16. Brumas de guerra

No nos engañemos, los zerg y los protoss tenían nuestras cabezas en bandeja. Sí, no se parecían a nada de lo que hubiésemos visto antes. Sí, su biología era diferente. Sí, su tecnología, o lo que nosotros entendíamos por tal, era más avanzada que la nuestra en una decena de áreas. Y, desde luego, eran beligerantes y agresivos en grado sumo, sabían dónde estábamos y la sorpresa jugaba a su favor.

Pero (y éste es un Pero con pe mayúscula), los humanos debemos de ser los tíos más tercos de toda la galaxia. Llevábamos peleándonos entre nosotros desde que aparecimos en el sector, y habíamos mejorado nuestra tecnología bélica hasta un punto en el que nos equiparábamos con ellos en más de un sentido. Teníamos las ventajas de las líneas interiores de abastecimiento (jerga militar para «rodeado») y el terreno nativo (jerga militar para «vamos a pegarnos con ellos en la sala de estar»). Podríamos haber acabado con ellos si hubiésemos aunado nuestros esfuerzos.

¿Qué es lo que ocurrió? Lo mismo que nos convertía en buenos guerreros (lo mismo que nos impulsaba a pelear entre nosotros), también nos impidió sumar fuerzas en el momento de mayor necesidad. No podíamos unirnos bajo un estandarte, ni siquiera formar una coalición. De hecho, cada vez que se presentaba la oportunidad, una facción o la otra hacía algo para ser la primera en satisfacer sus propios planes políticos. A menudo, a expensas del resto de la humanidad. No me imagino al enjambre de zerg ni a los refulgentes protoss víctimas de impulsos básicos tan humanos como la codicia, la sed de poder y la pura testarudez. Impulsos humanos básicos todos ellos, desde luego, por eso eran no humanos los que nos estaban dando para el pelo.

EL MANIFIESTO DE LIBERTY

—¿No lo sabías, verdad? —preguntó Mike—. ¿No sabías que los protoss vendrían aquí? ¿Cómo es posible?

—Cachorro insolente —espetó Mengsk. Se acercó a su consola y escrutó una docena de pantallas al mismo tiempo—. Pues claro que sabía que los protoss iban a venir. Persiguen a los zerg como si fueran amas de casa cazando moscas con un periódico enrollado, esperando a que aparezcan para despachurrarlos. Lo que no me esperaba era que aparecieran tan pronto.

Mike sonrió, contra su voluntad. Cualquier cosa capaz de molestar al gran Arcturus Mengsk bastaba para hacerle feliz. Y, bien considerado, si los protoss se habían puesto en contacto con Mengsk, probablemente lo reconocerían como al político falso que era y habrían estado esperando en el espacio de torsión a la espera de que hiciera algo así.

Mengsk se paseó delante de un varias pantallas. Profirió una maldición ahogada. Al cabo, accionó un conmutador y exclamó:

—¡Duke!

El rostro vapuleado del general apareció en el monitor.

—Señor, ¿ha considerado mi propuesta referente al capitán Raynor?

—Ahórrate tus insignificantes altercados —espetó Mengsk—. Reúne a los comandantes de la zona. Los protoss están aquí.

—Sí, señor, lo sabemos —dijo Duke, orgulloso—. Pero eluden nuestras fuerzas y se concentran en las colmenas de los zerg. —Guardó silencio y parpadeó, ajeno al hecho de que aquello pudiera ser una mala señal.

—Si las fuerzas de los protoss llegan hasta los zerg —dijo Mengsk, recalcando cada palabra—, éstos se pelearán con ellos y no con los confederados. Si los protoss llegan hasta los zerg, los confederados podrían escapar. ¡Las Antiguas Familias huirían y, con el ellas, el corazón del poder de la Confederación!

Duke volvió a parpadear. Se le desencajó el rostro.

—Entonces, tenemos que detener a los protoss. Puedo enviar un mensaje pidiéndole a esos moscones relucientes que se retiren.

Mengsk le ignoró y accionó más conmutadores.

—Envíe a la teniente Kerrigan con una fuerza de asalto para interceptar a la avanzadilla de los protoss. El capitán Raynor y el general Duke permanecerán en la nave de mando.

El rostro colérico de Raynor, tan rojo como la superficie de Tarsonis, apareció en otra pantalla.

—¿Primero le vende a los zerg hasta la última persona de este mundo, y ahora nos pide que detengamos a los protoss? Está chiflado. ¿Y va a enviar a Kerrigan allí abajo sin ningún apoyo?

El rostro de Mengsk había pasado de la agitación de la sorpresa a la seguridad de la calma. La burbuja de realidad se había estremecido, que no roto. Mike se preguntó qué haría falta para que se desplomara la fachada de aquel hombre, y qué ocurriría cuándo se le cayera la máscara. ¿Habría siquiera un semblante real que revelar?

Mike se dio cuenta de que podía quedarse, meter cizaña y discutir, y puede que incluso obtuviera alguna respuesta iracunda del terrorista. Mengsk comenzaba a ofrecer el aspecto de quien tiene un pie en el aire al borde del precipicio, pero tenía razón en una cosa: Michael Liberty ya no pensaba intentar salvar el alma de Arcturus Mengsk.

Había otras personas más necesitadas de su ayuda.

Mike partió en busca del ascensor. Tras él, Mengsk dijo, con calma:

—Tengo una confianza absoluta en la habilidad de Kerrigan para mantener a raya a los protoss.

Las puertas del ascensor se cerraron mientras la voz de Raynor espetaba:

—Esto es una mier…

Mike bajó al lugar donde, esperaba, Raynor había reunido a algunos aliados.

Sin proponérselo, rezó para que Kerrigan hubiese cambiado de opinión y estuviese allí también.

* * *

Había cerca de dos docenas de hombres en el barracón de Raynor. Algunos ya se habían embutido sus armaduras de batalla. Otros se apresuraban a imitarlos. Raynor estaba delante del comunicador.

Kerrigan no estaba allí físicamente. Sin embargo, su voz, aflautada en el receptor de pulsera, resonaba en el cuarto.

—¡No le debes tanto! —exclamó Raynor—. Demonios, te he salvado el trasero en infinidad de… Kerrigan lo interrumpió.

—Jimmy, déjate de monsergas en plan cabañero de brillante armadura. A veces te queda bien, pero no… —Una pausa, como si recapacitara— no ahora. —Sonaba cansada y abatida. Casi derrotada—. No me hace falta que me rescaten. Sé lo que me hago. Cuando nos hayamos ocupado de los protoss, podremos centrarnos en los zerg. —Inhaló con fuerza—. Arcturus entrará en razón —dijo, aunque a Mike le pareció que no sonaba demasiado esperanzada—. Sé que lo hará.

Los labios de Raynor eran una fina línea enmarcada por su barba rubia anaranjada.

—Espero que te vaya bien, querida… Buena caza.

Apagó el comunicador y miró a Mike.

—Vamos tras ella —dijo éste, lisa y llanamente.

—Ya te digo que si vamos. Vístete. Trae tu equipo. Tal vez no nos reciban con los brazos abiertos a nuestro regreso.

Mike se deslizó dentro de uno de los trajes de combate vacíos.

—Mengsk la ha cagado de lo lindo. —Sus manos volaban automáticamente de las junturas a los sellos—. Cuando Kerrigan se enfrente a los protoss, nos tratarán como a enemigos. A todos. Y hay un montón de maquinaria protoss flotando por el sistema en estos precisos momentos, en órbita alrededor de Tarsonis.

Raynor gruñó su aquiescencia mientras repasaba los sistemas de su traje. Había remendado casi todo el daño que le infligiera Duke con anterioridad, pero Mike se fijó en que algunos de los chivatos seguían parpadeando con una fea luz amarilla bajo su visor.

—Así que tenemos que esquivar a los pájaros de los protoss además de a los zerg —comentó Raynor—. ¿Es que nunca nos lo van a poner fácil?

—Por eso nos encanta el riesgo —dijo Mike, más para sí que para nadie más. Cogió la mochila llena de información robada y, en el fragor del momento, colocó su viejo abrigo, el regalo de la sala de prensa, en lo alto. Presentaba quemaduras de láser, manchas de sangre y de otros fluidos menos reconocibles, y se había tostado bajo soles extraños. Estaba raído, ajado y desteñido.

«Casi como yo», pensó Mike, empujando el abrigo con fuerza dentro de la mochila, de modo que encajara todo. No había nada más que quisiera conservar de la taquilla. Levantó la bolsa, se la echó a la espalda de su armadura y siguió a Raynor al exterior.

La nave había entrado en alerta roja en cuanto aparecieron los protoss. Los hombres de Raynor atravesaban pasillos iluminados de escarlata en dirección a las plataformas de las naves de salto. Mike podía sentir las fuerzas G a través de la coraza; la gran nave de mando estaba abriéndose paso a través de algo, aunque no podía saber si se trataría de escombros o de fuego enemigo.

—¿Crees que conseguiremos salir de la nave? —preguntó, cuando llegaron a la plataforma de aterrizaje.

—Claro —repuso Raynor—. Los pilotos de las naves de combate son buena gente. No temen la ira de Duke, ni a nada, ya puestos. Siempre pueden decir que les amenacé para que nos bajaran.

—Tal vez no teman mi ira, pero tú deberías —intervino el general Duke, desde las sombras.

Las luces cambiaron del rojo al amarillo, y Mike vio a Duke de pie en medio de las naves de salto, junto a dos escuadrones de marines. Sus armas apuntaban a los hombres de Raynor. Duke acunaba su propia arma, un rifle gauss confiscado, con el brazo izquierdo. La mano diestra pendía inútil a un costado.

—¿Ibas a alguna parte, muchacho? —dijo Duke. Una amplia sonrisa apareció por encima del cierre hermético de su casco. Seguía teniendo sangre seca en la comisura de los labios. Tal vez fuera para él como una medalla al honor, pensó Mike, o una afrenta a reparar.

—Vamos en pos de Kerrigan —dijo Raynor—. Necesita apoyo, da igual lo que diga Mengsk.

—Esa cría necesita únicamente lo que Mengsk diga que necesita —roncó Duke—. Pero me alegro de que os hayáis tomado la molestia. Ahora dispongo de una prueba sólida de amotinamiento, y de los traidores para acompañarla.

Mike estudió a los marines. Todos habían sido resocializados neuronalmente y, peor aún, estaban cargados hasta las orejas de estimulantes. Sus pupilas eran prácticamente invisibles. En ese estado, era como si estuvieran conectados al sistema nervioso de Duke. En cuanto el general diera la orden, saltarían de forma automática, o dispararían, o se tirarían al suelo para hacer veinte flexiones, sin pensárselo dos veces.

Por tanto, la solución consistía en evitar que el general diera esa orden.

—Mengsk se sentiría muy decepcionado si nos matara.

Duke estalló en carcajadas.

—Le responderé con una de sus citas favoritas: «Es más fácil buscar perdón que ganarse el permiso». A ver, los muchachos que vais con Raynor, tirad las armas ahora mismo y rendíos. Tal vez así os deje con vida.

Raynor no se movió. Tras él, Mike podía oír cómo algunos de sus guardabosques comenzaban a depositar los rifles sobre la cubierta, despacio.

En ese momento, el Hyperion se escoró violentamente. Algo grande había golpeado contra uno de sus costados. Los marines, gracias a las pesadas suelas de sus botas, se balancearon en el sitio, y la puntería de Duke se desvió por un instante.

Cuando volvió a enderezar el arma, Raynor ya había desenfundado su rifle y le apuntaba con él.

—Esto se pone cada vez mejor —dijo Duke, exhibiendo una sonrisa cuajada de dientes tan grandes como amarillos.

—No creo que tengas agallas —amenazó Raynor.

—Tú guiña un ojo, muchacho, y mis hombres te darán tanto plomo que podrás montar una herrería. Vamos, tira el arma a la de tres. Uno… Dos…

Se dejó oír un chirrido estridente, y el hombro de Duke estalló en una lluvia de metal fundido. Todos los marines dieron un respingo apuntaron con sus armas en todas direcciones, pero no dispararon. Les había ordenado que esperaran hasta que les dieran la orden.

El general se calló de rodillas, muy despacio. Su arma traqueteó en el suelo. Su armadura siseó cuando los anillos de presurización aislaron el hombro herido y las ampollas médicas bombearon narcóticos dentro del torrente sanguíneo del general.

Se levantó una voluta de humo del cañón de la pistola de agujas. Mike amartilló el arma y otra ronda ocupó su lugar con un chasquido.

—Me parece que ya va siendo hora de que cierre la boca —le dijo Mike al general.

—Puedo hacer que te frían en el sitio —dijo Duke. Los medicamentos de la armadura comenzaban a surtir efecto, y su voz sonaba pastosa.

Mike avanzó dos pasos.

—Adelante. Usted irá primero. Dé la orden, general.

Duke vaciló, su visión se tornó borrosa por un momento cuando las drogas alcanzaron su sistema de lleno. Se mantenía despierto por pura tozudez.

—No tienes agallas —consiguió balbucir.

—Póngame a prueba. Ya he aprendido a disparar a blancos humanos.

El silencio imperó en la plataforma de aterrizaje por un momento, hasta que lo rompió Raynor.

—Señores, recojan sus armas. Nos vamos de aquí.

Los hombres de Raynor recuperaron sus rifles y se abrieron paso a través de los marines rebeldes. Sin las órdenes específicas de Duke, no podían abrir fuego sobre blancos posiblemente amistosos. Raynor se detuvo junto a Mike y Duke, de rodillas.

—Ve tú delante —dijo Mike—. Ya os alcanzaré.

El rostro de Duke se había vuelto ceniciento, y las pupilas habían desaparecido de sus ojos lechosos. No quedaba en él ningún pensamiento racional, tan sólo el odio y la cobardía se debatían dentro de su mente.

—Si alguna vez vuelvo a verte —siseó—, te mataré.

—Más le vale que apunte bien a mi espalda —repuso Mike—, porque ésa será la única forma de que pueda disparar usted primero.

Las drogas se apoderaron de Duke, que se desplomó de espaldas.

Mike se volvió hacia los marines con cara de zombis.

—Llévenlo a la enfermería y despejen la pista para el despegue.

Los marines respondieron con un gruñido y, tras recoger a su líder caído, se marcharon.

Mike corrió hacia la nave de salto. Los motores ya habían comenzado a silbar cuando enfiló la plataforma levadiza.

Raynor no se había equivocado con respecto a los pilotos de las naves de salto. El piloto había tecleado las coordenadas y había solicitado los permisos antes de que Mike llegase a bordo. Habían comenzado a evacuar la atmósfera y la nave de salto salió disparada del Hyperion para adentrarse en el caos.

El espacio estaba desmoronándose a su alrededor. El Hyperion volaba a través de un campo de escombros, algunas de las piezas aún ardían mientras el aire se escapaba del casco agujereado, restos de otra nave humana que había sucumbido al paso de los protoss. Los rayos de energía hendían el vacío, abrasando las retinas de los observadores.

Mike entró en la carlinga de comunicación/navegación tras la cabina del piloto.

—Intentaré sacar de ahí a la unidad de Kerrigan.

—Eso no va ha hacerle ninguna gracia —dijo Raynor, sombrío, antes de añadir—: De todos modos, hazlo.

Los inmensos cargueros de los protoss surcaban el espacio como bestias imponentes, con sus bandadas de cazas revoloteando alrededor igual que moscas doradas. Naves en forma de media luna descendían en espiral sobre el planeta, y cazas como agujas y exploradores de plata y piedras preciosas buceaban en el campo de escombros.

A sus espaldas, el Hyperion ardía en media docena de puntos. Nada que revistiera gravedad pero, por el momento, Mengsk tendría que preocuparse de algo más que de un antiguo grupo de partidarios ausentes sin permiso. El cañón Yamato del crucero de batalla perforó el cielo con repetidas andanadas, disgregando unidades de cazas protoss.

—¡Tenemos más compañía! —exclamó el piloto de la nave de salto—. ¡Abróchense los cinturones y agárrense fuerte!

Los zerg comenzaban a despegar de Tarsonis. Los grandes cañones voladores, naranjas con alas púrpuras, se estrellaron a cientos contra los cargueros de los protoss. Los siguieron los cangrejos voladores, de mayor tamaño, que parecían menos afectados por los pequeños cazas que los mutaliscos. Ante los ojos de Mike, uno de los cangrejos se zambulló en la turbina de uno de los cargueros, y toda la nave protoss se convirtió en una bola de fuego blanco y azul.

Un par de mutaliscos alados reparó en la nave de salto y se abalanzaron sobre ella, con las entrañas vomitando glóbulos anillados de materia biliosa.

Los rebeldes disponían de escasos recursos que invertir en las defensas de las naves de salto. El piloto masculló una maldición e intentó alejarse de la ruta de colisión.

Mike se dio cuenta de que no iban a conseguirlo y se sujetó anticipando el impacto con el salivazo ácido de los zerg.

Un trío de relámpagos redujo a los mutaliscos atacantes a harapos orgánicos, destrozando sus alas con fuego de láser. Tres Espectros A-17 atravesaron los restos de los zerg como una exhalación y Mike acertó a atisbar la insignia confederada de los pilones de las naves. Desaparecieron, en busca de nuevos aliados y nuevos objetivos.

—¿Ha habido suerte? —preguntó Raynor, por encima del hombro de Mike.

—El tráfico está imposible. Espera. Tengo algo. Está transmitiendo. Lo pondré en la pantalla.

—Aquí Kerrigan. —En el monitor, su rostro se veía exhausto y macilento. Asustada, pensó Mike, y un escalofrío se apoderó de él—. Hemos neutralizado las unidades terrestres de los protoss, pero hay una oleada de zerg que avanza hacia esta posición. Necesitamos evacuación inmediata.

Otra pantalla cobró vida con un parpadeo y el semblante de Mengsk se hizo visible. Algo chisporroteaba intermitentemente cerca de su cara, consiguiendo que apareciera y desapareciera igual que el gato de Alicia.

—Orden denegada —escupió el líder rebelde—. Nos vamos.

Raynor descargó un puñetazo sobre el botón del micrófono.

—¿Cómo? ¿No irá a abandonarlos?

Si Mengsk había escuchado la pregunta de Raynor, no dio muestras de ello. Debido a la interferencia, era probable que no hubiese oído nada.

—Que todas las naves se preparen para alejarse de Tarsonis cuando yo dé la orden.

Un estallido de estática borró la señal de Kerrigan. Algo gordo había caído cerca de ella. Al cabo, regresó.

—¿Chicos, me oís? ¿Qué pasa con la evacuación?

—Maldito seas, Arcturus —masculló Raynor—. No lo hagas.

Mengsk continuó apareciendo y desapareciendo. Por fin, la señal llegó alta y clara.

—Avisen a la flota y sáquennos de la órbita. ¡De inmediato!

—¿Arcturus? —dijo Kerrigan, comparada con Mengsk nada más que un fantasma en la pantalla—. ¿Jim? ¿Mike? ¿Qué demonios está ocurriendo ahí arriba…?

En ese momento, las brumas de la guerra se la tragaron y las pantallas sólo registraron estática.

Raynor golpeó la consola de navegación/comunicación, presa de la frustración.

—El que lo rompe lo paga —dijo el piloto, al tiempo que lanzaba la nave de salto a una espiral en picado para despegarse de la persecución de un par de cangrejos. Con nervios de acero, zambulló el transbordador bajo un explorador protoss, que pasó a convertirse en el nuevo blanco de los cangrejos.

Mike rastreó la localización de la retransmisión de Kerrigan e introdujo las coordenadas en el timón. La nave osciló y se balanceó para emprender una nueva ruta.

A su alrededor nacían y morían nuevas estrellas en cuestión de instantes. El mayor peligro en esos momentos lo constituían los restos de las naves abatidas. El piloto maldijo en un par de ocasiones cuando tuvo que virar de repente para evitar que algún trozo de fuselaje atravesara el casco.

Por fin entraron en la atmósfera, con las escotillas tintadas de naranja a causa del fuego de la reentrada. El grueso de la batalla quedaba ya sobre sus cabezas. Ya sólo tenían que preocuparse de las unidades de tierra.

Abajo, lo mismo que arriba. Sobrevolaban a baja altura la superficie cuajada de escombros del planeta. Las imponentes ciudades de Tarsonis estaban ardiendo, las amplias plazas estaban llenas de cascotes y las espiras que apuntaran al sol ya no eran más que un conjunto de colmillos erráticos y astillados. El cristal de los grandes edificios había quedado reducido a añicos, dejando al descubierto los deformes esqueletos de acero. Una guadaña gigante había segado tres bloques enteros, desembocando en los restos tullidos de un carguero protoss, del que emanaban radiaciones de otro mundo por cada junta destrozada.

Los edificios se reducían de tamaño a medida que los rebeldes volaban hacia los sembrados y los suburbios, pero la devastación seguía siendo considerable. Mike veía los cráteres allá donde las naves se habían hundido en la superficie. También allí había incendios abrasadores que consumían hogares y campos por igual y, moviéndose entre ellos, guerreros de todos los bandos.

Aparecieron nuevos edificios junto al paisaje arrasado, los de los invasores alienígenas. El escalofrío se había propagado por todas partes, y las letales estructuras con cabeza de amapola se erguían hacia el cielo. Nidos rodeados de huevos latientes salpicaban el panorama.

Entre los escombros se apreciaban otras estructuras. Doradas, con imposibles contrafuertes y majestuosos tejados, de superficies de espejo de cristal irrompible. Los protoss estaban levantando sus defensas en Tarsonis.

«Tal vez crean que haya algo que merezca la pena salvar», pensó Mike. Eso significaba que depositaban más fe en la humanidad que Mengsk.

El suelo bullía de zerg y, entre ellos, como relucientes caballeros, avanzaban los guerreros protoss, dejando una estela de cadáveres supurantes. Arañas mecánicas de cuatro patas recorrían las ruinas, y seres enormes que se asemejaban a orugas acorazadas asaltaban las colmenas de los zerg. Cazas finos como lanzas se batían con los colosales zerg con guadañas que segaban a los guerreros protoss igual que el granjero se abre paso en un trigal.

—Ya tendríamos que estar cerca —dijo Mike.

La radio crepitó y chirrió, y se escuchó una voz de hombre, joven y asustado.

—… esperando la evacuación. Tenemos civiles y heridos. Podemos ver su nave. ¿Les queda sitio en esa bañera?

Raynor se abalanzó sobre la radio.

—Teniente Kerrigan, ¿está usted ahí?

—Kerrigan no, señor —fue la respuesta entrecortada—. Pero estamos en serios aprietos. Hay zerg por todas partes, y se preparan para otro asalto. Si nos vamos ahora, no nos iremos nunca. —Se apreciaba un dejo de temor en la voz.

Mike miró a Raynor. El rostro del hombretón era inescrutable, como un molde de barro del original. Al cabo, respondió:

—Vamos a bajar. Díganles que vamos para allá.

Mike asintió y dijo:

—Pero Kerrigan…

—Ya lo sé. —Por encima del siseo de fondo del comunicador, Mike juraría que había oído el sonido de un corazón al romperse. El antiguo agente de la ley inhaló hondo y añadió—: Mengsk abandonaría a esta gente igual que a los demás. Nosotros no. Espero que sea esto lo que nos hace mejores que él.

La nave de salto se posó al borde de un colegio venido a bunker, y los refugiados comenzaron a salir en desbandada incluso antes de que el piloto encendiera los retropropulsores. Los conducía un crío larguirucho que se cubría con los harapos de un traje de combate. Algún voluntario procedente de un Mundo Limítrofe y enrolado en la rebelión de Mengsk. Mike no lo había visto antes.

El muchacho se cuadró ante Raynor.

—No sabe cuánto me alegro de verle. Había escuchado la orden de salir por patas, pero no vino nadie a por nosotros. Hay zerg por todo el flanco norte. Algunos protoss los mantuvieron a raya por un momento y nos dieron un respiro, pero creo que los bichos se acercan de nuevo. El escalofrío ya está a medio camino de aquí, y no hay nada que podamos hacer al respecto.

—¿Qué unidad es ésta? —preguntó Raynor, lacónico.

El joven parpadeó.

—No formamos ninguna unidad, señor. Habrá unas seis unidades, o lo que quede de ellas, aquí encerradas. Confederados y rebeldes, señor. Cuando los zerg comenzaron a apiñarse y los protoss empezaron a fumigar, fue un sálvese quien pueda.

—¿Ha oído algo acerca de una tal teniente Kerrigan? Tenía que enfrentarse a los protoss cerca de aquí.

—No, señor. Uno de los rezagados dijo que había una unidad luchando contra los protoss en lo alto de la cordillera. —Señaló en dirección a los zerg—. Si es así, me temo que los zerg se los habrán cargado.

Raynor inhaló hondo.

—Sube a tu gente a la nave de salto. No te preocupes por la artillería. Déjala aquí. No es probable que la utilicen los zerg ni los protoss. Despegamos dentro de dos minutos.

Mike se acercó a Raynor.

—Todavía podemos ir a buscarla.

Raynor negó con la cabeza.

—Ya has oído al muchacho. Vienen más zerg. Con los rebeldes de Mengsk replegándose, todo el planeta va a estar cubierto de alienígenas en menos de lo que canta un gallo. La nave de salto no tiene defensas, y hay civiles a bordo. Tenemos que salir de aquí ahora mismo y rezar para que alguien nos saque del sistema antes de que todo se vaya al garete.

Mike apoyó una mano sobre el hombro de Raynor.

—Lo siento.

—Ya lo sé. Que dios se apiade de mí, ya lo sé.