15. Todo termina por desmoronarse «Es un hecho científico»

A nadie le gustan las sorpresas. Durante los últimos días de Tarsonis, las sorpresas constituían la naturaleza de la campaña. Aparecían unidades donde nadie había informado de su presencia, se intercambiaban transmisiones secretas entre aliados, se activaban planes de batalla de cuya existencia nadie estaba al tanto. Descubrimos cuánto tiempo hacía que se habían trazado aquellos planes. En una palabra, nos la habían dado con queso.

Pero los que estaban al mando también se llevaron alguna que otra sorpresa. Cuando una operación cualquiera comienza a crecer y a crecer, se escurren fichas entre los dedos, fichas que son ignoradas, hasta que empiezan a ocurrir cosas que no te esperabas. Eso fue lo que le ocurrió a Mengsk al final cuando, de improviso, uno de sus soldados más leales recapacitó y las fichas de ajedrez dejaron de moverse por el tablero como a él le hubiese gustado.

Probablemente ésa sea la razón por la que mandó el tablero a paseo de una patada. Es una estrategia morrocotuda para terminar para la partida, pero funciona.

Se supone que si estás al mando de todo, odiarás las sorpresas. Déjenme que les diga que, cuando no estás al mando, las odias todavía más.

EL MANIFIESTO DE LIBERTY

La nave de salto los recogió en la Plaza Atkin. Cuando los supervivientes del equipo de Raynor hubieron subido a bordo, desembarcó un grupo de técnicos con armadura ligera. Junto a ellos caminaba uno de los fantasmas de Duke, con el rostro oculto tras un visor opaco.

—Mal lugar para jugar a ser un blanco fácil —dijo Raynor—. Muchachos, ni siquiera lleváis puesta una armadura decente.

—Ya, pero tenemos órdenes —gruñó el capitán al mando. Se abrieron paso entre los hombres de Raynor y se adentraron en la ciudad, en la misma dirección por la que habían venido los guardabosques.

Mike supuso que Mengsk se habría imaginado que había botín que saquear en el edificio de la RNU. Se alegró de cargar con una mochila llena de secretos robados. Podría utilizaría como comodín con el líder rebelde.

Miró a Kerrigan. Ésta tenía la mirada fija en el fantasma de Duke. El color había abandonado su rostro.

—¿Qué ocurre?

Kerrigan se limitó a sacudir la cabeza y a decir:

—Será mejor que regresemos a la nave de mando.

En cuanto hubieron regresado al Hyperion, Raynor fue llamado a la cámara de oficiales del general Duke para sopesar la estrategia, «en cuanto le fuera posible», según rezaba el mensaje. Murmurando una sarta de obscenidades, el otrora alguacil salió disparado, sin molestarse en despojarse de la armadura de combate. Mike se quitó el casco y abrió los sellos para salir del traje. Kerrigan, tras haberse quitado su armadura más ligera con una facilidad fruto de la práctica, ya se dirigía hacia la salida.

—Espera. El Uber-Mengsk quería que nos presentáramos los dos a nuestro regreso. Voy contigo.

—Deja que hable a solas con Arcturus. Se mostrará más franco conmigo. —Recorrió los pasillos del Hyperion a largas zancadas, en dirección al ascensor que la conduciría hasta el puesto de observación.

Mike consideró seguir a Kerrigan, pero ésta tenía razón. El líder rebelde y la fantasma compartían una historia, y Mengsk estaría más dispuesto a sincerarse con ella.

Y tal vez, pensó, ella sería capaz de sacar algo de provecho de la mente del terrorista. Como en qué pensaba al plantar más emisores psi.

Miró alrededor. Casi todo el resto de la unidad se había desnudado e iba hacia las duchas. Raynor estaría en la sala de oficiales con el general. No es que éste fuese la mejor compañía que cabría esperar en esos momentos, pero hablar con él le ayudaría a apaciguar los ánimos hasta que Mengsk lo llamara.

Y no quería estar en la ducha si Kerrigan lo necesitaba. Mientras recorría la nave, pensó en la técnica con la que había hablado por el comunicador. Ahora que se fijaba, casi toda la tripulación del Hyperion estaba compuesta por desconocidos: miembros del Escuadrón Alfa en vez de los rebeldes de Mengsk que solían ocuparse de todo antes del episodio de Antiga Prime. Uno a uno, aquellos revolucionarios originales se habían quedado en la cuneta o habían sido ascendidos a otras naves. ¿Parte del plan de Mengsk para extender sus agentes entre todas las naves de su flota, o parte del plan de Mengsk para que la vieja escuela dejara sitio a soldados profesionales?

En cualquier caso, Mike estaba seguro de que era parte de un plan de Mengsk.

Ya casi había llegado a la sala de oficiales cuando la puerta explotó y dos hombres con armadura de combate salieron a trompicones.

Se trataba de Raynor y Duke, enzarzados en una presa. El antiguo agente de la ley ya había conseguido arrancar la coraza del hombro del traje del general y había resquebrajado su visor de un puñetazo envuelto en acero. No obstante, Duke no era ningún mojigato, y la coraza de Raynor, ya abollada de por sí, presentaba varias mellas nuevas.

—¡Jim! —gritó Mike. Sin proponérselo, Raynor miró al reportero.

El general Duke no desaprovechó la oportunidad y estrelló ambos puños contra la sien del casco de Raynor. El otrora alguacil trastabilló un paso hacia atrás, pero no se cayó.

Libre por fin del abrazo de neo acero de su oponente, Duke esgrimió su arma reglamentaria, una espeluznante pistola de agujas capaz de penetrar paredes. Raynor se recuperó cuando el general levantaba el arma y lo cogió por la muñeca. Con los servos de ambas armaduras chirriando, Raynor golpeó el brazo de Duke contra el mamparo.

Una vez. Otra. A la tercera, algo se rompió dentro del guantelete de Duke y el general profirió un alarido. Soltó el arma y se desplomó sobre la cubierta. La pistola de agujas resbaló por el suelo. Mike se agachó, la recogió y se incorporó, encajándola en su cinturón para mayor seguridad.

Hasta ese momento, no se había percatado de que no estaban solos en el pasadizo. Había marines armados delante y detrás de ellos, sus armas apuntadas hacia Raynor y él.

—¡Acabas de firmar tu sentencia de muerte, muchacho! —rugió Duke. Manaba sangre de la comisura de sus labios. Por el modo en que se sujetaba la mano con la que esgrimiera el arma, se diría que los golpes de Raynor habían roto algo más que metal.

—¡Usted acaba de firmar la sentencia de muerte de su planeta natal, general! —espetó Mike. Dirigiéndose a los marines, continuó—: Acaba de activar los emisores. ¡Ha llamado a los zerg! ¡Maldita sea! ¡Mengsk y él ni siquiera les dieron a los confederados la oportunidad de rendirse!

—¡Los zerg vienen de camino y este bastardo les ha extendido la alfombra roja!

Algunos de los marines bajaron las armas. Parecía que, de repente, se replanteaban la conveniencia del amotinamiento, o tal vez les preocupara el que los zerg estuvieran a punto de plantarse ante sus puertas. Otros mantuvieron una mirada tan torva como neutral, y sus armas permanecieron apuntadas al pecho de Raynor.

Mike supuso que los que vacilaban eran los que no habían sido sometidos a la resocialización neuronal. Los demás aguardaban la orden de matar.

—¡Te llevaré ante un consejo de guerra! —vociferó el general. Mike exhaló una bocanada entrecortada. Duke seguía amenazando, sin ordenar la ejecución de Raynor. Le preocupaba que Mengsk no lo aprobase.

—Si quieres mi puesto, puedes quedártelo —dijo Raynor, con fervor—. Yo no estoy a tus órdenes. Respondo ante Mengsk, igual que tú. No puedes ni ir al baño sin su beneplácito.

—¿Y de quién te crees que eran las órdenes que cumplía cuando activé los emisores, muchacho? —respondió Duke, sonriendo pese al dolor.

—¡Habéis colocado docenas de emisores en Tarsonis! ¡La población se verá abrumada!

—Los hemos metido en fortificaciones confederadas, y hemos evacuado a la mayoría de nuestras tropas regulares. Demonios, muchacho, ¿no te diste cuenta de que íbamos a plantar uno más cuando os recogimos?

Mike se acordó de repente del fantasma y de la tripulación de técnicos, y del modo en que había reaccionado Kerrigan. Para qué se iba a molestar Mengsk en informarles. Perseguía el control de todo el reino del espacio humano.

Raynor escupió.

—Eres un hijo de… —Avanzó dos pasos hacia el general.

Duke, con su traje de combate acorazado, levantó el brazo ileso. No para atacar, sino para defenderse del golpe. El general estaba asustado, no era más que un anciano acurrucado en una concha de neo acero.

Raynor se detuvo por un momento, antes de volver a escupir. Giró en redondo y se encaminó hacia el ascensor que conducía a la cúpula de observación.

Ninguno de los marines del pasillo lo detuvo. A unos les faltaban las agallas necesarias para disparar a uno de los suyos. A otros les faltaban las órdenes. Y a los demás les faltaba saber con certeza quién era el verdadero criminal.

Mike siguió a Raynor. A sus espaldas, el general Duke les aullaba a sus soldados que regresaran a sus puestos.

Mike apoyó una mano en el hombro de Raynor y el hombretón se volvió. Por un momento, Mike se temió que el antiguo alguacil fuera a lanzarle un puñetazo, pero el fuego de los ojos de Raynor había sido reemplazado por una amarga y profunda tristeza.

—Ni siquiera les han dado una oportunidad. Podrían haberlo utilizado como amenaza, pero no, tuvieron que activarlos. Sin previo aviso, nada. Mientras regresábamos a la nave. Los activaron.

—¿Qué es lo que piensas hacer?

—Voy a pedirle explicaciones a Mengsk. Tiene que entrar en razón.

—No vas a subir ahí. En estos momentos, lo más probable es que Duke esté al teléfono para pedirle tu pellejo. Te quedan unos diez minutos antes de que convenza a alguno de sus seguidores para que te arreste. Con el permiso de Mengsk o sin él.

—Ya —convino Raynor, con acritud—. Además, tal y como me siento ahora, lo más probable es que me diera por pegarle un tiro a Mengsk.

—Ves, ahí lo tienes. Y Mengsk te matará si haces eso.

—Así pues, ¿qué me receta, doctor Liberty?

—Encuentra aliados. El resto de la unidad con la que saliste del planeta. Cualquiera de los antiguos milicianos del sistema de Sara, si es que queda alguno de ellos a bordo. Ve y quédate allí hasta que te llame. Toma. —Le entregó la mochila—. Cuida de esto. Esos discos entrañan cotilleos de lo más jugoso.

—¿Adónde vas?

—Voy a subir a la cubierta de observación. Tengo que hablar con el gran hombre en persona. Intentaré no soltarle un puñetazo.

Raynor asintió y se marchó a paso largo, con la bolsa llena de secretos empequeñecida en su manaza. Mike inhaló hondo, cerró los ojos y repitió el mantra.

—No voy a soltarle un puñetazo —dijo, en voz baja—. No voy a soltarle un puñetazo.

Se abrieron las puertas del ascensor y apareció Kerrigan. Su rostro era un nubarrón preñado de cólera y dudas.

Mike dio un respingo, como si en vez de a la mujer hubiese visto al general Duke esgrimiendo un puño blindado.

—Teniente. Sarah, ¿qué ocurre?

—He hablado con Arcturus —dijo Kerrigan. Por primera vez desde que Mike pudiera recordar, la telépata tartamudeó, incapaz de dar forma a sus palabras—. Se… se ha justificado. Su explicación estaba llena de ejemplos, y de palabras grandilocuentes, de citas, de tortillas, de huevos rotos, de la libertad, el deber y todo lo demás. Estuvo a punto de convencerme, Mike. Quería creer de verdad que él poseía información desconocida para nosotros, como que había reinas zerg en el corazón de Tarsonis, dirigiendo el cotarro a través de dirigentes marionetas, sacrificando a la población y devorando bebés en las calles. —Inhaló hondo—. Pero, mientras escuchaba, me fijé en el mapa de Tarsonis sobre el planeta que había a sus espaldas.

—Conozco esa pantalla —dijo Mike—. Es su juguete favorito.

Kerrigan soltó un bufido de desdén.

—Ante mis propios ojos, el monitor se volvió de color rojo. Todo él, rojo por los zerg que llegaban. —Miró a Mike, esperando ver la confirmación en sus ojos—. No había zerg en Tarsonis antes de que él activara los emisores psi —dijo, con un hilo de voz—. Ni uno. No era como en los planetas de Sara, o incluso Antiga Prime, donde ya había algunos y dábamos el mundo por perdido. Aquí no había nada que supusiera una amenaza para los humanos. —Respiró hondo y cerró los ojos—. Ahora llegan zerg de todas partes. Están en el planeta. Arcturus no se ha acordado de las unidades que combaten en estos momentos. Ni siquiera se ha molestado en recoger a los equipos que colocaron los emisores psi fuera del planeta. Los ha dejado ahí. «Los sacrificios son necesarios», me dijo, con esa voz suya tan calmada y satisfecha, como quien pide un café.

Mike pensó en el equipo que había aterrizado en la Plaza Atkin, y esperaba que la turbación de Kerrigan le impidiera captar sus suposiciones.

—De acuerdo. Te ha dicho todo eso. Y luego, ¿qué ha ocurrido?

—Y luego informaron desde el puente acerca de una pelea entre Jim y Duke. —El rostro de Kerrigan volvía a ser una nube de tormenta—. Y me pidió que me marchara. Me dijo que tenía que irme, así de sencillo. Y yo… yo perdí los nervios.

—Nos pasa a todos. Motivos no nos faltan.

—Mike, no tenía excusa para hacer esto. Yo creía que era un farol, o que Tarsonis ya estaba infectado, o que se trataba de un plan maestro. Resulta que es sólo que Arcturus tiene un martillo, y cuando tienes un martillo, todos los problemas te parecen clavos.

Mike recordó cómo había empleado Mengsk la misma analogía. Parecía que hiciese media vida de aquello.

—Tranquila. —Mike se acercó para cogerla por los hombros. Kerrigan no se apartó.

—Y Mike —susurró—, cuando me enfadé tanto con él, miré. Es decir, me asomé a su interior.

Michael esperó a que continuara, pero Kerrigan se limitó a negar con la cabeza. Cuando volvió a hablar, fue con un siseo apenas audible.

—Qué bastardo —escupió.

—Mira, he mandado a Jim a sus aposentos y le he pedido que se rodee de amigos. Creo que tú te cuentas entre ellos.

Kerrigan levantó el rostro hacia Mike y, por un brevísimo instante, pareció vacilar. Hasta que una sonrisa cansada tiró de las comisuras de sus labios.

—No, mejor no. Ahora mismo estoy demasiado alterada… Jim me haría sentir… —Exhaló con fuerza y meneó la cabeza—. Necesito pasar un momento a solas. Tengo que asegurarme de que todavía puedo confiar en mí misma. Asegurarme de que sé que puedo hacer lo que sea necesario. A pesar de esto, sigo siendo una buena soldado, y tengo una misión que cumplir. A lo mejor sale algo bueno de todo esto. ¿De acuerdo?

Mike no estaba de acuerdo, pero dijo:

—Claro.

Kerrigan esbozó una sonrisa.

—Aunque no fuese telépata, sabría que mientes. En eso tiene razón Mengsk. Quieres salvar a todo el mundo de sí mismo. Me gustaría que supieras que es… elogiable.

—Cuídate.

—Sé cuidar de mí misma. —Kerrigan consiguió ofrecer una franca y amplia sonrisa—. No soy ninguna mártir. Demonios, a veces hasta me lo llego a creer. Dile a Jim… —Guardó silencio y volvió a sacudir la cabeza.

—¿El qué? —inquirió Mike, a la expectativa de lo que tuviera que decir.

—Nada. Dile que se cuide él también, ¿vale? De mi parte.

Dicho lo cual, se fue, en dirección a las plataformas de las naves de salto. Mike observó cómo recorría el pasillo a largas zancadas, despojándose de la intranquilidad y la inseguridad igual que deja atrás la crisálida una mariposa.

Deseó que desapareciera aquella sensación en el estómago. Estaba seguro de que pasaría mucho tiempo antes de que volviera a verla en carne y hueso.

Cogió el ascensor hacia la plataforma de observación. Allí estaba Arcturus Mengsk, con las manos detrás de la espalda, viendo cómo se llenaba de triángulos rojos la pantalla de Tarsonis. La ocupaban casi por completo, interrumpidos tan sólo por las brillantes marcas amarillas de las tropas confederadas.

Mike se percató de que el tablero de ajedrez había sido arrojado al otro lado de la estancia, y de que las piezas estaban desperdigadas por todas partes. Sin duda, Kerrigan había perdido los estribos.

Mengsk le dio la espalda al mapa. Su barba jaspeada parecía ahora más blanca que negra.

—Ah, el tercero de mis brillantes rebeldes. Me preguntaba cuándo pensarías aparecer. De hecho, esperaba que fueses el primero en plantarte aquí esgrimiendo exigencias e insultos, y no la buena de la teniente. Debes de haberle causado una fuerte impresión.

—Yo no he hecho nada —dijo Mike—, salvo estar a su lado mientras usted condenaba a muerte a otro planeta.

—Una muerte es una tragedia, un millón de muertes es una estadística.

—¿Tiene una base de datos llena de citas para justificar sus excesos? —preguntó Mike, entornando los ojos.

Mike esbozó una sonrisa desprovista de humor.

—¿Significa eso que ya ha desistido de su empeño por salvar mi alma? Espero que no, porque, cuando tengamos éxito, me harán más falta que nunca hombres como tú para levantar el nuevo orden universal. Para ayudar a formar el orden necesario para repeler la amenaza alienígena.

—¿Amenaza alienígena? —Mike escupió las palabras—. ¿Esa amenaza que usted ha arrojado sobre este mundo? ¿Es ésa la amenaza alienígena a la que se refiere?

Mengsk ladeó la cabeza y frunció el ceño, como si la respuesta de Mike le hubiera decepcionado. Detrás de él, el monitor continuaba latiendo y destellando. Habían aparecido unos triángulos blancos y azules en el borde de la pantalla.

—No me esperaba que Sarah subiese aquí. Tampoco me esperaba que Raynor la emprendiera a puñetazos con un general. Eso ha sido imprudente e inconveniente. Voy a tener que limar algunas asperezas por aquí.

—¿Asperezas? Han estado a punto de matarse.

Mengsk volvió a sacudir la cabeza, y Mike se dio cuenta de que el hombre estaba minimizando los problemas, del mismo modo que minimizaba la gravedad de la situación de Tarsonis. Los minimizaba hasta el punto en que podían ser ignorados, barridos bajo la alfombra, olvidados.

«Su propio campo de torsión de la realidad», pensó Mike.

—El general Duke es, en el fondo, un cobarde. Yo le proporciono el coraje para seguir adelante. James, por otra parte, es todo coraje y honor a la espera de estallar. Un arma cargada en busca de blancos. Yo le he dado una dirección. Le he proporcionado sus objetivos. Los dos son muy útiles en sus respectivos campos y, cuando hayamos tomado Tarsonis, todo esto se quedará en agua de borrajas. Ninguno de ellos podría sobrevivir sin mí. Ya se darán cuenta de que, si quieren seguir siendo viables, tendrán que seguir mis directrices.

—¿No son más que fichas de ajedrez para usted?

—Fichas, no. Herramientas. Herramientas útiles y llenas de talento. Y sí. Raynor, Duke, los zerg, los protoss. Sí, incluso la querida teniente Kerrigan y tú no sois más que herramientas para alcanzar un bien mayor, un futuro mejor. Sí, tal vez el panorama no parezca demasiado esperanzador en estos momentos, admito mi parte de culpa, pero piensa en esto: si todo es tan terrible ahora, ¿cuánto mejor será cuando tomemos el relevo, eh?

—No mire —dijo Mike, mirando por encima del hombro de Mengsk, hacia el monitor—, pero me parece que sus herramientas se están atacando entre sí.

—¿Eh? —Mengsk giró en redondo y miró la pantalla. Los primeros triángulos blancos y azules, símbolos de los protoss, estaban cayendo sobre el planeta. Los triángulos rojos de los zerg se dispersaban a su paso formando ondas. Era como si los protoss fuesen piedras arrojadas a un estanque escarlata.

—Qué mal —musitó Mengsk—. Mal, muy mal. No esperaba que llegaran tan pronto. Pero que muy mal.

—Oh, Dios. Así que no se lo esperaba. —La sorpresa hizo parpadear a Mike. Con el nerviosismo de su estómago convertido en gélido temor, añadió—: ¿Por qué será que eso no me supone ningún alivio?