Su primer contacto con la vida aquel día fue el de cada mañana: el olor de café; después, el contacto de la mano de su mujer golpeándole ligeramente el hombro, y por fin la visión de una señora Maigret fresca y arreglada ya, con su bata de flores alargándole la taza.
Se frotó los ojos y preguntó de la manera más tonta:
—¿No ha llamado nadie?
Si alguien hubiera llamado, se habría despertado también él. Las cortinas estaban apartadas, la primavera precoz continuaba. El sol ya había salido y los ruidos de la calle se percibían con toda claridad.
Suspiró aliviado, Lapointe no le había llamado. Señal de que no había ocurrido nada en la calle Marigny. Se bebió casi media taza de café, se levantó y se fue al cuarto de baño. Se había inquietado inútilmente. Desde la primera carta se tenía que haber dado cuenta de que aquello no era en serio. Se sentía algo avergonzado ahora de haberse dejado impresionar como un niño que cree todavía en historias de fantasmas.
—¿Has dormido bien?
—Magníficamente.
—¿Volverás a la hora de comer?
—Hoy tengo la impresión de que sí.
—¿Te gustaría comer pescado?
—Bueno, raya o rape si encuentras.
Se quedó algo sorprendido, y hasta se puso de mal humor cuando al cabo de una media hora encontró a Lapointe sentado en su despacho. El muchacho estaba un poco pálido y con cara de sueño. En lugar de dejarle un informe e irse a acostar, había preferido esperarle, posiblemente porque el día anterior lo había visto tan preocupado.
—¿Qué hay muchacho?
El inspector se había levantado mientras Maigret se sentaba tras un enorme montón de cartas que había sobre la mesa de su despacho.
—Un momento, por favor…
Quería asegurarse de que no había recibido ninguna otra carta anónima.
—¡Está bien, perfecto! Cuenta, muchacho…
—Llegué allí un poco antes de las seis, y me puse en contacto con Lamure, el portero, que insistió en que me quedara a cenar con él y su mujer. El primero que entró en la casa después de mí, a la seis y diez, fue el pequeño Parendon, ese a quien llaman Gus.
Lapointe sacó un bloc de su bolsillo para ir consultando sus notas.
—¿Iba solo?
—Sí… Llevaba unos libros de bachillerato bajo el brazo… Unos minutos después entró un hombre de aspecto afeminado con un maletín en la mano… Lamure maldijo que era el peluquero de la peruana…
»Esta noche debe de haber algún baile de gala en alguno de los pisos, me dijo el portero mientras se bebía un buen vaso de vino negro.
»Entre paréntesis, se ha bebido él solo toda una botella y se ha quedado muy sorprendido de que yo no hiciera lo mismo…
»Veamos… A las siete cuarenta y cinco, ha llegado una señora en un coche conducido por un chófer; era la señora Hortense, según me ha dicho la portera.
»Es una de las hermanas de la señora Parendon, la que sale a menudo con ella. Está casada con un tal Benoit-Biguet, un hombre rico e importante; el chófer es español…
Lapointe sonrió.
—Perdone que le dé estos detalles carentes de interés, pero como no tenía nada que hacer, iba anotándolo todo… A las ocho y media, el matrimonio peruano ha salido del ascensor y han subido a su lujoso coche; ella llevaba un traje de noche con estola de chinchilla y él iba de etiqueta… Son cosas que no se ven todos los días…
»A las nueve menos cinco, salida de la señora Parendon y de la señora Hortense… Luego me he enterado de adónde habían ido… Los dos chóferes tienen la costumbre al volver de entrar a beber un trago con Lamure, que siempre tiene una botella de buen vino al alcance de la mano…
»Había una partida de bridge con fines benéficos en el Crillon y han ido allí. Volvieron un poco después de medianoche… La hermana subió y estuvo arriba una media hora… Fue entonces cuando el chófer vino a beber una copa…
»Nadie reparaba en mí. Todos me consideraban uno más… Lo más difícil era no apurar todos los vasos que me tendían…
»La señorita Parendon, a quien llaman Bambi, volvió hacia la una de la madrugada…
—¿A qué hora había salido?
—No lo sé. No la he visto salir. O sea que no cenó en la calle Marigny, desde luego. Iba acompañada de un joven al que ha abrazado al pie de la escalera… sin importarle nada que nosotros le estuviéramos viendo…
»Le he preguntado a Lamure si era cosa corriente en ella… Lamure me ha dicho que sí, que siempre es el mismo joven, pero que no sabía de dónde había salido el chico… Llevaba un jersey negro, mocasines y el pelo más bien largo…
Lapointe parecía un niño recitando la lección, luchaba desesperadamente contra el sueño con los ojos fijos en el cuaderno de notas.
—No has hablado de la salida de la señorita Vague, de Tortu, ni de Julien Baud…
—No la he anotado, es verdad, porque supuse que esto formaba parte de la rutina de cada día. Bajaron por la escalera a las seis, y se separaron en la acera.
—¿Y después?
—He subido dos o tres veces hasta el cuarto, pero no he oído ni visto nada. Para el caso igual que si me hubiera estado paseando por dentro de una iglesia.
»Los peruanos han vuelto hacia las tres, cenaron en Maxim’s. Antes fueron a un estreno a un cine en los Campos Elíseos… Según parece, son de lo más parisién…
»Y eso es todo lo de esta noche… No he visto ni un gato, es un decir, porque no hay más animal en la casa que el loro de los peruanos…
»¡Ah sí! ¿Le he dicho que Ferdinand, el mayordomo de los Parendon, se ha ido a acostar alrededor de las diez? ¿Y que la cocinera salió a las nueve de la noche?
»Ha sido Ferdinand el primero que ha aparecido en el patio a las siete. Ha salido de la casa, pues tiene la costumbre de ir al bar que hay en la esquina de la calle Cirque a beber su primer café y a comerse algunos bollos recién salidos del horno… Mientras tanto ha llegado la cocinera y la mujer de las faenas, la señora Marchand…
»El chófer ha salido de su habitación, situada junto a la de Ferdinand, encima de los garajes, y ha subido al piso a desayunar…
»No lo he escrito todo en seguida, por eso hay cierto desorden en mis notas. En el transcurso de la noche he ido unas diez veces a escuchar tras la puerta de los Parendon, y no he oído nada…
»El chófer de los peruanos ha sacado el Rolls para lavarlo como hace cada mañana…
Lapointe se volvió a meter el bloc en el bolsillo.
—Eso es todo, jefe. Cuando llegó Janvier lo he presentado a Lamure, que por lo visto ya lo conocía, y me he marchado…
—Bueno, bueno, Lapointe; anda, vete a acostar en seguida, muchacho.
Dentro de breves momentos, se oiría el timbre que anunciaba la hora del informe. Maigret llenó una pipa, cogió un cortapapeles y dio un vistazo rápido al correo.
Estaba tranquilo. Tenía todas las razones para estarlo. Y, sin embargo, no podía impedir sentir el estómago extrañamente oprimido, tenía una vaga aprensión.
A la hora del informe se habló sobre todo de lo del hijo del ministro, que a las cuatro de la madrugada había tenido un accidente de auto, en la esquina de la calle Francisco I, en condiciones desagradables además. No sólo estaba borracho, sino que a no ser provocando un escándalo, no se podía revelar el nombre de la muchacha que lo acompañaba y que había tenido que ser llevada al hospital. En cuanto al ocupante del otro coche había muerto casi instantáneamente.
—¿Qué opina usted de eso, Maigret?
—¿Yo? Nada, señor director…
Cuando se trataba de política o de algo que se le pareciera, Maigret no existía. Entonces adquiría repentinamente un aspecto extraño, vago, estúpido.
—Tenemos que encontrar una solución, no hay más remedio… Los periódicos todavía no saben nada, pero dentro de una o dos horas ya estarán al corriente…
Eran las diez. En aquel momento se oyó el teléfono y el jefe lo descolgó nerviosamente.
—Sí, es aquí…
Se lo tendió a Maigret:
—Es para usted…
Maigret tuvo un presentimiento. Antes de ponerse al aparato intuyó que acababa de ocurrir algo en la calle Marigny, y fue, en efecto, la voz de Janvier la que se oyó al otro lado del hilo. Era una voz baja, enronquecida.
—¿Es usted, jefe?
—Sí, soy yo… ¿Quién ha…?
Janvier comprendió en seguida el sentido de la pregunta.
—La secretaria, aquella muchacha…
—¿Muerta?
—Sí.
—¿De un disparo?
—No… Todo ha ocurrido sin ruido… Nadie ha visto nada… El médico todavía no ha llegado… Le llamo antes de saber más detalles, yo estaba abajo… El señor Parendon está aquí conmigo, se ha impresionado mucho… Esperamos que llegue el doctor Martin de un momento a otro…
—¿La han apuñalado?
—Mejor sería decir degollado…
—Ahora mismo voy…
El director y sus compañeros lo miraban sorprendidos de verle tan pálido, tan emocionado. En el Quai des Orfèvres, sobre todo en la Brigada Criminal, ¿no se trabajaba acaso continuamente con el crimen?
—¿Quién es? —le preguntó el director general.
—La secretaria de Parendon.
—¿Del neurólogo?
—No. De su hermano, del abogado… Hace unos días recibí unas cartas anónimas…
Se dirigió a la salida sin decir nada más; abrió la puerta del despacho de los inspectores.
—¿Lucas?…
—Diga, jefe…
Miró a su alrededor.
—Torrence, tú también… Venid los dos a mi despacho…
—¿Se ha cometido el asesinato?
—Sí…
—¿Parendon?
—Su secretaria. Llama a Moers y dile que venga con todos los peritos… Yo llamaré a la Fiscalía.
Siempre la misma comedia. Durante una hora al menos, en lugar de poder trabajar tranquilo, tendría que empezar a dar explicaciones al juez de instrucción.
—En marcha, muchachos…
Estaba anonadado, como si se hubiera tratado de alguien de su familia. De todos los de la casa era en la señorita Vague en quien menos habría pensado como víctima.
Aquella chica le resultaba simpática. Le gustaba su manera sencilla y sincera de hablar de sus relaciones con su jefe. Se había dado cuenta de que aquella muchacha, a pesar de la diferencia de edad, sentía hacia él una apasionada fidelidad, o sea una de las formas más auténticas de amor. ¿Por qué la habrían matado a ella precisamente?
Se sentó en el pequeño coche negro, mientras Lucas se ponía al volante y el voluminoso Torrence se sentaba detrás.
—¿De qué se trata? —preguntó cuando arrancaban.
—Ya lo verás —le contestó Lucas, que comprendía perfectamente los sentimientos de Maigret.
El comisario no veía las calles ni los transeúntes, ni los árboles que verdeaban cada día más, ni los enormes autobuses que casi rozaban al coche.
A Maigret le parecía que ya estaba allí, que estaba viendo el pequeño despacho de la señorita Vague donde él había estado la víspera a aquella misma hora sentado y hablando. La chica lo había mirado frente a frente ofreciéndole la sinceridad de su mirada. Y si dudaba antes de contestar era porque buscaba las palabras precisas.
Había ya un coche delante de la puerta, el del comisario del distrito, al que había avisado Janvier. Ocurra lo que ocurra siempre hay que atenerse a las leyes.
Un Lamure fúnebre se mantenía de pie junto a su elegante portería.
—Quién habría podido pensar… —empezó diciendo.
Maigret pasó por delante de él sin contestarle siquiera, y viendo que el ascensor estaba en uno de los pisos, se encaminó precipitadamente hacia la escalera. Janvier lo espetaba en el rellano. No dijo nada. También él comprendía lo que debía de sentir Maigret en aquellos momentos. Maigret ni se dio cuenta de que Ferdinand, en su puesto, como si nada hubiera ocurrido, le estaba cogiendo el sombrero.
Se dirigió a toda prisa hacia el corredor, cruzó la puerta del despacho de Parendon y llegó ante la puerta abierta del despacho de la señorita Vague. De momento sólo vio a dos hombres, al comisario del barrio, un tal Lambilliote, al que había visto ya en otras ocasiones, y a uno de sus colaboradores.
Tuvo que mirar el suelo, exactamente debajo de la mesa de estilo Luis XIII que servía de escritorio.
La muchacha llevaba un vestido primaveral color verde almendra. Se lo había puesto por primera vez aquel día seguramente. La víspera, Maigret había visto que llevaba una falda azul marino y una blusa camisera blanca. Incluso había pensado que aquello tal vez fuera un uniforme.
Tras el golpe debía de haberse caído de la silla, y su cuerpo había quedado doblado sobre sí mismo, extrañamente contorsionado. Tenía abierta la garganta por un corte profundo y había perdido una considerable cantidad de sangre que aún estaba tibia.
Tardó bastante tiempo en darse cuenta de que Lambilliote le estaba estrechando la mano.
—¿La conocía usted?
Estaba muy asombrado de ver a Maigret tan alterado ante un cadáver.
—Sí, la conocía —dijo Maigret con voz ronca.
Y se precipitó hacia el despacho del fondo donde Julien Baud, con los ojos enrojecidos, le abrió la puerta. Su aliento denotaba el alcohol. Tenía una botella de coñac sobre la mesa. René Tortu estaba en un rincón con la cara hundida entre las manos.
—¿Eres tú quien la ha encontrado?
El tú le había venido de un modo natural a la boca. El suizo de repente parecía un chiquillo.
—Sí, señor…
—¿Oíste algo?… ¿Gritó?… ¿Lanzó algún gemido?…
—No…
Apenas podía hablar. Se le notaba la garganta atenazada y gruesas lágrimas empañaban sus ojos azules.
—Perdone… Es la primera vez…
Se habría dicho que había esperado hasta aquel momento para ponerse a llorar. Con torpe gesto sacó un pañuelo del bolsillo.
—Yo… Por un momento… Perdone…
Lloraba desesperadamente, de pie en medio de la habitación; en aquellos momentos daba la impresión de medir más de metro ochenta. Se oyó un ruido seco. El tubo de la pipa de Maigret había estallado bajo la presión de su maxilar. La cazoleta cayó al suelo, Maigret se agachó para recogerla e inmediatamente se la metió en el bolsillo.
—Le ruego que me disculpe… Es superior a mí —murmuró Julien Baud.
Había recobrado el aliento y se estaba secando los ojos; de vez en cuando echaba una ojeada a la botella de coñac, pero sin atreverse a cogerla.
—La muchacha ha estado aquí a las nueve y diez. Me ha traído unos documentos que había que cotejar… Por cierto que no recuerdo siquiera dónde los he puesto… Era el informe de la sesión de ayer con las notas y referencias… Los habré dejado en su despacho… No… ¡Tome! Aquí están, encima de mi mesa…
Una mano crispada los había dejado completamente arrugados.
—La señorita Vague me había dicho que se los devolviera tan pronto como hubiera terminado… He ido a devolvérselos y…
—¿A qué hora?
—No lo sé… Tardé una media hora en terminar mi trabajo… Estaba muy satisfecho por haberlo realizado… Me gustaba trabajar para ella… Miro… No la veo… Después, bajo la vista…
Fue el mismo Maigret quien vertió un poco de coñac en el vaso que Ferdinand había traído.
—¿Respiraba todavía?
Baud negó con un movimiento de cabeza.
—Los de la Fiscalía, jefe…
—¿Usted tampoco ha oído nada, señor Tortu?
—No, nada…
—¿Han estado aquí todo el rato?
—No… Yo he ido a ver al señor Parendon; he estado hablando con él unos diez minutos del caso de ayer en el «Palais»…
—¿Qué hora era?
—No he mirado el reloj… Serían las nueve y media poco más o menos.
—¿Cómo estaba el señor Parendon?
—Como de costumbre…
—¿Solo?
—La señorita Vague estaba con él…
—¿Salió ella en cuanto llegó usted?
—Sí, unos momentos después…
Maigret de buena gana se habría bebido una copa también, pero no se atrevió.
Había llegado el momento de las formalidades. Aquello le ponía de mal humor, aunque en realidad no le vendría mal del todo: le obligaría a dejar a un lado su pesadumbre.
En la Fiscalía habían designado al juez Daumas. Maigret había trabajado varias veces con él; era un tipo simpático, un poco tímido, y su único defecto era la excesiva minuciosidad. Debía de tener unos cuarenta años; le acompañaba su ayudante, De Claes, un chico alto y rubio, enjuto y envarado, que lo mismo en invierno que en verano llevaba siempre guantes, puestos o en la mano.
—¿Qué opina usted de todo esto, Maigret? ¿Me han dicho que tenía usted a un inspector en el inmueble? ¿Esperaba ya que se produjera el drama?
Maigret se encogió de hombros e hizo un gesto vago.
—Sería muy largo de explicar… Ayer y anteayer recibí unos mensajes anónimos que me obligaron a pasar prácticamente todo el tiempo en esta casa.
—¿En los mensajes se decía quién sería la víctima?
—No. Por esto resultaba imposible evitar el crimen. Habría sido preciso poner a un policía tras cada uno de los habitantes de la casa para que les siguiera los pasos uno a uno. Lapointe se pasó la noche abajo… Y esta mañana, Janvier ha venido a reemplazarle…
Janvier se mantenía en un rincón con la cabeza baja. En el patio, el chófer de los peruanos lavaba el Rolls; se oía perfectamente el ruido del agua.
—Oye Janvier, ¿quién te ha avisado?
—Ferdinand… Sabía que estaba abajo… Se lo había dicho yo mismo…
Se oyeron pesados pasos en el corredor. Eran los fotógrafos que llegaban con sus aparatos. Un hombrecillo muy gordo parecía haberse mezclado en aquel grupo por equivocación y se quedó mirando a los personajes reunidos en aquella habitación como preguntándose a quién tendría que dirigirse.
—Soy el doctor Martin —acabó diciendo—. Les ruego que me disculpen por llegar tan tarde, pero tenía una paciente en mi despacho y mientras se vestía y demás…
Vio el cuerpo, abrió su cartera y se arrodilló en el suelo. Era el menos emocionado de todos los allí presentes.
—Está muerta, desde luego.
—¿Ha sido una muerte repentina?
—Sólo debió sobrevivir unos instantes, treinta o cuarenta segundos a lo sumo. Imposible que haya podido gritar…
Señalaba con la mano un objeto que la mesa tapaba en parte: el cortapapeles afilado y cortante, que había atraído la atención de Maigret la víspera, estaba casi hundido en la espesa mancha de sangre.
El comisario no pudo dejar de mirar la cara de la muchacha, sus gafas ladeadas y sus ojos azules fijos en el vacío.
—¿Le cerrará los ojos, doctor?
No le ocurría a menudo aquello de sentirse tan hondamente afectado ante la vista de un cadáver. Sólo le había pasado en los comienzos de su carrera.
El médico iba a hacerlo, pero Moers le tiró de la manga y dijo:
—Hay que hacer las fotos…
—Es verdad… Déjelo, mejor será que no haga usted nada…
Era él el que tenía que dejar de mirar. Todavía había que esperar al forense.
El doctor Martin, muy rápido de reacciones a pesar de su gordura, preguntó:
—¿Me puedo marchar, caballeros?
Después, dirigiéndose a Maigret, añadió:
—¿Es usted el comisario Maigret, supongo?… Me estoy preguntando si no sería conveniente que fuera a hacerle una visita al señor Parendon… ¿Sabe dónde está?
—En su despacho, supongo…
—¿Lo sabe ya?… ¿La ha visto?…
—Probablemente.
En realidad, nadie sabía nada. La mayor incoherencia parecía flotar en el aire.
Un fotógrafo estaba instalando un enorme aparato sobre un trípode, mientras un hombre de cabellos grises tomaba medidas en el suelo y el ayudante del juez de instrucción escribía algo en un bloc.
Lucas y Torrence, que todavía no habían recibido instrucciones, esperaban en el pasillo.
—¿Qué cree que debo hacer?
—Vaya a verlo si considera que puede necesitarle…
El doctor Martin estaba llegando a la puerta cuando Maigret le llamó diciendo:
—Tendré que hacerle algunas preguntas seguramente. ¿Estará usted en su casa?…
—Sí, excepto de once a trece… Son las horas de visita en el hospital…
Sacó un enorme reloj de su bolsillo, lo miró asustado y se alejó rápidamente.
El juez Daumas tosió un poco.
—Supongo, Maigret, que preferirá que le deje trabajar y no le haga perder el tiempo, ¿verdad? Pero me gustaría saber si tenía usted alguna sospecha de lo que iba a ocurrir…
—No… Sí… Sinceramente, señor juez, le aseguro que no lo sé… Este caso no se presenta como los demás, le confieso que estoy desorientado…
—¿No me necesita para nada más? —le estaba preguntando en aquel momento el comisario Lambilliote…
—No, no —contestó distraídamente Maigret.
Estaba impaciente por verlos marchar a todos. El despacho poco a poco se iba vaciando. De vez en cuando la luz cegadora de un flash iluminaba todavía más aquella habitación, ya de por sí muy clara. Dos hombres, que estaban haciendo su trabajo como pudieran hacerlo dos cerrajeros, estaban tomando las huellas digitales de la difunta.
Maigret salió discretamente del despachito y les hizo a Lucas y a Torrence señal de que le esperaran, mientras entraba en el despacho del fondo, donde Tortu estaba contestando al teléfono mientras Baud con los codos encima de la mesa miraba frente a él sin ver.
Estaba borracho. El nivel del coñac había bajado tres dedos al menos.
Maigret cogió la botella y sin ninguna vergüenza se sirvió coñac en el mismo vaso del suizo: lo necesitaba.
Trabajaba como un sonámbulo, parándose de vez en cuando y mirando fijamente por miedo a haberse olvidado de algo esencial. Estrechó de un modo vago la mano del forense, cuyo verdadero trabajo no empezaría hasta el momento de la autopsia.
Los de la ambulancia estaban ya allí con una camilla. Maigret echó una última mirada al traje verde almendra que tendría que haber señalado un alegre día de primavera.
—Janvier, ocúpate de los padres de la chica… La dirección deben de saberla los de ese despacho que hay al fondo… Mira en el bolso también, quizá la encuentres allí… En fin, haz todos los trámites de siempre…
Dirigiéndose a sus otros dos colaboradores les dijo mientras andaban por el pasillo:
—Vosotros dos hacedme un plano de la casa, interrogad a los criados y anotad con toda exactitud dónde estaban entre las nueve y cuarto y las diez…
»También necesito saber lo que ha visto cada uno y todas las idas y venidas…
El mayordomo estaba allí, de pie, con los brazos cruzados, esperando.
—Ferdinand os ayudará a hacer el plano… ¿La señora Parendon está en su habitación?
—Sí, señor Maigret.
—¿Cuál ha sido su reacción?
—No ha reaccionado de ninguna manera, señor; todavía no se debe haber enterado del suceso. Que yo sepa, aún está durmiendo; Lisa no se ha atrevido a despertarla, al parecer.
—¿El señor Parendon tampoco ha ido a verla?
—El señor no ha salido de su despacho.
—¿No ha visto el cadáver?
—Perdón, señor comisario; es verdad, ha salido un momento, en efecto, cuando el señor Tortu ha ido a decírselo. Ha echado una ojeada al despacho de la señorita Vague y ha vuelto otra vez al suyo…
Maigret tuvo que apartarse un poco para dejar pasar a los camilleros; momentos después llamaba a la puerta de Parendon. No oyó nada, nadie le contestó. Cierto que la puerta era de grueso roble. Dio la vuelta a la manecilla, empujó uno de los batientes y vio al abogado sentado en uno de los sillones de cuero.
Durante breves segundos temió que le hubiera ocurrido algo, tan inmóvil y silencioso le vio; estaba sentado con la cabeza baja y una mano colgando descuidadamente sobre el brazo del sillón.
Dio unos pasos y se sentó en el sillón de enfrente como el día de su primera entrevista. En las estanterías de la biblioteca los nombres de Lagache, de Henri Ey, de Ruyssen y de otros psiquiatras brillaban en letras doradas.
Se sorprendió al oír que Parendon murmuraba:
—¿Qué opina usted de lo ocurrido, señor Maigret?
La voz era lejana, apagada; era la voz de un hombre aniquilado por el dolor y apenas si hizo un ligero esfuerzo para levantar un poco la cabeza. De repente se le cayeron las gafas, y sin aquellos gruesos cristales sus ojos eran los de un niño indefenso. Se agachó con esfuerzo para recogerlas y se las volvió a poner.
Luego dijo:
—¿Qué están haciendo?
Su mano blanca señalaba el despacho de la señorita Vague.
—Las formalidades ya han terminado…
—¿Y… el cuerpo?…
—Se lo han llevado ahora mismo…
—Perdone… Trataré de sentarme mejor…
Con la mano derecha apoyada en el corazón, se incorporó un poco. El comisario se lo quedó mirando tan fijamente como el primer día. Cuando estuvo sentado en correcta posición sacó un pañuelo del bolsillo y se lo pasó por la cara.
—¿Quiere beber algo?
Su mirada se dirigió hacia el pequeño bar oculto tras los libros de la estantería.
—¿Y usted?
Maigret se levantó, cogió dos vasos y la botella de armagnac que ya conocía.
—No era una broma —dijo lentamente el abogado.
Su voz era más fuerte, pero seguía siendo una voz extraña, mecánica, sin entonaciones.
—Está usted perplejo, ¿verdad?
Y como Maigret seguía mirándole sin contestar, añadió:
—¿Qué piensa hacer?
—Tengo a dos de mis hombres interrogando a la gente para precisar el empleo del tiempo de cada uno en esta casa desde las nueve y cuarto hasta las diez…
—Ha sido antes de las diez…
—Ya lo sé…
—A las diez menos diez… Eran exactamente las diez menos diez cuando Tortu ha venido a decírmelo…
Echó una mirada al reloj de bronce que señalaba las once y treinta y cinco.
—¿Desde entonces ha permanecido usted sentado en este sillón?
—No; he ido con Tortu hasta el despachito, pero sólo he podido resistir aquel horrible espectáculo unos segundos… No podía aguantar más y he tenido que volver aquí… Desde entonces no me he movido ni un momento de este sillón…
»Me acuerdo vagamente de que Martin, mi médico de cabecera, me ha dicho algo, que yo he movido la cabeza, que él me ha tomado el pulso y que se ha marchado con mucha prisa…
—En efecto, tenía que ir al hospital, era su hora de visita…
—Ha debido de creer que estaba drogado…
—¿Se ha drogado usted alguna vez?…
—Nunca… Pero me imagino lo que…
Fuera, los árboles se movían ligeramente y se oía el ruido de los autobuses de la plaza Beauveau.
—Le creo…
Hablaba de un modo incoherente, sin acabar las frases; Maigret no lo perdía de vista. Llevaba siempre varias pipas en el bolsillo, cogió la que no se había roto, la llenó, y empezó a lanzar grandes bocanadas de humo para sentirse sólidamente asentado en la realidad.
La mano del abogado señaló una vez más hacia el despacho de la secretaria.
—¡Es algo tan inesperado!…
¿Maigret se habría sentido más seguro de sí mismo si hubiera leído todas las obras de psiquiatría y de psicología que había alineadas en la biblioteca?
No recordaba haber mirado nunca a un hombre tan intensamente como estaba observando en aquellos momentos a Parendon. No perdía ni un movimiento, ni un gesto de cada músculo de su cara.
—¿Había pensado que pudiera ser ella la víctima?
El comisario confesó:
—No.
—¿Y que pudiera ser yo?
—Sí, que pudiera ser usted o su mujer sí, la verdad.
—¿Dónde está mi mujer?
—Según parece aún duerme, todavía no se ha enterado de nada…
El abogado frunció las cejas. Trataba de concentrarse.
—¿No ha salido de su habitación?
—Según Ferdinand, no…
—Esta parte de la casa no es de la incumbencia de Ferdinand…
—Ya lo sé… Uno de mis inspectores debe estar interrogando a Lisa ahora…
Parendon empezaba a moverse en el sillón, como si de repente le hubiera empezado a torturar un pensamiento.
—¿Va usted a arrestarme?… Si mi esposa no ha salido de su habitación…
¿Le había parecido que la señora Parendon podía ser la asesina?
—¿Me arresta, pues?
—Todavía es pronto para arrestar a nadie…
Se levantó y bebió un trago de armagnac; luego se secó la frente con la palma de la mano.
—No comprendo nada, Maigret, se lo aseguro…
»Perdone… Señor Maigret, quería decir… ¿Sabe si alguien que no sea de la casa ha entrado aquí?
Volvía a ser él mismo. Sus ojos cobraban vida.
—No. Uno de mis hombres ha pasado la noche en la casa y otro lo ha relevado hacia las ocho de la mañana…
—Habrá que leer otra vez las cartas —murmuró, como para sí, con voz casi imperceptible.
—Ya las he leído varias veces, señor Parendon…
—Hay en todo esto algo incoherente, como si los acontecimientos de repente hubieran adquirido un cariz imprevisto…
Maigret se quedó reflexionando sobre aquellas palabras. También él, al enterarse de que la señorita Vague había muerto, había tenido la impresión de que aquello había sido un error.
—Sabe, ella me… me apreciaba mucho…
—Más que esto —precisó el comisario.
—¿Usted cree?
—Ayer me habló de usted con verdadera pasión…
El hombrecillo parpadeó, incrédulo, como si no pudiera llegar a creer que había despertado un sentimiento semejante en una joven.
—Hablé largamente con la señorita Vague, mientras usted estaba hablando con los dos armadores…
—Ya lo sé… ella me lo dijo… ¿Qué ha pasado con los documentos?…
—Julien Baud los llevaba en la mano cuando encontró el cadáver y se precipitó desesperado en su despacho… Los papeles han quedado un poco arrugados.
—Son documentos muy importantes… Esta gente no tiene por qué sufrir las consecuencias de lo que ha ocurrido en mi casa…
—¿Puedo preguntarle algo, señor Parendon?
—Estoy esperando que lo haga desde que le he visto entrar… Es su deber preguntármelo, desde luego, e incluso es libre de no creer en mi palabra… No, no he matado a la señorita Vague…
»Hay palabras que he pronunciado muy poco durante mi vida, podría decir que casi las tenía borradas de mi vocabulario… Pero hoy tengo que emplear una, porque no hay otra para expresar la verdad que acabo de descubrir: Yo la quería, señor Maigret…
Decía aquello con gran calma, cosa que resultaba todavía más impresionante.
—Al principio creí sentir por ella sólo cierto cariño, además del deseo físico… Estaba algo avergonzado incluso, recuerde que tengo una hija casi de su misma edad… Pero había en Antoinette…
Era la primera vez que Maigret oía pronunciar el nombre de la señorita Vague…
—… Había en ella una especie de… espere… de espontaneidad, que me rejuvenecía… La espontaneidad en esta casa no abunda, se lo aseguro… Antoinette nos la trajo de fuera, como un regalo, como unas flores frescas…
—¿Sabe usted con qué arma ha sido cometido el crimen?
—Con un cuchillo, supongo.
—No… Con un cortapapeles que vi ayer sobre la mesa del despacho de su secretaria… Me llamó la atención porque no es de un modelo corriente… La hoja es más larga, más acerada…
—Lo compramos, como el resto de las cosas del despacho, en la papelería Roman…
—¿Lo compró usted?
—No. Posiblemente lo escogió ella misma…
—La señorita Vague estaba sentada tras la mesa de su despacho y estaba examinando unos documentos, al parecer… Había mandado algunos a Julien Baud para que los cotejara…
Parendon no daba la impresión de estar esperando ningún ataque, no podía decirse que se le notara en guardia como suele estarlo un hombre que teme caer en una trampa. Escuchaba con atención, un poco sorprendido tal vez de la importancia que Maigret daba a todos aquellos detalles.
—La persona que la ha matado sabía que el cortapapeles estaba allí, de lo contrario habría traído un arma consigo…
—¿Y quién le dice que esa persona no estuviera armada y que en el último momento cambiara de opinión?…
—La señorita Vague ha visto coger el cortapapeles a esa persona y no se ha levantado siquiera… Ha continuado trabajando mientras el asesino se deslizaba tras ella…
Parendon estaba reflexionando; reelaboraba con toda la lucidez de su poderosa mentalidad la escena que Maigret acababa de describirle.
No había nada de ridículo en aquel hombre. Podía considerársele como un enanito, si es que esto podía ser algo que indujera a burla, pero en todo caso era un enanito de una inteligencia verdaderamente extraordinaria.
—Me parece que se verá obligado a arrestarme antes de que haya terminado el día —dijo de repente.
No había nada sarcástico en su actitud. Era un hombre que llegaba a una conclusión tras haber sopesado atentamente el pro y el contra.
—Mi abogado defensor —dijo irónicamente—, podrá utilizar a fondo el artículo 64…
Maigret de nuevo se encontraba perplejo y sorprendido; su sorpresa subió de punto cuando vio en el umbral de la puerta que comunicaba con el gran salón la figura de la señora Parendon que acababa de abrir la puerta. No iba ni peinada ni maquillada. Llevaba el mismo salto de cama de la víspera: el azul. En aquel momento en su cara no se disimulaba ni un año.
—Perdonen que les moleste…
Hablaba como si no hubiera ocurrido nada en aquella casa.
—Supongo, comisario, que no debo tener derecho a hablar en privado con mi marido. Ya hace mucho tiempo que no lo hacemos, pero dadas las circunstancias…
—Efectivamente, en estos momentos sólo puedo autorizarla a hablarle en mi presencia…
No había dado ni un paso hacia delante, permanecía de pie en el soleado salón. Los dos hombres se habían levantado.
—Perfectamente. Comprendo que es su deber.
Echó una bocanada de humo del cigarrillo que sostenía en la mano y se les quedó mirando alternativamente con aire interrogativo.
—¿Puedo preguntarle, señor Maigret, para empezar, si ha tomado usted alguna decisión ya?
—¿Respecto a qué?
—Respecto a lo que ha sucedido esta mañana… Acabo de enterarme y supongo que ahora mismo va a efectuar la detención, ¿no?
—Todavía no he tomado ninguna decisión respecto a ese punto…
—Bien… Los niños no tardarán en volver y es mejor que las cosas queden claras: Dime, Emile, ¿la has matado tú?…
Maigret no podía creer ni en lo que veía ni en lo que oía. Parendon y su mujer estaban frente a frente, a tres metros uno de otro mirándose desafiadoramente y con los músculos en tensión.
—¿Cómo te atreves a preguntarme si…?
Parendon estaba al borde de una crisis, apretaba fuertemente los puños, loco de rabia.
—Déjate de comedias. Contesta simplemente sí o no…
Entonces, fuera, de sí, cosa que le debía haber sucedido muy pocas veces en su vida, el abogado levantó ambos brazos como implorando la protección del cielo y gritó:
—¡Sabes muy bien que no, por Dios!
Temblaba de arriba a abajo como un azogado; en aquel momento habría sido capaz de lanzarse sobre ella…
—Eso es todo lo que quería oír… Gracias.
Con gran naturalidad se encaminó otra vez hacia el salón y cerró la puerta tras ella.