosa suya, hija mía. Conteste a lo que le preguntan…
Gruesas lágrimas resbalaban por las mejillas de Lisa, que había dejado convertido en una bola el pañuelo que acababa de sacar del bolsillo de su delantal.
—¿Le han dicho algo? —preguntó ingenuamente a Maigret.
—Conteste a la pregunta tal como le han dicho que lo hiciera.
—¿Esto va a servir para acusar a la señora?
—Va a servir para confirmar otro testimonio, el de una persona que vive en la calle Cirque y que desde la ventana las ha visto a las dos…
—Entonces no vale la pena de que mienta… Perdone, señora…
Quiso precipitarse hacia su señora, tal vez hasta quería echarse de rodillas ante ella, pero la señora Parendon le dijo secamente:
—Si el comisario no tiene que hacerle ninguna otra pregunta, ya puede retirarse.
La chica salió y cuando estuvo en la puerta estalló en sollozos.
—¿Y eso qué prueba? —preguntó la señora Parendon, que de nuevo se había puesto de pie sin sacar las manos de los bolsillos de su salto de cama y manteniendo el cigarrillo encendido en sus temblorosos labios.
—Que usted ha mentido por lo menos una vez.
—Estoy en mi casa y no tengo que darle cuenta a nadie de mis idas y venidas…
—En caso de asesinato, sí. Ya se lo advertí.
—Lo que significa que me va usted a arrestar, ¿no?
—Le pediré que venga conmigo al Quai des Orfèvres.
—¿Tiene usted una orden de arresto?
—En blanco. Me bastará con escribir en ella su nombre.
—¿Y después?
—El caso ya no dependerá de mí.
—¿De quién, pues?
—Del juez de instrucción… Y después, posiblemente, de los médicos…
—¿Cree usted que estoy loca?
Maigret leyó verdadero pánico en sus ojos.
—Contésteme… ¿Cree usted que estoy loca?
—No soy yo quien tiene que contestar a esa pregunta…
—¡No lo estoy! ¿Me oye?… E, incluso suponiendo que hubiera matado, cosa que continúo negando, no habría sido en una crisis de locura…
—Le ruego que me entregue su revólver.
—Cójalo usted mismo… Está en el primer cajón de la cómoda.
Entró en la habitación, donde todo era de un rosa pálido. Aquellas dos habitaciones, una azul y otra rosa, recordaban los cuadros de Marie Laurencin.
La cama estaba todavía sin hacer; era una cama grande, baja, de estilo Luis XVI. Los muebles eran de un color gris pálido. Vio varios tarros de cosméticos y perfumes, en fin, toda la gama de productos que utilizan las mujeres para luchar contra las inevitables señales del tiempo.
Se encogió de hombros. Aquello le ponía melancólico. Pensó en Gus y en su primera carta.
¿Habrían ocurrido las cosas de la misma manera sin su intervención?
Cogió el revólver del cajón. Había también varios estuches de joyas.
¿Tal vez la señora Parendon se habría vengado en su marido? ¿O quizá habría esperado un poco más? ¿O acaso se habría servido de otra arma?
Frunció las cejas al entrar en la otra habitación donde aquella mujer, de pie frente a la ventana, le daba la espalda. Se dio cuenta de que aquella espalda se empezaba a arquear. Los hombros le parecieron más estrechos y huesudos.
Sostenía el revólver en la mano.
—Jugaré con las cartas boca arriba con usted… —dijo—. Todavía no puedo decir nada, pero estoy seguro de que este revólver, cuando ha atravesado el salón poco después de las nueve y media, estaba en el bolsillo de su salto de cama…
»Me estoy preguntando si en ese momento no pensaba en matar a su marido… La declaración del inválido de la calle Cirque tal vez nos permitirá probarlo… Seguramente se ha acercado a la puerta. Ha oído voces; su marido estaba hablando en aquel momento con Tortu…
»Entonces se le ha ocurrido la idea de realizar lo que podríamos llamar una sustitución de víctima… ¿No sería peor que matarle a él asesinar a Antoinette Vague? Sin contar que además, con tal proceder, le convertía inmediatamente en sospechoso…
»Desde ayer estuvo usted preparando el terreno; empezó a hacerlo en nuestra primera entrevista… Y ha continuado haciéndolo esta mañana…
»Con el pretexto de ir a buscar un sello, o papel de cartas, ¡qué sé yo!, entró usted en el despacho de la secretaria, que la saludó distraídamente y se absorbió de nuevo en su trabajo…
»Vio usted el cortapapeles y consideró que era inútil utilizar el revólver, tanto más teniendo en cuenta que el disparo podía oírlo alguien.
Se calló, encendió su pipa como a su pesar, y se quedó allí, esperando tras haber deslizado el revólver de nácar en su bolsillo. Pareció transcurrir una eternidad. Los hombros de la señora no se movían siquiera. Tampoco lloraba. Seguía dándole la espalda y cuando le miró a la cara Maigret vio un rostro extraordinariamente pálido y unos ojos que miraban fijamente.
Nadie al verla hubiera podido tener ninguna duda sobre lo que había ocurrido aquel día en la calle Marigny y menos aún sobre todo lo que acababa de ocurrir en aquella habitación azul.
—No estoy loca —repitió insistentemente.
Maigret no contestó nada. ¿Para qué? Y además, ¿qué sabía él?