Capítulo cuatro

Maigret habría podido creer que acababa de entrar en otra casa. Según lo que había visto, hasta aquel momento estaba todo ordenado, como seguramente lo había estado en vida del Presidente Gassin de Beaulieu. En el lugar donde ahora se encontraba, en cambio, reinaba un desorden casi absoluto; sí, el desorden era lo primero que llamaba la atención en el despacho que compartían René Tortu y Julien Baud.

Cerca de la ventana había una mesa, como suele haberlas en todos los despachos comerciales, llena de expedientes y casilleros superpuestos, incluso había algunos esparcidos por el suelo.

La mesa de despacho de Julien Baud era una vieja mesa de cocina recubierta de papel de embalar clavado a la madera con tachuelas; en las paredes había algunas fotografías de mujeres desnudas recortadas de revistas. Baud, en aquel momento, estaba ocupado pesando sobres y pegando sellos; al ver entrar al comisario levantó la cabeza y se lo quedó mirando sin asombro ninguno.

—¿Busca a Tortu?

—No. Ya sé que ha ido al «Palais».

—No tardará en volver.

—No es a él a quien busco.

—¿A quién, pues?

—A nadie.

Era un muchacho alto y fornido aquel Julien Baud. Tenía la cara llena de pecas y sus ojos de un azul muy pálido reflejaban una calma absoluta.

—¿Quiere usted sentarse?

—No…

—Como guste.

Continuó pesando las cartas. Algunas iban en sobre grande. A menudo consultaba un librito para enterarse de las distintas tarifas postales para los diferentes países.

—¿Le divierte eso? —preguntó Maigret.

—Mire, lo importante es poder estar en París…

Hablaba con un acento muy peculiar.

—¿De dónde es usted?

—De Morges… A las orillas del Leman… ¿Lo conoce?

—He pasado por allí…

—¿Es bonito, verdad?

El bonito se había convertido en un «boonito» y la frase tenía tanto acento que parecía una canción.

—Sí, muy bonito… ¿Qué opina usted de esta casa?

—Que es muy grande.

No había entendido el sentido de su pregunta.

—¿Qué tal se lleva usted con el señor Parendon?

—Casi no lo veo… Yo, aquí, pego sellos, voy a echar las cartas al Correo, hago recados, ato paquetes… No soy ningún personaje, ¿sabe?… De vez en cuando entra el jefe, me da una palmadita en la espalda y me dice:

»¿Qué tal van las cosas, muchacho?

»Los criados me llaman el pequeño suizo, a pesar de mi metro ochenta largo…

—¿Está usted en buenas relaciones con la señorita Vague?

—Sí, es muy simpática.

—¿Qué opina usted de ella?

—Bueno, ella también está al otro lado del muro, ¿sabe?, quiero decir del lado del jefe.

—Explíquese.

—Quiero decir que ellos tienen su trabajo y nosotros el nuestro… Cuando el jefe necesita a alguien la llama a ella, no a mí…

Su cara tenía una expresión ingenua, pero el comisario no estaba muy seguro de que aquella ingenuidad fuera auténtica.

—Según parece, ¿quiere usted convertirse en autor dramático?

—Sí, trato de escribir algo… Ya he escrito dos obras, pero son muy malas… Cuando uno viene como yo del cantón de Vaud, lo primero que necesita es habituarse a París…

—¿Le ayuda Tortu?

—¿A qué?

—A conocer París… Saliendo con usted, por ejemplo…

—Nunca ha salido conmigo… Tiene otras cosas que hacer…

—¿Qué?

—Tiene novia y amigos… Tan pronto como me vi en la estación de Lyon, comprendí que aquí uno mira por él y nada más.

—¿Ve usted a menudo a la señora Parendon?

—Sí, muy a menudo, sobre todo por la mañana… Siempre que se le olvida llamar a alguna tienda me viene a buscar a mí.

»Chiquillo, ¿serías tan amable de llamar diciendo que me traigan en seguida la carne?… Si no contesta nadie ve a buscarla tú mismo. Gracias, muchacho.

»Y así voy primero a la carnicería, luego a la pescadería, luego a la panadería. Voy a llevar los zapatos a arreglar… y siempre soy el “simpático chiquillo”…

—¿Qué opina usted de ella?

—Posiblemente la haré aparecer en alguna de mis obras.

—¿Porque es un tipo poco corriente?

—Aquí no hay nadie corriente, todos están medio chalados.

—¿El jefe también?

—Es un tipo inteligente, de lo contrario no tendría la fama que tiene, ¿verdad? Pero es un maniático, ¿no cree?… Con tanto dinero como tiene, podría hacer algo más que estarse sentado tras la mesa de su despacho o en su sillón… No es un tipo muy fuerte, pero esto no impide que…

—¿Está usted enterado del tipo de relaciones que sostiene con la señorita Vague?

—Claro… Lo sabe todo el mundo… Pero con el dinero que tiene podría tener diez o cien, ¿me entiende?

—Y con su mujer, ¿qué tal se lleva?

—Viven en la misma casa, pero pasan uno al lado del otro en los pasillos como se cruza la gente en las aceras… Una vez tuve que entrar en el comedor a la hora de la comida porque estaba solo en el despacho y acababa de recibir un telegrama urgente… Bueno, pues estaban todos sentados como en un restaurante, como si ni se conocieran…

—No parece tenerles demasiado afecto…

—No soy tan desagradecido, me inspiran para mis obras.

—¿Cómicas?

—Cómicas y dramáticas al mismo tiempo… Como la vida…

—¿Ha oído hablar de ciertas cartas?

—Claro.

—¿Tiene alguna idea de quién las ha podido escribir?

—Cualquiera… Hasta yo…

—¿Fue usted?

—No… Ni se me ocurrió…

—¿La chica se lleva bien con usted?

—¿Quién? ¿La señorita Bambi?

Se encogió de hombros.

—Me pregunto si sería capaz de reconocerme en la calle. Cuando necesita algo, papel, tijeras o cualquier otra cosa, entra sin decir nada y después se va del mismo modo…

—¿Es orgullosa?

—Tal vez no… Es muy posible que sea así debido a su carácter…

—¿Cree usted que se podría producir un drama en esta casa?

El muchacho se quedó mirando a Maigret con sus grandes ojos azules.

—Un drama puede producirse en cualquier parte… Mire, el año pasado, un día que hacía un sol espléndido como hoy, una anciana fue atropellada aquí mismo por un autobús… unos segundos antes nadie habría podido preverlo…

Se oyeron pasos precipitados en el corredor. Un hombre de unos treinta años, moreno, de talla mediana, estaba parado delante de la puerta.

—Entre, señor Tortu…

Llevaba una cartera en la mano y daba la impresión de ser un hombre importante. Con una amplia sonrisa, desprovista de asombro, dijo al comisario:

—¿El comisario Maigret, supongo?

—Su suposición es exacta.

—¿Era a mí a quién quería ver? ¿Hace mucho que me espera?

—En realidad, no espero a nadie…

Era un hombre francamente apuesto, tenía el cabello oscuro, los rasgos bien dibujados y la mirada desafiante. Se notaba que era un tipo de los que desean abrirse camino en la vida.

—¿No se sienta? —preguntó mientras se dirigía hacia la mesa de su despacho para dejar la cartera.

—No; he estado sentado gran parte de la mañana. Estábamos hablando su joven colega y yo…

La palabra colega desagradó visiblemente a Tortu, que echó una furiosa mirada al suizo.

—Tenía un asunto importante en el «Palais»…

—Ya sé… ¿Va usted a menudo?

—Siempre que resulta imposible una conciliación… Maître Parendon raramente se presenta en persona ante los magistrados… Preparamos los expedientes juntos y después soy yo quien me encargo de…

—Ya comprendo…

Resultaba claro que Tortu se daba perfecta cuenta de su importancia.

—¿Qué opina usted de maître Parendon?

—¿Como hombre o como jurista?

—Como las dos cosas.

—Como jurista está muy por encima de sus colegas, no hay nadie más hábil que él en descubrir el punto débil del adversario…

—¿Y como hombre?

—Trabajando para él y siendo casi su único colaborador, no creo que sea oportuno que yo lo juzgue en este plano…

—¿Lo cree usted vulnerable?

—No había pensado en esta palabra… Lo que sí puedo decirle es que si yo estuviera en su lugar y tuviera su edad, llevaría una vida más activa…

—¿Asistiría a las recepciones que da su mujer, por ejemplo, e iría a cenar o al teatro con ella?

—Posiblemente… No se vive sólo entre papeles y expedientes…

—¿Ha leído las cartas?

—Sí, maître Parendon me enseñó las fotocopias…

—¿Cree usted que puede tratarse de una broma?

—Quizá… Si he de decirle la verdad, no he pensado demasiado en todo esto…

—Sin embargo, en esas cartas se anuncia un drama más o menos próximo en esta casa…

Tortu no dijo nada. Sacó unos papeles de su cartera y los colocó en los casilleros.

—¿Se casaría usted con una chica que fuera una señora Parendon en potencia?

Tortu se lo quedó mirando, extrañado.

—Yo tengo novia ya, ¿no se lo han dicho? Me parece que esa pregunta…

—Es una manera como otra de preguntarle, ¿qué opina usted de ella?

—Es activa, inteligente, sabe comportarse en sociedad…

Tortu, de repente, miró hacia la puerta y todos vieron en el umbral la silueta de aquella de quien estaban hablando precisamente. Llevaba un abrigo de leopardo y un vestido de seda negro. O iba a salir o acababa de entrar.

—¿Aún está usted aquí? —preguntó extrañada dirigiendo a Maigret una mirada glacial.

—Ya lo ve…

Resultaba difícil determinar cuánto tiempo debía de hacer que estaba en el corredor y qué parte de la conversación debía de haber oído. Maigret comprendió entonces lo que había querido decir la señorita Vague al hablar de una casa en la que nunca se sabía si lo estaban espiando a uno.

—Chiquillo —dijo dirigiéndose a Baud—, ¿quieres llamar en seguida a la condesa de Prange diciéndole que me retrasaré casi un cuarto de hora, que me he entretenido un poco…? La señorita Vague está ocupada, mi marido la necesita y esos señores…

Tras decir aquello salió, no sin antes haber dirigido una última y despreciativa mirada a Maigret. Julien Baud descolgó el teléfono. Tortu debía sentirse satisfecho. Si la señora Parendon había oído sus últimas palabras habría tenido una gran satisfacción.

—¿Oiga?… ¿La señora condesa de Prange? ¿Es aquí?

Maigret se encogió ligeramente de hombros y salió del despacho. Julien Baud le divertía, a lo mejor hasta hacía carrera como autor dramático aquel chico. En cuanto a Tortu, le resultaba francamente antipático sin saber por qué.

La puerta de la señorita Vague estaba abierta, pero en el despacho no había nadie. Al pasar por delante del despacho de Parendon oyó un murmullo de voces.

En el momento en que iba a coger su sombrero de la percha, Ferdinand apareció ante él por azar.

—¿Está usted todo el día junto a la puerta?

—No, señor comisario… Pero he pensado que no iba usted a tardar en salir… La señora ha salido hace un momento…

—Ya lo sé… ¿Ha estado usted en la cárcel, Ferdinand?…

—Sólo en la militar, en África…

—¿Es usted francés?

—Soy de Aubagne…

—¿Por qué se alistó en la Legión Extranjera?

—De joven hice algunas tonterías…

—¿En Aubagne?

—En Tolón… Malas compañías… Cuando vi que aquello iba a acabar mal, me alisté en la Legión Extranjera inscribiéndome como belga…

—¿No ha tenido contratiempos desde entonces?

—Hace ocho años que estoy al servicio del señor Parendon y nunca ha tenido una queja de mí… es decir, según creo.

—¿Le gusta su colocación?

—Las hay peores…

—¿El señor Parendon es amable con usted?

—Es el mejor de los hombres…

—¿Y la señora?

—Mire, entre nosotros le diré que es una fiera…

—¿Les trata mal?

—Trata mal a todo el mundo… Está en todas partes, se ocupa de todo, se lamenta de todo. Afortunadamente yo tengo mi habitación encima del garaje…

—Y allí puede recibir a sus amiguitas.

—¡Ca! Si lo hiciera y ella se enterara, me despediría inmediatamente. Es muy capaz de opinar que los criados tendrían que ser castrados… Vivir encima del garaje me da mucha tranquilidad, desde luego… Puedo salir cuando quiero, aunque tengo un timbre en mi habitación que comunica con la casa y según ella pueden llamarme a cualquier hora de las veinticuatro que tiene el día…

—¿Lo ha llamado alguna vez por la noche?

—Tres o cuatro veces… Posiblemente para asegurarse de que estaba allí…

—¿Con qué pretexto?

—Una vez dijo que había oído un ruido sospechoso y quiso que la acompañara a registrar todas las habitaciones.

—¿Y era un gato?

—No hay gato ni perro en la casa… No los soportaría… Cuando el señorito Gus era más pequeño, una vez pidió un perrito como regalo de Navidad, pero su madre le compró un tren eléctrico… Nunca vi a un chiquillo coger una rabieta más grande…

—¿Y las otras veces?

—Otra vez dijo que olía a quemado… La tercera… La tercera, ¡ah sí!… me dijo que había estado escuchando tras la puerta de la habitación del señor y que no lo oía respirar… Me mandó a su habitación a ver si le había ocurrido algo…

—¿Y no podía ir ella misma?

—Supongo que tendría sus razones para no ir… A pesar de todo, no me quejo; como sale todos los días, por la tarde y por las noches se disfruta de largos ratos de tranquilidad…

—¿Se lleva usted bien con Lisa?

—No andamos mal… Ella es una guapa chica… Y durante cierto tiempo… bueno, ya me entiende… luego ella quiso cambiar… cada sábado sale con uno diferente… Y como a mí no me gusta repartir…

—¿Y la señora Vauquin?

—¡Es otra fiera!

—¿No lo aprecia?

—Nos calcula las raciones de comida al milímetro como si fuéramos huéspedes, y con el vino aún es más roñica, posiblemente porque su marido es un borracho que la zumba al menos dos veces por semana… Por eso no puede ver a ningún hombre…

—¿Y la señora Marchand?

—Sólo la veo con el aspirador en la mano… Esta mujer no ha nacido para hablar, sino para mover los labios cuando está sola… A lo mejor reza…

—¿Y la señorita?

—No es ninguna fiera ni es antipática… Lástima que esté siempre tan triste…

—¿Cree usted que tiene alguna pena amorosa?

—No sé, tal vez es el aire de la casa…

—¿Ha oído usted hablar de las cartas?

El hombre parecía molesto ante aquella pregunta.

—Si he de decirle la verdad… Sí… Pero no las he leído…

—¿Quién se lo dijo?

Todavía más desconcertado, simuló que trataba de recordar.

—No lo sé… Voy y vengo por la casa continuamente hablando con unos y con otros y…

—¿Fue la señorita Vague?

—No. Ella no habla nunca de las cosas del señor.

—¿Tortu?

—No; ése me mira como si fuera otro dueño.

—¿Julien Baud?

—Tal vez… A decir verdad no lo sé… Quizá lo oí en la cocina…

—¿Sabe usted si hay armas en la casa?

—El señor tiene un colt 38 en el cajón de su mesita de noche, pero no he visto que tenga cartuchos, en la habitación al menos no están…

—¿Es usted quien arregla su habitación?

—Es una parte de mi trabajo. Sirvo la mesa también, claro.

—¿Sabe si hay otra arma en la casa?

—Sí, el juguetito de la señora, un 6’33 fabricado en Herstal… Habría que disparar a quemarropa para hacerle daño a alguien con aquello…

—¿Ha notado usted en estos últimos tiempos algún cambio en el ambiente de la casa?

Meditó unos momentos.

—Es posible. En la mesa el señor y la señora no se dirigen nunca la palabra. Podría llegar a decir que no se hablan nunca… Sólo algunas veces entrecruzan algunas frases con Gus y la señorita…

—¿Cree que es verdad lo que se dice en estas cartas?

—Creo en ellas como en mi horóscopo poco más o menos, que me dice cada semana que recibiré una fuerte cantidad de dinero…

—¿No cree que pueda ocurrir nada, pues?

—En todo caso no por lo que digan las cartas.

—¿El señor Parendon le parece a usted un hombre extraño?

—Eso depende de lo que se entienda por extraño… Cada uno tiene sus ideas sobre la manera de vivir la vida… Si viviendo así es feliz… Desde luego, no tiene nada de loco, al contrario…

—¿Sería ella la loca según usted?

—¡Oh, no! Esa mujer es más astuta que un zorro.

—Gracias, Ferdinand…

—Trato de ayudarle en lo que puedo, señor comisario… He aprendido que con la policía siempre es mejor jugar limpio…

La puerta se cerró tras de Maigret, que bajó a pie la larga escalera con barandilla de hierro forjado. Hizo una señal con la mano al conserje uniformado como un portero de palacio y respiró con fruición el aire fresco de la calle. Recordó que había un bar de aspecto simpático en la esquina de la avenida Marigny junto a la calle Cirque, y no tardó en estar sentado en la barra. Pensó qué iba a tomar y acabó pidiendo un cortado. El aire de la casa de los Parendon parecía que todavía le oprimía. Pero ¿acaso no le habría ocurrido lo mismo si hubiera pasado el mismo tiempo visitando a cualquier otra familia?

Con algo menos de intensidad quizás, habría encontrado sin duda los mismos rencores, los mismos temores y posiblemente la misma incoherencia.

«¡Déjate de filosofías, Maigret!»

Por principio se prohibía pensar. ¡Caramba! Todavía no había visto ni a los dos chicos, ni a la cocinera, ni a la mujer de la limpieza. Sólo había visto de lejos a la doncella con uniforme negro y delantal y gorro blanco almidonado y bordado.

Como se encontraba en la esquina de la calle Cirque, se acordó del doctor Martin, el médico personal de Parendon.

—¿Cuánto le debo?

Vio la placa delante del inmueble y subió hasta el tercero. Le hicieron pasar a una sala de espera donde había ya tres personas y no tuvo paciencia para esperar.

—¿No espera al doctor?

—No, no he venido a visitarle… He venido sólo a hacerle unas preguntas… Ya le llamaré por teléfono…

—¿Su nombre por favor?

—Comisario Maigret…

—¿No quiere que le avise que está usted aquí?

—No, gracias, no deseo hacer esperar tanto a esos pacientes.

Había el otro Parendon, el hermano, pero era médico y Maigret conocía demasiado bien a través de su amigo Pardon la ajetreada vida de los médicos de París.

No tenía ganas de tomar ni el autobús ni el metro. Estaba cansado, le dolía la cabeza, tomó un taxi.

—Quai des Orfèvres…

—Sí, señor Maigret…

Aquello no le gustaba nada. Antes se sentía muy satisfecho de que la gente lo reconociera en la calle, pero ahora más bien le molestaba.

Difícil situación iba a ser la suya si no ocurría nada en la avenida Marigny. No se había atrevido siquiera a hablar de las cartas a la hora del informe. Desde hacía dos días descuidaba su trabajo del despacho, se pasaba la mayor parte del tiempo en una casa donde vivía una gente a la que él no tenía por qué importunar.

Además, había otros casos, no muy importantes afortunadamente, pero de los que también se tenía que ocupar diariamente.

¿Habían sido aquellas cartas y la llamada telefónica lo que había deformado su visión de la gente de aquella casa? No podía pensar en la señora Parendon como en una mujer corriente de las que se encuentra uno en la calle. La veía siempre patética, rodeada del azul de su saloncito, vestida con su salto de cama y representando ante él una especie de tragedia.

Parendon, en su imaginación también dejaba de ser un hombre como los demás. El enanito lo miraba con sus ojos claros dilatados por los gruesos cristales de las gafas, y Maigret trataba en vano de leer sus pensamientos. Los otros… La señorita Vague… Aquel diablillo pelirrojo de Julien Baud… Tortu mirando de repente hacia la puerta donde la señora Parendon aparecía como por milagro…

Se encogió de hombros y, como el taxi se había parado ante la puerta de P. J., hurgó en sus bolsillos para sacar una moneda.

Unos diez inspectores desfilaron por su despacho y todos tenían que preguntarle algo. Despachó el correo que había llegado en su ausencia, firmó un montón de documentos y trabajó fuerte varias horas, pero durante todo el rato la casa de la calle Marigny permaneció presente en su mente en un segundo plano.

Notaba un extraño malestar que no conseguía vencer. Y, sin embargo, había hecho cuanto se podía hacer en semejante caso. Ningún crimen, ningún delito había sido cometido hasta el momento. Nadie había llamado oficialmente a la Policía para un hecho preciso. No había ninguna denuncia.

Y aun así había consagrado horas y horas a analizar detalladamente el pequeño mundo que gravitaba alrededor de Emile Parendon.

Buscaba inútilmente un precedente en su memoria y, sin embargo, a lo largo de su carrera se había encontrado con situaciones de todas clases.

A las cinco y cuarto le trajeron una carta que acababa de llegar e inmediatamente reconoció la letra de imprenta.

El matasellos indicaba que la carta había sido echada a las dieciséis treinta horas en el buzón de la calle de Miromesnil. Es decir, un cuarto de hora después de su salida de la casa de los Parendon.

Rasgó el sobre, la hoja era un poco más pequeña y la letra también. Maigret, comparando las cartas, se dio cuenta de que esta última había sido escrita más rápidamente, con menos cuidado y bastante más nerviosismo.

Señor inspector jefe:

Cuando le escribí mi primera carta y le pedí que me contestara con la inserción de un anuncio, no podía llegar a imaginarme que se metería usted en este caso tan a fondo, caso del que además pensaba darle más detalles.

Su precipitación lo ha estropeado todo, usted mismo debe darse cuenta ahora de que está atascado. Hoy, hasta cierto punto, ha provocado usted al asesino; estoy convencido de que por su culpa se va a ver obligado a atacar.

Tal vez me equivoco, pero me parece que lo hará dentro de pocas horas. No puedo ayudarle más. Lo lamento. A pesar de todo, no le guardo rencor.

Maigret leyó y releyó aquel billete con aire preocupado mientras se dirigía hacia la puerta para llamar a Janvier y a Lapointe. Lucas no estaba.

—Leed esto, muchachos…

Maigret los observaba con cierta ansiedad, como tratando de averiguar si sus reacciones serían iguales a las suyas. Ellos no estaban intoxicados por la cantidad de horas que él había pasado dentro de aquel piso. Podían juzgar el caso con más serenidad.

Inclinados ambos sobre la hoja de papel, se les notaba vivamente interesados. A medida que avanzaban en la lectura sus caras adquirían una expresión cada vez más preocupada.

—Se diría que esto se va precisando cada vez más —murmuró Janvier dejando otra vez la carta sobre la mesa.

En cuanto a Lapointe preguntó:

—¿Qué tipo de gente son?

—Personas como los demás… Lo que me estoy preguntando es qué podemos hacer… No puedo dejar a un hombre continuamente dentro de la casa. Además, tampoco serviría de nada… Es una casa tan grande que puede ocurrir algo a un lado de la misma y no enterarse los del otro… Quizá valiera la pena poner a alguien cerca para que vigilara la casa… Es lo que haré esta noche para acallar mi conciencia, pero si esos mensajes no son una broma, el ataque no procederá de fuera precisamente…

»¿Estás libre, Lapointe, esta noche?

—Sí, no tengo nada especial que hacer, jefe.

—Perfectamente. Entonces, tú te encargarás de esto. A la entrada encontrarás al portero, un tal Lamure que antes había sido policía. Pasarás la noche en la entrada de la casa y de vez en cuando tendrás que echar una mirada al primer piso. Dile a Lamure que te dé una lista de los ocupantes del inmueble, incluidos los criados, y apunta las entradas y salidas…

—Comprendido.

—¿Qué es lo que has comprendido?

—Que así por lo menos si ocurre algo tendremos una base en que apoyarnos…

Era cierto, pero al comisario no le gustaba pensar en tal eventualidad. Si ocurriera algo… ¡Demonio! Como no era cosa de robo, sólo podría tratarse de un asesinato… ¿Asesinato de quién?… ¿Y por quién?…

Varias personas le habían hablado y habían contestado a sus preguntas al parecer sinceramente. ¿Y por qué iba a tener ahora que juzgar él, ¡pardiez!, quién mentía o quién decía la verdad, o más todavía, averiguar si había algún loco mezclado en todo aquello?

Cruzaba de un lado a otro su despacho a grandes pasos, casi furiosamente, y hablaba en voz baja para sí, mientras Lapointe y Janvier lo miraban por el rabillo del ojo.

—Es muy sencillo, señor comisario… le escriben diciendo que van a matar a alguien… Sólo que no pueden decir por adelantado quién será el asesino, ni cuándo ocurrirá el crimen, ni cómo… ¿Por qué se dirigen a usted?… ¿Para qué advertirle?… Para nada… Para pasar el rato…

Maigret cogió una pipa que llenó nerviosamente aplastando con fuerza el tabaco con el pulgar.

—¿Por quién me toman?… Si luego ocurre algo, dirán que fue por mi culpa… Ese fantasma envuelto en azul casi me lo dijo a la cara… Al parecer, me he puesto a trabajar con excesiva precipitación… ¿Qué hacer, pues?… ¿Cruzarme de brazos esperando que me manden una tarjeta de invitación para comunicarme el suceso?… Y, si no pasa nada, habré obrado como un imbécil y habré malgastado estúpidamente durante dos días el dinero de los contribuyentes…

Janvier permanecía callado, pero Lapointe no pudo evitar el dejar escapar una sonrisa que Maigret vio perfectamente. Por un momento dejó de sentirse encolerizado; sonrió y le dio una palmadita en el hombro a su colaborador.

—Perdonad, muchachos. Ese asunto acaba por exasperarme. Allí todo el mundo parece que anda de puntillas y yo he estado andando demasiadas horas de puntillas también y sobre huevos…

Al imaginarse a Maigret andando sobre huevos, Janvier se vio obligado a sonreír también.

—Aquí por lo menos puedo estallar… Pero allí… En fin… hablemos en serio… Lapointe, come algo, y luego vete a la avenida Marigny… Si ocurre algo extraño llámame en seguida, aunque sea en plena noche, a mi casa…

»Buenas noches, muchacho… Hasta mañana… Te relevarán a las ocho de la mañana…

Se colocó delante de la ventana y mirando hacia el Sena prosiguió hablando, dirigiéndose a Janvier:

—¿Tienes algún caso en estos momentos?

—He arrestado a dos chicos esta mañana, a dos muchachos de dieciséis años… Tenía usted razón…

—¿Podrías encargarte mañana de reemplazar a Lapointe?… Todo esto parece una idiotez, ya lo sé; por eso estoy tan furioso. Pero me siento obligado a tomar todas estas precauciones que, a fin de cuentas, llegado el caso no servirían para nada…

»Pero ya verás como si ocurre algo todo el mundo me va a poner verde…

Mientras pronunciaba la última frase con la mirada fija en el puente de Saint-Michel, dijo de repente:

—Dame la carta…

Acababa de acordarse de una palabra en la que de momento no se había fijado. Se estaba diciendo que, si no le fallaba la memoria, había una frase en la carta en la que el desconocido decía:

… estoy convencido de que por su culpa se verá obligado a atacar…

Exactamente ésta era la palabra, y en todas las cartas el misterioso personaje escogía con gran meticulosidad sus palabras.

—Atacar, ¿comprendes? Marido y mujer tiene cada uno un revólver. Precisamente estaba pensando en hacérselos entregar, por precaución, de la misma manera que no se deja a los niños que jueguen con cerillas. Pero no puedo quitarles los cuchillos de cocina o los cortapapeles… Se mata también con atizadores y no son chimeneas lo que falta en aquella casa precisamente… Ni candelabros… Ni estatuas de bronce…

Cambiando de tono de repente dijo:

—Ponme en comunicación con Germain Parendon en seguida… Es un neurólogo que vive en la calle de Aguesseau y es el hermano del señor Parendon…

Aprovechó aquellos momentos para encender una pipa.

—Oiga… ¿El doctor Parendon…? Aquí la P. J., señorita… El despacho del comisario Maigret… El señor comisario desearía hablar unos momentos con el doctor… Dónde, ¿en Niza?… Sí… Un momento…

Maigret le estaba haciendo señales con la mano.

—Pregúntale dónde se aloja.

—Señorita, ¿podría decirme en qué hotel se hospeda…? ¿En el Negresco?… Muchas gracias.

—¿Alguna consulta?

—¡No! Ha ido al congreso de neurología infantil. Al parecer, el programa está muy cargado; mañana el doctor tiene una conferencia…

—Llama al Negresco… Son las seis… La sesión de trabajo ya debe haber terminado… A las ocho habrá alguna cena… ahora puede que esté en algún cocktail, pero vamos a probar…

Tuvieron que esperar unos diez minutos, las líneas del hotel Negresco estaban ocupadas continuamente.

—Oiga… aquí la Policía Judicial de París. Señorita… ¿Quiere usted ponerme con el doctor Parendon, por favor? Parendon, sí… es uno de los médicos que asisten al congreso…

Janvier tapó el auricular con la mano.

—Han ido a mirar si está en su habitación o si está en el salón del hotel; ahora mismo, tienen un cocktail…

—¿Oiga?… Sí, ¿el doctor Parendon?… Un momento, por favor, lo pongo con el comisario Maigret en seguida…

Maigret cogió el aparato casi con torpeza; en el último momento no sabía qué iba a decirle.

—Perdone que le moleste, doctor.

—Iba a leer por última vez mi conferencia en este momento…

—Ya lo suponía… Ayer por la tarde estuve hablando un buen rato con su hermano…

—¿Puedo preguntarle a qué se debió tal encuentro, comisario?

La voz era alegre, simpática, más joven de lo que Maigret había pensado.

—Es una historia bastante complicada y por eso me he tomado la libertad de llamarle, doctor…

—¿Tiene algún problema mi hermano?

—De momento ninguno en el que podamos ayudarle…

—¿No se encuentra bien?

—¿Qué opina usted de su salud?

—Bueno, parece mucho más débil de lo que es en realidad. Yo no sería capaz de hacer todo el trabajo que hace él a veces…

Había que ir hasta el final.

—Voy a explicarle lo más brevemente posible la situación. Ayer por la mañana recibí una carta anónima anunciando que posiblemente iba a ser cometido un crimen…

—¿En casa de Emile?

La voz era alegre.

—Sí. Sería demasiado largo explicarle cómo llegué hasta la casa de su hermano. Pero lo que sí le diré es que lo mismo esta carta que la otra han salido de su casa, escritas ambas en su papel de cartas, al que previamente habían quitado el membrete…

—Bien, pero supongo que mi hermano le habrá tranquilizado sobre el particular… ¿Será alguna broma de Gus tal vez?

—Que yo sepa, su sobrino no es un chico muy bromista precisamente.

—Desde luego… Y Bambi tampoco… No sé qué decirle, quizás el joven suizo, el ayudante del despacho, ¿sabe?… ¿O alguna doncella?…

—Acabo de recibir un tercer mensaje, esta vez más breve… me anuncia que el acontecimiento es casi inminente…

El tono del médico había cambiado.

—¿Cree usted que va en serio, comisario?

—Sólo hace un día que conozco a los de la casa…

—¿Qué dice Emile de todo esto? Supongo que no lo tomará en serio…

—No toma la cosa a la ligera, doctor, no. Tengo la impresión, al contrario, de que cree realmente en esta amenaza…

—¿Amenaza contra quién?

—Quizá contra él…

—Pero ¿quién podría querer hacerle daño a Emile? Aparte de su pasión por la revisión del artículo 64, es el ser más inofensivo y más bueno del mundo…

—Verdaderamente a mí me causó una gran impresión su hermano, doctor… Acaba de hablar usted de su pasión precisamente, doctor… Como neurólogo, ¿usted se atrevería a calificar eso de manía?…

—En el sentido médico del término, desde luego, no…

Su tono ahora era más seco. Se notaba que había adivinado el pensamiento secreto de Maigret.

—En resumen, señor comisario, que lo que quería preguntarme usted era si consideraba a mi hermano como a un hombre sano mentalmente, ¿no?

—No pretendía ir tan lejos, doctor…

—¿Ha hecho vigilar la casa?

—Sí, he mandado allí a uno de mis inspectores…

—¿Durante estos últimos tiempos sabe si mi hermano ha tenido algunos clientes de dudosa moralidad, por ejemplo?… ¿Ha tenido acaso algún caso grave en el que se jugaban altos intereses?…

—No me ha hablado de sus asuntos, pero sé que esta tarde ha estado hablando en su despacho con un importante armador griego y otro holandés…

—Le vienen a consultar hasta del Japón… Quiero pensar que todo esto no será más que una broma… ¿No tenía que preguntarme nada más?…

Tenía que seguir improvisando; al otro lado del hilo el neurólogo debía de tener ante su vista en el Paseo de los Ingleses y las azules aguas de la Bahía de los Angeles.

—¿Qué piensa usted del carácter de su cuñada?

—Dicho sea entre nosotros, y cosa que no diría ante un Tribunal, naturalmente, si todas las mujeres fueran como ella, le aseguro a usted que me habría quedado soltero…

—Bueno, yo le preguntaba sobre el equilibrio psíquico de…

—Ya le comprendo… Digamos que es excesiva en todo… Y admitamos, para ser justos, que ella es la primera víctima de su propio carácter…

—¿Es una mujer capaz de tener obsesiones?

—Ciertamente, a condición de que partan de hechos precisos y sean factibles… Le puedo asegurar que si le ha mentido, su mentira habrá sido tan perfecta que no se habrá dado usted cuenta…

—¿Emplearía para referirse a ella la palabra histeria?

Se produjo un largo silencio.

—No me atrevería a decir nada, aunque a veces la he visto en estados que se podrían calificar perfectamente de histéricos… Es una hipernerviosa, pero no sé por qué milagro consigue controlarse a la perfección cuando quiere…

—¿Sabe usted que posee un arma en su habitación?

—Me habló de ello una noche… Incluso me la enseñó… Parece un juguete.

—Un juguete que puede matar…

—¿Se la dejará seguir guardando en el cajón de su mesita, señor comisario?

—Mire, si quisiera matar lo conseguiría igualmente con o sin arma de fuego…

»Su hermano también tiene una…

—Ya lo sé.

—¿Me diría usted lo mismo tratándose de su hermano?

—No… Estoy persuadido, no sólo como hombre sino también como médico, de que mi hermano jamás matará a nadie… Lo único que podría llegar a hacer sería suicidarse en un momento de desesperación…

Al doctor le temblaba la voz.

—Lo quiere usted mucho, ¿verdad?

—Sólo somos dos hermanos, ¿sabe?

Aquella palabra sorprendió a Maigret. Todavía les vivía el padre. Germain Parendon estaba casado y, sin embargo decía:

«Sólo somos dos hermanos, ¿sabe?…».

Como si cada uno sólo contara con el otro en el mundo. ¿El matrimonio del doctor también andaría mal?

Parendon debía estar impaciente ya al otro lado del hilo.

—Bueno, esperemos que no pase nada; buenas noches, señor Maigret…

—Buenas noches, señor Parendon…

El comisario había llamado para tranquilizarse, pero le acababa de ocurrir exactamente todo lo contrario. Estaba mucho más inquieto después de haber hablado con el hermano del abogado.

… Lo único que podría llegar a hacer en un momento de desesperación sería suicidarse…

¿Y si era esto precisamente lo que se estaba fraguando? ¿Y si fuera el mismo Parendon quien hubiera escrito las cartas anónimas? ¿Para impedirse a sí mismo obrar? ¿Para poner una especie de barrera entre él y el acto que estaba tentado de llevar a cabo?

Maigret se había olvidado de Janvier, que se había colocado junto a la ventana.

—¿Te has enterado?…

—De lo que usted ha dicho, sí.

—No le gusta su cuñada… Está persuadido de que su hermano no matará nunca a nadie, pero está menos seguro de que algún día no decida suicidarse…

El sol se había ocultado, de repente parecía que al mundo le faltaba algo. Todavía no era de noche; no había necesidad de encender las luces y, sin embargo, el comisario lo hizo, tal vez para ahuyentar a los fantasmas.

—Mañana verás la casa y comprenderás mejor este caso… Nada te impide llamar a la puerta y decirle a Ferdinand que quieres revisarlo todo… Están prevenidos, ya saben que lo puedes hacer…

»A lo único que te expones es a ver aparecer a la señora Parendon ante ti en el momento en que menos lo esperes… Como si andara por el aire… Te mirará y te sentirás extrañamente cohibido y culpable… ésa es la impresión que produce a todo el mundo…

Maigret llamó al ordenanza para darle los papeles firmados y el correo que había que mandar en seguida.

—¿No hay nada nuevo? ¿Nadie ha preguntado por mí?

—Nadie, señor inspector jefe…

Maigret no esperaba visitas. Pero le extrañaba bastante que ni Gus ni su hermana hubieran dado señales de vida. Tenían que estar al corriente, como el resto de los de la casa, de lo que había pasado. Habrían oído hablar de sus interrogatorios. Tal vez incluso lo habían visto desde el extremo de algún pasillo.

Si a los quince años él se hubiera enterado de que en su casa…

Habría corrido inmediatamente a hacer un montón de preguntas.

Se daba cuenta que el tiempo había pasado, que el mundo era otro.

—¡Qué! ¿Vamos a beber una copa a la cervecería Dauphine y luego vamos a casa, Janvier?

Eso hicieron. Maigret anduvo un buen rato antes de tomar un taxi. Cuando su mujer le abrió la puerta, al oírle llegar, ya no tenía aspecto preocupado.

—¿Qué tenemos para cenar?

—Lo de la comida, recalentado…

—¿Y qué teníamos para comer?

—Estofado…

Ambos sonreían, pero su mujer se había dado cuenta de que estaba preocupado.

—No te preocupes tanto…

No le había dicho nada más de aquel caso. ¿Para qué? En el fondo, ¿no eran todos iguales?

—Tú no tienes la culpa…

Después añadió:

—En esta estación del año entra el frío de repente… Mejor será que cierre la ventana…