—Perdóneme por haber perdido durante unos momentos el control de mí mismo, señor Maigret. No me ocurre con frecuencia, se lo aseguro…
—Lo sé.
Precisamente porque lo sabía, Maigret se sentía preocupado.
El hombrecillo seguía de pie, había recobrado el aliento y estaba ya más sereno; se pasó una vez más la mano por la cara. No estaba sofocado, al contrario, su tez tenía una extraordinaria palidez.
—¿La odia usted?
—No odio a nadie… Porque creo que ningún ser humano puede ser totalmente responsable.
—¡El artículo 64!…
—El artículo 64, sí… No me importa si al hablar de esto parezco un maníaco, no cambiaría por nada de opinión…
—¿Ni siquiera tratándose de su esposa?
—Ni siquiera tratándose de ella…
—¿Ni aun en el caso de que hubiera matado a la señorita Vague?
El rostro del abogado durante un instante pareció diluirse, y se le dilataron las pupilas.
—¡Ni aun en ese caso!
—¿La cree usted capaz de realizar un acto semejante?
—No acuso a nadie…
—Acabo de hacerle una pregunta… Le voy a hacer otra, y usted puede contestarme sí o no… El misterioso autor de los anónimos no tiene que ser forzosamente el asesino… Cualquiera que haya adivinado el drama ha podido imaginarse que lograría evitarlo introduciendo a la policía en la casa…
—Ya sé lo que quiere preguntarme… No, no he sido yo quien ha escrito las cartas…
—¿Cree que pudieran ser obra de la víctima?
Se quedó reflexionando un buen rato.
—No es del todo imposible… Pero no encaja bien con su carácter… Era más directa en sus manifestaciones… Ya le he hablado hace un momento de su espontaneidad…
»Quizá no se habría atrevido a dirigirse a mí directamente; sabía muy bien que…
Se mordió los labios.
—¿Sabía bien qué?
—Que si yo me hubiera creído amenazado, no habría tomado ninguna medida especial…
—¿Por qué?
El abogado se quedó mirando a Maigret, parecía vacilar.
—Es difícil de explicar… Un día hice mi elección…
—¿Casándose?
—Entrando en la carrera que he elegido… Casándome… Viviendo de cierto modo. Por lo tanto, soy yo solo quien tiene que sufrir las consecuencias…
—¿Y esto no resulta contrario a sus ideas sobre la responsabilidad humana?
—Tal vez… Aparentemente al menos, de todas maneras…
Se le notaba desesperado. Se adivinaba tras su frente abombada pensamientos tumultuosos que se esforzaba en poner en orden.
—¿Cree usted, señor Parendon, que la persona que me ha escrito consideraba que la víctima sería su secretaria?
—No…
Se oía en el salón, a pesar de que la puerta estaba cerrada, una voz que gritaba:
—¿Dónde está mi padre?
Al instante la puerta se abrió de un empujón, un muchacho muy alto, de cabello hirsuto se adelantó con grandes pasos hacia ellos.
Su mirada iba de uno a otro y se detenía casi amenazadoramente en la persona del comisario.
—¿Va a arrestar a mi padre?
—Cálmate, Gus… El comisario Maigret y yo.
—¿Usted es Maigret?
Lo miraba con más curiosidad ahora.
—¿A quién va a detener?
—De momento a nadie…
—Le puedo asegurar que no ha sido mi padre…
—¿Quién te ha informado del crimen?
—Primero el portero, sin darme detalles; después, Ferdinand…
—¿Habías esperado eso?
Parendon lo aprovechó para ir a sentarse tras su escritorio, como para recobrar su posición habitual.
—¿Es un interrogatorio?
El muchacho se volvió hacia su padre como para pedirle consejo.
—Mi deber, Gus —empezó diciendo Maigret.
—¿Quién le ha dicho que me llaman Gus?
—Todos los de la casa… Te hago preguntas lo mismo que a los demás, pero no se trata de ningún interrogatorio oficial… Te he preguntado si esperabas una cosa semejante…
—¿Qué?
—Como lo que ha ocurrido esta mañana…
—Si se refiere usted a que hayan degollado a Antoinette, no…
—¿La llamabas Antoinette?
—Sí, desde hace tiempo… Éramos buenos compañeros…
—¿Qué esperabas que ocurriera?
El muchacho enrojeció bruscamente hasta las orejas.
—Nada preciso…
—¿Algún drama?
—No lo sé…
Maigret se dio cuenta de que Parendon observaba a su hijo con gran atención. Parecía estar preguntándose algo o haber llegado a alguna conclusión.
—¿Tienes quince años, Gus?
—Sí, en junio cumpliré dieciséis…
—¿Prefieres que te hable delante de tu padre o, por el contrario, deseas hacerlo a solas conmigo en tu habitación o en cualquier otro lugar de la casa?
El muchacho vaciló en contestar, seguía nervioso. Se volvió de nuevo a mirar al abogado.
—¿Qué prefieres que haga, papá?
—Me parece que ambos estaréis más cómodos en tu habitación, hijo… Tu hermana va a llegar de un momento a otro, tal vez ha llegado ya… Deseo que comáis los dos como de costumbre, sin preocuparos de mí… No bajaré…
—¿No vas a comer?
—No lo sé… Tal vez diré que me traigan un bocadillo aquí… Necesito un poco de paz…
Al muchacho se le notaba a punto de lanzarse en brazos de su padre y no era la presencia de Maigret lo que se lo impedía, sino una especie de pudor que siempre debía de haber existido entre Parendon y su hijo.
Ni uno ni otro eran personas inclinadas a las efusiones sentimentales, ni a los abrazos, y a Maigret no le costaba nada imaginar a un Gus más niño yendo a sentarse al despacho de su padre, silencioso e inmóvil, con los ojos fijos en él, observándole trabajar o leer.
—Si quiere que vayamos a mi habitación, sígame…
En el salón que tuvieron que atravesar, Maigret encontró a Lucas y a Torrence esperándole; se encontraban algo incómodos en aquella pieza inmensa y suntuosa.
—¿Ya habéis terminado, muchachos?
—Sí, jefe. ¿Desea usted ver el plano y saber lo de las idas y venidas…?
—Por ahora aún no… Luego… ¿Y la hora?…
—Entre las nueve y media y las diez menos cuarto… Casi se podría decir con toda certeza que ha sido a las nueve treinta y siete…
Maigret se había vuelto hacia las amplias ventanas abiertas.
—¿Estaban abiertas esta mañana? —preguntó.
—A partir de las ocho y cuarto, sí…
Por encima de los garajes se divisaban las numerosas ventanas de un inmueble de seis pisos de la calle Cirque. Era la parte de atrás de una casa. Una mujer cruzó una cocina con una cazuela en la mano. Otra, en el tercer piso, estaba cambiándole los pañales a un crío.
—Tenéis que ir a comer algo, muchachos. ¿Dónde está Janvier?
—Ha dado con el paradero de la madre, vive en un pueblecito de Berry… No tiene teléfono, pero le han mandado un aviso de conferencia…
»Está esperando la comunicación en el despacho del fondo…
—Cuando termine que vaya con vosotros… Hay un restaurante bastante bueno en la calle Miromesnil… Se llama «Au Petit Chaudron»… Después repartíos los pisos de la casa que se ve desde aquí, ésta de la calle Cirque… Interrogad a los inquilinos cuyas ventanas dan a ese lado… Es posible que hayan visto a alguien cruzar el salón entre las nueve y media y las diez menos cuarto… Algunas veces mirarán hacia aquí… supongo…
—¿Dónde lo encontraremos luego a usted?
—En el Quai… A menos que descubráis algo importante… En tal caso podéis darme la noticia aquí mismo…
Gus escuchaba muy interesado. El drama no le impedía conservar una curiosidad algo infantil frente a la policía.
—En seguida voy, Gus…
Siguieron por un pasillo más estrecho que el del ala izquierda; pasaron por delante de una cocina. A través de la puerta de cristal se veía una mujer gruesa vestida de oscuro.
—Es la segunda puerta…
La habitación era grande, el ambiente era distinto al del resto de la casa. Aunque los muebles seguían siendo de estilo, Gus había cambiado su aspecto primitivo, al menos llenándolos de objetos, añadiendo planchas y tableros por todas partes.
Había cuatro altavoces, dos o tres tocadiscos, un microscopio sobre una mesa de madera blanca, hilos de electricidad fijados sobre una mesa formando un circuito complicado. Disponía sólo de un sillón colocado cerca de la ventana sobre el que se había colocado una tela de color rojo. La misma tela de algodón rojo recubría la cama transformándola en algo parecido a un diván.
—Veo que lo has guardado —dijo Maigret señalando un enorme oso de peluche colocado sobre una estantería.
—¿Por qué habría de avergonzarme de él? Me lo compró mi padre el día de mi primer cumpleaños…
El chico pronunciaba la palabra padre con gran orgullo, casi desafiadoramente. Se le notaba capaz de defenderlo ferozmente si fuera preciso.
—¿Te gustaba la señorita Vague, Gus?
—Ya le he dicho que éramos buenos amigos.
Debía de sentirse muy orgulloso de que una chica de veinticinco años lo tratara como a un amigo.
—¿Ibas a menudo a su despacho?
—Una vez al día al menos…
—¿Nunca saliste con ella?
El muchacho se lo quedó mirando sorprendido. Maigret llenó la pipa.
—¿Para ir adónde?
—Al cine por ejemplo… O a bailar…
—Yo no bailo… Ni salí nunca con ella…
—¿Nunca fuiste a su casa?
Se le pusieron coloradas las orejas.
—¿Qué trata usted de hacerme decir?… ¿En qué está usted pensando?…
—¿Estás enterado de las relaciones que había entre Antoinette y tu padre?
—Claro —contestó levantando la cabeza como un gallo de pelea—. ¿A usted le parece mal?
—No se trata de lo que me parezca a mí, sino a ti…
—Mi padre es libre, ¿no?
—¿Y tu madre?
—Eso no debería importarle…
—¿Qué quieres decir?
—Que un hombre tiene derecho a…
No terminó la frase, pero el principio era lo suficientemente explícito.
—¿Crees que puede ser ésta la causa del drama que se ha producido esta mañana?
—No lo sé…
—¿Esperabas que se produjera algo semejante?
Maigret se había sentado en el sillón rojo y encendía lentamente su pipa mientras miraba a aquel chico en pleno crecimiento cuyos brazos parecían excesivamente largos y las manos demasiado grandes.
—Lo esperaba sin esperarlo…
—Explícate más claramente… es una respuesta que tu profesor del instituto Racine no aceptaría…
—No me imaginaba que fuera usted así…
—¿Te parezco brusco?
—Se diría que le soy antipático, que sospecha de mí…
—Eso es exactamente lo que ocurre…
—Supongo que no creerá que he sido yo quien ha asesinado a Antoinette. Estaba en clase a esa hora…
—Ya lo sé… Ya lo sé, sé también que tienes una verdadera veneración por tu padre…
—¿Y eso está mal?…
—Al contrario… Lo consideras un hombre indefenso, además, ¿no?
—¿Qué quiere insinuar?
—Nada malo, Gus… Tu padre, salvo en cuestiones de trabajo, acaso es un hombre inclinado por naturaleza a no combatir… Considera que de todo cuanto pueda ocurrirle, sólo él es el único responsable…
—Es un hombre inteligente y de conciencia…
—Antoinette también, a su manera, era una chica indefensa… En suma, erais dos, ella y tú, los que velabais por tu padre… Por eso nació entre vosotros dos cierta complicidad…
—Nunca hablamos de nada de eso…
—Lo creo… Pero no por eso dejabais de daros cuenta que estabais del mismo lado… Por eso, aunque no tuvieras nada que decirle, procurabas ir a verla…
—¿Adónde quiere ir a parar?
Por primera vez el muchacho, que estaba manoseando un hilo de electricidad, volvió la cabeza.
—Sí, por fin lo descubrí, Gus. Fuiste tú quien me enviaste las cartas y fuiste tú también el que llamó ayer por teléfono a la P. J.
Maigret sólo lo veía de espaldas. Esperó un buen rato. Por fin el muchacho le hizo frente con la cara congestionada.
—Sí, fui yo… Igualmente acabaría por descubrirlo aunque lo negara, ¿verdad?
Ya no miraba a Maigret con la misma desconfianza. El comisario acababa de ganar muchos puntos en su consideración.
—¿Cómo llegó a sospecharlo?
—Las cartas sólo podían haber sido escritas por el asesino o por alguien que tratara indirectamente de proteger a tu padre…
—Habría podido hacerlo Antoinette…
Maigret prefirió no contestarle que la muchacha no tenía su edad y que no se habría servido de un proceso tan complicado o tan infantil.
—¿Te he decepcionado, Gus?
—Yo creía que haría otra cosa…
—¿Qué, por ejemplo?
—Lo ignoro… He leído todo lo que dicen los periódicos de sus investigaciones. Para mí era el único hombre capaz de comprenderlo todo…
—¿Y ahora qué opinas?
Se encogió de hombros.
—No opino nada…
—¿A quién habrías querido que arrestara?…
—No quería que arrestara a nadie.
—¿Entonces?… ¿Qué tenía que hacer?…
—No soy el jefe de la Brigada Criminal, es usted…
—El crimen, ayer, o esta mañana a las nueve, ¿había sido cometido acaso?
—Desde luego que no…
—¿Querías proteger a tu padre de qué?
De nuevo se produjo un silencio.
—Presentía que estaba en peligro…
—¿En peligro de qué?
Maigret estaba persuadido de que Gus comprendía el sentido de su pregunta. El chico había querido proteger a su padre. ¿Contra quién? ¿Contra sí mismo tal vez?
—No quiero contestar.
—¿Por qué?
—Porque…
Luego añadió muy decidido:
—Lléveme al Quai des Orfèvres si quiere… Hágame las mismas preguntas durante horas… Para usted tal vez yo soy sólo un chiquillo aún, pero le aseguro que no diré nada más…
—No te pido nada más, Gus… Es hora de ir a sentarse a la mesa, muchacho…
—Hoy es igual. Aunque llegue tarde al instituto no me dirán nada.
—¿Dónde está la habitación de tu hermana?
—Dos puertas más allá, en ese mismo pasillo…
—¿Sin rencor, Gus?
—Usted está haciendo su trabajo…
Tras decir eso, el muchacho cerró la puerta violentamente. Maigret, minutos después, estaba llamando a la puerta de Bambi. Tras la puerta se oía el ruido de un aspirador. Fue una joven uniformada de cabellos rubios y sedosos quien le abrió la puerta.
—¿Me buscaba a mí?
—¿Se llama usted Lisa?
—Sí… Soy la doncella… Ya me he cruzado con usted alguna vez en los pasillos.
—¿Dónde está la señorita?
—Tal vez en el comedor… O con su padre, quizá… En la otra ala. ¿Sabe dónde le digo?
—Sí, ya lo sé… Ayer estuve allí con la señora…
Una puerta abierta permitía ver un comedor con las paredes recubiertas de maderas finas de arriba a abajo. Sobre la mesa, una mesa enorme a la que se habrían podido sentar veinte personas, había preparados dos cubiertos. No tardarían mucho en estar sentados allí Bambi y su hermano separados por una vasta extensión de mantel y servidos por un Ferdinand respetuoso y distante enguantado de blanco.
Maigret, al pasar, entreabrió la puerta del despacho del abogado. Éste estaba sentado en el mismo sillón de la mañana. Sobre una mesa plegable se veía una botella de vino, un vaso y algunos bocadillos. Parendon no se movió. Tal vez ni siquiera había oído nada. El sol ponía una mancha en su cráneo y visto así parecía un hombre calvo.
El comisario cerró otra vez la puerta, siguió andando por el mismo pasillo que había seguido la víspera y pasó por delante de la puerta de la habitación de la señora Parendon. A través de la puerta oyó una voz vehemente y de acentos trágicos que le resultó desconocida.
No conseguía entender las palabras, pero se notaba que estaban discutiendo y hablando vehementemente.
Llamó con fuertes golpes a la puerta. La voz dejó de oírse y momentos después se abría la puerta; una joven estaba ante él, respirando entrecortadamente y mirándole con ojos brillantes.
—¿Qué desea?
Detrás de ella, la señora Parendon, siempre con su salto de cama azul, se había vuelto hacia la ventana impidiendo a Maigret verle la cara.
—Soy el comisario Maigret.
—¡Vaya!… ¿Es que ya no tenemos derecho de estar en casa siquiera?…
Sin ser hermosa tenía una cara muy agradable y un cuerpo bien proporcionado. Llevaba un sencillo traje chaqueta y, en contra de la moda actual del peinado, llevaba el cabello recogido con una cinta.
—Señorita, antes de que fuera usted a comer, desearía hablar un momento con usted…
—¿Aquí?
Maigret titubeó. Había visto estremecerse la espalda de la madre.
—Aquí o donde usted quiera, es igual…
Bambi salió de la habitación, sin echar ni una mirada tras sí, cerró la puerta y dijo:
—¿Dónde quiere que vayamos?
—A su habitación si quiere.
—Lisa en estos momentos la está arreglando…
—Vayamos a uno de los despachos si le parece…
—Está bien…
Aquella hostilidad no parecía dirigida únicamente contra él, era más bien un estado de ánimo permanente. Ahora que su violento discurso había quedado interrumpido, sus nervios se habían relajado y andaba tras de él con aire cansado.
—En el de… —empezó a decir.
—En el de la señorita Vague no, naturalmente.
Entraron en el despacho de Tortu y de Julien Baud, que habían ido a almorzar.
—¿Ha visto usted a su padre?… Siéntese…
—Preferiría permanecer de pie…
—Como quiera.
Maigret tampoco se sentó, pero se apoyó en la mesa de Tortu.
—Le he preguntado si ha visto a su padre.
—Desde que he vuelto, no…
—¿Cuándo ha vuelto?
—A las doce y cuarto…
—¿Quién se lo ha dicho?
—El portero…
Lamure daba la impresión de haber estado al acecho para podérselo decir el primero a ambos.
—¿Y después?
—Después ¿qué?
—¿Qué ha hecho usted?
—Ferdinand quería contármelo todo con detalle, pero no le he escuchado y he ido directamente a mi habitación…
—¿Ha encontrado allí a Lisa?
—Sí. Estaba limpiando el baño. Debido a lo ocurrido todo se ha retrasado.
—¿Ha llorado usted?
—No.
—¿No se le ha ocurrido la idea de ir a ver a su padre?
—Quizá… no lo recuerdo bien… Pero no he ido…
—¿Ha permanecido mucho tiempo en su habitación?
—No he mirado el reloj… Cinco minutos, tal vez un poco más…
—¿Y qué hacía?
La muchacha lo miró y tardó un poco en contestar. Aquello parecía ser una costumbre de la casa. Todos, antes de hablar, tenían tendencia a medir sus palabras.
—Me estaba mirando al espejo…
Era un desafío. El mismo rasgo de carácter tenían otras personas de la familia.
—¿Por qué?
—Quiere usted que le hable sinceramente, ¿verdad?… Perfectamente, lo haré… Trataba de averiguar a quién me parezco…
—¿Trataba de saber si se parecía a su padre o a su madre?
—Sí.
—¿Y a qué conclusión ha llegado?
Se irguió y dijo casi con rabia:
—¡Me parezco a mi madre!
—¿Detesta a su madre, señorita?
—No la detesto. Quisiera poderla ayudar. A menudo lo he intentado.
—¿Ayudarla a qué?
—¿Usted cree que esto nos va a llevar a alguna parte?
—¿Qué quiere decir?
—Me refiero a esas preguntas que me hace… Y a mis respuestas…
—Pueden servir para ayudarme a comprender…
—¿Ha vivido usted sólo algunas unas horas con una familia y ya quiere usted comprenderla? No crea que le soy hostil. Sé que desde el lunes está rondando por la casa…
—¿Sabe quién me ha enviado las cartas?
—Sí.
—¿Cómo lo averiguó?
—Le sorprendí cortando las hojas…
—¿Le dijo Gus lo que pensaba hacer con ellas?
—No… Pero después, cuando se empezó a hablar de esto en la casa, comprendí…
—¿Quién se lo dijo?
—No lo sé… Tal vez Julien Baud… Aprecio a ese chico… Parece atolondrado, pero es un gran muchacho…
—Hay un detalle que me intriga… Fue usted quien escogió el apodo de Bambi para usted y el de Gus para su hermano, ¿verdad?
La muchacha lo miró y sonrió un poco.
—¿Le sorprende?
—¿Lo hizo como protesta?
—Exactamente. Como protesta contra esta gran choza solemne que habitamos, contra el modo de vivir de todos nosotros, contra la gente que nos visita… Habría preferido nacer en una familia modesta y tener que luchar para abrirme camino en la vida…
—A su manera ya lucha usted…
—Escogí la Arqueología, ¿sabe por qué? Porque no quiero quitarle el puesto de trabajo a nadie…
—Es su madre quien más le molesta, ¿verdad?
—Preferiría no hablar de ella…
—Y, sin embargo, en estos momentos es de ella de quien quiere hablar, ¿no?
—Quizá… No lo sé…
La chica lo miraba fijamente.
—La considera usted culpable, estoy seguro.
—¿Qué le hace pensar tal cosa?
—Cuando he llamado a la puerta de sus habitaciones las he oído discutir fuertemente…
—Eso no significa que yo la crea culpable… No me gusta su modo de vida… Ni el que nos obliga a llevar a los demás… No, no me gusta…
Se controlaba peor que su hermano, aunque aparentemente pareciera más serena.
—¿Le reprocha el no hacer feliz a su padre?
—A veces no se puede hacer feliz a la gente aunque una quiera… En cuanto a hacerles desgraciados…
—¿Apreciaba a la señorita Vague como a Julien Baud?
No tardó ni un segundo en contestar.
—¡No!
—¿Por qué?
—Porque era una intrigante que le hacía creer a mi padre que lo amaba…
—¿Les oyó hablar usted de amor alguna vez?
—No. No iba a hacerlo delante de mí precisamente. Pero bastaba con verla cuando estaba ante él. No ignoro nada de cuanto pasaba a puerta cerrada.
—Es a causa de la moral que…
—Me importa un comino la moral… ¿Y qué moral, además?… ¿La de qué medio?… ¿Cree usted que la moral de este barrio es la misma que la de un pueblo o que la del distrito XX?…
—Según usted, ¿hizo sufrir a su padre?
—Posiblemente ayudó a que se aislara todavía más…
—¿Quiere decir que la señorita Vague lo alejó de usted?
—Éstas son cosas sobre las que apenas he reflexionado, en eso no piensa nadie… Pero lo que sí puedo decirle es que si ella no hubiera estado aquí, tal vez habría habido alguna posibilidad aún…
—¿De qué? ¿De una reconciliación?
—Mis padres no se han querido nunca. Más que en una reconciliación, al hablar así estaba pensando en una posibilidad de vivir en paz, de que reinara en la casa cierta armonía…
—¿Eso fue lo que usted trató de lograr?
—Traté de calmar el frenesí de mi madre, de atenuar sus incoherencias…
—¿Su padre no le ayudó?
Sus ideas no eran exactamente las mismas de su hermano, pero hasta cierto punto coincidían.
—Mi padre renunció a todo.
—¿Por culpa de la secretaria?
—Prefiero no contestar, no hablar de eso… Póngase en mi lugar… Vuelvo hoy de la Sorbona y me encuentro…
—Tiene usted razón… Perdone, pero si le hago esas preguntas es porque es preferible ese breve diálogo ahora que un interrogatorio luego… Imagínese lo que sería una investigación de varias semanas, la incertidumbre, las convocatorias de la P. J., luego los enfrentamientos con el juez de instrucción…
—Claro, no había pensado en esto… ¿Qué va usted a hacer?
—Todavía no he decidido nada…
—¿Ha comido?
—No. Y usted tampoco. Su hermano debe de estar esperándola en el comedor.
—¿Mi padre no come con nosotros?
—Prefiere estar solo en su despacho…
—¿Y usted tampoco?
—De momento no tengo hambre, pero, en cambio, lo que sí tengo es mucha sed…
—¿Qué prefiere tomar? ¿Cerveza o vino?
—Me da igual mientras el vaso esté lleno…
La muchacha no pudo evitar una sonrisa.
—Espere un momento…
Maigret había comprendido aquella sonrisa. No podía imaginárselo yendo a la cocina a beber como un criado. Y tampoco podía imaginárselo sentado con ella y Gus en el inmenso comedor.
Cuando volvió no se había tomado la molestia de coger una bandeja. Llevaba en la mano una botella de Saint-Emilion de seis años y en la otra un vaso de cristal tallado.
—Perdone si le he contestado demasiado bruscamente o si mis respuestas no le han servido de mucho…
—Al contrario, señorita, me ha sido usted muy útil… Vaya a comer inmediatamente, Bambi; es tarde…
Resultaba extraño encontrarse otra vez en el despacho de Tortu y el suizo con una botella al lado y un vaso en la mano. Por cierto que, como él le había pedido un vaso grande, la muchacha había escogido un vaso de agua. Maigret no sintió ninguna vergüenza al llenarlo.
Tenía mucha sed. Y además quería recuperar fuerzas, acababa de pasar una de las mañanas más agotadoras de su vida. Estaba seguro de que la señora Parendon le estaba esperando. No ignoraba que había interrogado a todos los de la casa y debía de estar impaciente pensando cuándo le llegaría el turno.
¿Se habría hecho llevar algo a su habitación para comer igual que su marido?
De pie frente a la ventana, Maigret bebía a pequeños sorbos mirando distraídamente el patio en el que ahora no había ningún coche; sólo podía verse un gato pardo desperezándose al sol. Lamure le había dicho que el único animal de la casa era un loro. Aquel gato debía de ser de algún vecino y habría llegado hasta allí en busca de un lugar agradable.
Vaciló un poco antes de servirse un segundo vaso, lo llenó hasta la mitad, y antes de bebérselo sacó su pipa.
Después, suspirando, se dirigió hacia las habitaciones de la señora Parendon a través de los corredores que ya conocía.
No tuvo necesidad de llamar. A pesar de la alfombra sus pasos habían sido oídos y la puerta se abrió tan pronto como él se acercó a ella. La señora Parendon estaba ante él con su eterno salto de cama azul; sin embargo, había tenido tiempo de arreglarse y su cara tenía poco más o menos el mismo aspecto que la víspera.
¿Estaba nerviosa o cansada? Le habría costado decirlo. Notaba algo extraño, pero no habría podido decir qué.
—Le esperaba…
—Lo sé. Ya ve que he venido…
—¿Por qué ha querido verles a todos antes que a mí?
—Tal vez para darle tiempo a reflexionar…
—No tengo necesidad de reflexionar… ¿Reflexionar en qué?…
—En lo ocurrido… Y en lo que fatalmente tendrá que ocurrir…
—¿De qué está usted hablando?
—Cuando se comete un asesinato, tarde o temprano se procede a un arresto, luego viene un juicio y un proceso…
—Y eso, ¿qué tiene que ver conmigo?
—Usted detestaba a Antoinette, ¿verdad?
—¿También usted la llama por su nombre?
—¿Quién más lo hace?
—Gus, por ejemplo… Mi marido no sé… Es muy capaz de hacer el amor diciendo ceremoniosamente señorita…
—Antoinette ha muerto…
—¿Y qué? ¿Porque una persona ha muerto hay que suponerle grandes cualidades acaso?
—¿Qué hizo usted la pasada noche, cuando se fue su hermana tras haberla traído del Crillon?
La señora frunció las cejas procurando recordar, luego dijo:
—Había olvidado que había usted llenado la casa de policías… Bien. Me dolía la cabeza y tomé una aspirina, luego traté de leer esperando que la píldora produjera su efecto… Mire al libro, aún está aquí; encontrará usted una señal en la página diez o doce… No llegué muy lejos en mi lectura…
»Luego me acosté y traté inútilmente de dormirme… Eso me ocurre con frecuencia… Mi médico ya lo sabe…
—¿Quién? ¿El doctor Martin?
—El doctor Martin es el médico de mi marido y de los niños… Mi médico es el doctor Pommeroy; reside en el barrio Haussmann… ¡Pero a Dios gracias no estoy enferma!…
Pronunció aquellas palabras con mucha energía, las lanzó como un desafío.
—No sigo ningún tratamiento ni hago ninguna clase de régimen…
A Maigret le parecía estar oyendo decir:
«No hago como mi marido».
Sin embargo, no lo decía y continuaba hablando.
—Lo único que me molesta es la falta de sueño… A veces me ocurre que a las tres todavía no he podido dormirme… Es muy fastidioso y agotador…
—¿Le ocurrió esto la pasada noche?
—Sí…
—¿Estaba nerviosa?
—¿Por su visita? —replicó ella a bocajarro.
—Más bien por las cartas anónimas y el ambiente que se creó con ellas…
—Hace años que duermo mal sin necesidad de recibir cartas anónimas… Ayer tuve que levantarme y tomarme una pastilla de barbitúrico que el doctor Pommeroy me había recetado para tales casos… Si quiere usted el frasco…
—¿Para qué?
—No lo sé… A juzgar por las preguntas que me dirigió usted ayer, puedo esperarlo todo… A pesar del somnífero tardé aún una buena media hora en dormirme y cuando me desperté me quedé horrorizada al ver que eran las once y media ya…
—Bueno, creo que usted acostumbra a levantarse tarde muchos días…
—Tarde sí, pero no tanto… He llamado a Lisa… Me ha traído la bandeja con el desayuno: tostadas y leche… Sólo cuando ha descorrido las cortinas he visto que tenía los ojos enrojecidos de las lágrimas… Primero me ha dicho que había ocurrido una desgracia en la casa, y yo al principio he pensado en mi marido…
—¿Y qué creyó que le había ocurrido?
—¿Cree usted que este hombre tiene buena salud? ¿No se le ha ocurrido pensar que su corazón o cualquier otra cosa puede fallarle de un momento a otro?
Maigret no hizo ningún comentario sobre aquellas últimas palabras. Lo haría más tarde en todo caso.
—Por fin consiguió decirme que la señorita Vague había sido asesinada y que la casa estaba llena de policías…
—¿Cuál ha sido su primera reacción?
—Me he quedado tan sorprendida que he empezado bebiéndome el té… Después me he dirigido apresuradamente hacia el despacho de mi marido… ¿Qué van a hacerle?…
Maigret fingió no comprender.
—¿A quién?
—A mi marido… No lo va a meter en la cárcel, supongo. Con esa salud…
—¿Por qué iba a tener que llevarle a la cárcel?… Eso no es cosa mía, sino del juez de instrucción en todo caso… Y por ahora todavía no veo por qué iba a tener que arrestar a su marido.
—¿De quién sospecha usted, pues?
Maigret no contestó. Andaba lentamente sobre la alfombra azul rameada de amarillo, mientras ella se sentaba en el diván como el otro día.
—Señora Parendon —preguntó Maigret, marcando mucho las sílabas de cada palabra—, ¿por qué su marido habría querido matar a su secretaria?…
—¿Hay necesidad de que haya una razón precisa?…
—Normalmente no se mata sin motivo.
—Algunas personas pueden encontrar motivos imaginarios, ¿no cree?
—¿Cómo en el caso que nos ocupa, por ejemplo?…
—Si hubiera estado encinta la chica, pongamos por caso.
—¿Tenía usted alguna razón para creer que lo estaba?
—Ninguna…
—¿Su marido es católico?
—No…
—Suponiendo que ella hubiera estado encinta, es muy posible que el primero en alegrarse de ello hubiera sido su marido.
—Este hecho le habría complicado mucho la vida…
—Está olvidando, señora, que ya no estamos en los tiempos en que las madres solteras eran señaladas con el dedo… Los años pasan, señora Parendon… Además, algunos no dudan en servirse de algún ginecólogo de ideas amplias…
—He mencionado esto sólo como un ejemplo…
—Busque otra razón, será mejor.
—Algún chantaje quizá…
—¿Basándose en qué? ¿Los casos de los que se ocupa su marido son ilegales quizá?… ¿Lo cree usted capaz de cometer irregularidades graves capaces de empañar su buen nombre de abogado?…
Resignadamente, la señora Parendon contestó con voz seca y áspera:
—Desde luego que no.
Encendió un cigarrillo.
—Estas chicas siempre acaban queriendo casarse…
—¿Su marido le había hablado de divorcio?
—Por ahora, no.
—¿Qué habría hecho usted en tal caso?
—Me hubiera visto obligada a resignarme y a dejar de preocuparme por él…
—Según creo, tiene usted una buena fortuna personal.
—Sí, más importante que la suya… En realidad, vivimos en mi casa… Yo soy la propietaria del inmueble…
—No veo ninguna razón de chantaje…
—Un amor falso no dura.
—¿Por qué falso?…
—Por la edad, por los antecedentes, por el tipo de vida que tenían que llevar, por todo…
—¿Su amor es más verdadero?
—Yo le he dado dos hijos…
—¿Quiere usted decir que los aportó junto con su ajuar?…
—Me está usted insultando.
La señora Parendon lo miraba otra vez furiosa. Maigret, en cambio, exageraba la placidez de su cara.
—No es ésa mi intención, señora, pero normalmente los niños los hacen dos… Mejor será que diga simplemente que usted y su marido tuvieron dos hijos…
—¿Adónde quiere usted ir a parar?
—A que me diga sencilla y sinceramente lo que ha hecho esta mañana.
—Ya se lo he dicho.
—No me lo ha dicho ni sencilla ni sinceramente. Me ha contado una larga historia de insomnio y no me ha dicho nada de lo que ha hecho por la mañana.
—Dormía…
—Me gustaría estar seguro de eso… Y posiblemente lo sabré dentro de muy poco… Mis inspectores han anotado el empleo del tiempo y las idas y venidas de cada uno entre las nueve y cuarto y las diez… No ignoro que se puede ir a los despachos por varios sitios…
—¿Me está acusando de mentirle?
—Por lo menos de no decirme toda la verdad.
—¿Cree que mi marido es inocente?…
—A priori no puedo creer que nadie sea inocente ni culpable…
—Pues por la manera de interrogarme…
—¿Qué le estaba reprochando su hija cuando yo he llamado a la puerta para venirla a buscar?
—¿No se lo ha dicho ella?
—No. Tampoco se lo he preguntado.
Sonrió de un modo casi cruel.
—Tiene más suerte que yo, por lo que veo…
—Le he preguntado qué le estaba reprochando…
—Me estaba reprochando no haber ido al lado de mi marido en un momento así. Ya que tanto empeño tiene en saberlo…
—¿Cree ella que su padre es culpable?
—¿Y si lo creyera, qué?
—¿Y Gus?
—Gus todavía está en esa edad en la que se considera al padre como a un Dios y a la madre como a una harpía…
—Cuando ha aparecido en la puerta del despacho de su marido, usted sabía que yo estaba allí…
—Señor Maigret, no puede estar usted en todas partes; tenía la posibilidad también de encontrar a mi marido solo…
—Usted le hizo una pregunta…
—Muy sencilla, muy natural, una pregunta que cualquier esposa habría hecho en mi caso… Vio usted cuál fue la reacción… ¿La considera normal?… ¿Diría que es normal empezar a temblar y a proferir injurias? Yo, francamente, creo que no.
La señora Parendon se daba cuenta de que acababa de ganar un tanto; encendió otro cigarrillo tras haber apagado el otro en un cenicero de mármol azul.
—Espero que me acabe de hacer todas sus preguntas si es que aún le queda alguna por formular…
—¿Ha comido?
—No se preocupe por eso… Gracias.
Su cara era capaz de cambiar en un momento, y su comportamiento también. Volvía a ser la mujer de mundo de siempre. Ligeramente echada hacia atrás, con los ojos semicerrados, la señora Parendon daba la impresión de estar burlándose de él.