12. El vientre de la bestia

Los alienígenas estaban ocupando el espacio humano, y los humanos reaccionaban volviéndose los unos contra los otros. Sólo me puedo imaginar lo que pensarían los zerg y los protoss al aterrizar en unos planetas llenos de rebeldes y Confederados moliéndose a palos los unos a los otros. Probablemente pensaran que ése era el patrón de comportamiento normal de nuestra raza. Supongo que no se equivocarían.

Los éxitos de Mengsk, propagados en parte por copias pirata de mis propios reportajes, encendieron la mecha de decenas de guerras. Todo el que tuviera alguna queja se alzó en armas contra el antiguo régimen confederado. A cambio, la Confederación reaccionó como siempre había hecho cuando se enfrentaba a una protesta armada: por medio de un recrudecimiento de la opresión que, a su vez, engendraba más revueltas.

Mientras tanto, los zerg se infiltraban cada vez en más planetas y los protoss seguían convirtiéndolos en terrones calcinados. Los humanos no tenían tantos mundos como para permitirse el lujo de seguir perdiéndolos a aquel ritmo. Si ambos bandos se hubiesen parado a pensar, habrían unido sus fuerzas para enfrentarse a la verdadera amenaza.

Creo que todo el mundo estaba tan ocupado planeando y combatiendo que nadie tuvo tiempo de pensar.

EL MANIFIESTO DE LIBERTY

—¡Kerrigan! —gritó Mike en el muelle de aterrizaje. La teniente acababa de ponerse el casco. No tenía tiempo para embutirse la armadura, pero había cogido su guardapolvo.

—Liberty —repuso, sombría. Mike vio un voluminoso ingenio sujeto al costado de su Buitre—. Estaba a punto de irme.

—¿Me llevas?

—Mira, por lo general… —comenzó, antes de fijar en Mike sus oscuros ojos verde jade. Al reportero se le erizó el vello del cogote y supo que ella lo sabía.

Aquellos labios carnosos se fruncieron por un momento. Zangoloteó la cabeza y dijo:

—Es tu funeral. De todos modos, me hará falta alguien para cargar con el equipo. Sube.

La pareja salió del hangar con un rugido, en dirección al punto de encuentro.

Antiga Prime había sufrido bajo el implacable asalto. El cielo se había oscurecido a causa del humo de las continuas piras, y la inmensa figura eclipsada del gigante de gas del planeta pendía igual que un dios apesadumbrado tras un velo de luto. A lo lejos atronaba la artillería de un Ardite, aunque resultaba imposible saber quién estaba disparando, y contra quién.

Dejaron atrás búnkeres abandonados, abiertos igual que cáscaras de huevo, rodeados por los detritos a medio enterrar de la guerra: armas rotas y hombres destrozados. Los truenos aumentaron de intensidad y Liberty se dio cuenta de que se dirigían al corazón de la tormenta.

—Tenemos tanques de asedio y Goliaths —dijo Kerrigan, por el comunicador—, intentando abrir una brecha en sus líneas. Nos colamos y entramos en territorio confederado. ¿Te arrepientes ahora de haber venido?

—Un poco. —Mike sabía que la fantasma conocía su respuesta incluso antes de que la pronunciara.

—Así que Mengsk te ha contado toda la historia —continuó. Mike frunció el ceño, preocupado porque la telépata pudiera sondear sus pensamientos con tanta facilidad—. Te convenció para que vinieras.

—Vuelve a repasar mis recuerdos, teniente. Mengsk no me ha pedido nada.

—No le hizo falta. Sabe qué teclas apretar con la gente. Probablemente le pareció que si te ordenaba venir a ayudar, lo mandarías a paseo sin pararte a pensar.

—Tal vez tenga razón.

—Suele tenerla. Por eso quizá sea buena idea que estés aquí.

Al frente, una pila de peñascos se vaporizó en medio de una impresionante explosión. Kerrigan detuvo el vehículo en seco.

—Eso no debería estar ocurriendo. Nuestros tanques de asedio saben que venimos por este camino. Habrá cambiado Duke la dirección de su artillería a propósito o…

Mike escuchó el silbido de otra andanada de proyectiles que se aproximaban.

—¡Son sus tanques! —exclamó—. ¡Han atravesado nuestras líneas!

Kerrigan revolucionó el motor en el momento en que Mike hubo terminado de hablar, desviando al Buitre en un brusco ángulo con respecto a su ruta original. La carretera frente a ellos se desvaneció en un crescendo de tierra y roca disparada por los aires cuando otra andanada cayó más cerca. El suelo destrozado era demasiado para las limitadas unidades gravitacionales y la moto se estremeció.

—Es un pelín… —comenzó Mike.

—Perdón por las acrobacias —espetó Kerrigan por el comunicador—. ¡Agárrate!

«La próxima vez déjame terminar la frase», pensó Mike. Sintió cómo Kerrigan se encogía de hombros mientras conducía.

Los confederados debían de disponer de un vigía. El fuego de misiles les seguía el rastro, implacable, manteniendo una distancia de unos cien metros a sus espaldas. Kerrigan se adentró en una quebrada que hacía mucho que había dejado de transportar algo que se pareciera al agua.

—Veamos cómo nos siguen por aquí.

Mike oyó el estridente chirrido del metal surcando el aire.

—¡Espectros! —aulló por el comunicador.

El caza espacial bajó en picado, acribillando ambas caras de la quebrada con sus ametralladoras láser de 25 milímetros. El monte bajo ardía al contacto, y los cazas levantaron el vuelo, incapaces de ver a su presa en medio de la humareda que habían provocado.

—Nos están guiando como a ovejas —grajeó la voz de Kerrigan—. Pero ¿adónde?

La textura del suelo bajo el ciclodeslizador cambió de repente, de arcillas rojizas y esquisto marrón a una alfombra moteada de musgo negro y gris.

—¡Escalofrío! —exclamó Mike, en cuanto lo reconoció—. ¡Nos están conduciendo a territorio zerg!

Kerrigan maldijo entre dientes y accionó los frenos, pero el escalofrío bajo los campos gravitacionales no proporcionaba tracción para los anillos transductores de la moto. El esbelto vehículo comenzó a patinar hasta inclinarse sobre un costado, levantando la gruesa corteza, semejante a la espuma sobre una ola.

Mike gritó y Kerrigan aulló algo. El reportero se aferró al contenedor del emisor psi, medio esperando que pudiera proporcionarle alguna protección. Estaba convencido de que, si había alguien que pudiera sacarlos de aquella, ésa sería la teniente fantasma.

En ese momento, el suelo se abrió bajo ellos y ambos se zambulleron en la oscuridad.

* * *

Algún tiempo después, Mike oyó la voz de Kerrigan, como si estuviera muy lejos.

—¿Liberty?

—Urg —fue todo lo que pudo responder Mike. «Demonios, puede leerme la mente, que lea esto».

—¿Está bien el emisor psi?

—Oh, sí. Amortigüé su caída con mi cuerpo.

Abrió los ojos y descubrió que yacía sobre tierra blanda recién calcinada. Aquello debía de ser lo que había detenido su caída cuando se desplomaron dentro del foso.

Miró hacia arriba. Había un agujero de bordes irregulares en el techo, probablemente donde había traspasado el manto de escalofrío. El espeso entramado ya había comenzado a recubrir la apertura.

Mike escupió un poco de sangre. Se había mordido el interior de la boca al caer. El resto de su cuerpo parecía magullado, pero ileso por lo general. Su guardapolvo estaba embadurnado de tierra blanda. Sentiría los cardenales al día siguiente.

«Si tengo suerte», pensó.

—Si los dos tenemos suerte —dijo Kerrigan. Ya se había puesto de pie y barría la zona con una linterna acoplada a la muñeca. Se había colgado al hombro su rifle de cartuchos.

Mike se incorporó y se encontró mareado, aunque ileso.

—¿Estás bien?

—Regular —repuso la fantasma—. Aterricé sobre mi orgullo, que quedó bastante malherido. Tuve que rematarlo de un tiro para aliviar su sufrimiento. Somos unos bobos, unos idiotas, unos cretinos, unos pardillos.

—Nadie esperaba que los confederados…

—¿Utilizaran el terreno y la situación en su provecho? Exacto. Por eso digo que hemos sido unos bobos. Salieron al encuentro de nuestro ataque y luego nos tiraron al único lugar donde no queremos estar.

—Verás, es que sería más fácil si…

—Te dejara terminar las frases. Perdona. Es una manía nerviosa. Estás retransmitiendo tu pánico a los cuatro vientos y eso me irrita.

«Como si no fuera a asustarse cualquiera en esta situación», pensó Mike, encaminándose hacia los restos del Buitre.

—La moto es chatarra —dijo Kerrigan, sin mirar. Desde luego, tenía razón. La carrocería se había doblado en tres sitios, por lo que el largo y esbelto vehículo se había convertido en un sacacorchos deforme. Algo importante se había agujereado y derramaba líquido en el suelo. La moto, pese a todo su metal y cerámica torneada, había sufrido más que él en la caída.

—Por aquí —indicó Kerrigan, señalando en una dirección del túnel.

—¿Alguna idea del porqué?

—No, pero en la otra dirección hay algo grande y de malos pensamientos. Tú coge el emisor.

Mike levantó el contenedor que guardaba el emisor y la siguió. Pensó en el genio de la teniente. Transcurridos algunos minutos, Kerrigan dijo:

—Es un bucle cerrado.

—Deja de hacer eso.

—Pero es verdad. Tú me envías tu miedo y yo lo descargo sobre ti. Lo que aumenta tu enfado. —Guardó silencio por un momento—. Aquí ocurre algo muy raro. Algo va mal. Por lo general, puedo manejar este tipo de situaciones. Casi siempre.

Mike pensó en la supuesta conexión entre zerg y telépatas, antes de arrepentirse.

Kerrigan frunció sus anchos labios en una torva sonrisa.

—Sí, ya lo sé. Raynor ya me dio el pésame durante la reunión con Arcturus, muchas gracias. Explica el interés que siente la Confederación por los telépatas. Y también ha habido un montón de desaparecidos en combate entre los telépatas confederados. Incluso fuera de las unidades fantasmas, oigo cosas.

—¿Crees que los zerg están recogiendo sus propios telépatas? —preguntó Mike. Se dio cuenta de que Kerrigan le había dejado terminar la frase.

—Ajá. Espera, hay algo ahí delante. —Extendió un brazo y apuntó al frente. La otra mano, la que llevaba la linterna, alumbraba sus pasos.

El algo estaba colgado atravesado en el pasadizo igual que una araña gigante. La luz se estrelló contra ella y el ser se apartó del haz. Se trataba de un ojo enorme, de apariencia humana. Su pupila se contrajo a causa de la fuerza de la luz de la muñeca.

Mike sintió una oleada de repulsión y nausea. Al parecer, también Kerrigan la sintió. Sus emociones inundaron la mente de Kerrigan. La teniente profirió una sonora maldición y disparó una ráfaga corta contra el orbe trémulo.

El ojo profirió un chirrido que sonó a cristal y estalló. Las hebras musculares de su red se aplastaron contra la pared igual que bandas de goma rotas.

—¿Qué era…? —comenzó Mike.

—¿Observador? ¿Centinela? —aventuró la teniente. Por primera vez, Mike percibió un dejo de temor en la inquebrantable voz de Sarah Kerrigan. Bucle cerrado, se recordó.

Se obligó a serenarse. De lo contrario, conseguiría que los mataran a ambos.

—¿Qué se siente? —preguntó, mientras sorteaban los jirones de carne del ojo. Se percató de que había escalofrío en el suelo y las paredes del pasadizo.

—¿Cómo? —Kerrigan estaba distraída mirando el icor.

—Dijiste que tenías una sensación extraña. ¿Cómo de extraña?

Kerrigan permaneció en silencio por un momento. A Mike le pareció que intentaba recuperar su fuerza emocional.

—Es difícil describírselo a un cabeza hueca, perdón, a alguien que no es telépata. Es como si estuvieras en el recibidor de un hotel y hubiera una fiesta en una de las habitaciones. Cuando pasas por delante, se oye la algarabía, pero no estás invitada. No distingues nada entre el tumulto de voces. Eso es lo que se siente.

—¿Poder psiónico en otra frecuencia, tal vez? —sugirió Mike.

—Tal vez, pero es más fuerte. Es igual que estar en la calle enfrente del teatro cuando hay un concierto. Lo que oyes es algo organizado, pero a ti te suena a tonterías. Es enloquecedor. —Se calló por un instante—. Oh, Dios mío. Mike, ven aquí.

El pasadizo se abría hacia la derecha, a una caverna, antes de ascender. Mike sintió en el rostro el aire fresco procedente de esa vía. Tenían que estar cerca de la superficie.

La caverna estaba infestada de escalofrío. Bolsas informes pendían de las paredes, y seres que podrían haber sido órganos salpicaban el hongo grisáceo. A lo largo de la pared había un puñado de criaturas parecidas a ciempiés que serpenteaban en medio de un sembrado de setas venenosas.

—Gusanos —dijo Mike—. Los vi en Base Himno, en Mar Sara. —Pensó en una imagen del bar para que Kerrigan la percibiera y sintió cómo se estremecía la mujer—. ¿Será un vertedero para los zerg? ¿Qué están comiendo?

—No están comiendo nada. Son niñeras. Cuidan de los huevos.

Lo que Mike había confundido al principio con setas venenosas eran en realidad huevos, verdes con motas rojizas, asentados en lo alto de escalofrío amontonado. Los huevos latían con ritmo cardíaco propio. Ante los ojos de Mike, el rostro esquelético de un hidralisco apareció bajo la superficie cenagosa del huevo más próximo, igual que una criatura ahogada en un dique de marea. El huevo se estremeció un poco, como si la bestia de su interior se hubiera percatado de su presencia.

Los gusanos se afanaban en la construcción de montones de escalofrío. Luego uno escalaba hasta lo alto, se hacía un ovillo y tejía un espeso capullo sedoso alrededor de sí mismo. La crisálida se endurecía y el gusano se convertía en un huevo.

—Mierda —masculló Mike, cayendo en la cuenta de lo que eran los gusanos.

—Larvas. Son las unidades de construcción básicas de los zerg. De larvas a huevos y de éstos a monstruos. Por eso los confederados nunca llegaron a ninguna parte criando a esos mamones, pese a lo que diga Mengsk. Los zerglinos y los hidraliscos no pueden procrear… todos ellos proceden del mismo material genético, servido a domicilio por algún poder superior.

Mike asintió. El rostro del hidralisco dentro del huevo se volvió hacia él. El huevo comenzó a vibrar violentamente cuando la bestia de su interior intentó abrirse paso hasta el exterior.

—De cabeza hacia el aire fresco —dijo Kerrigan, empuñando su rifle de cartuchos—. Estaré allí dentro de un momento.

Mike continuó recorriendo el pasillo, gruñendo por culpa del peso del emisor. Cuando oyó el chirrido de la recámara del rifle y el chasquido de su retroceso, comenzó a correr. Tras él se levantó el martilleo de las afiladas balas acribillando la cámara de gestación. Después, el silencio.

El aire refrescó, y vio luz natural al frente. Sentía las piernas como si fuesen de plomo, pero se obligó a continuar. Diez metros, cinco, dos. La superficie, el aire del atardecer y…

Cara a cara con su reflejo en la superficie reflectora del visor de combate de un marine confederado. Sin poder evitarlo, Mike soltó un gritito y a punto estuvo de caerse de espaldas. Habían apostado a un centinela de las fuerzas confederadas a la entrada.

El centinela adelantó un pie hacia el reportero y éste observó que había algo extraño en aquel hombre. Tenía las rodillas dobladas en un ángulo imposible, y parecía que sus brazos pertenecieran a entidades distintas. Una mano empuñaba un rifle gauss sin convicción, mientras la otra tocaba algo en la base de su armadura.

El visor reflector se apartó para revelar un rostro salido del infierno. La mitad había sido devorada hasta el cráneo amarillento, que supuraba un espeso escalofrío grisáceo de su inservible cuenca ocular. La otra mitad, de un putrefacto tono verdusco, estaba salpicado de protuberancias semejantes a esquirlas de roca que laceraban la piel igual que pequeños puñales.

Era un centinela, pero no de la Confederación. Antes era humano, pero no ahora. Antes había estado cuerdo, pero no ahora. Ahora sólo vivía para proteger el nido. Levantó su rifle gauss y lanzó un alarido que sonó como si tuviera la garganta llena de monedas. El ojo bueno de la criatura lagrimeaba lo que parecía sangre.

Mike oyó el chirrido del rifle de cartuchos a su espalda y se arrojó al suelo, retorciéndose para proteger al emisor del impacto. Un instante después, el aire que había ocupado se cuajó de proyectiles. Parte de la andanada le royó el dobladillo del abrigo.

El transformado centinela confederado se quedó transfigurado por el fuego del rifle, pero sólo por un momento. Luego su rifle gauss se resbaló entre sus dedos y se desplomó de espaldas, con la armadura reducida a harapos. Lo que ocultaba la coraza ya no era humano, pero reaccionaba al fuego de los cartuchos de la misma forma.

Kerrigan corrió y tiró con fuerza de las solapas de Mike.

—¿Estás bien?

Bailaron motas ante los ojos de Mike, pero se negó a sucumbir a la bilis amarga que le subía por la garganta.

—¿Qué era eso?

—Los zerg son biólogos expertos. Eso, probablemente, es lo que quieren hacer con toda la humanidad, convertirla en otro experimento. En una raza esclava.

Mike inhaló hondo, con los ojos fijos en el lacerado trozo de carne podrida.

—A mí no me parece que les haya salido bien el experimento.

Kerrigan se encogió de hombros, agotada.

—A lo mejor necesitarían mejores materias primas. ¿Te ofreces voluntario? Seguro que les hace falta un reportero. —Consiguió esbozar una sonrisa tensa, reprendida. Mike soltó la risa, sin proponérselo.

«Estamos rompiendo el bucle cerrado», pensó. Chistes de trinchera. Humor negro a la cara de la obscenidad de la guerra.

Si Kerrigan leyó esos pensamientos, no lo demostró.

—¿Te apetece correr un rato?

—¿Hasta dónde?

—Hasta donde podamos.

—Empieza tú, yo te sigo. —Mike sujetó el emisor frente a él.

Tuvieron suerte. Estaban en la linde del escalofrío. Empero, incluso desde su posición estratégica Mike podía ver una hilera de torres en la dirección opuesta a su rumbo. Se asemejaban a enormes flores deformes procedentes del jardín de algún gigante. Los mutaliscos, parecidos a cañones, danzaban entre ellas. También había otros monstruos voladores, entre ellos los calamares estrella de mar, las medusas langosta y los colosales cangrejos voladores.

—Están ganando —dijo Mike—. Los zerg. Se vuelven más poderosos con cada condenado planeta que asolan.

—Procura no pensar en ello. —Kerrigan se tocó la muñeca—. Acabo de enviar un breve mensaje pulsátil. Si Arcturus está a la escucha, por lo menos sabrá que seguimos vivos.

El viaje resultaba más sencillo ahora, pues aunque incluso el sol se estuviera poniendo, la luz del gigante de gas estelar seguía reflejándose con fuerza. A su izquierda se percibieron más destellos sobre el horizonte, y el sonido de un trueno a lo lejos.

—Dijiste que habías oído hablar de otros fantasmas que desaparecían en combate. ¿Sabes algo de ellos? —preguntó Mike.

Kerrigan convirtió los labios en una fina línea. Negó con la cabeza.

—Casi todos los telépatas procuran evitarse los unos a los otros. Yo ni siquiera hablo con los que están a las órdenes de Duke. Ya es suficiente con soportar el parloteo continuo de la gente normal. Estar junto a otro telépata es cien veces peor. La gente no puede controlar sus pensamientos, al menos no demasiado bien. Los fantasmas leen también a otros fantasmas, y forman sus propios bucles cerrados. La mayoría necesita silenciadores psiónicos para mantener la cordura. Es como la resocialización neuronal, sólo que mucho, mucho peor.

—Pero tú no utilizas ningún silenciador psiónico.

—Me quedan algunos, pero casi todos han desaparecido. Arcturus… —Guardó silencio por un momento, antes de decir—: No te gusta, sabes.

—Nunca lo habría adivinado. En cambio, tú crees en él a pies juntillas.

—Él… —De nuevo, una pausa—. Él me liberó, supongo que es la mejor manera de describirlo. Me rescató, me liberó, me apartó de los silenciadores, de los guardias y del horror. Le debo la vida. Lo más importante, le debo el alma.

Como si respondiera a su comentario, el comunicador lanzó un pitido. Mike escrutó el horizonte en busca de movimiento. Nada. Kerrigan levantó una pequeña pantalla y Mike pudo ver el sonriente rostro de Mengsk en ella.

—Da gusto saber que seguís con vida —dijo el líder rebelde—. Vuestra posición os sitúa un click al sur de dónde tenéis que ir. No hay cocos entre vosotros y el campamento confederado. Estamos desviando sus reservas.

—Nos han retrasado —informó Kerrigan—. Zerg. Ya hay un montón de ellos aquí.

—Habrá más cuando activéis nuestra pequeña sorpresa. Mantendrán ocupados a nuestros amigos confederados mientras escapáis.

El semblante de Kerrigan se ensombreció.

—Van a aniquilarlos, Arcturus. —La estática se apoderó de la conexión—. ¿Arcturus? ¿Me oyes? Los zerg no hacen prisioneros.

—¡Kerrigan! —exclamó Mengsk. Mike pudo imaginarse el gesto de padre severo del terrorista—. No fuimos nosotros los que inventamos los emisores pero, si no los usamos, moriremos todos, bloqueados por los confederados. Si morimos, la última esperanza de la humanidad morirá con nosotros.

—Sí, señor.

—Recuerda lo mucho que confío en ti. Y saluda al señor Liberty de mi parte, ¿eh?

Kerrigan guardó la pantalla y se volvió hacia el norte. Mike recogió el emisor y la siguió.

Permaneció en silencio durante un rato, antes de decir:

—Me parece que tienen miedo.

—¿Quién? ¿La gente a cargo de los fantasmas?

—Sí. No quieren que puedas compartir tus experiencias con otros telépatas. Que conspires contra ellos. De ahí los silenciadores psiónicos y la formación.

Kerrigan se encogió de hombros.

—Es probable. Creo que también lo hacen para mantener a sus inversiones de una pieza. La tasa de mortandad entre los fantasmas es desorbitada.

—Yo pensaba que os tratarían como a celebridades, después de todo el dinero invertido en vosotros. Igual que los pilotos de Espectros o los capitanes de los destructores.

Kerrigan profirió una carcajada horrible.

—¿Celebridades? Dios, incluso los pederastas que enrolan en los marines son tratados mejor que nosotros. Los criminales de los marines sólo precisan medicación y adoctrinamiento para obedecer a sus líderes. A nosotros nos queda la eterna pesadilla de pugnar con nuestras riendas constantemente, a sabiendas de que, si las rompemos, nos sumiremos en la locura porque no podremos mantener a las demás mentes lejos de las nuestras.

—Tranquila, teniente. No quería…

—Claro que no querías decir nada —repuso Kerrigan, acalorada—. Eso es lo que nos vuelve locos. Vuestras palabras dicen una cosa, pero vuestras mentes transmiten algo completamente distinto. Raynor rebosa optimismo, pero yo puedo sentir su desasosiego, su repulsa. Y sé que me vigila, aun cuando esté de espaldas a él. Es saber lo que aflora a la mente de todo el mundo sin ser capaz de responder.

—Lo siento.

—Lo sé. —Kerrigan se apaciguó un poco—. Ésa es una de las cosas que me gustan de ti, Michael Liberty. Eres todo superficie. No te lo tomes a mal. Se te ocurre una cosa, y la sueltas. Tú única defensa consiste en hacer preguntas, en jugar al reportero metomentodo. Eres más fácil de tolerar que la mayoría de los humanos.

Guardó silencio por un momento mientras coronaban la colina. A lo lejos se alzaban las torres derruidas del perímetro exterior de la Confederación. Nadie disparaba desde ellas; las tropas de Mengsk se los habían llevado.

—¿Sabes cuál es el último examen para acceder a la formación de fantasma? —preguntó Kerrigan, de improviso. Mike negó con la cabeza, para no interrumpirla.

—Tienen a un guardia con una pistola. —Se le empañaron los ojos. Parecía que estuviera en otra parte—. El guardia desenfunda y te coloca la pistola en la frente, o en la frente de alguien que te importe. Tienes que matar al guardia antes de que apriete el gatillo. —Volvió a enfocar la mirada. Clavó los ojos en Mike—. Tenía doce años cuando aprobé mi examen.

Mike palideció y, sin proponérselo, pensó en el hijo de Raynor. El niño «dotado» que había sufrido un «incidente».

Kerrigan reaccionó como si Mike la hubiera abofeteado. Hincó una rodilla en el suelo y se asió la frente con una mano. Al cabo de un rato, musitó:

—Jesús.

—Lo siento —se apresuró a decir Mike—. No quería que lo supieras, se me ha escapado.

—Jesús. Debería habérmelo imaginado. No lo sabía.

Mike meneó la cabeza.

—Eres una telépata. ¿Cómo puede ser que no lo supieras?

Kerrigan alzó el rostro. Las lágrimas habían asomado a las comisuras de sus ojos.

—Los telépatas no escarban en tus recuerdos, al menos si quieren permanecer cuerdos. Oímos toda la palabrería de la superficie, lo que está encima de todo. Lo que piensas en el momento, ideas perdidas. Si esa mujer tiene un buen par de piernas, toda esa mierda. No lo que permanece enterrado. No lo que importa. —Permaneció en silencio durante un momento, antes de preguntar—: ¿Te ha dicho cuándo ocurrió?

Mike negó con la cabeza y apartó la mirada, en parte para vigilar que no hubiera patrullas confederadas cerca, en parte para concederle a la teniente la oportunidad de recomponerse.

Probablemente lo supiera. Cuando Mike se dio la vuelta, ella se incorporó, secos los ojos.

—Vamos a plantar este trasto. La base de una de esas torres debería servir.

Llegaron al cascarón del emplazamiento de artillería sin problemas, y Mike depositó en el suelo la carga que llevaba kilómetros acarreando. Con manos diestras y expertas, Kerrigan comenzó a instalar el emisor psi que manejaba por vez primera. Mike supuso que debía haber captado las instrucciones en una ráfaga telepática cuando cogió el aparato.

Era un arreglo improvisado. La teniente tardó escasos minutos en desplegar todo el envoltorio y en comprobar las guías. Sacó lo que parecía un sombrero con forma de estrella de mar y se lo puso en la cabeza. Una corona de delicada filigrana de cobre se perdió entre sus mechones rojizos.

—El emisor de ondas psiónicas transplanar —explicó Kerrigan— es igual que la caja de resonancia de un violín. Capturará, amplificará y propagará la baliza psíquica con la que se le alimente. Por eso estamos aquí… hace falta un fantasma para activarlo.

Accionó unos cuantos interruptores, tiró de una palanca y se quitó el sombrero. Su rostro parecía demudado.

—Vale. Larguémonos.

—¿Ya está?

—¿Qué querías, clarines y fanfarrias? ¿Una campanada celestial? ¿O un reloj enorme con una cuenta atrás? Lo siento. —El semblante de Kerrigan se había tornado cetrino. Mike cayó en la cuenta de que, aun cuando él no pudiera sentirlo, Kerrigan sí, y aquello no dejaba de aumentar de «volumen» por momentos.

—Venga —insistió Kerrigan—. Vámonos.

Recorrieron la línea de torres abandonadas, monumentos todas ellas de la batalla de Antiga Prime. Kerrigan tuvo que detenerse, con los párpados apretados a causa del ruido inaudible. Era como si pudiera oír el chirriar de uñas sobre una pizarra, un estrépito al que Mike estaba sordo.

Llegaron hasta la cuarta torre, donde el dolor pareció aliviarse. En la sexta, casi había vuelto a la normalidad. Sacó la pequeña pantalla de su muñequera.

—Emisor psi en su sitio.

El rostro invisible de Mengsk respondió:

—Excelente, Sarah, sabía que lo conseguiríais. Tenemos que sacaros antes de que se presenten allí todos los zerg de Antiga. Nave de salto en camino.

—Lo sé —dijo Kerrigan, con la respiración entrecortada. Sus labios formaron una fina línea—. Prométeme… Prométeme que nunca volveremos a hacer algo parecido.

—Sarah. —Mike se imaginó a Mengsk meneando la cabeza—. Haremos lo que sea necesario para salvar a la humanidad. Nuestra responsabilidad es demasiado grande para hacer menos.

Volvió a desaparecer, el grande y sabio líder al otro extremo de la línea electrónica, dirigiendo la guerra desde la seguridad de su brandy y sus partidas de ajedrez.

—¿Por qué confías en él? —preguntó Mike. Se le pasó la idea por la cabeza, y lo dijo—: ¿Por qué le sigues?

Sarah consiguió esbozar una sonrisa cansina.

—Me salvó el alma.

—Y no has dejado de matar por él desde entonces. ¿No se iguala nunca la balanza? ¿No te has ganado ya tu libertad?

—Es… complicado. Mengsk no es como tú. Vale, perdona, lo cierto es que es todo lo contrario que tú. Tú eres todo superficie, igual que una hoja impresa. Él es todo profundidad. Te dice lo que piensa, y está tan convencido de ello, hasta el fondo de su ser, que el efecto es casi el mismo. Me incita a creer.

—Es un político. Si te asomas al fondo lo suficiente, lo descubrirás. El pantano que tiene por alma no carece de fondo.

—¿Cambiaría eso algo? ¿Quiero asomarme?

—En ocasiones, mirar no tiene nada de malo. Si te fijaras, tal vez Raynor no te pareciera tan burro.

Kerrigan abrió la boca para decir algo, pero se mordió la lengua y asintió.

—Sí, quizá tengas razón. En lo referente a Raynor, al menos. Supongo que se lo debo a ese burro.

—Nuestra responsabilidad es demasiado grande para hacer menos —citó Mike.

Kerrigan soltó la risa, una breve carcajada. Inesperada, impremeditada y muy humana.

Mike exhaló un largo aliento y se preguntó qué llegaría primero, los zerg de la colonia cercana o la nave de salto que prometiera Mengsk.