14. Punto Cero

La utilización del emisor psi en Antiga Prime supuso un antes y un después, fue un rubicán, un punto de no retorno. Fue como la primera aparición de fantasmas en las filas confederadas, o el uso indiscriminado de las bombas Apocalipsis que arrasaron Korhal IV. Lo cambió todo.

Y no cambió nada. Para el ciudadano medio atrapado entre los rebeldes y los confederados, y para los confederados atrapados en medio de los zerg y los protoss, la guerra seguía siendo igual de mortífera que antes. Las armas de los protoss vaporizarían más planetas, y las colmenas de los zerg se tragarían más humanos. Sin embargo, tras la purga de Antiga Prime, los rebeldes sintieron que renacía su esperanza. Al menos, ahora tenían un arma.

Y, como los estúpidos humanos que éramos, no pudimos resistirnos a emplearla.

EL MANIFIESTO DE LIBERTY

Diez días después, se encontraban en Tarsonis, surcando el más denso de los distritos urbanos del centro.

La ciudad acusaba los estragos del asalto. Los distritos del oeste seguían ardiendo por culpa del crucero de batalla que se había estrellado en su seno, y un penacho de polvo abrasador, cargado de metales pesados de fósforo, avanzaba hacia el sur empujado por el fuerte viento. Las ventanas más altas de casi todos los grandes edificios habían estallado y, en algunos casos, se habían separado fachadas enteras de sus armazones, dejando colinas de cristales rotos a los pies de las titánicas torres.

Las elegantes espiras de Tarsonis habían quedado reducidas a escombros retorcidos, sus bordes fracturados arañaban el cielo ensangrentado. La propia atmósfera se rasgaba con los chillidos y las explosiones de las máquinas bélicas, pincelada con el humo de los cazas derribados.

La mayoría de las calles estaban atestadas por los restos amorfos y calcinados de los coches. El fuego y el calor habían horneado sus relucientes esmaltados hasta conferirles un gris uniforme, y las ventanillas tintadas ya no eran más que agujeros irregulares. Al principio, Mike se asomaba al interior de los vehículos para ver si podía identificar a sus ocupantes pero, transcurrida la primera hora, ignoró a los cadáveres ennegrecidos, con sus miembros abrasados y apergaminados, sus rostros vociferantes.

Los únicos seres con vida sobre las calles eran los guerreros que se esforzaban por matarse entre sí.

Los callejones colapsados por los escombros condujeron a la unidad de Raynor hasta los principales bulevares, amplias calles otrora dominadas por isletas centrales semejantes a parques. Los árboles se veían tumbados y calcinados, y las estatuas de ilustres confederados que seguían en pie habían sido amputadas hasta no ser más que toscos mojones.

La unidad de Raynor se había detenido cerca de una de las fuentes de tres niveles que bordeaban la plaza mayor. Una placa de bronce, doblada y tirada en el suelo, la identificaba como un monumento erigido allí por las Hijas del Gremio de Veteranos de Guerra. La fuente en sí ya no era más que un montículo de escombros empapados. El único atisbo de su anterior encarnación lo constituía un cañón de piedra que sobresalía entre las rocas. Mike deseó que aquel cañón fuese real.

Al otro lado de la plaza, tras una barricada de coches inservibles levantada precipitadamente, un tanque de asedio Ardite se había plantado con firmeza entre dos edificios. Les impedía el paso con obstinación, desplegado por completo, firmemente plantados sobre el asfalto sus pontones laterales. El cañón de choque disparaba ráfagas abrasadoras sobre sus cabezas, y sus 80 mm gemelas trazaban surcos entre los restos de la fuente. El tanque de asedio se había convertido en un punto de reunión para las fuerzas de seguridad confederadas, en su mayor parte supervivientes de los Escuadrones Delta y Omega. Las unidades recombinadas, a salvo bajo el fuego pesado del Ardite, disparaban un constante fuego de cobertura sobre la posición de Raynor.

Tras el cañón de piedra, Mike mantenía la cabeza gacha y golpeaba desesperado el costado de su unidad de comunicación. Ésta le respondía con frustrantes gorgoteos.

—Tengo que pensar en serio en cambiar de trabajo —musitó. Se agazapó por instinto cuando otra andanada atronó entre los cañones de piedra de la ciudad.

Raynor descendió por la montaña de escombros en dirección a Mike, provocando una pequeña avalancha con sus pesadas botas.

—¿Hay suerte?

Mike negó con la cabeza.

—Lo más probable es que se trate de una unidad anuladora general que tendrán encendida, y no un pulso electromagnético, que pondría fuera de juego a toda la unidad. Eso quiere decir que la radio sigue funcionando, es sólo que no consigo eludir la interferencia. Necesitaría algo más potente.

—Menuda alegría. Así las cosas, estamos apañados. No podemos retroceder, y no podemos pasar por encima del tanque. Tenemos que pedir que nos evacúen, pero mal nos van a sacar de aquí si no conseguimos ponernos en contacto con el Hyperion.

—¿Os hace falta una mano, chicos? —Sarah Kerrigan salió de la torsión junto a ellos. Iba vestida con su traje de camuflaje y llevaba el corpulento rifle de cartuchos a la espalda. Tenía las perneras manchadas de rojo, como si hubiese vadeado un río de sangre.

Tenía los ojos brillantes y muy, muy alerta.

—Me alegro de verla, teniente —dijo Raynor—. Estábamos lamentándonos de nuestro destino.

—Pasaba por aquí y oí tiros. ¿Cuál es el problema?

—Ardite, anclado, entre los edificios —recitó Raynor—, apoyado por todo un escuadrón de marines.

—¿Eso es todo? Pensaba que teníais problemas.

—Cualquier ayuda que pueda ofrecernos será bien recibida, señora —dijo Raynor, sonriendo.

—Pan comido. —Kerrigan echó mano a su espalda y desenfundó el rifle de cartuchos igual que a una espada de su vaina—. Cubridme mientras llego hasta ellos, ¿de acuerdo?

—¿Flanco izquierdo o derecho?

—Izquierdo, creo —dijo Kerrigan. Esbozó otra sonrisa, lo que sólo consiguió acentuar el salvajismo de su mirada—. Tu izquierda, Jimmy.

—Marchando, Sarah.

Kerrigan tocó un artilugio de su cinturón. Su ingenio de camuflaje se activó y desapareció de la vista mientras Raynor aullaba órdenes al resto del escuadrón. Los rifles gauss escupieron una devastadora andanada de proyectiles en respuesta al fuego confederado. Su súbito asalto silenció a los marines, pero el cañón de choque del Ardite continuó descargando su cólera sobre las cabezas de los rebeldes.

—¿Crees que lo conseguirá, «Jimmy»? —preguntó Mike.

James Raynor se ruborizó y se encogió de hombros bajo su armadura.

—Probablemente. Pero eso no significará nada a menos que consigamos pedir un taxi que nos saque de este atolladero.

Una cortina de dardos empaladores voló entre ambos asentamientos. Mike se preguntó durante cuánto tiempo podría bailar Kerrigan en aquel campo de batalla. Una bala perdida la despojaría de su capa, y sangraría acribillada por los proyectiles de los rifles gauss igual que cualquier otro soldado.

En ese momento, el flanco más lejano de los confederados comenzó a desmoronarse, al compás de los gañidos del rifle de cartuchos. Uno detrás de otro, los marines confederados se estremecían y caían víctimas de un francotirador invisible. El flanco se volvió vulnerable cuando los marines comenzaron a disparar al azar contra el lugar donde suponían que se encontraba su asaltante.

Se produjo un parpadeo y Sarah Kerrigan apareció por un breve instante, en lo alto de la barricada de coches desguazados. Volvió a desaparecer y el aire a su alrededor se cuajó de dardos.

Raynor ordenó la carga con un aullido, y el resto del escuadrón abandonó su escondite para cruzar la plaza a la carrera, con sus botas pesadas aplastando el falso granito de las aceras.

El escudo defensivo del tanque de asedio que formaban los marines confederados se sumió en el caos, aunque el Ardite que protegían seguía martilleando la posición de los rebeldes. Los cañones de ochenta milímetros no tardaron en apuntar a los rebeldes que cargaban, mientras el cañón de choque se apresuraba a girar, disparando granadas de 120 mm sin detenerse.

Kerrigan volvió a aparecer, esta vez encima de la cubierta del tanque de asedio, justo debajo del cañón. Encajó el cañón de su rifle de cartuchos dentro del anillo de la torreta, antes de alejarse con una voltereta cuando el fuego de los rifles confederados se cernió sobre ella.

Mike se imaginó que podía oír cómo la potencia del rifle de cartuchos aumentaba hasta sobrecargarse, y gritó una advertencia. Raynor y sus hombres no necesitaban ningún aviso, y se tiraron al suelo de inmediato.

Una llamarada roja brotó en la base de la torreta del tanque, y la ráfaga dispersó a los confederados restantes. Los cañones más pequeños enmudecieron, pero el de choque continuó girando y disparando ronda tras ronda, atascada su programación.

El cañón de choque se incrustó en la esquina de uno de los dos edificios que lo flanqueaban, y el suelo se estremeció bajo ellos. Siguió disparando, su cañón adquirió un tono rojizo a medida que intentaba forzar la rotación, impedida por la estructura. El edificio se sacudió a causa de los incesantes cañonazos. La compuerta del tanque se abrió de golpe y la tripulación de su interior intentó escapar a rastras, igual que payasos de circo que representaran el número del coche atestado.

No lo consiguieron. Se produjo un estremecimiento que recorrió toda la plaza, y el edificio inclinado se desplomó sobre el tanque a sus pies, toneladas de acero y mampostería derruyéndose sobre sí mismas, levantando una abrasadora nube de polvo. El Ardite no dejó de disparar hasta que el edificio se hubo desmoronado por completo.

Raynor se levantó del suelo agrietado, junto al resto de su escuadrón. Mike se incorporó a su vez y gritó:

—¿Kerrigan? ¿Teniente? —Su voz sonaba pequeña y perdida tras el estrépito de la explosión.

Kerrigan se materializó a su lado, gris como el fantasma que se suponía que era. Mike se dio cuenta de que era el polvo adherido al campo de invisibilidad lo que formaba un velo alrededor de la telépata. Pulsó otro control de su cinturón y volvió a ser tangible. Los surcos trazados en su rostro por el agotamiento eran ahora más profundos, pero sus ojos mantenían el brillo. La capa le pasaba factura, aunque no quisiera admitirlo.

—Objetivo neutralizado, capitán. Aunque me temo que ahora no podremos ir por ese camino.

—Da igual. Los confederados deben de estar reagrupándose a estas alturas. No tardarán en organizar una contraofensiva. No podemos retener esta zona. Lo que necesitamos es una forma de burlar las interferencias.

Raynor asintió con la cabeza.

—A lo mejor ya está hecho trizas, pero merece la pena intentarlo. —Indicó a la patrulla que avanzara. Kerrigan se colocó a la par de Mike.

—Así que pasabas por aquí —le dijo el reportero a la telépata—. Menuda coincidencia.

—Voy allá donde Arcturus Mengsk crea que más me necesitan —repuso Sarah Kerrigan, ocultando apenas la gracia que le hacían los pensamientos de Mike.

—¿Qué trama ahora nuestro legendario líder? Jim tiene razón. Recibo informes fragmentarios que hablan de refuerzos procedentes de los suburbios. Caminantes, tanques y motos. Esto se va a poner al rojo vivo dentro de nada. ¿Tiene algún plan al respecto?

—Me ha dicho que sí.

El edificio de la Red de Noticias Universal había sufrido muchos estragos, pero permanecía en pie. Las ventanas de la fachada este no eran más que agujeros, y una de las enormes letras había caído decenas de metros para clavarse en el amasijo de hormigón retorcido que cubría el suelo.

Raynor levantó la mirada al edificio.

—Espero que el equipo que necesitas no esté en el ático.

—Los niveles superiores son para la directiva —dijo Mike—. Las abejas obreras se afanan en la cuarta planta, y el plato y los generadores están en el sótano.

Pese a su labia, sentía el corazón en un puño. Aquella había sido su base de operaciones durante años, su hogar lejos de casa. Solía comprar perritos calientes y refrescos donde se alzaba ahora la enorme «N», debatía sobre política y ordenanzas locales con los publicistas y los corresponsales locales. Antes había un puesto de galletas saladas cerca de las plazas de aparcamiento reservadas. Ahora sólo quedaban barras de refuerzo retorcidas que sobresalían del cemento, y ni rastro de supervivientes.

La patrulla entró en el edificio. Mike no esperaba encontrar a nadie, pero la inmovilidad fantasmal cubría el vestíbulo igual que un sudario. Incluso los fines de semana, el bullicio solía ser constante en ese lugar. Ahora sólo había trozos de papel y polvo de asbestos desprendidos de los paneles del techo.

El crujido de sus botas era lo único que rompía el silencio. Mike echó un vistazo por las amplias escaleras hacia la pasarela y los niveles recreativos (el acceso más rápido, aun cuando los ascensores estaban en funcionamiento), y pensó en buscar su antiguo despacho. Se preguntaba si sus pertenencias seguirían allí.

Se preguntó si habría algo que necesitara de verdad.

Raynor le vio mirando hacia arriba.

—Creí que habías dicho que el equipo estaba abajo.

—Sí, estaba ocupándome de mis propios fantasmas. —Un dejo sombrío asomó a la voz de Mike. Condujo al escuadrón a través del caos, hacia el sótano principal del edificio.

Pese a la opinión que tuviera Mike de la directiva, estaba formada por antiguos militares poseedores de la tarjeta verde, lo que significaba que pensaban en términos de redundancia triple. Habían cortado la electricidad, pero el estudio de transmisión poseía su propia fuente de energía y, si fuese necesario, estaba dotado de antiguos generadores de gasolina. La conexión con la torre seguía siendo sólida, pese a todo el combate, y la RNU mantenía líneas subterráneas que comunicaban con diversas estaciones repartidas por toda la metrópolis. Muchas de éstas habían sido cortadas, y sus indicadores rojos parpadeaban torvos sobre el tablero de mandos.

Incluso el aire acondicionado seguía en funcionamiento, y sus visores se empañaron ante el súbito cambio de temperatura.

Raynor miró alrededor, incómodo. Cualquier disparo extraviado en el caótico exterior podría derribar el edificio sobre sus cabezas y convertirlo en su tumba.

—¿Vamos a tardar mucho? —le preguntó a Mike.

El reportero negó con la cabeza mientras empalmaba unos cables de la unidad comunicadora portátil al tablero de mando.

—Sólo tengo que amplificar la señal. Coser y cantar. Vamos allá. —Accionó una palanca y dijo—: Guardabosques de Raynor a Nave Nodriza. ¿Nos escuchan? Guardabosques a Nave Nodriza. Hyperion, ¿estáis ahí?

Los altavoces crepitaron y chispearon, y un rostro femenino parcialmente calvo apareció en la pantalla en miniatura.

—Nave Nodriza. Joder, Liberty, casi me revientas los tímpanos. ¿Desde dónde transmites? —La voz le resultaba vagamente familiar.

—Trapos viejos de la RNU. El poder de la prensa. Estamos en las oficinas de la Red. La unidad ha recibido de lo lindo y los malos se están reagrupando. Tenemos que despejar la zona.

—Entendido —dijo la voz al otro lado. Mike la situó. Era la operaría del puente del Norad II. Una de las agentes de Duke—. Hay un parque a cuatro manzanas al sur de vuestra posición. ¿Podéis llegar hasta allí?

Mike miró a Raynor y a Kerrigan. Ambos asintieron al tiempo.

—Afirmativo. Nos vemos allí, tiempo estimado de llegada, treinta minutos.

—De acuerdo. Espera. Te paso con el cuartel general.

Mike frunció el ceño, preocupado por la demora, hasta que el rostro grisáceo de Mengsk se materializó en la pantalla.

—Michael —dijo, con voz sombría. Mike observó las líneas de preocupación que le poblaban las comisuras de los ojos—. ¿Están ahí Kerrigan y Raynor?

—Aquí seguimos —dijo Raynor—. La teniente también.

—Excelente, preséntense ante mí cuando vuelvan. —Algo pitó a la derecha del terrorista, que estiró un brazo. El general Duke apareció en otra pantalla.

—Aquí Duke. —Su aspecto recordaba más que nunca al de un gorila malhumorado—. Los emisores están en su sitio y conectados. Regresamos a la nave de mando.

—¿Emisores? —preguntó Mike—. ¿Emisores psi?

Kerrigan se inclinó sobre la consola, por encima del hombro de Mike, pegando el rostro al monitor.

—¿Quién ha autorizado el uso de emisores psi?

Mengsk compuso un semblante pétreo.

—Yo, teniente.

—¿Va a traer aquí a los zerg? ¿No tuvo bastante con azuzarlos contra los confederados en Antiga? ¡Esto es una locura!

Raynor se metió en la conversación.

—Tiene razón, hombre. Recapacite.

Mengsk exhaló un suspiro de enfado.

—Ya lo he meditado, créanme. —Hizo una pausa y observó al trío a través de las cámaras en red. En otra pantalla, el general Duke parecía el gato que se comió al canario.

—Todos ustedes tienen sus órdenes. Cúmplanlas.

El monitor se apagó.

—Ha perdido un tornillo —dijo Raynor—. Se le ha ido la olla.

Kerrigan sacudió la cabeza.

—No. Seguro que tiene un plan.

—Claro, y menudo plan —repuso Raynor, con firmeza—. Planea dejar que los protoss y los zerg acaben con la Confederación de planeta en planeta, para luego apoderarse de los despojos.

Kerrigan volvió a negar con la cabeza.

—Siempre ha sabido cómo cuidarse. No le teme al sacrificio, pero no es idiota.

—No le teme al sacrificio —repitió Raynor, mordaz—. Confederados. Zerg. Protoss. ¿Cuándo nos llegará el turno?

—Hablaré con él cuando regresemos —dijo Kerrigan.

Mike permanecía sentado, con los ojos clavados en la pantalla vacía.

—Es un político. Sopesa cada decisión para avanzar por su camino personal hacia el poder. Que no se os olvide.

Raynor abrió la boca para decir algo, pero enmudeció ante el sonido de los disparos sobre sus cabezas.

—Visitas —dijo Kerrigan.

—Nos han pillado. Habrán captado alguna señal cuando retransmitimos. Vámonos.

—Vale. Una cosa más —dijo Mike, apartándose de la consola y adentrándose en el sótano.

—¿Liberty? —llamó Raynor—. ¿Qué demonios?

—Quiere encontrar algo —dijo Kerrigan—. Yo iré tras él. Ocúpate de las visitas. Sólo leo a un puñado de marines.

—Podrás apañártelas. Ten cuidado, uno es un murciélago de fuego. —Dicho lo cual, se marchó también.

Siguió a Mike hasta otra escalera, que descendía en espiral hacia las tinieblas. Tras amartillar su rifle de cartuchos, se dispuso a bajar con cuidado.

Mike se encontraba enfrente de una puerta de acero, golpeando el candado con la culata de su pistola.

—Deberíamos irnos.

—Será un momento. Éste es el trastero secreto de Handy Anderson. Aquí guarda sus secretos. No me había acordado hasta ahora. Nadie podía bajar hasta aquí. Se supone que son las copias de los archivos, la morgue de las noticias, pero también es donde Anderson escondía los trapos sucios de toda la ciudad.

—Información que podría serte útil —dijo Kerrigan, despacio, leyendo los pensamientos de Mike—. Podrías echarle un vistazo y ver si había algún aviso, algo que se mantuviera en la sombra, acerca de los zerg y los protoss. Material que podría haber supuesto alguna diferencia sólo conque la gente hubiera sabido de su existencia.

—Un diez en retrospectiva.

—Aparta —dijo la fantasma. El rifle de cartuchos chirrió al cargarse, antes de disparar una ráfaga contra la cerradura. Volaron fragmentos de metal en todas direcciones.

El escondrijo, apenas un trastero, estaba recubierto de delgadas baldas. En todas ellas había cajas llenas de discos.

—No podemos llevárnoslas todas.

—Coge tantas como te sea posible. —Mike abrió su mochila y sacó el equipo y la munición de recambio, reemplazándolos por los discos—. Si Mengsk piensa destruir este planeta, quiero que sobrevivan algunos de nuestros informes. Tal vez consigamos averiguar qué es lo que ha ocurrido aquí en realidad.

Kerrigan abrió la mochila a su vez y comenzó a llenarla de discos. Con todo, tendrían que dejar atrás la mayor parte de la colección.

—No te molestes en coger el material más antiguo.

—¿Crees que Mengsk habla en serio acerca de los emisores psi? —Kerrigan captó la respuesta de Mike en cuanto hubo terminado de formular la pregunta.

—Como dije antes, es un político. Si puede obligar a los confederados a retirarse con la amenaza de los emisores, lo hará. Si no lo consigue, bueno, Tarsonis pasará a engrosar la lista de bajas de esta guerra. Puede justificarlo. Fue alguien de Tarsonis el que dio la orden de terminar con su mundo natal.

—Pero éste es el corazón de los mundos humanos. El mayor y el más esplendoroso. El centro de la humanidad.

—Así es Mengsk. Con los emisores psi, está por encima de los mundos.

—No me puedo creer que vaya a hacerlo. He leído sus pensamientos, igual que los de Jim y los tuyos. No sería capaz.

—Tú misma dijiste que, cuando estás con él, cree en cada palabra que dice, de corazón.

—Sí.

—Entonces, la próxima vez que lo tengas delante, mira más hondo. Vale. No podemos cargar con más. ¿Cómo están las cosas por allá arriba?

Kerrigan guardó silencio. Mike se preguntó si estaría pensando en su pregunta o en su anterior sugerencia.

—Están bien. Se acercan más confederados. Vámonos.

Mike cogió su mochila y se dirigió a la salida del cuarto.

—Piensa en lo que te he dicho, ¿vale?

—Pensar —dijo Kerrigan, con una sonrisa desprovista de humor— es lo único que no puede dejar de hacer una telépata.