En la calle de Miromesnil había, vestigios de tiempos pasados, un pequeño restaurante umbroso donde el menú estaba escrito en una pizarra y en el que a través de una puerta de cristal se veía a la patrona, una mujer gorda de piernas fuertes como columnas, siempre situada ante la cocina.
Los clientes de la casa guardaban sus servilletas en los cajoncitos de un mueble y fruncían las cejas cuando veían ocupado su sitio habitual. A la muchacha que servía las mesas, Emma, tampoco le gustaban las caras nuevas. Algunos inspectores viejos de la calle Saussaies frecuentaban aquel lugar y también algunos empleados de los que ya no se estilan y a los que no costaba nada imaginar en mangas de camisa y con manguitos de lustrina sentados en viejos despachos ennegrecidos.
El patrón, sentado tras un mostrador, reconoció al comisario y fue a su encuentro.
—Hace tiempo que no se le veía por aquí, comisario… Desde luego, puede usted alabarse de tener buen olfato… Hoy tenemos «andouillette» precisamente…
A Maigret le gustaba de vez en cuando comer solo y dejar vagar su mirada contemplando aquellos muebles viejos, y aquellos personajes habituados a trabajar en trastiendas sombrías, como las de los prestamistas, las de los vendedores de aparatos ortopédicos o las de los vendedores de sellos…
Como Maigret gustaba de decir, rumiaba. No pensaba. Su espíritu vagaba de una idea a otra, de una a otra imagen, mezclando viejos casos con los nuevos.
Parendon le fascinaba. Mientras comía la «andouillette» jugosa y crujiente acompañada de patatas fritas sin excesivo sabor a aceite, el enanito adquiría a veces aspectos ingenuos o terroríficos.
¡El artículo 64, señor Maigret!… ¡No olvide el artículo 64!…
Llegaba verdaderamente a ser una obsesión para él aquel artículo. ¿Por qué aquel abogado, a quien venían a consultar de todas partes sobre cuestiones marítimas, permanecía hipnotizado de tal modo por el único artículo del Código, en definitiva, que trataba de la responsabilidad humana?
Prudentemente, desde luego. Sin caer en la menor definición de la demencia. Y limitándola al momento de la acción, es decir, al momento del crimen.
Maigret conocía a unos viejos profesionales de la Psiquiatría, de esos que los jueces escogen muy a gusto como peritos porque no tratan de meterse en sutilezas. De esos que para determinar la responsabilidad de un criminal, sólo consideran las lesiones o malformaciones del cerebro o todavía más, ya que el Código Penal habla de ello en el artículo siguiente, sólo la epilepsia.
Pero ¿cómo podía llegarse a establecer que un hombre en el momento de matar a otro, en el preciso instante de hacer un gesto asesino estuviera en plena posesión de sus facultades? Y más difícil todavía y con mayor razón, ¿cómo podía llegar a decirse que era capaz de resistir a ese impulso?
El artículo 64, sí… Maigret había hablado a menudo de ello. Sobre todo con su viejo amigo Pardon. Se hablaba de ese artículo también en casi todos los congresos de la Sociedad Internacional de Criminología y había un montón de obras que se ocupaban de él; las obras, precisamente, que estaban más a la vista en la biblioteca de Parendon.
—¿Qué, señor Maigret, le gusta la comida?
El hostelero jovialmente le llenaba el vaso de un beaujolais quizás excesivamente joven, pero de buen sabor.
—Sí, su mujer sigue teniendo buena mano por lo que veo…
—La hará usted feliz si se lo va a decir personalmente antes de marcharse.
La casa encajaba perfectamente con un tipo como Gassin de Beaulieu, habituado al armiño, Comendador de la Legión de Honor, un hombre que jamás había sentido ninguna duda sobre el Código, sobre el Derecho o sobre sí mismo.
Alrededor de Maigret estaban sentados a la mesa hombres delgados y gordos de treinta años, cuarenta o cincuenta. Casi todos comían solos, con la mirada perdida en el vacío o fija en la página de algún periódico, y todos tenían en común esta pátina particular que da el llevar una vida humilde y monótona.
Se tiene tendencia a imaginar a los seres humanos como uno querría que fueran. Sin embargo, ante Maigret estaba la realidad: uno tenía la nariz torcida, otro la barbilla huidiza o un hombro demasiado bajo, el de más allá era demasiado grueso… La mitad de los cráneos que se veían en aquel comedor estaban desprovistos de cabello y gran parte de los asistentes usaban gafas.
¿Por qué pensaba en todo aquello Maigret? ¿Quién sabe? Tal vez porque Parendon tras su enorme mesa tenía el aspecto de un enanito, algunos de un modo más cruel habrían dicho que de un mono.
A la señora Parendon… Apenas la había visto. Había aparecido de un modo fugaz sólo como para darle una breve idea de su brillante personalidad. ¿Cómo había podido llegar a realizarse aquel matrimonio? ¿Por un azar fortuito? ¿Por una serie de transacciones familiares?
Entre los dos estaba Gus que gustaba de escuchar música con aparatos de alta fidelidad y que se dedicaba a la electrónica en su habitación acompañado por el hijo del pastelero… Era más alto y fuerte que su padre, afortunadamente, y, si se podía dar crédito a la señorita Vague, era un chico muy equilibrado…
Tenía una hermana, Bambi, que estudiaba Arqueología. ¿Había pensado alguna vez en serio en excavar en los desiertos del Próximo Oriente? ¿Estudiaba por mero capricho?
La señorita Vague defendía ferozmente a su jefe, con quien, sin embargo, sólo podía hacer el amor a salto de mata, en un rincón del despacho.
¿Por qué no se citarían en algún lugar fuera, pardiez? ¿Tanto temían los dos a la señora Parendon? ¿O bien era un cierto sentimiento de culpabilidad lo que hacía que sus relaciones tuvieran ese carácter furtivo e imprevisto?
En la casa había también aquel ex legionario que se había convertido en mayordomo, la cocinera y la mujer de faenas que se detestaban por cuestiones de horario, de trabajo y de remuneraciones. También había una doncella llamada Lisa a quien Maigret aún no conocía y de la que apenas le habían hablado.
Y René Tortu, que se había acostado una sola vez con la secretaria y que ahora estaba prometido a otra, y el suizo, aquel Julien Baud, que trabajaba de meritorio en París antes de lanzarse a la aventura del teatro.
¿De qué lado estarían unos y otros? ¿De parte de los Gassin? ¿De parte de los Parendon?
Alguien quería matar a alguien en aquella casa; eso era lo importante.
¡Y abajo, como por ironía, un ex policía de la Sureté hacía de portero!
Enfrente podían verse los jardines del Presidente de la República y, a través de los árboles que empezaban a verdear precozmente se vislumbraba la famosa escalinata en la que siempre se fotografiaba la primera autoridad de la nación estrechando la mano a sus huéspedes de postín.
Todo aquello resultaba algo incoherente. El ambiente de aquel fonducho era más real. Era una parte de la vida de todos los días. Personas sin importancia, cierto, pero hay más gente de esta que de la otra aunque se les vea menos, tal vez porque visten con colores sombríos, hablan en voz baja, andan pegados a las paredes o se apretujan unos contra otros en el metro…
Le sirvieron de postre un helado abundantemente recubierto de crema Chantilly, otra especialidad de la patrona a la que Maigret no dejó de ir a estrechar la mano a la cocina antes de salir. Tuvo incluso que abrazarla y besarla en las mejillas como exigía la tradición.
—Bueno, espero que ahora no va a tardar tanto tiempo en volver por aquí, ¿eh?
Si el asesino se demoraba, Maigret corría el riesgo de tener que volver a menudo…
Ya estaba pensando otra vez en aquel asesino. En aquel asesino que todavía no lo era. En aquel asesino en potencia.
¿Pero no había acaso en París, miles y miles de asesinos en potencia?
¿Por qué aquél había sentido la necesidad de avisarle por adelantado? ¿Por romanticismo? ¿Para hacerse el interesante? ¿Para contar algún día con aquel testimonio escrito? ¿O tal vez para que se le impidiera llevar a cabo su crimen?
Pero ¿cómo impedirlo?
Maigret andando bajo el sol se encaminó hacia Saint-Philippe-du-Roule, dio vuelta a la izquierda y se paró a contemplar un escaparate: una serie de cosas caras, a menudo inútiles, y que sin embargo se vendían.
Pasó por delante de la papelería Roman y se entretuvo leyendo las inscripciones de las tarjetas de visita o de las invitaciones en las que figuraban muchos nombres del Gotha. Era de allí de donde había salido el papel de cartas a partir del que se había iniciado todo. Sin aquellos billetes anónimos, Maigret habría continuado ignorando a los Parendon, a los Gassin y a los Beaulieu, a las tías y los tíos, a los primos y a las primas.
Otros, como él, andaban a lo largo de las aceras entornando los ojos bajo el sol y respirando el aire tibio de la tarde. De buena gana se habría sentado en la plataforma de un autobús y habría vuelto al Quai.
«¡A la mierda los Parendon!»
Allí encontraría tal vez a algún desgraciado que habría matado a alguien de verdad porque no podía hacer otra cosa, o a algún joven alocado de Pigalle, venido de Marsella o de Bastia, que habría matado a algún rival para demostrarse a sí mismo que era todo un hombre.
Se sentó en una terraza acristalada de un bar, cerca de un brasero, para tomar un café. Después fue a llamar por teléfono.
—Aquí Maigret… Diga que se ponga alguien de mi departamento… Es igual… Bueno, Janvier, Lucas o Lapointe si puede ser…
Fue Lapointe quien se puso.
—¿Nada nuevo muchacho?
—Sí, una llamada de la señora Parendon. Quería hablarle personalmente en seguida, he tenido verdaderos trabajos para hacerle comprender que usted, como todo el mundo, tenía la costumbre de comer…
—¿Qué quería?
—Que fuera usted a verla lo antes posible…
—¿A su casa?
—Sí… Le esperará hasta las cuatro… Después tiene una visita importante…
—La visita importante debe de ser ir a la peluquería… ¿Eso es todo?…
—No… Pero lo otro tal vez es una broma… Hace una media hora, la telefonista ha hablado con alguien, un hombre o una mujer, no lo ha podido averiguar porque tenía una voz extraña, podía ser un niño… ha dicho a gran velocidad y casi sin aliento:
»—Dígale al comisario Maigret que se dé prisa…
»La telefonista no ha podido preguntarle nada porque ha colgado inmediatamente.
»Esta vez no ha sido ninguna carta. Por eso me pregunto…
Maigret estuvo a punto de contestarle:
«No te preguntes nada».
Él tampoco se preguntaba nada. No trataba de jugar a las adivinanzas, pero eso no le impedía sentirse inquieto.
—Gracias, muchacho. Ahora voy a la calle Marigny. Si ocurre algo que me llamen allí.
El examen de las huellas digitales de las dos cartas no había dado ningún resultado. Desde hace años, las huellas digitales comprometedoras vienen escaseando. Se ha hablado tanto de ellas en los periódicos, en las novelas, en la televisión, que hasta el más tonto de los malhechores toma precauciones.
Pasó por delante del portero, del ex policía de la calle Saussaies, que le saludó familiarmente. El Rolls salía en aquel momento conducido por el chófer y sin nadie más dentro. Maigret subió al primer piso y llamó a la puerta.
Se estaba convirtiendo en uno más de la casa.
—Buenos días, Ferdinand…
—Le anunciaré a la señora.
Ferdinand ya estaba avisado. La señora Parendon no había dejado nada al azar, todo estaba previsto. Descubierto, como en los restaurantes, cruzó por primera vez un inmenso salón que habría podido ser el de un Ministerio. No había allí ni un objeto personal descuidado, ni un echarpe, ni una boquilla, ni un libro abierto. Los ceniceros relucían: ni una colilla. Tres enormes ventanas abiertas permitían ver el patio lleno de sol en el que ahora nadie lavaba ningún coche.
Un corredor. Un recodo. El piso parecía tener un cuerpo central y dos alas, como en los viejos castillos. En el suelo de mármol blanco una gran alfombra roja. Los techos eran enormemente altos.
Ferdinand llamó suavemente a una puerta doble, abrió sin esperar respuesta y anunció:
—El comisario Maigret…
Estaba en una habitación solo, pero inmediatamente la señora Parendon entró desde otra contigua, con el brazo extendido para saludarle: le estrechó vigorosamente la mano.
—Le ruego me disculpe, señor comisario, por haberle llamado, o mejor dicho, por haber llamado por teléfono a uno de sus empleados…
Todo era azul en aquella habitación, la seda adamascada que recubría los muros, los sillones Luis XV, incluso la alfombra china de dibujos amarillos tenía fondo azul.
¿Era una casualidad que a las dos de la tarde, la señora Parendon llevara todavía un salto de cama de color azul turquesa?
—Perdone que le reciba en mi madriguera, como yo digo, pero es el único lugar en que no le molesta a uno nadie…
La puerta había quedado abierta, se veía una cómoda estilo Luis XV: era su habitación.
—Siéntese, se lo ruego…
Le señalaba con la mano un silloncito en el que el comisario se sentó, no sin cierta precaución, procurando no moverse demasiado por si acaso.
—Encienda su pipa, por favor…
¡Aunque no le apeteciera, por lo visto tenía que fumar! Quería verlo como en las fotografías de los periódicos. Los fotógrafos también se lo decían siempre.
—Su pipa, señor comisario, por favor…
¡Como si anduviera fumando en pipa de la mañana a la noche! Y si quería fumar un cigarrillo, ¿qué? ¿O un puro? O, simplemente, si no le apetecía fumar, ¿por qué iba a hacerlo?
No le gustaba nada aquel sillón en el que estaba sentado, y temía aplastarlo de un momento a otro, y tampoco le gustaba aquel saloncito azul, ni aquella mujer vestida de azul que le dirigía una sonrisa velada.
La señora estaba sentada en el sofá y en aquel momento estaba encendiendo un cigarrillo con un encendedor de oro como los que él había visto en los escaparates de Cartier. El estuche de cigarrillos también era de oro. En aquella habitación debía de haber un montón de cosas de oro.
—Estoy un poco celosa, señor Maigret; ya sé que esta mañana ha hablado con la señorita Vague antes de hacerlo conmigo.
—Perdone, pero no me habría atrevido a molestarla tan temprano…
¿Iba a convertirse en un Maigret mundano? Él mismo quedó perplejo de su elegante manera de excusarse.
—Ya veo que le deben haber dicho que me levanto tarde y que estoy en mis habitaciones hasta primera hora de la tarde… Eso es y no es cierto, depende… Llevo una vida muy activa, señor Maigret, en realidad empiezo pronto la jornada… Para empezar tengo que llevar el control de esta casa tan grande. Si no llamara yo personalmente a las tiendas, no sé qué comeríamos, ni qué facturas tendríamos que pagar a final de mes… La señora Vauquin es una excelente cocinera, pero el teléfono le asusta y le da náuseas… Los niños también me hacen perder mucho tiempo… Aunque ahora ya sean mayores, tengo que ocuparme de sus trajes y de sus actividades…
»Sin mí, Gus andaría todo el día vestido con pantalones cortos, jerseys y alpargatas de tenis…
»En fin, no importa… No me gusta hablar de lo que hago… Hay quien se contenta con mandar un cheque o asistir a un cocktail de caridad, pero cuando hay que hacer un trabajo de verdad no se encuentra a nadie dispuesto…
Maigret esperaba paciente y educadamente a que ella terminara. Su paciencia y sus buenas maneras eran tales que el primer maravillado era él mismo.
—Supongo que usted también debe de tener una vida muy agitada…
—Señora, yo soy un funcionario…
La señora Parendon se rió enseñando todos sus dientes y parte de su rosada lengua. Tenía la lengua muy puntiaguda, cosa que sorprendió a Maigret. Era rubia de un rubio rojizo, con unos ojos cambiantes tan pronto verdes como grises.
¿Tendría cuarenta años? ¿Algo más? ¿Algo menos? ¿Cuarenta y cinco? Era imposible decirlo; el instituto de belleza había hecho un trabajo extraordinariamente bueno en aquella cara.
—Tengo que acordarme de contarle esto a Jacqueline… Es la mujer del ministro del Interior, una buena amiga mía…
¡Perfectamente! Ya estaba advertido. No había tardado mucho en asestar su primer golpe.
—Parece que estoy bromeando, ¿verdad?… Y lo hago… Pero no se engañe… En realidad, señor Maigret, estoy preocupadísima con lo que ha ocurrido, preocupadísima…
De repente añadió:
—¿Qué le parece mi marido?
—Un hombre muy simpático…
—Sí… Eso es lo que dice todo el mundo siempre… Pero quiero decir…
—Me parece un hombre inteligente, de una inteligencia verdaderamente superior y…
La señora Parendon se impacientaba, sabía adónde quería llegar y le cortó la palabra. Maigret, observando las manos, se dio cuenta de que eran más viejas que el rostro.
—Creo que tiene una gran sensibilidad además…
—Si quiere decir la verdad, ¿no le parece una sensibilidad extraordinariamente exagerada?
Maigret abrió la boca, pero fue ella quien habló primero y dijo:
—Cada día me da más miedo. Por momentos lo veo encerrarse en sí mismo cada vez más. Es un hombre que sufre. Me di cuenta de ello en seguida. Cuando me casé con él hubo en mi amor una gran dosis de piedad…
Maigret se hizo el tonto.
—¿Por qué?
La señora por un momento quedó turbada.
—Bueno… Ya lo ha visto usted… Desde su infancia debe de haberle avergonzado su aspecto físico…
—No es muy alto, pero hay otros…
—Comisario —dijo ella nerviosa—, juguemos con las cartas boca arriba… Ignoro qué herencia física puede tener, o mejor dicho lo sé demasiado bien… Su madre fue una joven enfermera de Laënnec, mejor dicho una celadora del hospital, sólo tenía dieciséis años cuando el profesor Parendon le hizo un niño… No sé cómo siendo cirujano no hizo algo para impedirlo… Lo amenazaría la chica con un escándalo… Lo ignoro… Lo que sí sé es que Emile fue sietemesino… Es un prematuro.
—Bueno, la mayor parte de los prematuros se convierten luego en niños normales…
—¿Lo encuentra usted normal, señor comisario?
—¿En qué sentido?
La señora Parendon apagó nerviosamente su cigarrillo y encendió otro.
—Perdone, tengo la impresión de que no quiere comprenderme…
—¿Comprender qué?
No pudo aguantarse más, se levantó de repente y empezó a andar arriba y abajo por la habitación a grandes pasos sobre la alfombra china.
—¿No comprende por qué estoy tan inquieta, por qué, como se dice vulgarmente, me hierve la sangre? Desde hace veinte años trato de protegerle, de hacerlo feliz, de darle una vida normal…
Maigret continuaba fumando su pipa en silencio sin perderla de vista. Llevaba unas elegantes zapatillas hechas a medida seguramente.
—Estas cartas de las que ha hablado… Ignoro quién las habrá escrito, pero reflejan perfectamente mi angustia…
—¿Cuánto tiempo hace que está usted preocupada?
—Semanas… Meses… No me atrevo a decir años… Al principio de nuestro matrimonio, mi marido venía conmigo, salíamos, íbamos al teatro, cenábamos fuera…
—¿Y eso le hacía feliz?
—Por lo menos le distraía… Pero ahora mucho me temo que no se encuentra a gusto en ninguna parte, le da vergüenza no ser como los demás, y siempre ha sido así…
»Fíjese en la especialidad que escogió de su carrera… ¿Quiere usted decirme por qué un hombre como él tuvo que escoger el Derecho Marítimo precisamente? Lo hizo por desafío… Ya que no podía sentarse a presidir un Tribunal…
—¿Por qué no?
La señora Parendon lo miraba descorazonada.
—Señor Maigret, usted lo sabe tan bien como yo… ¿Se imagina usted a este hombre pálido y enclenque defendiendo ante un Tribunal la cabeza de un criminal?…
Maigret prefirió no recordarle que uno de los grandes abogados franceses del siglo pasado medía sólo un metro cincuenta y cinco.
—Se consume. A medida que el tiempo pasa y se va haciendo viejo, se atrinchera más en sí mismo; cuando damos una cena tengo que hacer verdaderos esfuerzos para lograr que asista a ella…
Maigret no tuvo necesidad de preguntarle quién hacía la lista de los invitados. Se limitaba a escuchar y a observar.
El comisario la miraba atentamente y trataba de no dejarse confundir, pues el retrato que estaba trazando de su marido aquella mujer nerviosa y enérgica era falso y verdadero a la vez.
¿Verdadero en qué?
¿Falso en qué?
Eso era lo que habría querido poder determinar. La imagen de Emile Parendon se estaba convirtiendo ante sus ojos en una foto velada. Los contornos no resultaban lo bastante claros. Los rasgos cambiaban de expresión según el ángulo desde donde se miraban.
¿Era cierto que se había encerrado en un mundo exclusivo para él, en el mundo, por así decirlo, del artículo 64? ¿Era un hombre responsable? ¿O un irresponsable? Otros se habían apasionado también por esta cuestión primordial, y varios concilios habían hablado y discutido de ello desde la Edad Media.
¿Aquel artículo habría llegado a convertirse en una obsesión para él? Maigret recordaba ahora su entrada en el despacho, la víspera; recordaba la mirada que Parendon le había dirigido, como si el comisario en aquel momento representara para él una especie de encarnación del famoso artículo del Código o fuera al menos capaz de aportar una respuesta.
El abogado no le había pedido qué había ido a hacer a su casa. Sólo le había hablado del artículo 64, con labios temblorosos de emoción.
¿Sería verdad que…?
Posiblemente, llevaba una existencia casi solitaria en aquella casa demasiado grande para él; aquel hogar le ahogaba.
¿Cómo podría resistir con su cuerpo enclenque y con todos los pensamientos que le bullían en el cerebro, a aquella mujer llena de energía que la comunicaba además a todo cuanto la rodeaba?
Era verdad que…
Pequeñajo. Un enanito, sí.
Pero, a veces, cuando parecía que no había nadie en las habitaciones vecinas, hacía el amor con la señorita Vague.
¿Qué había de verdad en todo aquello? ¿Qué había de falso? ¿Acaso la misma Bambi no se protegía de su madre refugiándose en la Arqueología?
—Señor Maigret, le aseguro que no soy la mujer frívola que posiblemente le han descrito. Yo soy una mujer con responsabilidades que además se esfuerza en tratar de ser útil. Mi padre nos educó de esta manera, lo mismo a mí que a mis hermanas. Es un hombre muy recto…
¡Vaya!… Al comisario no le gustaban ni poco ni mucho aquellas palabras: el magistrado íntegro, honor de la magistratura, enseñando a sus hijas el sentido del deber…
Y, sin embargo, en boca de aquella mujer no se podía decir que sonara a falso. Apenas daba tiempo de fijar su atención en una frase, pues su cara estaba en continuo movimiento, todo su cuerpo vibraba, las palabras seguían a las palabras, las ideas a las ideas, las imágenes a las imágenes.
—Hay una psicosis de miedo en esta casa… Y este miedo soy yo quien mejor lo capta… ¡No! No crea que soy yo quien le ha escrito las cartas… Soy una persona demasiado directa para usar métodos tan complicados…
»Le aseguro que si hubiera querido verle le habría llamado por teléfono como he hecho esta mañana…
»Tengo miedo… No por mí, sino por él… Ignoro lo que es capaz de hacer, pero presiento que hará algo, que ya no puede más, que una especie de demonio le domina y le impulsa a realizar un gesto dramático…
—¿Qué es lo que le hace pensar tal cosa?
—Usted lo ha visto, ¿verdad?
—Sí, y me ha parecido un hombre muy sereno y ponderado, con un gran sentido del humor además…
—Su humor es mordiente por no decir macabro… Créame, este hombre se consume por dentro… El estudio de sus casos no le ocupa más de dos o tres días por semana, y la mayor parte del trabajo lo hace René Tortu…
»Mi marido lee revistas, envía cartas a las cuatro partes del mundo a personas que ni siquiera conoce, pero de los que ha leído artículos…
»A veces permanece varios días encerrado en casa, se contenta con mirar el mundo desde la ventana… Es feliz viendo siempre los mismos castaños, el mismo muro que rodea el jardín del Elíseo, iba a decir incluso los mismos transeúntes…
»Usted ha venido dos veces a esta casa, comisario, y no ha solicitado verme… Y desgraciadamente yo era la primera interesada… Soy su esposa, no lo olvide, aunque a veces él parezca olvidarlo… Tenemos dos hijos que todavía necesitan que se les guíe en la vida…
La señora Parendon encendió otro cigarrillo; a Maigret apenas le dio tiempo a sacar el encendedor. Era el cuarto. Fumaba ávidamente sin disimular su placer, y la habitación estaba llena de humo.
—Lo que hará no creo que pueda usted preverlo mejor que yo… Su ira se volverá contra sí mismo… Y yo quedaré terriblemente afectada después de haber tratado durante tantos años de darle la felicidad…
»¿Se me puede culpar acaso si no llegué a conseguirlo?
»También cabe la posibilidad de que sea yo la víctima, poco a poco ha ido creciendo cada vez más su odio hacia mí… ¿Podría usted decirme por qué? Su hermano, que es neurólogo, tal vez sería el más indicado para hablar sobre este punto… Necesita proyectar sobre alguien sus desilusiones, sus rencores, sus humillaciones, eso es lo que le ocurre…
—Perdone si…
—Permítame acabar, se lo ruego… Mañana, pasado mañana, no importa cuándo, tal vez se verá obligado a venir a esta casa y se encontrará con un cadáver que será el mío…
»Le perdono por adelantado, sé que no será responsable de sus actos y que la Medicina, a pesar de todos sus progresos…
—¿Considera entonces a su marido como un caso clínico?
Se le quedó mirando desafiadoramente.
—Sí.
—¿Un enfermo mental?
—Tal vez.
—¿Ha hablado de eso con algunos médicos?
—Sí.
—¿Médicos que lo conocen?
—Tenemos muchos amigos médicos.
—¿Y qué le han dicho?
—Que tenga cuidado…
—¿Cuidado de qué?
—No hemos entrado en detalles. No hablé de ello en una consulta, sino en simples conversaciones mundanas.
—¿Y todos fueron de la misma opinión?
—Varios por lo menos sí…
—¿Podría usted citarme nombres?
Maigret simuló hacer el gesto de sacar el cuaderno de notas del bolsillo de la americana. Aquel gesto bastó para hacerla batirse en retirada.
—No sería correcto citarle nombres, pero si quiere hacerlo examinar por un especialista…
Maigret había perdido su aspecto pacífico y bonachón. Los rasgos de su cara se habían endurecido, las cosas empezaban a ir demasiado lejos.
—Cuando me ha llamado usted a mi despacho para pedirme que viniera, ¿tenía ya esta idea en la cabeza?
—¿Qué idea?
—La de pedirme de un modo más o menos directo que hiciera examinar a su marido por un psiquiatra.
—¿Yo he dicho eso? Es una palabra que ni siquiera creo haber pronunciado…
—No, no la ha pronunciado, pero podía entreverse perfectamente a través de cuanto me ha dicho…
—En tal caso será que usted me ha comprendido mal o que yo no me he expresado convenientemente… Tal vez soy demasiado sincera y espontánea en mi modo de hablar… No escojo con bastante cuidado mis palabras… Lo que le he dicho y le repito es que tengo miedo, y que un extraño pavor parece flotar en el ambiente de esta casa…
—Y yo le pregunto otra vez: ¿Miedo de qué?
La señora se volvió a sentar como agotada por el esfuerzo de cuanto había dicho; se lo quedó mirando desalentada.
—Señor comisario, ya no sé qué más puedo decirle. Creía que me comprendería sin tener necesidad de precisar tanto… Tengo miedo por mí, por él…
—O sea que teme que él la mate o que se suicide. En definitiva es eso, ¿no?
—Dicho de esta manera parece algo ridículo, ya lo sé, cuando todo parece marchar perfectamente en esta casa…
—Perdone mi indiscreción, pero debo hacerle una pregunta. ¿Su marido mantiene relaciones sexuales con usted todavía?…
—Desde hace un año no…
—¿Qué ocurrió hace un año para que se produjera ese cambio en sus vidas?
—Lo sorprendí con esa chica…
—¿Con la señorita Vague?
—Sí.
—¿En su despacho?
—Sí, fue algo horrible…
—¿Y desde entonces le cerró usted su puerta?… ¿Trató él de que se la abriera alguna vez?
—Sólo una. Pero le dije lo que sabía, y comprendió.
—¿No volvió a insistir?
—No, ni siquiera me pidió perdón por lo que había hecho. Se marchó simplemente como alguien que se ha equivocado de puerta…
—¿Ha tenido usted amantes?
—¿Qué?
Su mirada se había endurecido, resultaba desagradable y mal intencionada.
—Le he preguntado —prosiguió diciendo Maigret plácidamente— si ha tenido amantes. A veces ocurren esas cosas, ¿no?
—No en nuestra familia, señor comisario, y si mi padre estuviera aquí…
—Si su padre estuviera aquí, como magistrado se daría cuenta de que es mi deber hacerle esta pregunta… Me está usted hablando de un miedo ambiental, de una amenaza que pesa sobre usted y sobre su marido… Me está sugiriendo con palabras encubiertas que lo haga examinar por un psiquiatra… Es muy natural, pues, que yo…
—Perdone… Le ruego que me disculpe si me he dejado llevar de mi natural indignación. No, no he tenido amantes ni los tendré jamás…
—¿Tiene usted un arma?
La señora Parendon se levantó rápidamente, se dirigió hacia la habitación vecina y le tendió a Maigret un pequeño revólver nacarado.
—Cuidado… Está cargado…
—¿Hace tiempo que lo tiene?
—Una amiga, con un sentido verdaderamente agudo del humor negro, me lo regaló cuando me casé…
—Y no temió nunca que los niños jugando…
—Vienen muy poco a mis habitaciones y cuando eran pequeños lo tenía en un cajoncito cerrado con llave.
—¿Y sus fusiles?
—Los tengo dentro de un estuche, en una habitación aparte, junto con las maletas, los baúles y los sacos de golf.
—¿Su marido juega al golf?
—Traté de hacerle coger afición, pero al tercer agujero ya no puede más…
—¿Está enfermo a menudo?
—En realidad ha tenido pocas enfermedades graves… La más grave, si mal no recuerdo, fue una pleuresía… Pero, en cambio, continuamente se ve aquejado de laringitis, gripes, resfriados…
—¿Llama al médico entonces?
—Claro.
—¿Es amigo suyo?
—No. Es un médico del barrio, el doctor Martin. Vive en la calle Cirque, exactamente detrás de nuestra casa…
—¿El doctor Martin nunca le ha dicho nada en secreto?
—No, pero a veces yo he ido a esperarle al pie de la escalera para preguntarle si mi marido tenía algo grave…
—¿Y qué le dijo?
—Que no… Que los hombres como él son los que viven más años por lo general… Me citó el caso de Voltaire, que…
—Ya conozco el caso de Voltaire… ¿Su marido no ha expresado nunca el deseo de consultar a un especialista?
—No… Sólo…
—¿Sólo qué?
—¿Para qué? Volvería a interpretar mal mis palabras, estoy segura.
—Bueno, aun así dígamelo.
—Por su actitud, señor Maigret, me doy perfecta cuenta de que mi marido le ha hecho una gran impresión, cosa que ya suponía. No diré que interpreta un papel conscientemente, pero sí que frente a un forastero resulta siempre un tipo simpático que se presenta además como una persona muy equilibrada. Con el doctor Martin habla y se comporta como con usted…
—¿Y con los criados?
—No es él el que se ocupa del trabajo de los criados…
—¿Lo cual quiere decir?
—Que no tiene que reprenderlos nunca… De eso procura que me encargue siempre yo, me toca a mí la peor parte en todo…
Maigret se ahogaba sentado en aquel silloncito demasiado blando, y aquel saloncito azul empezaba a hacérsele insoportable. Se levantó; de buena gana se habría desperezado como solía hacerlo en su despacho.
—¿Tiene usted algo más que decirme?
De pie junto a él, la señora Parendon lo miraba de igual a igual.
—Sería inútil.
—¿Quiere que le mande a un inspector que vigile constantemente la casa?
—Es una idea estúpida.
—Pues si tengo que creer en sus presentimientos…
—No son presentimientos…
—Pues por ahora, hechos no son…
—No, todavía no…
—En resumen que… Su marido, desde hace algún tiempo da señales de trastorno mental.
—¡Dale!
—Se encierra en sí mismo, y su modo de comportarse le inquieta…
—Esto se acerca más a la verdad.
—Y teme por su vida o por la de él…
—Sí, lo confieso.
—¿Cuál cree que peligra más?
—Si lo supiera, quizá ya no me sentiría tan inquieta.
—Alguien que vive en esta casa o que tiene buen acceso a ella nos ha enviado al Quai dos cartas anunciando un próximo drama… Y ahora puedo añadir que en mi ausencia ha habido una llamada telefónica además…
—¿Por qué no me lo había dicho antes?…
—Porque la estaba escuchando… Ese mensaje, muy breve por cierto, dado por teléfono, sirve para confirmar los precedentes… El desconocido o la desconocida ha dicho poco más o menos:
»Dígale al comisario Maigret que será pronto.
Maigret vio que palidecía. Y no era truco. Su cara, de repente, quedó blanca como el mármol; sólo destacaban las manchas del maquillaje. En su boca se dibujó un rictus amargo.
—¡Ah!…
Bajó la cabeza, su cuerpo delgado parecía que había perdido su prodigiosa energía.
En aquel momento Maigret olvidó su mal humor y sintió compasión.
—¿No quiere que le envíe a alguien?
—¿Para qué?
—¿Qué quiere decir?
—Que si tiene que pasar algo, no será la presencia de un policía, que estará Dios sabe dónde, quien lo evite…
—¿Sabe usted que su marido posee un automático?
—Sí.
—¿Y sabe él que usted tiene este revólver?
—Claro.
—¿Y sus hijos?…
Casi al borde de un ataque de nervios gritó:
—¡Mis hijos no tienen nada que ver en todo esto! ¿No se da usted cuenta? Ellos se preocupan de ellos y no de nosotros. Viven su vida. De la nuestra o de lo que queda de ella nada les importa…
De nuevo había hablado con vehemencia, como si ciertos temas desencadenaran automáticamente su dialéctica.
—¡Váyase!… Perdone que no le acompañe… Me pregunto qué era lo que yo esperaba… ¡Ocurrirá lo que tenga que ocurrir!… Vaya a hablar con mi marido o con esta chica… Tanto gusto, señor Maigret…
Le había abierto la puerta y esperaba que él hubiera salido para volverla a cerrar. Una vez en el corredor, al comisario le pareció que acababa de salir de otro mundo: todavía se sentía hechizado por el azul de aquel salón.
A través de la ventana miró hacia el patio donde un chófer distinto al de la mañana estaba limpiando otro coche. Seguía luciendo el sol y soplaba una ligera brisa.
Estuvo tentado de coger el sombrero y de salir sin decir nada, pero después, como sin querer, se encaminó hacia el despacho de la señorita Vague.
La secretaria llevaba una bata blanca sobre el vestido y estaba fotocopiando unos documentos. Las persianas estaban cerradas y dejaban filtrar muy poca luz.
—¿Quiere ver al señor Parendon?
—No.
—Mejor, porque está hablando con unos clientes muy importantes: uno es de Amsterdam, el otro de Atenas. Son dos armadores que…
Maigret ni la escuchaba. La chica fue a abrir las persianas, y la habitación se llenó de luz.
—Parece usted cansado…
—He pasado una hora hablando con la señora Parendon.
Maigret se quedó mirando la centralita telefónica, pensativamente.
—¿Ha sido usted quien ha pedido comunicación con el Quai des Orfèvres?
—No. Yo incluso ignoraba que hubiera llamado. Ha sido Lisa, ha entrado a pedirme un sello y…
—¿Quién es Lisa?
—La doncella.
—Eso ya lo sé, le pregunto qué clase de persona es…
—Una chica sencilla como yo… Las dos hemos llegado de provincias, yo de una pequeña ciudad, ella de un pueblo… Como yo tenía cierta instrucción, pude convertirme en secretaria, y como Lisa carecía de ella, tuvo que limitarse a ser doncella de la señora…
—¿Qué edad tiene?
—Veintitrés años… Sé la edad de todos los de la casa porque soy yo quien les rellena siempre los papeles para el Seguro Social…
—¿Es adicta a la casa?…
—Hace con gran cuidado todo lo que le dicen que haga y no creo que haya pensado nunca en cambiar de empleo ni de dueños…
—¿Algún amante?
—Su día de salida es el sábado…
—¿La considera usted lo bastante inteligente para escribir aquellas cartas?
—No.
—¿Sabía usted que hace cosa de un año la señora Parendon la sorprendió a usted con su marido?
—Ya le dije lo que había ocurrido una vez, pero, en alguna otra ocasión pudo abrir y cerrar la puerta sin hacer ruido…
—¿Le ha dicho alguna vez Parendon que a partir de entonces su mujer no quiso sostener relaciones sexuales con él?
—¡Me parece que éstas debían ser ya tan escasas!
—¿Por qué?
—Porque él no la quiere.
—¿No la quiere ahora o no la ha querido nunca?
—Eso depende del sentido que se dé a la palabra amar. Él durante años le estuvo muy agradecido de que se hubiera casado con él y se esforzó en testimoniarle este agradecimiento…
Maigret sonrió pensando que al otro lado del muro, dos importantes hombres de negocios venidos de lugares opuestos de Europa ponían su destino en manos de un hombrecito del que la señorita Vague y él estaban hablando en tales términos. Para ellos, aquel hombre no era un enanito enfermizo y enclenque encerrado en sí mismo y dándole vueltas a pensamientos de alienado, sino una de las lumbreras del Derecho Marítimo. Ahora estarían tratando asuntos de millones mientras la señora Parendon, furiosa o desalentada, se vestía para acudir a su cita de las cuatro.
—¿No quiere sentarse?
—No, iré a ver qué ocurre aquí al lado.
—Sólo encontrará a Julien Baud; Tortu ha ido al «Palais».
Maigret hizo un gesto vago con la mano.
—¡Bueno, veré a Julien Baud, pues!