13. Examen de conciencia

Si se estudia la guerra a través de las lentes de la historia, parece que funcione con una puntualidad aterradora, igual que una caja de música asesina. Las batallas no son más que mecanismos de relojería de la muerte, un drama de destrucción donde cada acto conduce de forma natural al siguiente, hasta que un bando o el otro son eliminados. En retrospectiva, la caída de la Confederación parece una hipótesis lógica que, una vez formulada, no deja lugar a dudas sobre su resultado.

Para aquellos de nosotros atrapados en medio de la guerra, no había nada más que puro pánico en el que se intercalaban períodos de un agotamiento total. Nadie, ni siquiera los que se suponía que trazaban los planes, tuvo una idea clara de las fuerzas a las que nos enfrentábamos, hasta que fue demasiado tarde para cambiar.

¿Mecanismo de relojería? Tal vez. Pero prefiero imaginármelo como el temporizador de una bomba que estábamos desmontando con fervor, con la esperanza de poder terminar antes de que el condenado trasto estallara en nuestras colectivas narices.

EL MANIFIESTO DE LIBERTY

La nave de salto iba a reunirse con el Hyperion en la órbita baja de Antiga. Mengsk había dejado la superficie en cuanto se hubo activado el emisor, pero no quería escapar del bloqueo de la Confederación sin recoger antes a todos sus niños descalzos y extraviados. Al menos, eso era lo que le parecía a Mike.

Mientras se elevaban de la superficie, Mike observó los monitores. Todas las cámaras de la nave apuntaban hacia abajo. El emisor ya había comenzado a surtir efecto sobre los zerg. Surgían de sus nidos igual que hormigas furiosas, moviéndose al azar, llegando incluso a atacarse entre sí presa de un frenesí inducido por las ondas psiónicas. No tardaron en abalanzarse sobre la torre en la que habían dejado el emisor Kerrigan y Mike. Un huracán de criaturas se arremolinó alrededor de la baliza igual que polillas ante una llama.

Mientras la nave ganaba altura, sus sensores detectaron otros nidos, otras reacciones mientras la nota inacabable procedente de la mente de Kerrigan despertaba ecos y reverberaba, aumentando de intensidad a cada segundo. Se escucharon alaridos radiados procedente de las tropas terrestres confederadas cuando se vieron abrumadas, y la cara nocturna de Antiga Prime se salpicó de pequeñas explosiones. Los rebeldes estaban sobre aviso, pero los que tardaron demasiado en abandonar el suelo fueron tragados por las oleadas de zerglinos e hidraliscos.

La nave de salto continuó ascendiendo y Mike pudo ver la curva del horizonte. La ribeteaba un intenso haz de luz. Segundos más tarde, el pulso electromagnético sacudió la nave. Las pantallas se quedaron en blanco por un momento antes de que entraran en acción las medidas de seguridad. Uno de los enormes cruceros clase Titán, nave hermana del Norad II, había sucumbido bajo el creciente asalto.

Sobre sus cabezas, el bloqueo confederado comenzaba a desintegrarse. Las naves disponibles con capacidad de aterrizaje estaban siendo desviadas de su ruta, mientras otras intentaban cañonear a los zerg, ya omnipresentes.

Se produjo una tríada de triángulos refulgentes que estalló cerca de ellos y Mike parpadeó para aliviar la momentánea sobrecarga de sus retinas. Los protoss habían hecho su aparición. Aún no atacaban, pero ya habían alcanzado la atmósfera.

Llegaron informes procedentes de las naves emplazadas más al sur. Se estaban abriendo agujeros de torsión en el espacio, de los que brotaban hordas de zerg. Las medusas langosta, las reinas, los mutaliscos y los extraños cangrejos voladores surgían del espacio y descendían sobre Antiga, invocados y atrapados por el canto de sirena del planeta.

La nave de salto se ensambló con el Hyperion y toda su tripulación se apresuró a ser evacuada. El vehículo quedó vacío, fue desprendido de la escotilla y, abandonado, comenzó a describir una espiral que lo acercaba a la superficie. Su presencia sólo conseguiría entorpecer la huida del Hyperion, y no había tiempo para asegurarla.

La nave de Mengsk se elevó igual que una pompa en medio de los aterrorizados confederados y los zerg que descendían. Éstos peleaban sólo cuando se cruzaba algo en su camino, y los confederados no les decepcionaron, colocando sus mejores naves en la trayectoria del asalto. Se produjeron varios destellos más, pero las explosiones eran meros parpadeos de luz para el Hyperion, donde cada breve oscurecimiento señalaba la muerte de otros quinientos humanos confederados en una bola de fuego nuclear.

Kerrigan estaba derrengada y muy pálida. Mike estaba seguro de que la mujer seguía escuchando la llamada psiónica, incluso a aquella altitud. Funcionaba a un nivel que él no acertaba a comprender, y surcaba las profundidades del espacio para atraer al enemigo. La ayudó a salir del muelle de aterrizaje.

Raynor se cruzó con ellos en uno de los pasadizos.

—Felicidades a los dos —dijo, con fervor—. Menuda hoguera habéis encendido debajo de las posaderas de esos zerg. No sé lo que les habrá dicho, teniente, pero han venido todos a la carrera.

Kerrigan levantó la cabeza, con los ojos encendidos de ira, e incluso Raynor pudo ver la rabia y la frustración que ardía tras ellos. El fuego desapareció igual que había aparecido, de repente, sofocado, dejando tras él las cenizas del agotamiento.

Raynor estiró el brazo para tocar el hombro de Kerrigan. Su voz se suavizó, las arrugas de su frente expresaban preocupación.

—¿Teniente, se encuentra usted bien? —Separaba las palabras con pequeñas pausas, según pudo observar Mike.

Kerrigan volvió a mirar a Raynor a los ojos, sin cólera. Mike pensó en el bucle cerrado, el miedo que engendra miedo, la preocupación que engendra preocupación.

—Estoy bien —dijo la mujer, apartándose un mechón rebelde del rostro—. Lo que ocurre es que ha sido agotador.

—¿Mengsk? —preguntó Mike.

—Arriba, en su cúpula de observación —contestó Raynor—. Me parece que quiere presenciar la batalla. Lo dejé solo. No me pierdo nada.

—Ya voy yo a presentarle el informe, si quieres descansar —le dijo Mike a Kerrigan.

La teniente permaneció en silencio por un momento, reprimiendo un escalofrío.

—Ya que eres tan amable. —Seguía mirando a Raynor.

—Está hecha polvo —declaró Raynor, dirigiéndose a la teniente. Su preocupación resultaba tan obvia que incluso Mike podía percatarse de ella—. ¿Le apetece un trago en la cocina? ¿Charlar un rato?

—Un café me vendría bien. —Una pequeña sonrisa tiró de las comisuras de sus labios—. Hablar también. Sí. Hablar sería estupendo.

Mike se despidió con la mano y se dirigió al ascensor, dejando a la pareja en el pasillo. Cuando hubo llegado a las puertas del ascensor, empujó un pensamiento hacia la superficie de su mente, donde Kerrigan pudiera encontrarlo sin problemas.

«Acuérdate de dejarle terminar las puñeteras frases», pensó, antes de subir al encuentro del artífice de la destrucción de Antiga Prime.

* * *

Mengsk se encontraba a solas en la cubierta de observación, con las manos detrás de la espalda, de cara al monitor principal. El tablero de ajedrez había sido dispuesto para empezar una nueva partida, y una cajetilla de tabaco sin estrenar descansaba junto al cenicero. Dos copitas de brandy y una botella de coñac aún sin descorchar coronaban la barra.

Todas las pantallas salvo la principal se habían apagado. La única que permanecía encendida mostraba un despliegue en tiempo real de Antiga Prime, flotando en el centro. Pequeños triángulos amarillos representaban a las fuerzas confederadas, triángulos rojos a los zerg, que no dejaban de multiplicarse. Unos cuantos puntos azules y blancos que Mike no había visto antes salpicaban la superficie. También había algunos círculos a los lados del planeta: fuerzas rebeldes que no habían conseguido escapar a tiempo. Ante los ojos de Mike, desaparecieron bajo una oleada de triángulos rojos.

En la órbita se desarrollaba una historia similar. Más triángulos rojos, cada uno representando a docenas o a cientos de aviadores zerg, todos ellos convergiendo sobre Antiga Prime. Las naves que huían escapaban ilesas. Algunas permanecieron y se esforzaron por formar focos de resistencia mientras los zerg se cernían sobre ellos, reduciéndolos a trizas en el espacio.

Mike se acordó de la imagen del Norad II al ser derribado. Aquello era cien veces peor.

—Nos alejamos a máxima velocidad —declaró Mengsk, con aire tranquilizador—. He dado instrucciones para que el ordenador de a bordo compense la escala de modo que ésta se mantenga igual en todo momento.

Mike se acercó al mostrador, sacó el corcho de la botella y se sirvió un dedo de coñac. Dejó vacía la copa de Mengsk.

—Según nuestros cálculos, basándonos en la fuerza de las emisiones, estamos llamando a todos los zerg en un radio de veinticinco años luz. Tal vez más. La teniente Kerrigan está hecha toda una sirena. Esos marineros son atraídos hacia su perdición.

—Lo suyo le ha costado —dijo Mike, apurando su copa de un trago.

—Nada que no pueda manejar. Me alegro de que estuvieras junto a ella. De lo contrario, quizá no lo hubiese conseguido.

Mike sintió que se ruborizaba y, por un momento, se lo achacó al brandy.

—Tampoco es que me dejara usted elección.

—No, la verdad. —Mengsk se encogió de hombros con ademán avergonzado y se volvió hacia Mike. Apenas quedaba rastro de las fuerzas confederadas en la superficie—. De todos modos, me alegro de que estuvieras a su lado.

Mike soltó un bufido y dio otro trago. Mengsk se sirvió una copa. Comenzaban a aparecer triángulos blancos y azules al borde de la pantalla. Los protoss habían llegado en gran número.

Mengsk miró a la pantalla y dijo:

—Han echado un reportaje muy interesante mientras no estabas. —Mike permaneció callado—. Fuerzas terrestres protoss dispuestas a enfrentarse a los zerg con los que nos encontramos. Su líder se llama Tassadar. Según sus propias palabras, Alto Templario y Ejecutor de la flota protoss. Su nave insignia se llama Gantrithor.

—A lo mejor les ha impresionado su trabajo y han decidido echarle una mano. Su relaciones públicas debe de ser un genio.

Mengsk le dedicó a Mike una mirada lánguida.

—Venga, Michael. Esperaba más de ti. Piensa en lo que acabo de decir.

Mike guardó silencio por un momento.

—¿Fuerzas terrestres?

A Mengsk se le iluminó el semblante.

—Exacto. Guerreros con trajes propulsados muy dúctiles. Extraños vehículos semejantes a insectos. Lanzadores de hechizos que, según mis suposiciones, serán psiónicos de algún tipo. Más duros que los zerg, cuerpo a cuerpo, aunque éstos los superan en número. Verlos batallar resulta muy intrigante. A lo mejor te apetece ver las cintas más tarde.

—Espera.

Mengsk ensanchó su sonrisa.

—Yo espero. Tú, discurre. Sé que puedes.

—Si los protoss disponen de fuerzas terrestres…

—Y bastante buenas, como creo que ya he mencionado.

—Eso quiere decir que ya se habrán enfrentado antes a los zerg sobre suelo firme. Y, lo más importante, que habrán ganado esas batallas.

—Si no, ¿para qué mantener dicha fuerza terrestre? ¡Sí! Ahora, el último paso.

Mike abrió los ojos de par en par.

—¡Eso significa que los zerg pueden ser destruidos sin tener que reventar el planeta donde se encuentren!

—¡Justo en el blanco! —Mengsk dio un sorbo de su copa—. Tal vez resulte difícil, y creo que los protoss están en desventaja en este caso, pero sí, se puede expulsar a los zerg de un planeta. —Soltó una risita—. Sabes, a Raynor tuve que explicárselo tres veces.

—Pero… ¡entonces, lo único que hemos conseguido es que los protoss estén a punto de volar Antiga Prime por los aires!

—Y a una buena porción de las fuerzas zerg con él. Eso debería bastar para que se mantengan cautos durante una temporada. Tiempo suficiente para que nosotros ganemos a la Confederación por la mano.

—¡Van a destruir Antiga Prime y a todos los humanos supervivientes!

—Ningún humano sobreviviría al asalto de tantos zerg. Haremos lo que sea necesario para salvar a la humanidad —declaró Mengsk, solemne.

—Aunque tengamos que matar a todos los humanos para conseguirlo —espetó Mike. Mengsk no dijo nada. El silencio se expandió hasta llenar la cúpula. En el monitor principal, los triángulos rojos habían cubierto Antiga casi por completo, y un perímetro de triángulos azules ocupaba su órbita. Ya no quedaba ningún triángulo amarillo.

Al cabo, Mengsk habló.

—Sé lo que estás pensando.

Mike dejó su vaso.

—¿Ahora resulta que también usted es telépata?

—Soy un político, como a ti te gusta llamarme. Eso implica que comprendo a las personas. Sus necesidades, sus deseos, sus motivaciones.

—Entonces, ¿qué estoy pensando? —Mike se sintió de repente igual que un insecto bajo el microscopio.

—Te estás preguntando si sería capaz de sacrificarte por el bien de toda la humanidad. La respuesta es sí, en un suspiro y sin remordimientos, pero lo cierto es que no quiero. Dicen que no es fácil encontrar buena ayuda. Y tú eres muy bueno, no sólo como reportero.

Mike zangoloteó la cabeza.

—¿Cómo lo hace?

—¿Hacer qué?

—Encontrar la tecla que hay que pulsar para cada persona. Es como si fuésemos pianos para usted. Kerrigan estaría dispuesta a saltar a las fauces de un hidralisco por usted, Raynor pasaría a través de aros de fuego por usted, demonios, incluso ha conseguido que ese viejo gorila cerebro de mosquito de Duke coma en la palma de su mano. ¿No le llama la atención?

—No. Es un don. Sé que los demás tienden a tener las ideas desordenadas. Yo procuro proporcionarles un punto de referencia. Raynor, en muchos sentidos, está consumido por la rabia contra los confederados; para él, constituyo el medio de dar rienda suelta a su ira. Duke no busca más que cobertura política para ajustar viejas cuentas y cometer nuevas atrocidades; yo se lo facilito. ¿Sarah? Bueno, la teniente Kerrigan siempre ha buscado la aprobación, pese a sus poderes. También se la doy.

Mike pensó en Sarah Kerrigan, en la cocina, hablando con Jim Raynor mientras tomaban café.

—¿Y yo?

Mengsk esbozó una franca sonrisa y negó con la cabeza.

—Tú quieres salvar almas, mi querido muchacho. Quieres cambiar las cosas. Tanto si estás cubriendo un atasco de tráfico o desenterrando los trapos sucios de algún concejal, intentas mejorar algo. Lo llevas en la sangre. Y crees en ello. Eso te confiere un valor enorme. Te convierte en un aliado increíble. Evitas que Raynor ceda a sus impulsos, que Kerrigan sea demasiado inhumana. Sabes, los dos te respetan. Tachaste al general Duke de caso perdido, creo, poco después de conocerlo, pero creo que aún conservas alguna esperanza puesta en mí. Por eso te has quedado, con la esperanza de que sepa redimirme.

Mike frunció el ceño.

—¿Qué evita que me vaya ahora que sé que la esperanza de su salvación probablemente sea vana?

—Ah. —Mengsk observó la pantalla. Los protoss casi habían completado su cerco—. En parte, por tu preocupación por los demás. Pero ahora puedo serte sincero, porque la Confederación, por medio de su títere la RNU, te ha traicionado. Ha utilizado tu rostro y tus palabras contra ti. Ahora tienes tus propios motivos para enfrentarte a ellos. Tus propias razones para implicarte. Se ha convertido en algo personal. Podrías marcharte… —Dejó las palabras en el aire.

—Pero ¿adónde iría? —dijo Mike, con voz queda. Era una pregunta retórica.

—Exacto. Te has embarcado en una larga travesía. Hasta la victoria o la derrota. Ah, ya empieza. ¿Quieres verlo conmigo?

Mike miró a la pantalla, al anillo de triángulos blancos y azules que rodeaba el mundo sentenciado. Ya se alzaban puntas de lanza de color rojo desde su superficie, pero eran repelidas mientras los protoss cargaban sus armas para abrasar el mundo, para esterilizar hasta el más profundo de sus túneles.

—Paso —rechazó Mike. Sentía la boca llena de ceniza. Se dio la vuelta y caminó hacia el ascensor, sin mirar atrás. Parecía que Mengsk no se hubiera percatado de la marcha de Mike. Permaneció de pie, con la copa en la mano, viendo cómo los protoss descargaban una lluvia de fuego venenoso sobre Antiga Prime.