Hay una palabra de la vieja Tierra. Se llama schadenfreude, el sentimiento de júbilo que te invade ante la desgracia de los demás. Como cuando te enteras de que han pillado a un periodista rival profiriendo blasfemias delante de un micro que él creía que estaba apagado, o de que algún concejal particularmente corrupto ha sido atropellado por un camión de la basura. Se trata de un júbilo que viene acompañado por una punzada de culpabilidad por haberte alegrado, y de la silenciosa y ferviente plegaria para que a ti no te ocurra nunca algo parecido.
Con los protoss y los zerg hincándole el diente al territorio confederado, tuvimos schadenfreude para dar y tomar.
EL MANIFIESTO DE LIBERTY
Otros hombres y mujeres fueron a la guerra. Mike regresó a la base de Mengsk y supervisó el torrente de comunicados. Se produjo el pánico cerval que había aprendido a relacionar con la guerra; unidades aisladas de repente que primero pedían y luego rogaban que les mandaran refuerzos, seguido de alivio y, por último, el rescate. Otros mensajes de unidades que se evaporaban de golpe en medio de una nube de radiación. Y todavía más mensajes, éstos de civiles, que pedían ayuda de cualquiera, a ambos bandos.
Luego estaban los informes anómalos, aquellos en los que los monstruos aparecían de repente en los campos, atribuidos a los confederados, o a los rebeldes, o a los invasores del espacio. Estos informes se hacían más numerosos conforme transcurrían las horas, y convencieron a Mike de que Kerrigan tenía razón: los zerg habían llegado a Antiga.
Sintió ganas de aporrear la consola cuando la idea hubo calado en su mente. La presencia de zerg era tan buena como el diagnóstico de un cáncer, y mucho más letal. Hasta que descubrieran cómo derrotarlos, los zerg se comerían ese mundo crudo. O los protoss (quimioterapia radical) lo esterilizarían para evitar que se propagaran los zerg.
—Pero no es así como funciona, ¿verdad? —le preguntó Mike a la unidad de comunicación—. Siempre hay un puñado de células que se las apaña para escapar y el cáncer sigue creciendo.
La furia que sintió en las entrañas duró sólo un momento, antes de ser reemplazada por el asombro cuando el siguiente mensaje sonó en su auricular.
—¡Al habla el general Duke, llamando desde el Norad II, buque insignia del Escuadrón Alfa! ¡Nos hemos estrellado y estamos siendo atacados por los zerg! ¡Solicito apoyo inmediato de quienquiera que reciba esta señal! Repito, ésta es una llamada de auxilio de prioridad uno. Al habla el general Duke…
La llamada de auxilio comenzó a repetirse. Michael la escuchó tres veces más antes de comprobar los demás canales.
Había un par de llamadas solicitando confirmación, y una plétora de respuestas describiendo ataques de los zerg y rebeldes antiganos y, en una ocasión, un asalto por parte de las fuerzas confederadas. También se informaba ya del avistamiento de naves protoss en el sistema, luchando contra alguien, probablemente zerg similares a los que habían derribado al Norad II, en el límite de los mundos helados. Había incluso algunos informes de fuerzas terrestres protoss. Mucho ruido, pero nada que se pareciese a una oferta de ayuda sólida y sincera.
«Está frito», pensó Michael. «Van a trinchar a ese viejo pavo de Duke».
Raynor irrumpió unos diez minutos más tarde.
—Mike, te vienes conmigo. Vístete.
—¿Qué ocurre? —preguntó Mike, mientras recogía su traje de combate.
—¿No te has enterado de lo que ocurre ahí afuera? —Parecía que Raynor pudiera comenzar a lanzar chispas por los ojos en cualquier momento.
—Pánico y desesperación, lo normal —dijo Mike, señalando el panel—. Ah, bueno, y que por fin van a ascender a Duke a general. ¿Le enviamos una cesta de frutas?
—Muy gracioso, sabueso. Mengsk quiere que vayamos a rescatarlo. Cree que Duke constituiría un buen aliado.
Mike parpadeó.
—No sé si lo he oído bien.
—Has oído lo que he dicho. —Raynor le ofreció el casco a Mike.
—¡Pero si está chiflado!
—Nadie lo pone en duda —repuso Raynor, lacónico.
—¿Y Mengsk quiere que vaya «yo»? Podría cubrir la noticia desde aquí.
—Yo quiero que vengas. Ese bastardo nos encerró a mí y a mis muchachos. Me hará falta alguien con el que esté dispuesto a hablar.
—¿Ya te he mencionado que la última vez que nos vimos ordenó que me sacaran a rastras de su puente? —Mike cogió el yelmo.
—Algo había oído, pero al menos estoy seguro de que no vas a pegarle un tiro a las primeras de cambio.
Mike selló el casco y siguió a Raynor fuera de la zona de comunicaciones.
—De repente me muero de ganas de fumar un cigarrillo.
—A lo mejor Duke te da uno de los suyos.
Sólo cuando estuvieron en la carretera se le ocurrió preguntar a Mike:
—¿Lo sabe Kerrigan?
—Ajá.
—¿Y le parece buena idea?
—De hecho —dijo el antiguo alguacil—, ella fue la primera que llamó chiflado a Mengsk.
—Así que estáis de acuerdo en algo. Increíble.
—Sí. —Tras una pausa—: Sí, supongo que así es.
Arcturus Mengsk comenzaba a reunir tropas bajo su estandarte. Cuando Raynor y Mike llegaron a la superficie, ya había dado comienzo el asalto para rescatar el crucero de batalla siniestrado.
Las unidades que se apresuraban a cubrir los páramos incluían ahora a rebeldes antiganos, Hijos de Korhal y rezagados confederados que se habían desembarazado de sus lealtades sin renunciar por ello a sus armas. Raynor condujo junto al flanco izquierdo de una bandada de ciclodeslizadores Buitre mientras, sobre sus cabezas, un escuadrón de cazas Espectro A-17 surcaba el cielo. Los enormes Goliath imprimían grandes huellas irregulares en el cieno blando; no tardaron en adelantar a una unidad de tanques de asedio Ardite que removían el barro, con sus armazones de apoyo elevados para facilitar la capacidad de maniobra.
Las fuerzas combinadas encontraron resistencia casi de inmediato. Los zerglinos y los hidraliscos se aplastaban contra ellos por todos los flancos, igual que mosquitos contra un parabrisas. El aire se llenó tanto de cañones orgánicos (lo que Mike y el resto del espacio humano conocía ya como mutaliscos) como de criaturas que se asemejaban a medusas con garras de langosta; planeaban sobre las fuerzas alienígenas igual que nubes de tormenta en el desierto.
Había un racimo de marines a la derecha de Mike, acorralando a lo que parecía un gigantesco zerglino erguido, una criatura titánica con garras frontales semejantes a enormes sables curvados. En el horizonte, algo que parecía un cruce entre un calamar volador y una estrella de mar gigante huía ante el asalto de los cazas Espectro.
Se abrieron paso a través de las fuerzas zerg, esquivando a unos y eliminando a otros. Un grupo de zerglinos brotó del suelo y se cobró a toda una unidad de marines antes de que llegaran los Buitres y los cubrieran con un manto de fuego estremecedor.
Los zerg se replegaron, regresaron aumentado su número, volvieron a retirarse. Mike se sentía como si estuviera combatiendo contra el mar. Estaban repeliendo a las olas, pero estaba seguro de que no era sino una ilusión. La marea estaba bajando, y volvería a subir con energías renovadas.
El instinto de Mike le decía que Antiga Prime estaba condenado, como lo habían estado Chau Sara y Mar Sara. Aquellos seres estaban abriéndose paso hasta el corazón del planeta y, o bien tenían éxito, o los protoss los barrerían del espacio.
El frente zerg se paralizó por un momento, antes de abrirse de nuevo, y los humanos penetraron dirigiéndose hacia las tierras altas donde se había estrellado el Norad II.
Tras un vistazo a la nave estelar, Mike vio que el antiguo coloso jamás volvería a volar. Sus propulsores traseros se habían torcido en un ángulo de cuarenta y cinco grados con el resto de la estructura, y los ejes de aterrizaje, si es que habían llegado a utilizarse, se habían hundido por completo en el barro. El puente delantero de la nave pendía en equilibrio precario sobre el borde de la meseta, convertido en un mirador de la devastación que se extendía a sus pies.
Mike y Raynor aceleraron en busca de una escotilla abierta y subieron sus Buitres a bordo. Sellaron la compuerta tras ellos de forma manual mientras, en el exterior, otra oleada de mutaliscos aparecía en el horizonte.
—¿Por dónde? —preguntó Raynor, quitándose el casco.
—Sígueme. —Mike corrió en dirección al puente. Se movía por los estrechos confines del Norad II sin esfuerzo, pese a su armadura de combate. Ya había reparado en que Mengsk había dotado a su nave de pasadizos más amplios que los que estilaba la Confederación.
Parecía que Duke no había abandonado el puente en ningún momento. El gorila de lomo plateado seguía encorvado sobre su estación envuelto en su piel acorazada. El único cambio lo constituían las pantallas que lo rodeaban, que no mostraban más que estática, y la cascada de cables de fibra óptica que se derramaba sobre un mamparo. Se volvió hacia los recién llegados y frunció el ceño.
—Sois los últimos con los que esperaba encontrarme —gruñó.
—Vale, nosotros también nos alegramos de verle, general —dijo Mike, mientras se abría paso hasta la unidad de comunicación de la nave. Tecleó el código de la frecuencia de Mengsk.
—¿De qué va todo esto? —ladró Duke.
—Unas palabras de nuestro patrocinador. Creo que hacía años que no decía eso. ¿Alguien tiene un pitillo?
Se formó en la pantalla la forma empañada de estática de Arcturus Mengsk. Mengsk, pensó Mike, a salvo en su reducto secreto mientras los demás nos dejamos la piel y la vida.
Aun cuando Mike hubiera creído que era imposible, el entrecejo de Duke se arrugó aún más.
—¿Qué opina de todo esto, Mengsk?
—¿Que qué opina? —bufó Raynor—. Te diré lo que opino yo, baboso confederado pedazo de…
—Tranquilo, Jim —dijo Mike.
—Por si no te has dado cuenta, Duke —habló Mengsk—, la Confederación se está desmoronando. Sus colonias se han rebelado. Los zerg campan a sus anchas. ¿Qué habría ocurrido aquí hoy si no llegamos a aparecer nosotros?
—Quiero tu opinión. —Duke se mantuvo impertérrito.
Mike comprobó las otras pantallas. Otro ataque de los Espectros había dispersado a los mutaliscos, pero la estrella de mar voladora parecía más resistente.
—Te voy a ofrecer una oportunidad. Puedes regresar junto a la Confederación y perder, o puedes unirte a nosotros y salvar a toda nuestra raza de la exterminación a manos de los zerg.
—¿De veras piensas que voy a darte una respuesta?
—No creo que sea una decisión tan complicada. —Una pequeña sonrisa apareció bajo el bigote entrecano de Mengsk.
—Soy un «general», por el amor de Dios —explotó Duke.
—Ah, sí —intervino Mike—. Enhorabuena. ¿Quiere que lo grabemos en su lápida?
—Michael, por favor. Duke, eres un general sin ejército. Te ofrezco un puesto a mi servicio, en mi gabinete, no un destino en el quinto pino para que acumules polvo, como hacías antes de la guerra.
—No sé… —dijo Duke. Mike vio cómo el guerrero vacilaba por un momento. Mengsk lo había conseguido. Pobre Duke, había mordido el anzuelo. Sólo que todavía no se había enterado.
—No pongas a prueba mi paciencia, Edmund. —En algún lugar tras los mamparos, algo explotó cerca de la nave. Casi como si quisiera puntuar la advertencia de Mengsk.
Duke mantuvo la tensión durante un decoroso latido, antes de responder:
—Está bien, Mengsk. Trato hecho.
—Has tomado la decisión acertada… «general» Duke. ¿Capitán Raynor?
—¿Sí, señor? —Era Raynor el que fruncía el ceño ahora.
—Escolte a los partidarios del general y a su equipo a lugar seguro. —Mientras hablaba Mengsk, Duke activó el sistema de autodestrucción de la nave. Dentro de veinte minutos se encontrarían a clicks de distancia, y el Norad II sería una bola de fuego termonuclear.
—Espero que se lleve a muchos zerg consigo —comentó Mike, mientras el puente comenzaba a despejarse muy, pero que muy deprisa.
Momentos después, Mike se encontraba de vuelta en el centro de comunicaciones de Mengsk. Con la explosión del Norad II se había producido un paréntesis en la lucha. Los soldados confederados, incluidos los resocializados neuronalmente, habían cambiado de mando sin problemas con la bendición de los altos cargos. Ahora, los únicos enemigos a combatir eran inhumanos.
El inconveniente era que no había pocos de ellos.
Mike redactó un informe rápido acerca del rescate del Norad II y lo introdujo en la red. Se arrellanó y se pasó una mano por el cabello. Le pareció que empezaba a ralear.
Una cajetilla de cigarrillos algo aplastada aterrizó sobre la consola, seguida de una caja de cerillas.
—Uno de los tripulantes del Norad dice que ya estáis en paz —dijo Raynor.
—Excelente —celebró Mike, al tiempo que cogía un cilindro asesino.
—¿Qué, mandando otro reportaje a ninguna parte?
—Pensaba que la que leía las mentes era Kerrigan. El caso es que sí. Las viejas costumbres no se pierden, aunque sigo soñando con que alguien encuentre estos reportajes dentro de algunos años y sepa apreciar todo el sacrificio de los hombres y mujeres que se están enfrentando a estas cosas. Y toda la estupidez, también.
Raynor se acomodó en una silla frente a Mike mientras éste encendía el cigarro.
—Me extrañaría. Como dice Mengsk, los vencedores escriben la historia. Los recuerdos de los perdedores se borran igual que archivos anticuados.
Mike dio una profunda calada y tosió, con el gesto torcido.
—¿Qué le echan a esto los marines, meados de gato?
Raynor levantó las manos.
—Es lo mejor que pude encontrar, dadas las circunstancias. La historia de siempre.
—Y tanto. Hablando del uber Mengsk, ¿qué tal tu charla con Arcturus?
—Le dije que Duke era una serpiente. —Raynor exhaló un suspiro—. Y me respondió…
—Que era «nuestra» serpiente, ¿a que sí?
Raynor zangoloteó la cabeza, incrédulo.
—Creo en la causa de Mengsk, en que la Confederación debe desaparecer, y él me ha abierto los ojos pero, tío, hay que ver los pactos que hace. Algunas de las cosas que nos pide que hagamos…
—No sigas ninguna causa —interrumpió Mike, al tiempo que inhalaba una dolorosa calada—. Te romperán el corazón. Cuando el idealismo tropieza con la realidad, ésta rara vez cede. He visto a más políticos honrados convertidos en oportunistas que a zerglinos. Y he visto un montón de zerglinos.
Ambos hombres guardaron silencio. Al fondo, las unidades de comunicación murmuraban acerca de mutaliscos y Espectros, de Goliaths e hidraliscos, y de estrellas de mar, a las que se referían como reinas zerg. Y de la muerte. Hablaban sin cesar de la muerte.
—¿Te he dicho ya que estuve casado?
El abismo de la interacción personal se abrió a los pies de Mike.
—No había surgido el tema —repuso, lacónico, rezando para que Raynor no esperara que correspondiera a su confianza.
—Casado. Con un hijo. Tenía un «don», o eso decían.
—¿A qué viene el retintín? ¿Dotado con poderes de camuflaje? ¿Poderes psiónicos? ¿Telepatía?
—Ajá. Lo enviamos a un colegio especial. Beca del gobierno. Meses más tarde, recibimos una carta. Se había producido un «incidente» en la escuela.
Mike había oído hablar de esas cartas. Eran tan comunes como la hierba cuando de telépatas se trataba. Otro de los trapos sucios de la Confederación, rara vez hecho público.
—Lo siento —dijo Mike, porque no se le ocurría qué más decir.
—Ya. Liddy no se recuperó jamás. Se quedó hecha una piltrafa, aquel invierno cogió la gripe. Después de aquello, me volqué en mi trabajo. Descubrí que me gustaba trabajar solo.
—Es fácil caer en esa trampa, refugiarse en el trabajo —dijo Mike, mirando la luz de transmisión de su unidad de comunicación, que le indicaba que su reportaje estaba siendo enviado al vacío.
—En fin, quería que lo supieras. Tal vez pensaras que me estaba pasando con Kerrigan por ser una telépata. Puede ser. Pero tenía mis razones.
—Ella también tiene sus propios problemas, ¿sabes? Como todos, y como nadie que hayas conocido. Tendrías que darle una oportunidad.
—Resulta complicado, si sabe lo que estás pensando en realidad.
—Kerrigan es una buena soldado. —La imagen de la mujer convertida en un instrumento de muerte afloró en su mente con claridad—. Un poco estirada, eso es todo.
—Creo que es peligrosa. Peligrosa para los soldados que la rodean. Peligrosa para Mengsk. Y peligrosa para ella misma.
Mike se encogió de hombros, sin saber cuánto podía confiarle al antiguo alguacil. Al final, se decantó por un:
—Ha tenido una vida complicada.
—¿La nuestra ha sido más sencilla?
—Con más razón deberíamos estar pendientes de ella. Cuidarle las espaldas. Tanto si se entera como si no, aunque probablemente así sea. A todos nos viene bien un ángel de la guarda.
Después de aquello, la conversación se centró en torno a qué planetas se habían rebelado y qué efecto tendría la deserción de Duke sobre otros líderes militares. Al cabo, Raynor se marchó y dejó a Mike en medio del silencioso bullicio de la sala de comunicaciones.
Miró la cajetilla medio vacía. El sabor del primero todavía escocía en su boca.
—Qué demonios. —Cogió el paquete y las cerillas—. Aquí terminas por acostumbrarte a lo que sea.