La Confederación murió junto a Tarsonis. Allí había acumulado tanto poder y prestigio que arrastró al resto de la Confederación en su caída.
Arcturus Mengsk hizo de médico forense, desde luego, realizó la autopsia y declaró que el paciente había fallecido de una gigantesca indigestión de zerg, agravada por traumatismo protoss. La ironía de que las huellas dactilares de Mengsk estuvieran por toda el arma asesina de la Confederación le importó bien poco a muchos y fue ignorada por la mayoría. Como cabría esperar, no era algo que saliera en las noticias de la RNU por aquel entonces.
Antes de que el último soldado confederado fuese engullido en una colmena zerg, Mengsk declaró el Dominio Terráqueo a fin de unir a los planetas supervivientes, un reluciente nuevo fénix que se alzaría de las cenizas y hermanaría a toda la humanidad. Sólo si permanecíamos unidos, declaró el líder rebelde, podríamos derrotar a la amenaza alienígena.
El primer dirigente de este flamante gobierno fue el emperador Arcturus Mengsk I, elevado al trono por petición popular.
La ironía de aquel último detalle, de que la petición más sonora fuese la del propio Mengsk, también pasó desapercibida para la mayoría de la población.
EL MANIFIESTO DE LIBERTY
Aun cuando no les sobrara el tiempo, volaron en círculo durante otros veinte minutos, buscando rezagados que se hubieran quedado en tierra. Lo único que encontraron fueron montones de zerg y tierras devoradas por el escalofrío. Por fin, atendiendo a las repetidas protestas del piloto de la nave de salto, se elevaron. Bajo ellos, el suelo arrasado por los zerg construía nuevas estructuras de carne gótica. Los haces de luz de las armas de los protoss restallaban en el horizonte igual que una tormenta eléctrica de verano.
Mengsk se puso en contacto con la nave de salto mientras ascendía, en una llamada general a todas las naves de la zona. El rostro del terrorista estaba sereno, pero era una serenidad pétrea que no conseguía traspasar los límites del monitor. Sus ojos resplandecían de avaricia.
—Caballeros, lo han hecho muy bien, pero recuerden que aún queda trabajo por hacer. Se han sembrado las simientes de un nuevo imperio, y si esperamos recoger la cose…
Raynor se inclinó hacia la cámara montada en el monitor y accionó un conmutador.
—¡Bah, vete al infierno! —gruñó.
Mengsk lo oyó. Las pobladas cejas se juntaron entre los ojos del líder rebelde.
—Jim, comprendo tu naturaleza impulsiva, pero estás cometiendo un tremendo error. No te interpongas en mi camino, muchacho. Ni se te ocurra cruzarte en mi camino. He sacrificado demasiadas cosas como para permitir que esto se desmorone.
—¿Te refieres a que has sacrificado a Kerrigan? —espetó Raynor.
Mengsk retrocedió como si Raynor hubiese atravesado el espacio y le hubiera abofeteado. Enrojeció.
—Te arrepentirás. Me parece que no te das cuenta de cuál es mi situación. Nadie va a detenerme.
Raynor por fin había resquebrajado la gruesa costra que cubría al líder de la rebelión y había descubierto al hombre que yacía debajo. Mengsk se había enfadado, las venas se abultaban en la base de su cuello.
—Nadie va a detenerme —repitió—. ¡Ni tú, ni los confederados, ni los protoss, ni nadie! Voy a gobernar este sector o veré cómo se convierte en cenizas a mi alrededor. Si alguno de vosotros intenta cruzarse en mi…
Raynor apagó el sonido y vio cómo Mengsk escupía y aullaba en silencio en la pantalla.
—Le has tocado la fibra —dijo Mike—. Por fin.
—Será por algo que he dicho —repuso Raynor, aunque no sonrió cuando lo dijo.
Inmersos en el silencioso zumbido de la nave de salto, Mike añadió:
—Siento lo de Sarah. —No sonaba mejor que antes, en la superficie.
Raynor se sentó junto a Mike y observó la cubierta por un momento.
—Ya, también yo. No tendría que haber permitido que fuera sola.
—Sé por lo que estás pasando.
—¿Qué, ahora también tú eres telépata?
Mike se encogió de hombros.
—Soy humano. Eso es lo que importa. Ha sido una guerra muy larga. Todos hemos sufrido pérdidas. Todos hemos visto cosas que preferiríamos no haber visto. Un hombre muy listo me dijo una vez que los vivos se sienten culpables por seguir vivos. Y no, no es culpa tuya.
—Pues lo parece. —Se produjo el silencio en la cabina de la nave de salto. Al cabo, el otrora agente de la ley meneó la cabeza—. No se ha terminado. A los protoss y a los zerg se la traerá floja que sea Mengsk el que dirija ahora el cotarro. No les importan las guerras humanas ni los líderes humanos. Pelean por todo el espacio humano. No se ha terminado.
—Para mí sí. No soy ningún guerrero. He jugado a serlo, pero soy un reportero. Mi sitio no está en el campo de batalla, sino detrás de un teclado o enfrente de una holocámara.
—El universo ha cambiado, hijo. ¿Qué planes tienes?
Le tocó a Mike tomarse su tiempo antes de responder.
—No lo sé —dijo, al cabo—. Quiero ayudar, supongo. Eso no puedo evitarlo. Pero tendrá que ser distinto a esto.
La nave de salto tenía una autonomía limitada, pero consiguieron un paseo fuera del sistema a bordo del Thunder Child, un crucero clase Leviatán que hacía tan sólo cuatro horas y un motín había estado al servicio de la Confederación. Ahora, como la mayoría de las naves humanas, se retiraba del combate, dejándole Tarsonis a los zerg, los protoss y a aquellos pobres ilusos que creyeran que los búnkeres subterráneos constituían un refugio seguro.
El oficial de comunicaciones a bordo del Child se reunió con ellos en la plataforma levadiza.
—Tengo un mensaje para usted de parte de Arcturus Mengsk.
—¡Mengsk! —escupió Raynor—. ¿Es que quiere que le haga un nuevo agujero?
—No es para usted, señor, sino para don Michael Liberty, con énfasis en el don. Puede escucharlo en la sala de comunicaciones, si lo desea.
Raynor alzó una ceja cansada. Mike le indicó que lo acompañara. El antiguo alguacil planetario, antiguo capitán rebelde, antiguo revolucionario, se acomodó en una silla fuera del ángulo de visión de la cámara de la consola de comunicaciones. Mike accionó el conmutador de respuesta y aguardó a que el mensaje traspasara el espacio desde el Hyperion.
Arcturus Mengsk apareció en la pantalla. Hasta el último cabello en su sitio, hasta el último gesto perfecto y estudiado. Era como si el incidente anterior no hubiera ocurrido nunca.
—Michael —saludó, radiante.
—Arcturus —respondió Mike, sin sonreír siquiera.
Mengsk pareció compungido por un momento, como si cavilara con cuidado lo que iba a decir a continuación. Antes habría surtido efecto, pero ahora era un manierismo vacuo y desprovisto de emoción, algo que resultaba evidente que el líder rebelde había ensayado. Michael casi esperaba que saliera de detrás de la mesa y se sentara en el borde.
—Me temo que no tengo palabras para expresar mi pesar por Sarah. No sé qué decir.
—El capitán Raynor tenía una lista de palabras —espetó Mike, expulsando fuego por los ojos.
—Algún día, espero que Jim y yo podamos hablar de ello. —Su sonrisa era forzada y tensa. Había ocurrido algo, y la enorme burbuja que lo rodeaba había estallado—. Pero no te he llamado por eso. Aquí hay alguien que quiere decirte algo.
Mengsk salió del encuadre para pulsar un interruptor y un nuevo rostro reemplazó al del futuro emperador del universo humano. Una cabeza que empezaba a ralear dominada por un par de cejas pobladas.
—¿Handy?
—¡Mickey! —exclamó Handy Anderson—. ¡Cómo me alegro de verte, compañero! ¡Sabía que si había alguien capaz de sobrevivir a todo este lío, ése eras tú! ¡Tienes la suerte de cara!
—Anderson, ¿dónde estás?
—Aquí, en el Hyperion, claro. Arcturus me recogió de una nave de refugiados. Ya me ha contado lo bien que se te ha dado esto. Estás hecho todo un soldado. ¿Por qué te olvidaste de los informes?
—Te envié los informes. Tú los cambiaste, ¿recuerdas? ¿No te suena algo acerca de que Mengsk me había capturado?
—Un montaje de nada. Lo justo para tener contentas a las autoridades, Dios los acoja a todos en su seno. Sabía que lo comprenderías.
—Handy…
—En cualquier caso, he oído que has hecho un trabajo excelente. Quería que supieras que, pese a la presente situación, puedes volver a tu antiguo empleo.
—Mi antiguo…
—Claro. O sea, la gente que te quería muerto ya ha abandonado el negocio, por un motivo o por otro. He estado charlando con Arcturus, aquí presente, y hemos pensado que podríamos nombrarte enlace de prensa oficial con su gobierno. Te tiene en gran estima, ¿sabes? Al parecer, te lo has metido en el bolsillo con tu arrolladora personalidad.
—Anderson, no sé yo si… —Mike se palmeó la frente.
—Escucha. Éste es el trato —dijo el jefe de prensa—. Tendrías tu propio despacho, al lado del de Arcturus. Acceso absoluto, todo el tiempo. Viajas, cubres las cenas, las entregas de premios. Dietas a mogollón. Mogollón de seguridad. Es un chollo. Demonios, podría conseguirte a alguien para que escribiera los informes a máquina por ti. Te digo…
Mike apagó el sonido. Anderson siguió hablando, pero Mike había dejado de mirarle.
Observaba su propio reflejo en la lisa superficie de la pantalla. Estaba más delgado que la última vez que hablara con Anderson, y tenía el cabello más desgreñado. Pero también había algo más, en su mirada.
Sus ojos miraban más allá de la consola, más allá de las paredes de la nave. Era una mirada distante, dura, la mirada que él antes hubiera creído propia de alguien desesperado, pero que ahora comprendía que era de determinación. Veía más de lo que le rodeaba.
Había visto aquella mirada en el rostro de Raynor, cuando murió Mar Sara.
—¿Cuándo se va a dar cuenta de que no estás escuchándole? —gruñó Raynor.
—Eso no le ha pasado nunca todavía —dijo Mike. Se mordisqueó el labio por un instante—. Ya sé lo que quiero hacer. Tengo que empezar a utilizar mi martillo.
Raynor exhaló un suspiro.
—A ver, otra vez, en cristiano.
—Cuando lo único que tienes es un martillo, todo te parecen clavos —citó Mike—. No soy ningún guerrero. Soy un periodista. Debería empezar a utilizar mis armas de periodista por el bien de la humanidad. Sacar la historia a la luz. La verdadera historia.
Mike apuntó a la pantalla con el pulgar. Handy Anderson por fin se había dado cuenta de que no se le oía. El calvo jefe de redacción tocó la pantalla y formuló con los labios una pregunta muda.
—Quiero alejarme todo lo posible de Arcturus Mengsk. Y luego quiero empezar a contar la verdad acerca de todo esto. Si no lo hago, será la gente como él la que determine lo ha ocurrido. —Mike volvió a señalar la pantalla—. Como él y como Arcturus Mengsk. No creo que la humanidad sobreviviera a tantas mentiras.
Raynor esbozó una sonrisa, franca y amplia.
—Me alegro de tenerte de vuelta.
—Me alegro de haber vuelto —dijo Mike, observando al desconocido de mirada perdida reflejado en el monitor. Meneó la cabeza y añadió—: Me vendría de perlas un cigarro.
—A mí también. No creo que haya ninguno en esta bañera. Míralo por el lado bueno: al menos todavía tienes tu abrigo.