—Hola, Janvier.
—Buenos días, jefe.
—Buenos días, Lucas. Buenos días, Lapointe…
Al mencionar a Lapointe, Maigret no pudo evitar una sonrisa y no sólo porque el joven llevara un traje nuevo, muy entallado, de color gris pálido con finas rayas rojas. Todo el mundo sonreía aquella mañana, en las calles, en el autobús, en las tiendas.
La víspera había sido un domingo gris y ventoso, con ráfagas de lluvia fría que recordaba el invierno, y de repente, aunque sólo fuera el 4 de marzo, acababa de despertar la primavera.
Cierto que el sol brillaba aún un poco tímido, el azul del cielo parecía frágil, pero aun así había alegría en el aire, y en los ojos de los transeúntes cierta complicidad en la felicidad de vivir y de volver a encontrar el sabroso olor del París matinal.
Maigret se había dejado el abrigo en casa y había recorrido gran parte del camino a pie. Tan pronto como había llegado a su despacho se había apresurado a abrir la ventana; hasta el Sena había cambiado de color; las líneas rojas de las chimeneas de los remolcadores resultaban más vibrantes, los faluchos parecían nuevos.
Abrió la puerta del despacho de los inspectores.
—¿Vamos, muchachos?…
Era para el llamado «pequeño informe». El otro tendría lugar a las 9; a aquella hora se reunían con el jefe los comisarios de distrito. También Maigret se reunía a aquella hora con sus colaboradores más íntimos.
—¿Pasaste bien el día ayer? —le preguntó a Janvier.
—Sí, fuimos a casa de mi suegra, a Vaucresson, con los niños.
Lapointe, un poco encogido dentro de su traje nuevo, muy veraniego para la fecha del calendario, se mantenía un poco apartado.
Maigret se sentó ante la mesa, llenó una pipa y empezó a ojear el correo.
—Para ti, Lucas… es algo referente al caso Lebourg…
Tendió otros documentos a Lapointe.
—Para llevar a la Fiscalía…
Todavía no se podía hablar de hojas, pero en los árboles del barrio había ya una sombra de verde pálido.
De momento no había ningún caso sonado, de estos que consiguen llenar los corredores de la P. J. de periodistas y fotógrafos y provocan imperativas llamadas telefónicas de alto nivel. A ver, más casos…
—Un loco o una loca —dijo Maigret cogiendo un sobre en el que su nombre y la dirección del Quai des Orfèvres estaban escritos con letras mayúsculas de imprenta.
El sobre era blanco, de buena calidad. Llevaba el matasellos de la casa de correos de la calle Miromesnil. Lo primero que llamó la atención del comisario, cuando cogió la hoja, fue el papel, grueso y crujiente, y de un formato poco normal. Habían tenido que cortar la parte alta para hacer desaparecer el membrete grabado, trabajo que había sido realizado con todo cuidado, con ayuda de una regla y de una hoja muy afilada.
El texto, al igual que la dirección, estaba escrito en letras mayúsculas de molde, de trazo muy regular.
—Tal vez no esté loco —dijo Maigret entre dientes.
Señor inspector jefe de la Brigada Criminal:
No le conozco personalmente, pero lo que he leído sobre sus investigaciones y su modo de comportarse con los criminales, me inspira confianza. Esta carta le sorprenderá. No la tire precipitadamente al cesto de los papeles, por favor. No es ni una broma ni la obra de un maniaco.
Usted sabe mejor que yo que la realidad no siempre parece verosímil. Va a cometerse un asesinato dentro de muy pocos días, tal vez alguien a quien conozco o tal vez por mí mismo incluso.
No le escribo para impedir que el drama se produzca. Es inevitable. Pero sí quiero que, cuando éste tenga lugar, esté usted enterado.
Si toma la carta en serio, le ruego que tenga la amabilidad de insertar en los anuncios por palabras de Le Figaro o Le Monde el siguiente aviso: K. R. Espera la segunda carta.
Ignoro si la escribiré. Estoy muy turbado. Algunas decisiones resultan muy difíciles de tomar.
Tal vez lo veré algún día en su despacho, pero entonces estaremos uno a cada lado de la barrera.
Cordialmente.
Maigret no sonreía. Con el ceño fruncido dejaba vagar su mirada lentamente sobre aquella hoja y después se quedó mirando a sus colaboradores.
—No, no creo que se trate de un loco —repitió—. Escuchad.
Les leyó el texto, lentamente, haciendo hincapié en algunas palabras sobre todo. Había recibido varias cartas de este tipo, pero en la mayoría de ellas el lenguaje era menos escogido y además solían estar subrayadas ciertas frases. A menudo estaban escritas con tinta roja o verde y muchas aparecían llenas de faltas de ortografía.
Pero en ésta los trazos eran firmes, la mano que los había escrito no temblaba, no había ni florituras ni raspados.
Miró el papel a trasluz y leyó: Velin du Morvan.
Recibía centenares de cartas anónimas a lo largo del año, pero casi siempre estaban escritas en papel barato, de esos que se usan en las abacerías, algunas veces incluso las palabras habían sido recortadas de los periódicos.
—No encierra ninguna amenaza ese mensaje —murmuró—. Sólo se percibe —en él una angustia sorda… Le Figaro, Le Monde, dos periódicos leídos sobre todo por la burguesía intelectual…
Se los quedó mirando de nuevo a los tres.
—¿Te ocupas de eso, Lapointe? Lo primero que hay que hacer es ponerse en contacto con el fabricante de papel, debe de estar en Morvan…
—Comprendido, jefe…
Tal fue el comienzo de un caso que iba a darle a Maigret muchos más quebraderos de cabeza que muchos crímenes que aparecían en primera página de los periódicos.
—Haz insertar el anuncio también…
—¿En Le Figaro?
—En los dos periódicos.
Un timbrazo indicó que era la hora del informe, del gran informe, y Maigret, con un expediente en la mano, se dirigió hacia el despacho del director. También allí la ventana abierta permitía oír los ruidos de la ciudad. Uno de los comisarios llevaba una brizna de mimosa en el ojal, y se creyó obligado a decir:
—La vendían en la calle para una obra de caridad…
Maigret no mencionó la carta. Aquella pipa resultaba agradable. Observaba distraídamente las caras de sus colegas mientras iban exponiendo uno a uno sus pequeños asuntos y calculaba mentalmente el número de veces que había asistido a aquella ceremonia. Miles.
Más de una vez, en los comienzos de su carrera, había envidiado al comisario del que dependía en aquella época, al verlo entrar cada mañana en aquel sancta sanctorum. ¡Debía de ser algo maravilloso ser jefe de la Brigada Criminal! No se atrevía ni a soñar con ello entonces, como tampoco ahora debían atreverse a pensarlo Lapointe, Janvier o incluso su buen amigo Lucas.
Y, sin embargo, había ocurrido, y después de tantos años ni se daba cuenta, a no ser en una mañana como aquella en la que el aire se llenaba de gozo y en lugar de echar pestes contra el ruido de los autobuses todos sonreían.
Se sorprendió, al volver a entrar en su despacho media hora más tarde, al encontrar allí a Lapointe, de pie delante de la ventana. Su traje, tan a la última moda, le hacía parecer más delgado, más alto y más joven todavía. Veinte años antes, no habrían autorizado a un inspector a vestir así.
—Todo ha resultado casi excesivamente fácil, jefe.
—¿Has encontrado al fabricante de papel?
—Sí, Géron e Hijos. Poseen desde hace tres o cuatro generaciones «Les Moulins du Morvan» en Autun… No es una fábrica… es un taller de artesanía… Hacen papel para ediciones de lujo, sobre todo para ediciones de poesía y también para papel de cartas… Los Géron no tienen más que diez obreros… Por lo que me han dicho, todavía existe cierto número de talleres de este tipo en la región…
—¿Tienes el nombre de su representante en París?
—No tienen representante… Trabajan directamente con editores de libros de arte y con dos papelerías: una está en la calle Saint Honoré y la otra en la avenida de la Ópera…
—¿Es en la parte alta del barrio de Saint-Honoré, a la izquierda?
—Creo que sí, lo digo por el número… La papelería Roman…
Maigret la conocía porque se había detenido a menudo delante del escaparate. Estaba lleno de tarjetas de visita y podían leerse en ellas nombres que uno no está habituado a escuchar corrientemente:
El conde y la condesa de Vaudry
tienen el honor de…
La baronesa de Grand-Lussac
se complace en anunciarles…
Príncipes, duques, auténticos o no, que uno se preguntaba si existían aún, se invitaban a cenas, a partidas de caza, a jugar al bridge, anunciaban las bodas de sus hijos o el nacimiento de un niño, todo en papeles de gran calidad.
En el otro escaparate se podían admirar carteras bellamente repujadas, cuadernos con tapas de cuero y lujosos álbumes.
—Sería mejor que fueras.
—¿A Roman?
—No, tengo la impresión de que será en la avenida de la Ópera.
La tienda de la avenida de la Ópera era de lujo, pero también vendían estilográficas y artículos corrientes de papelería.
—Iré ahora mismo, jefe…
Maigret se quedó viéndole marchar como cuando, en clase, el ayudante enviaba a uno de sus compañeros a hacer una compra.
Era trabajo corriente el de aquel día, papelotes y más papelotes, entre ellos un expediente sin el menor interés destinado a un juez de instrucción que lo archivaría sin leerlo siquiera, pues el caso estaba ya olvidado.
El humo de la pipa de Maigret empezaba a teñir de azul el aire, y una ligera brisa procedente del Sena hacía temblar los papeles. A las once en punto, un Lapointe petulante, desbordante de vida, entraba en el despacho.
—Demasiado fácil; todo sigue siendo demasiado fácil.
—¿Qué quieres decir?
—Parece como si hubieran ido a comprar ese papel a ese sitio expresamente para que nosotros pudiéramos averiguarlo todo en seguida. Entre paréntesis le diré que esa Papelería Roman ya no la regenta el señor Roman, que murió hace diez años; ahora la tiene una tal señora Laubier, una viuda de unos cincuenta años que no me quería dejar marchar por cierto… desde hace cinco años no ha encargado papel de este tipo porque no hay compradores, me ha dicho… Es muy caro y además no va bien para las máquinas de escribir…
»Sólo tenía tres clientes que gastaran esta clase de papel… Uno de ellos murió el año pasado, un conde que poseía un castillo en Normandía y caballos de carreras… Su viuda vive en Cannes y no ha hecho nunca ningún pedido de papel de cartas… La señora Laubier servía también papel de esta clase a una Embajada, pero al cambiar de embajador, el nuevo pidió otro tipo de papel…
—Queda un cliente.
—Queda un cliente, es cierto; por eso digo que todo sigue siendo demasiado fácil. Se trata de un tal Emile Parendon, abogado, que vive en la avenida Marigny; utiliza esta clase de papel hace quince años y no quiere cambiar de marca… ¿Le suena ese nombre?
—Nunca lo había oído antes de ahora… ¿Ha hecho algún pedido recientemente?
—La última vez que compró fue en octubre último…
—¿Con membrete?
—Sí. Algo muy discreto. Siempre encarga mil hojas y mil sobres.
Maigret descolgó el auricular.
—Póngame con maître Bouvier, por favor… con el padre…
Era un abogado, un amigo al que conocía desde hacía más de veinte años; su hijo también era abogado.
—¿Bouvier? Aquí, Maigret. ¿Te molesto?
—De ninguna manera.
—Quisiera que me dieras un informe…
—Confidencial, naturalmente…
—Sí, todo quedará entre nosotros… ¿Conoces a un abogado llamado Emile Parendon?
Bouvier pareció sorprendido.
—¿Qué demonio puede quererle la policía a Parendon?
—No lo sé. Tal vez nada.
—He visto a Parendon cinco o seis veces sólo en toda mi vida… apenas pone los pies en el Palacio de Justicia y si va es sólo para asuntos de tipo civil.
—¿Qué edad tiene?
—Es de esos hombres que parecen no tener edad. Lo mismo podría decirte cuarenta que cincuenta…
Debió volverse hacia su secretaria.
—Pequeña, búsqueme en el anuario la fecha de nacimiento de Parendon… Emile… Sólo hay uno…
Después a Maigret:
—Ya debes de haber oído hablar de su padre. Quizá vive todavía, o ha muerto hace poco… El profesor Parendon, cirujano de Laënnec… Miembro de la Academia de Medicina, de la Academia de Ciencias Morales y Políticas, en fin… ¡todo un personaje!… Cuando te vea ya te hablaré largo y tendido sobre él… Llegó muy joven a París, venía de la aldea… era un tipo bajo pero recio, parecía un toro y no sólo por su aspecto…
—¿Y su hijo?
—No se le parece. Éste es el típico jurista. Está especializado en Derecho Internacional y sobre todo en Derecho Marítimo… Dicen que en su especialidad es una eminencia… Le consultan de todas las partes del mundo y a menudo le requieren para que dictamine sobre casos muy delicados en los que hay grandes intereses en juego…
—¿Qué tipo de hombre es?
—Insignificante… No sé si sería capaz de reconocerle por la calle.
—¿Está casado?
—Gracias, pequeña… Sí… Ahora puedo decirte la edad exacta… Cuarenta y seis años. ¿Que si está casado?… Te iba a decir que no lo sé, pero de repente me he acordado. Sí, está casado… Claro que está casado… ¡Y muy bien casado por cierto!… ¡Hizo una gran boda precisamente!… Se casó con una de las hijas de Gassin de Beaulieu… Lo conoces… Fue uno de los magistrados más duros durante la Liberación… Fue nombrado inmediatamente Presidente del Tribunal de Casación… Debe de vivir retirado ya en su castillo de la Vendée… Es una familia muy rica…
—¿No sabes nada más?
—Qué más quieres que sepa de esa gente, nunca he tenido que defenderlos ante ningún Tribunal.
—¿Salen mucho?
—¿Quiénes? ¿Los Parendon? En los medios que yo frecuento desde luego no me los encuentro.
—Gracias, viejo…
—Hasta otra.
Maigret leyó la carta que Lapointe había dejado sobre su mesa de despacho. La leyó una y otra vez, y su semblante mostraba un aspecto preocupado.
—¿Comprendes qué significa todo esto?
—Sí, jefe. ¡Mierda y más mierda! Perdone la expresión, pero…
—Me parece que aún te quedas corto, Lapointe. Un cirujano ilustre, un Presidente del Supremo, un especialista en Derecho Marítimo que vive en la avenida Marigny y que utiliza papel de lujo…
Aquel tipo de clientela era la que más temía Maigret. Tenía la impresión de andar entre llamas.
—¿Cree usted que ha sido él quien ha escrito esta carta?
—Él o alguien de su casa, alguien, desde luego, que sabe dónde guarda el papel de cartas por supuesto…
—Es curioso, ¿verdad?
Maigret, que estaba mirando a través de la ventana, no contestó nada. Las personas que escriben cartas anónimas, en general, no acostumbran a emplear su propio papel de cartas, y más si es de una calidad tan especial.
—¡Qué se le va a hacer! Tengo que ir allá.
Buscó el número en el anuario y llamó por la línea directa. Le contestó una voz de mujer.
—La secretaria de maître Parendon…
—Buenos días, señorita… Aquí el comisario Maigret de la Policía Judicial… ¿Podría hablar con el señor Parendon, por favor?
—Un momento…
A los pocos minutos una voz de hombre contestó diciendo sencillamente.
—Aquí, Parendon…
Había en aquellas palabras un tono ligeramente interrogativo.
—Querría pedirle, Maître…
—¿Quién es? Mi secretaria no ha entendido muy bien su nombre. Perdone…
—Comisario Maigret…
—Ahora me explico su sorpresa… Ha debido entender perfectamente su nombre, pero no podía imaginar que era verdaderamente usted quien… Encantado de saludarle, Maigret… A menudo he pensado en usted… Incluso he estado más de una vez a punto de escribirle para preguntarle cuál era su opinión sobre ciertas cosas… Pero sé que está tan ocupado que no me atreví…
Parendon tenía voz de tímido y, sin embargo, era Maigret quien se sentía cohibido ahora con aquella carta entre las manos que no tenía ningún sentido.
—Perdone, soy yo el que le hago perder el tiempo tontamente por algo sin importancia… Preferiría hablarle personalmente, quisiera enseñarle un documento…
—Cuando quiera, estoy a su disposición.
—¿Podría recibirme hoy por la tarde?
—¿Le va bien a las tres y media? Tengo la costumbre de dormir una pequeña siesta y me siento mal el día que no puedo dormirla…
—Perfectamente, a las tres y media pues… Y gracias por su amable cooperación…
—Soy yo quien agradece de antemano su visita, comisario…
Cuando volvió a colgar, Maigret se quedó mirando a Lapointe como si acabara de despertar de un sueño.
—¿No parecía sorprendido?
—No… No ha preguntado nada… Parece estar muy satisfecho de poderme conocer… Un detalle, uno solo me intriga… Me ha dicho que había estado a punto de escribirme varias veces para preguntarme mi opinión sobre algo… Y ese hombre no se ocupa de casos criminales, sólo trabaja en asuntos civiles… Es un especialista en Derecho Marítimo, del que yo no sé ni una palabra… ¿Sobre qué querría preguntarme mi opinión?
Maigret aquel día hizo novillos. Llamó a su mujer y le dijo que no podía ir a comer porque tenía trabajo. Tenía ganas de festejar aquel sol primaveral comiendo en la brasserie Dauphine, donde hasta se permitió el lujo de tomarse un «pastis» en la barra.
Si le esperaba, «mierda y más mierda», como decía Lapointe, por lo menos el caso empezaba de un modo agradable.
Maigret tomó el autobús hasta Rond-Point y, durante los cien metros que anduvo a pie por la avenida Marigny, vio por lo menos tres caras que creyó reconocer. Había olvidado que andaba por delante del Elíseo y que el barrio estaba día y noche muy bien guardado. Los ángeles guardianes lo habían reconocido y le dirigían un saludo discreto y respetuoso a la vez.
El inmueble donde vivía Parendon era grande, sólidamente edificado, como para desafiar el paso de los siglos. La puerta de entrada estaba flanqueada de candelabros de bronce. El lugar destinado al portero parecía un verdadero salón, y éste estaba detrás de una mesa cubierta de terciopelo verde, como en los Ministerios.
También allí el comisario encontró una cara conocida, un tal Lamule o Lamure, que había trabajado durante largo tiempo en la calle Saussaies.
Llevaba un uniforme gris con botones de plata y pareció sorprendido al verle.
—¿A quién viene usted a ver, jefe?
—A Maître Parendon.
—Por el ascensor o por la escalera de la izquierda. Es en el primer piso…
Al fondo había un patio, con coches, garajes y pabellones que en otra época debían de haber sido caballerizas. Maigret vació maquinalmente su pipa golpeándola ligeramente contra el tacón del zapato antes de empezar a subir por la escalera de mármol.
Cuando llamó a la única puerta del rellano, un criado con uniforme le abrió inmediatamente la puerta, como si hubiera estado al acecho.
—Maître Parendon… Tengo anunciada mi visita…
—Por aquí, señor comisario.
Le cogió el sombrero con energía y lo condujo hasta una biblioteca como nunca había visto Maigret otra igual. La habitación muy amplia y alta de techo tenía recubiertas totalmente las paredes de libros, excepto una chimenea de mármol sobre la que se veía el busto de un hombre de cierta edad. Todas las obras estaban encuadernadas, generalmente en cuero rojo. El mobiliario quedaba reducido a una larga mesa, a dos sillas y un sillón.
Le habría gustado poder examinar a su gusto los títulos de todos aquellos volúmenes, pero en aquel momento entró una joven secretaria de gafas, que le dijo:
—¿Quiere usted pasar, por favor, señor inspector jefe?
El sol entraba a raudales por las ventanas de más de tres metros de alto y se reflejaba en las alfombras, en los muebles y en los cuadros. A partir del corredor, sólo se veían consolas antiguas, muebles de estilo, bustos y cuadros representando a caballeros vestidos con trajes de todas las épocas.
La muchacha abrió una puerta de roble, y un hombre, sentado tras la mesa de su despacho, se levantó para salir al encuentro de su visitante. También él llevaba gafas de cristales muy gruesos.
—Gracias, señorita Vague…
El camino que tenía que recorrer era largo, pues la habitación tenía las dimensiones de una sala de recepción. También aquí las paredes estaban recubiertas de libros, había algunos retratos y el sol recortaba la estancia en rombos.
—No sabe qué alegría me da verle, señor Maigret…
Le tendía la mano, una pequeña mano blanca que daba la impresión de no tener huesos. En contraste con aquella suntuosa decoración, el hombre parecía aún más pequeño de lo que realmente era, pequeño y frágil, y daba la impresión de poseer una curiosa ligereza de movimientos.
Y, sin embargo, no era delgado. Su contorno más bien era redondeado, pero aquel cuerpo resultaba sin peso, sin consistencia.
—Por aquí, por favor, se lo ruego… ¿Dónde prefiere sentarse?
Con la mano le designaba un sillón de cuero pardo cerca de su mesa de trabajo.
—Me parece que aquí estará mejor… Soy un poco duro de oído…
Su amigo Bouvier había tenido razón al decir que era un hombre sin edad. Conservaba en los rasgos de la cara y en sus ojos azules una expresión casi infantil. Estaba mirando al comisario con asombro.
—No puede llegar a imaginar la cantidad de veces que he pensado en usted… Cuando se ocupa de un caso, devoro todos los periódicos para no perderme ni un paso de sus investigaciones… Creo que me atrevería a afirmar que hasta espío sus reacciones…
Maigret se sentía incómodo. Había acabado por acostumbrarse a la curiosidad del público, pero el entusiasmo de un hombre como Parendon lo ponía en una situación embarazosa.
—Mire, mis reacciones son las que todo el mundo tendría en mi lugar…
—Todo el mundo quizá… Pero todo el mundo no existe… Es un mito… Lo que no es un mito, en cambio, es el Código Penal, los magistrados, los miembros del jurado… Los miembros del jurado, esas personas que son como todo el mundo y se convierten en personajes distintos desde el momento en que entran en la sala de un Tribunal ejerciendo sus funciones.
Iba vestido de gris oscuro y la mesa de despacho resultaba demasiado grande para él. Sin embargo, su figura no era ridícula. Tal vez no era ingenuidad, se dijo Maigret entre sí, lo que hacía brillar sus pupilas detrás de los gruesos cristales de las gafas.
De niño, en la escuela, seguramente había sufrido oyéndose llamar pequeñajo, pero se había sobrepuesto y ahora daba la impresión de ser un enanito bonachón que tenía que refrenar su petulancia.
—¿Puedo preguntarle algo indiscreto?… ¿A qué edad empezó usted a comprender a los hombres?… Quiero decir a comprender a esos a quienes se ha dado en llamar criminales…
Maigret enrojeció y balbuceó:
—No lo sé… no sé siquiera si los comprendo…
—¡Oh! sí… Y ellos se dan perfecta cuenta… Ésta es la razón en parte por la que se sienten casi contentos de poder confesar…
—Me confiesan sus culpas a mí, lo mismo que a cualquiera de mis colegas…
—Podría probarle todo lo contrario citándole simplemente un cierto número de casos, pero le cansaría… Usted había estudiado algo de Medicina, ¿verdad?
—Sólo dos cursos…
—Según he leído, en esa época murió su padre y al no poder proseguir sus estudios tuvo que entrar en la policía…
La posición de Maigret cada vez era más delicada y rayaba casi en el ridículo. Había ido a hacer preguntas y por ahora era él el interrogado.
—No veo en este cambio una doble vocación, sino una realización distinta de una misma personalidad… Perdone… Literalmente me he volcado sobre usted desde que ha llegado… Le esperaba impacientemente… Tan pronto como le he oído llamar a la puerta, he sentido la tentación de levantarme y salir a abrir; pero mi mujer no lo habría aprobado, pues le gusta observar ciertas formalidades…
Su voz había bajado varios tonos para pronunciar aquellas últimas palabras. En aquel momento señaló un inmenso cuadro representando casi de cuerpo entero a un magistrado vestido de armiño y susurró:
—Mi suegro…
—El Presidente, Gassin de Beaulieu…
—¿Lo conoce?
Desde hacía unos momentos, Parendon le parecía tan niño que prefirió confesar:
—Me he informado antes de venir…
—¿Le han hablado de él?
—Al parecer era un gran magistrado…
—Sí. ¡Un gran magistrado!… ¿Conoce usted las obras de Henri Ey?…
—He ojeado su manual de psiquiatría.
—¿Y ha leído a Sengès? ¿… a Levy-Valensi? ¿… Maxwell?…
Designaba desde lejos con la mano la parte de la biblioteca donde estaban las obras de los autores antes mencionados. Lo curioso de dichos autores era que todos eran psiquiatras que jamás se habían preocupado del Derecho Marítimo. Maigret vio el nombre de otros escritores conocidos también, algunos de ellos los había visto citados en los boletines de la Sociedad Internacional de Criminología, de otros tales como Lagache, Ruyssen, Genil-Perrin, incluso había leído las obras…
—¿No fuma? —le preguntó de repente Parendon, muy extrañado—. Creía que continuamente tenía usted la pipa en la boca.
—Si no le molesta…
—Al contrario. ¿Qué desea tomar? Mi coñac no es bueno, pero, en cambio, tengo un armagnac de cuarenta años…
A pequeños pasos se dirigió hacia un muro, donde tras unos cuantos libros de la biblioteca tenía oculta una pequeña bodega en la que cabían unas veinte botellas y vasos de distinta forma.
—Bien, lo probaré; pero un poco, por favor…
—Mi mujer me lo tiene casi prohibido —prosiguió diciendo Parendon—. Sólo me permite tomar un poquito en las grandes ocasiones… Dice que tengo el hígado delicado… Según ella, todo en mí es delicado, ni uno de mis órganos tiene la menor resistencia…
Aquello le divertía. Hablaba sin amargura.
—¡A su salud!… Perdone… si le he hecho toda esa serie de preguntas indiscretas es porque me apasiona el artículo 64 del Código Penal que usted conoce mejor que yo.
En efecto Maigret lo conocía de arriba abajo. A menudo le había dado mil vueltas en su cabeza:
No hay ni crimen ni delito si el acusado no estaba en pleno uso de sus facultades mentales en el momento de llevar a cabo el acto, o si lo ha hecho obligado por una fuerza a la que no le ha sido posible resistir.
—¿Qué opina usted de eso? —estaba ya preguntándole aquel enanito, inclinándose hacia Maigret.
—Prefiero no ser magistrado, así no tengo que juzgar…
—Me gusta oírle decir esto… Ante un culpable o un presunto culpable que se encuentra en su despacho, ¿es usted capaz de determinar la parte de responsabilidad que puede serle imputada?
—Pocas veces… Los psiquiatras suelen…
—Esta biblioteca está llena de obras debidas a la pluma de eminentes psiquiatras… Los de antes en su mayoría decían «responsable», y se marchaban con la conciencia tranquila… Vuelva a leer, por ejemplo, a Henri Ey.
—Ya sé…
—¿Habla usted inglés?
—Muy mal.
—¿Sabe usted a qué llaman ellos tener un hobby?
—Sí… A un pasatiempo… A una actividad gratuita… A una manía…
—¡Perfectamente! Mi querido señor Maigret, mi hobby, mi manía, como dicen algunos, es el artículo 64… No soy el único, lo sé, a quien dicho artículo preocupa… Y este famoso artículo no se encuentra sólo en el Código francés… Redactado en términos más o menos idénticos, lo tienen en Estados Unidos, en Inglaterra, en Alemania, en Italia…
Parendon se animaba por momentos. Su cara, más bien pálida, de repente se había puesto roja y agitaba sus pequeñas manos con inesperada energía.
—Somos miles en el mundo, mejor dicho, decenas de miles, los que nos hemos impuesto el deber de cambiar este afrentoso artículo 64, vestigio de tiempos pasados. No se trata de ninguna sociedad secreta. En la mayoría de los países existen agrupaciones oficiales, se habla de ello en revistas, en periódicos… ¿Sabe qué se nos contesta?
Y, como si tratara de personalizar este se, echó una ojeada al retrato de su suegro.
—Nos dicen: «El Código Penal es un todo en el que si se cambia una piedra el edificio entero amenaza con derrumbarse…». Se nos objeta también: «Si les hiciéramos caso acabaría siendo un médico y no un juez quien tendría en sus manos la justicia».
»Podría hablarle horas y horas. He escrito numerosos artículos sobre este asunto. Ya le diré a mi secretaria que le mande algunos, aunque esto pueda parecer un acto de presunción por mi parte… En cambio, para los magistrados, son seres que deben encasillarse en uno u otro cajón de un modo casi automático… ¿Comprende?…
—Sí…
—A su salud…
Volvió a tomar aliento y prosiguió diciendo, algo sorprendido por su propia dialéctica:
—Hay pocas personas con las que yo pueda hablar con el corazón en la mano… ¿No me ha encontrado raro?
—No.
—No le he preguntado siquiera para qué quería verme… Estaba tan contento de tener la oportunidad de saludarle, que ni se me ha ocurrido preguntárselo. —Y añadió con ironía—: Espero que no habrá venido a consultarme algo sobre Derecho Marítimo.
Maigret había sacado la carta de su bolsillo.
—Esta mañana he recibido esta carta por correo. No está firmada. No tengo ni siquiera la certeza de que proceda de su casa… Sólo le pido que me haga el favor de examinarla…
Curiosamente, como si lo que más le interesara de aquel papel fuera el tacto, lo cogió inmediatamente con la mano.
—Se diría que es el que yo uso… No es fácil de encontrar… La última vez tuve que hacer el pedido directamente al taller…
—Precisamente gracias al papel he dado con usted.
Parendon había cambiado de gafas, cruzó sus cortas piernas, y leía moviendo los labios y murmurando de vez en cuando algunas sílabas:
… Un asesinato será cometido muy pronto… Tal vez por alguien que conozco o tal vez por mí mismo incluso…
Releyó ese párrafo atentamente.
—Se diría que cada palabra ha sido escogida con gran cuidado, ¿verdad?
—Sí, ésa es la impresión que a mí me ha producido esta carta también.
… Es inevitable…
—Esta frase no me gusta tanto, resulta algo redundante.
En seguida devolvió el papel a Maigret y cambiándose otra vez de gafas dijo:
—Es curioso…
No era ya el hombre de los grandes discursos llenos de énfasis. Es curioso. Éste había sido todo su comentario.
—Hay un detalle que me ha impresionado —dijo Maigret—. El autor de esta carta no me llama señor comisario, como suele hacerlo todo el mundo, sino que me nombra con mi título oficial: Señor inspector jefe…
—A mí también me ha llamado la atención. ¿Ha puesto usted el anuncio?
—Sí, aparecerá esta noche en Le Monde y mañana por la mañana en Le Figaro.
Lo más raro era que Parendon no estaba sorprendido o que, si lo estaba, no lo demostraba. Se había quedado mirando por la ventana el tronco nudoso de un castaño; un ligero ruido atrajo su atención. Tampoco esta vez se sorprendió. Volvió la cabeza y murmuró:
—Entra, querida…
Y se levantó al momento diciendo:
—Te presento al comisario Maigret en persona…
Una mujer de cuarenta años, elegante, decidida y de ojos extrañamente móviles, estaba ante él. Necesitó sólo breves segundos para examinar al comisario de la cabeza a los pies. ¿Habría sido capaz de ver la gota de barro de su zapato izquierdo? Posiblemente sí.
—Encantada de conocerle, señor comisario… ¿Espero que no habrá venido usted a arrestar a mi marido?… Con lo delicado que está de salud, en lugar de llevarlo a la cárcel lo tendría que llevar a la enfermería.
No decía aquello con sarcasmo, pero lo decía, y con la más encantadora de las sonrisas.
—Debe tratarse de algo referente a alguno de nuestros criados, ¿no?
—No, no he recibido ninguna denuncia respecto a ellos; eso además sería de la incumbencia del comisario del distrito…
Se le notaba muy impaciente por saber qué había ido a hacer allí. Su marido se daba cuenta de ello tan bien como Maigret, pero ni uno ni otro, como si se hubieran puesto de acuerdo, trataban de contestar a su muda pregunta.
—¿Qué le parece nuestro armagnac?
Se había fijado en los vasos.
—Querido, espero que no habrás tomado mucho.
Llevaba un traje sastre de un tono claro muy primaveral.
—Bien, señores, les dejo entregados a su trabajo… Quería decirte, querido, que no volveré hasta las ocho… A partir de las siete, si quieres, puedes venir a buscarme a casa de Hortense…
No salió inmediatamente. Encontró el medio, mientras los dos hombres, de pie, se mantenían callados, de dar la vuelta a la habitación, entreteniéndose en cambiar un cenicero de sitio y en colocar debidamente un libro en la estantería.
—Hasta la vista, señor Maigret… Estoy encantada de haberlo conocido, repito… Es usted un hombre muy interesante…
La puerta se cerró tras ella. Parendon se volvió a sentar. Esperó todavía un poco como si temiera que la puerta se volviera a abrir. Y luego se echó a reír con una risa casi infantil.
—¿La ha oído?
Maigret no sabía qué decir.
—Es usted un hombre muy interesante… Estará furiosa porque no le ha dicho nada… No sólo ignora lo que usted ha venido a hacer aquí, sino que además tampoco le ha dicho nada ni de la elegancia de su vestido ni de su juventud… La mayor alegría que habría podido darle, comisario, habría sido tomarla por mi hija…
—¿Tiene usted una hija?
—Sí, de dieciocho años. Ha terminado el bachillerato y ahora ha empezado a estudiar unos cursos de Arqueología… Ya veremos lo que dura… El año pasado quería ser analista… Casi no la veo, sólo alguna vez a la hora de cenar cuando nos hace el honor de hacerlo con nosotros… Tengo un hijo también, Jacques, de quince años, estudia cuarto curso de bachillerato en el Instituto Racine… Eso es todo, no tengo más hijos…
Hablaba con ligereza, como si las palabras no tuvieran importancia o como si le gustara burlarse de sí mismo.
—Perdone, le estoy haciendo perder tiempo inútilmente. Hablemos otra vez de la carta… Mire, esa carta está escrita con mi papel de cartas… Sus peritos le dirán si efectivamente es el que yo uso, pero yo de antemano le digo que estoy seguro de que lo es… Me atrevo a asegurarlo antes incluso de que lo analicen…
Pulsó un timbre, esperó, vuelto hacia la puerta.
—Señorita Vague, ¿quiere hacer el favor de traerme uno de los sobres corrientes?
Añadió:
—Pagamos a nuestros acreedores con cheques a fin de mes… Sería ridículo que para arreglar mi estado de cuentas me sirviera de sobres de papel especial con membrete grabado… Uso sobres blancos corrientes para ese tipo de cosas, naturalmente.
La muchacha trajo uno en seguida.
—Puede usted compararlos. Si el sobre y el papel coinciden podrá estar casi seguro que la carta ha salido de aquí…
Tal contingencia, a decir verdad, no parecía preocuparle demasiado.
—¿No ve usted ninguna razón que hubiera podido inducir a alguien a escribir esta carta?
El abogado se quedó mirando a Maigret algo aturdido al principio, después un poco desilusionado.
—¿Razones?… No esperaba que pronunciara usted esta palabra, señor Maigret… Comprendo que tenía que hacer la pregunta… Pero ¿por qué hablar de razones? Cada uno debe de tener las suyas…
—¿Viven ustedes muchos en esta casa?
—De modo permanente, pocos… Sólo mi mujer y yo…
—¿Duermen ustedes en habitaciones separadas?
Parendon echó una mirada fulgurante a Maigret.
—¿Cómo lo ha adivinado?
—No lo sé… lo he preguntado casi sin pensar…
—Pues es cierto que dormimos en habitaciones separadas… A mi mujer le gusta acostarse tarde y permanecer en la cama hasta altas horas de la mañana. En cambio, yo soy un madrugador… Puede usted examinar todas las habitaciones si quiere… Le aseguro que no he cambiado nada de sitio ni tocado nada…
»Cuando mi suegro (ojeada al Presidente) se retiró y fue a vivir a la Vendée, hubo un llamémosle consejo de familia… Son cuatro hermanas, las cuatro casadas. Se hizo un reparto de la herencia y mi mujer recibió este piso con todo lo que contiene, incluido el retrato y los bustos…
No reía ni sonreía. Había algo más sutil en su expresión.
—Una de sus hermanas heredará la mansión de la Vendée, situada en el bosque de Vouvant, y las otras dos se repartirán los títulos… Los Gassin de Beaulieu poseen una gran fortuna, o sea que habrá para todos…
»En realidad, vivo, pues, en casa de mi suegro, no en mi casa. Sólo son míos los libros, los muebles de mi habitación y ese despacho…
—Su padre vive todavía, ¿verdad?
—Efectivamente, vive casi enfrente, en la calle de Miromesnil, en un piso donde piensa pasar sus últimos días. Es viudo desde hace treinta años. Era cirujano…
—Un cirujano célebre…
—Sí… También sabe eso, veo… Entonces también debe de saber que su máxima afición no era el artículo 64, sino las mujeres… Nosotros teníamos un piso tan grande como éste, pero bastante más moderno en la calle Aguesseau… Ahora vive allí mi hermano con su mujer. Es médico, neurólogo… Creo que he terminado con la familia de momento… Ya le he hablado de mi hija, Paulette, y de su hermano Jacques. Le diré que si quiere serle simpático tendrá que llamarla Bambi y que se obstina en llamar a su hermano Gus… Supongo que todo esto se le pasará… Y si no ¡qué más da! No tiene demasiada importancia tampoco.
»En cuanto a los criados, como diría mi mujer, ya ha visto usted al mayordomo Ferdinand… Se apellida Fauchois… Procede de Berry, como mi familia… Es soltero. Su habitación está al fondo del patio, encima del garaje… Lisa, la doncella, duerme en la casa, y una tal señora Marchand viene todos los días a hacer la limpieza. ¡Ah! Me olvidaba de la señora Vauquin, la cocinera; su marido es pastelero y por las noches prefiere irse a su casa…
»¿No toma notas?
Maigret se limitó a sonreír, después se levantó y se dirigió hacia un cenicero para vaciar su pipa.
—Y está también la señorita Vague… Es su verdadero apellido y ella no lo encuentra nada ridículo… Yo siempre he llamado a mis secretarias por el apellido… Nunca habla de su vida personal, y tendría que ir a consultar su ficha para recordar su dirección…
»Lo único que sé es que coge el metro para volver a su casa y que puedo hacerla salir tarde sin que eso la contraríe… Debe de tener unos veinticuatro o veinticinco años, es raro verla de mal humor…
»En mi despacho tengo de ayudante a un chico muy ambicioso. Se llama René Tortu; su despacho está al fondo de este corredor.
»Y por último, sólo me falta mencionar a ese a quien todos llamamos el escriba. Es un chico de unos veinte años, hace poco que ha llegado de Suiza y según creo tiene aspiraciones de autor dramático… Sirve para todo…
»Cuando me encargan algún caso, casi siempre es algo de gran envergadura. Están en juego millones y millones, y entonces, durante una o varias semanas, trabajo día y noche… Después vuelvo a caer en la rutina y dispongo otra vez de tiempo para…
Enrojeció y esbozó una sonrisa.
—Para ocuparme de nuestro artículo 64, señor Maigret… Un día tiene que decirme qué opina sobre él… Entretanto voy a dar las oportunas instrucciones para que pueda circular libremente por la casa, y para que todos contesten sinceramente a cuantas preguntas quiera hacerles…
Maigret lo miraba, turbado, y se estaba preguntando si estaba frente a un astuto actor o, al contrario, si era aquél un hombrecillo desgraciado que se consolaba haciendo gala de un humor sutil.
—Seguramente vendré mañana por la mañana, pero no le haré perder tiempo.
—Estoy seguro, probablemente seré yo quien se lo haré perder a usted.
Se estrecharon la mano y el comisario no pudo dejar de pensar que aquella mano que tenía entre las suyas parecía la de un niño.
—Gracias por su acogida, señor Parendon.
—Gracias por su visita, señor Maigret.
El abogado le siguió con sus pequeños y apresurados pasos hasta el ascensor.