Jugaba al ajedrez con Arcturus Mengsk. Solía perder, ya de paso. Algún día me llevarán ante algún tribunal de alta justicia y me dirán que aquello era un crimen contra el estado, pero lo único que podré decir a mi favor será que perdí más veces de las que gané. Por lo general, Mengsk me ponía delante algún cebo durante el transcurso de la partida, y yo me lanzaba a por él, tan sólo para descubrir demasiado tarde que me había distraído para que no reparara en la trampa que estaba tendiendo.
Toda la campaña de la humanidad contra los zerg fue algo parecido, consistente en una serie de derrotas, cada una más amarga que la anterior porque siempre se nos pasaba por alto lo que estaba ocurriendo en realidad. Nuestro primer aviso de que los zerg rondaban el planeta solía llegar demasiado tarde, cuando aparecía el escalofrío ante nuestra puerta o llegaban los protoss con sus sobrecogedoras naves.
Creíamos que podríamos escapar. Algunos de nosotros, incluido el propio Mengsk, pensábamos que podríamos controlarlo. Pero no éramos más que peones en un juego mayor.
No, ni siquiera peones. Fichas de dominó. Todos cayendo uno tras otro, planeta tras planeta, persona tras persona, hasta llegar a la ficha más grande de todas, llamada Tarsonis.
EL MANIFIESTO DE LIBERTY
—Se han llegado a establecer similitudes entre la guerra y el ajedrez —dijo Arcturus Mengsk, adelantando su caballo para amenazar a la reina y al alfil de Mike.
—Ambas actividades se le dan muy bien —repuso Mike, comiéndose la torre de Mengsk con su reina.
—Lo cierto es que no estoy de acuerdo con la comparación —declaró el terrorista. Su caballo tumbó al alfil—. Por cierto, jaque mate.
Mike miró el tablero y parpadeó. La estrategia de Mengsk resultaba ahora tan obvia como opaca lo había sido segundos antes. El reportero se propinó una bofetada mental y alargó el brazo en busca de su escancia de brandy. Como música de fondo, las melodías perdidas de unos antiguos Miller y Goodman gorgoteaban desde la unidad de comunicación. El cenicero que colindaba con una de las caras del tablero rebosaba de colillas, todas ellas de Mike. Desprendían un tenue olor a orines de gato.
Se encontraban a bordo del Hyperion, que descansaba en un hangar secreto de Antiga Prime. Duke había salido para reorganizar a las tropas rebeldes de modo que su naturaleza adquiriera tintes más confederados. Raynor había salido para evitar que Duke lo pusiera todo patas arriba. Mike no tenía ni idea de cuál era el paradero de Kerrigan, pero eso era propio de la mujer.
—¿El ajedrez no es como la guerra?
—Tal vez lo fuera, en su día. En la Antigua Tierra, allende las brumas del tiempo. Dos oponentes igualados, con fuerzas igualadas, sobre un terreno de juego igualado.
—Y ése no es el caso. Ya no.
—Rara vez —convino el terrorista, recreándose en su razonamiento—. Para empezar, es difícil que los adversarios estén igualados. La Confederación del Hombre disponía de misiles clase Apocalipsis y mi planeta natal, no; la Confederación jugó esa baza hasta que Korhal IV se hubo convertido en una esfera de cristal ennegrecido flotando en el espacio. Mal podría calificarse eso de igualdad. De igual modo, al principio parecía que nuestra pequeña rebelión carecía de partidarios y de presupuesto, pero con cada nueva revuelta la Confederación pierde algo de su espíritu combativo. Es vieja y está podrida, sólo se necesita un buen empujón para que se venga abajo. Eso no se ve en el ajedrez. Luego tenemos el concepto de las fuerzas igualadas. He mencionado los misiles, tan efectivos en tiempos de mi padre, pero meros alfileres comparados con las fuerzas que se ostentan en la actualidad. Fuerzas que continúan evolucionando: bombas nucleares, telépatas, ahora zerg criados por la Confederación.
—Se supone que la guerra fomenta el desarrollo.
—Sí, pero la mayoría de la gente emplea analogías basándose en las armaduras y las pistolas. Un bando tiene la mejor arma, el otro la mejor armadura, lo que inspira la creación de otra arma aún mejor, etcétera. Lo cierto es que lo que inspira la mejor pistola es un antídoto químico, que a su vez origina un golpe telepático, lo que desemboca en la fabricación de una inteligencia artificial para que maneje el arma. La presión de la guerra produce crecimiento, pero nunca el crecimiento pulcro y lineal que se aprende en la escuela.
—O que se lee en los periódicos.
Mengsk esbozó una sonrisa.
—Por último, el concepto de un terreno de juego igualado. El tablero de ajedrez se limita a una plantilla de ocho por ocho. Más allá de este pequeño universo, no hay nada. No existe una novena fila. No hay fichas verdes que invadan el tablero de repente para atacar a blancas y negras por igual. No hay peones que se conviertan en alfiles de buenas a primeras.
—Los peones pueden convertirse en reinas —apuntó Mike.
—Cierto, pero sólo si recorren todas las casillas de su columna, bajo el fuego enemigo en todo momento. No se cubren con el manto de la reina cuando les apetece. No, el ajedrez no tiene nada que ver con la guerra, lo cual es una de las razones por las que me gusta jugar. Es mucho más sencillo que la vida real.
Mike pensó, no por primera vez ni por última, acerca de la habilidad casi sobrenatural de Mengsk para retorcer la realidad a su alrededor.
—¿Cree usted que la Confederación será capaz de crear un arma eficaz contra estos ataques? ¿Contra los protoss y los zerg?
—Me extrañaría, aunque no se detienen ante nada. Ahora mismo se dedican a hacer lo que mejor se les da: propaganda, silenciar a los que alzan la voz. Ésas son sus mejores armas, y jamás han vacilado a la hora de emplearlas. Pero es como si intentaran derribar a elefante toro enfurecido a fuerza de salivazos. Espera, tengo algo que quería enseñarte. —Mengsk pulsó numerosos botones en un control remoto. Se lo quedó mirando, como si intentara recordar un código secreto.
—Tenía entendido que una vez dijo usted que la Confederación estaba criando a los zerg. ¿No convierte eso a los zerg en sus armas?
—Eso pensaba al principio, sí. —Mengsk pulsó unos cuantos botones más, hizo una pausa—. Aunque puede que mi suposición sea incorrecta, por lo que atañe a nuestra campaña sigue siendo cierto, y nos atenemos a la veracidad de la historia. No hay nada que socave la fe en el gobierno más rápido que el darse cuenta de que han estado desarrollando amenazas alienígenas mortíferas en sus ratos libres.
—¿Pero, cuál es la verdad?
—La verdad sigue siendo tan maleable como siempre. —Mengsk sonrió—. Sí, hace años que la Confederación estudia a los zerg, y los del sistema de Sara fueron llevados allí a propósito por agentes Confederados. Sí, aquello fue un gran test armamentístico. Pero no, no crearon a los zerg. No, tenían en mente un plan mucho más mezquino. Estaba en esos discos que trajisteis Raynor y tú de la Instalación Jacobs. Vamos allá. A ver si te gusta.
Presionó un botón y la pantalla cobró vida con un chirrido. Cuando se hubo aclarado la distorsión, Mike pudo ver una hilera de lomas bajas y mesetas bajo un cielo marrón anaranjado. El paisaje podría pertenecer a cualquier región de Antiga Prime. El familiar logotipo de la RNU adornaba uno de los laterales, y un listado del valor de las acciones multiplanetarias discurría de lado a lado por la base del monitor.
En ese momento, una voz escalofriante de puro conocida se sumó a las imágenes.
—Aquí Michael Liberty, informando desde Antiga Prime.
Mike parpadeó. Ésa era su voz, parte de su última retransmisión. Mas él nunca había adjuntado aquellas imágenes. ¿Las habrían recuperado de algún archivo?
La cámara se recreó en el panorama antes de centrarse en el orador. Iba vestido con un pulcro guardapolvo (en mucho mejor estado que el que colgaba en esos momentos en la taquilla de Mike), llevaba el cabello rubio recogido hacia atrás para camuflar una coronilla rala, sus rasgos eran marcados y expertos, profundos y vivaces los ojos.
Era Michael Liberty, que no Mike. Aquel Michael Liberty casi parecía una imagen idealizada del propio Mike.
La figura del monitor continuó:
—Este reportero acaba de huir del cautiverio a manos del infame terrorista Arcturus Mengsk. Los rebeldes me capturaron en Mar Sara poco antes de que los protoss reptiles destruyeran el planeta, y no había conseguido volver a estar a salvo hasta ahora.
—Ése no soy yo.
—Lo sé. Tampoco los protoss son reptiles, que nosotros sepamos. Sigue atento.
—Durante mi cautiverio, me enteré de que Mengsk y los Hijos de Korhal están en posesión de unas poderosas drogas capaces de controlar la mente, que han empleado a su antojo con la población. Son cientos los fallecidos a causa de las rociadas indiscriminadas, algo que sólo cabe calificarse de ataque químico sobre civiles inocentes. Otros han sufrido malformaciones resultantes en extrañas formas mutagénicas de resultas de los efectos secundarios de dichas drogas.
Mengsk soltó un bufido. La figura de la pantalla prosiguió:
—Mengsk envió a un saboteador a bordo del Norad II y expuso a la tripulación a una virulenta toxina. El resultado fue el reciente siniestro de esa nave. Agentes de los Hijos de Korhal capturaron a los afectados por las drogas de control mental y abandonaron al resto para que murieran a manos de sus aliados zerg.
—¿Aliados zerg? ¿Quién escribe esas chorradas? —le espetó Mike a la pantalla.
—Es poco más o menos lo de siempre —repuso Mengsk, con calma—. Un poco recargadas las tintas, eso es todo.
—Creemos que el general Edmund Duke, vástago de la Familia Duke de Tarsonis, ha caído presa de estos ingenios de control mental y ahora ha quedado reducido a un zombi reprogramado mentalmente al servicio de los terroristas. De este modo, Mengsk y sus aliados inhumanos esperan confundir a los aguerridos soldados de la Confederación y obligarles a perder la fe en sus líderes.
—Aguerridos soldados de la… ¡Esa frase la dije en un reportaje de relleno que hice a bordo del Norad II! Y esa parte acerca de las «toxinas virulentas» también me suena.
—Aguas subterráneas contaminadas a las afueras de un instituto —confirmó Mengsk—. Una de las mejores obras de tus comienzos, si no me falla la memoria.
—Sólo mediante la eterna vigilancia podremos erradicar a terroristas como Mengsk y sus secuaces privados de voluntad —continuó la figura de la pantalla—. En estos momentos, la Confederación ha tendido un cerco exhaustivo alrededor de Antiga Prime y el terrorista habrá sido destruido en cuestión de pocos días. Para la RNU, Michael Daniel Liberty.
Mengsk pulsó otro botón. Michael Daniel Liberty enmudeció congelado en el monitor.
—¿¡Ha visto eso!? —gritó Mike, saltando de su asiento—. ¡Ése no era yo!
—Espero que no —dijo Mengsk, con una serena sonrisa—. La mayor parte del tiempo das la impresión de ser un reportero racional y fiel a la verdad.
—¿Cómo lo han hecho?
—¿Nunca te habías prestado a un montaje? —Mengsk enarcó una ceja.
—¡Pues claro! —saltó Mike, antes de apresurarse a añadir—: O sea, por razones de tiempo, o si no se podían confirmar los hechos, o si el departamento legal tenía algún problema, o si alguno de los patrocinadores se tiraba un pedo. Es decir, ya me habían cortado cosas antes, y en ocasiones han colado imágenes que llevaban el hilo de la historia en otra dirección, pero esto es una… una…
—¿Mentira?
—Patraña —dijo Mike, ceñudo.
—Sí que lo es. Compuesta de retales de reportajes anteriores, empleando a otro actor como maniquí, alterando los píxeles. No te creas, en la pantalla plana resulta de lo más sencillo… imposible con un buen holograma. Por eso yo prefiero estos últimos, sabes. Esto servirá para engañar a cualquiera que esté viendo las noticias, para recordarles que sigues vivito y coleando y dejándote la piel por la RNU y la Confederación.
—Pero, mis informes… —balbució Mike.
—Trozos aprovechables que han tamizado y pegado a su antojo.
Mike se repantigó en su asiento.
—Voy a matar a Anderson.
—Me temo que tu Anderson ya podría estar muerto —dijo el terrorista—. Siempre que sea un reportero igual de aplicado que tú.
Mike soltó un bufido.
—O —reconsideró Mengsk—, tal vez le esté siguiendo la corriente a la actual estructura de poder, aunque sepa que es una idea atroz. Quizá por eso haya incluido la línea que menciona los «venenos tóxicos», a modo de sabotaje interno, una desesperada llamada de auxilio. Es decir, no tiene mucho sentido. ¿Por qué iban a ser venenosas unas drogas capaces de controlar la mente? Claro está, eso les permitió incluir una frase literal.
—Sí, ése el tipo de atajo que tomaría Handy Anderson.
—Sólo quería que supieras que tu propia cadena te ha vuelto la espalda. No quería que lo descubrieras en un mal momento. Como, por ejemplo, en el campo de batalla. —Mengsk volvió a llenar la copa de Mike.
—Pero ¿por qué esto?
—La propaganda es el arma que mejor sabe manejar la Confederación, y la esgrime con fuerza. Es su maza. Cuando lo único que tienes es un martillo, todo te parecerá un clavo.
—Cualquiera hubiera pensado que podían atacarte con algo más letal que un reportero —musitó Mike. Meneó la cabeza mirando a la pantalla—. ¿Qué ha ocurrido con todas sus investigaciones acerca de los zerg, con el material que sacamos de aquella instalación?
—Ah. —Mengsk accionó otra serie de botones—. El disco de Jacobs. Me alegro de que te acuerdes… eso demuestra que mis drogas de control mental todavía no te han afectado del todo. No me mires así, se suponía que era una broma.
—Ahora mismo estoy un poco sensibilizado. Se me pasará.
—Esperaba información relativa a sus armas… algo que los mantenga a la cabeza de la carrera tecnológica. En vez de eso, encontré algo mucho más interesante. Vamos allá. Ya sabes lo que son los fantasmas, desde luego.
Mike se acordó de Kerrigan, la luchadora implacable que sentía la muerte de cada una de sus víctimas.
—Guerreros telepáticos. Especialidad de los confederados, un ejemplo de esa carrera tecnológica que has mencionado.
—Interesante ejemplo, si se me permite la divagación. Los primeros habitantes de las naves colonia eran gente de la Tierra pero, al parecer, la larga travesía alteró de algún modo su código genético, lo suficiente para sacar a la luz más habilidades psiónicas de las que eran comunes entre la población terráquea original. Una casualidad interesante.
—Creo que ambos hemos llegado a ese punto donde se deja de creer en la casualidad. —Mike dio un sorbo de brandy.
Mengsk se encogió de hombros, con gesto afable.
—A propósito o por accidente, los humanos de lo que llegaría a convertirse en la Confederación estaban predispuestos a exhibir habilidades psíquicas. De nuevo, bien fuera a conciencia o por casualidad, lo descubrimos y creamos a los fantasmas, asesinos de élite capaces de leer la mente. Es un proceso horrible, sólo un puñado de niños supera el proceso en estado de ser de alguna utilidad. Hasta hace poco, el control que mantenía la Confederación sobre ellos parecía inquebrantable.
—La teniente Sarah Kerrigan. ¿Cómo anuló usted el control que mantenían sobre ella?
—Ése es uno de esos casos en los que uno de los bandos tiene la mejor armadura y el otro consigue una pistola más grande —dijo Mengsk, con una sonrisa—. Basta decir que se rompió el control sobre ella, se rompió de tal modo que permaneció asombrosamente intacta y, en general, útil.
—Y agradecida.
—Y agradecida —admitió Mengsk—. Ya ha aparecido en suficientes ocasiones como para tener en vilo a los confederados.
—Lo que a usted le viene de perlas. Pero, siga, ¿no estaba ocupado disertando?
—Sí. Ahora llegamos al disco de Jacobs. Resulta que nuestros pestilentes amigos, los zerg, están conectados a emanaciones psíquicas. Al parecer, las longitudes de onda que captan los fantasmas son parecidas a las que utilizan los zerg de alto nivel para controlar a sus subalternos. Así pueden señalar su presencia a corta distancia.
—¿Cómo de corta? —quiso saber Mike, pensando de repente en las actividades de Kerrigan en los sistemas de Sara y Antiga.
—Para un telépata normal, muy, muy corta. Decenas de metros, como mucho. Claro que, así, el hidralisco puede olfatearlos de todos modos. Pero eso forma parte de la tecnología que han empleado los confederados en sus torres de defensa y otros detectores antifantasma.
—Armas y armaduras. Los fantasmas, ¿pueden leer las mentes de los zerg igual que hacen con las de los humanos?
—Les resulta mucho más doloroso. Y sí, los confederados lo han intentado. Se les ocurrió la idea de que los zerg son los depositarios del éxito evolutivo definitivo. Para ellos, todo es material genético para sus creaciones o carne con la que alimentar a sus crías. Operan según una jerarquía de mentes de colmena, cada una mayor que las que quedan por debajo, creciendo hasta alcanzar una consciencia casi planetaria.
—Suena tentador. —Mike dio otro trago largo de brandy. Le abrasó la garganta y le recordó que era humano.
—Es muy grave. Los protoss son igual de malos. Créeme, todo esto es desde el punto de vista de los zerg que está grabado en los discos, pero los protoss son los puristas genéticos definitivos. Se ven a sí mismos como los jueces del universo, se dedican a erradicar cualquier forma de vida que se desmadre y que no satisfaga su estándar de perfección.
—Supervivientes genéticos contra xenófobos genéticos. Un enfrentamiento de mil demonios.
—No le quepa duda. Así que, cuando los confederados descubren a los zerg, descubren también la atracción telepática. Quieren más zerg.
—¿Más? En el nombre de Dios, ¿para qué iban a querer más?
—Ésa es la naturaleza no lineal de la guerra, hijo. Buscaban un arma con todas las ventajas de la energía nuclear y ninguna de sus desventajas, como la radiación o la mala prensa. Los zerg eran perfectos; alienígenas feos y aterradores que la Confederación podría arrojar sobre cualquiera y, después, aparecer y eliminarlos. Una plaga de monstruos de bolsillo.
—Dijo que creía que los estaban criando.
—En eso me equivoqué —dijo Mengsk, sin alterarse—. Su cría implica mucho más que capturar a un puñado de zerglinos y meterlos en la misma jaula. Tenían que ofrecerles cebos más suculentos, y ahí es donde entran en juego los telépatas.
—Pero los telépatas tienen un alcance limitado.
—Sí. Por eso se dedicaron a aumentar ese alcance. Lo que sacaste de la Instalación Jacobs eran los planos de un Emisor de Ondas Psiónicas Transplanar. Bonito nombre, y bastante descriptivo. Con él, podrían aumentar el poder de un telépata y convertirlo en una baliza interplanetaria para los zerg, que los atraería igual que una lámpara a las polillas.
Mike guardó silencio por un momento, antes de decir:
—El sistema de Sara.
—Exacto. A eso me refiero cuando digo que estaban empleando esos planetas como campo de pruebas para sus armas. Llevaron los zerg a Sara, y los protoss aparecieron detrás. Pero se trajeron algo más que un par de zerglinos… pusieron en juego todo el ecosistema y la estructura de poder de los zerg, algo con lo que no contaban, y ahora los zerg se mueven de sistema en sistema a voluntad, dirigidos por su propia inteligencia, con la intención de transformar a la humanidad o consumirla.
—¿Sabe cómo derrotarlos?
—Aparte de reduciéndolos a trizas a todos y cada uno de ellos y quemando después los trozos, no. —Mengsk se inclinó hacia delante—. Pero sí sé cómo conducirlos en la dirección que yo quiera que vayan.
—¿De qué sirve eso? —Mike meneó la cabeza. ¿Le habría vuelto idiota de repente el brandy?
Mengsk volvió a arrellanarse.
—El reportaje de tu imitador incluía una traza de verdad. Están cercando Antiga. Los confederados esperan retenernos aquí hasta que nos destruyan los zerg o los protoss.
—¿Y vamos a quedarnos aquí sentados?
—No. Ya estoy ocupándome de eso. Construimos un emisor, basándonos en los planos que rescataste. Vamos a introducirlo y a activarlo en el seno del territorio confederado. Todos los zerg en un radio de diez años luz van a venir aquí. Se abalanzarán sobre los sitiadores igual que halcones sobre una bandada de palomas. La magnitud de la catástrofe dejará en pañales al siniestro del Norad II.
—Pero el emisor se limita a amplificar. Le hará falta un telépata para… —Se encendió la última luz en el cerebro de Mike—. Kerrigan. Va a utilizar a Kerrigan para atraer a los zerg.
—Muy bien.
—¡No puede hacer eso! ¿Quiere que se infiltre en un campamento confederado? Tendrán detectores. ¡No lo conseguirá!
—Tengo una gran confianza depositada en la teniente.
—¡No puede hacer eso! —repitió Mike.
—Se equivoca de tiempo verbal. Di las órdenes para la operación antes de que nos sentáramos a jugar la primera partida. La buena de la teniente tendría que estar recogiendo el emisor de los almacenes de la bodega en estos precisos instantes. Si se da prisa, a lo mejor la alcanza.
Mike profirió una maldición y salió disparado de su asiento.
—¡Deséele suerte de mi parte! —gritó Mengsk a espaldas de Mike, mientras el reportero abandonaba los aposentos del líder terrorista como una exhalación. Mengsk se arrellanó contra el respaldo, levantó su copa de brandy y brindó en silencio en dirección a la imagen congelada del falso Michael Liberty de la pantalla.