James Raynor era el hombre más honrado que conocí durante la caída de la Confederación. Creo que no me equivoco al afirmar que todos los demás eran víctimas o villanos o, a menudo, ambas cosas a la vez.
A primera vista, Raynor parece un vaquero venido del quinto pino, uno de esos tíos majetes que se ven en los bares intercambiando mentiras acerca de los días que se fueron. Le rodea un aura de presuntuosidad, una confianza en sí mismo que al principio te hace recelar. Sin embargo, con el paso del tiempo te darás cuenta de que es un valioso aliado y, si se me permite decirlo, un amigo.
Es cuestión de fe. Jim Raynor tenía fe en sí, y en los que le rodeaban. De esa fe procedía la fuerza que le permitió, a él y a todos los que le seguían, sobrevivir a todo lo que le echara encima el universo.
Jim Raynor era un hombre sincero y de honor. Supongo que por eso la suya es la mayor tragedia de esta maldita guerra.
EL MANIFIESTO DE LIBERTY
A Liberty, Mengsk le parecía un político más. Por muchos fantasmas que lo atormentaran, sus motivaciones eran tan evidentes como las del matón de peor estofa de Tarsonis.
Seguía amasando poder, y no estaba dispuesto a pasar por alto a ningún aliado en potencia. Mike se dio cuenta de que aquel era el motivo por el que el hombre mantenía su palabra, porque seguía en una posición en la que resultaría peligroso que se corriese la voz de que incumplía sus promesas.
Mengsk nombró capitán a Raynor por las molestias, y le concedió a Liberty una serie de entrevistas cara a cara. Mike evitó el nivel propagandístico que al parecer deseaba Mengsk, pero eso consiguió que el carismático líder pareciera más receptivo a sus preguntas. La propia reticencia de Mike hacía que el comandante rebelde quisiera ganarse su aprobación.
Poco a poco, Mike comenzó a mostrarse cada vez más de acuerdo con las opiniones de Mengsk acerca de los confederados. Demonios, él mismo había llegado a expresar opiniones parecidas, aunque de forma más solapada, en varios reportajes a lo largo de los años. La Confederación del Hombre era una burocracia criminal, llena a rebosar de políticos oportunistas y estafadores cuyo grito de batalla era «¿Dónde está mi parte?».
Mengsk tenía razón en otro asunto. La RNU nunca llegó a emitir su reportaje acerca de la destrucción de Mar Sara, ni mencionó la parte de culpa de la Confederación en el ataque. Seguían diciéndole a la gente que no había una sino dos amenazas enemigas hostiles en el universo, los subversores zerg y los destructivos protoss. Ambos se presentaban como némesis implacables de la humanidad, y la única solución consistía en agruparse bajo la bandera de la Confederación para repelerlos.
—Tal es la naturaleza de los tiranos —dijo Mengsk un anochecer en la cubierta de observación del Hyperion, con su copa de coñac intacta sobre la mesa que los separaba. Hacía mucho que Liberty había apurado su vaso, que ahora descansaba vacío junto a un tablero de ajedrez donde yacía inerte el rey blanco. Mengsk tenía la costumbre de jugar con las negras, y las blancas de Liberty solían perder. Un cenicero sin usar ocupaba el extremo más alejado de la mesa. Michael había vuelto a dejar de fumar, pese a lo que Mengsk seguía ofreciéndoselo—. Los tiranos sólo pueden sobrevivir si presentan a un tirano mayor como amenaza. La Confederación no se da cuenta del peligro que entrañan los tiranos que ha descargado sobre nosotros.
—Antes de los protoss y los zerg —señaló Mike—, su amenaza favorita era usted.
Mengsk soltó una risita.
—Debo admitir que la mejor forma de gobierno es el despotismo benévolo. No creo que la oligarquía en el poder estuviese de acuerdo con eso.
—¿No utiliza usted a otros tiranos para encubrir sus propios abusos?
—Desde luego, pero ayuda el hecho de que nuestros enemigos sean mayores tiranos que nosotros. O que lo intenten. —Cogió el rey muerto de Mike del tablero—. ¿Otra partida?
Mike no había vuelto a ver a Kerrigan y, cuando preguntó, Mengsk se limitó a responder:
—Mi teniente de confianza trabaja mejor sobre el terreno. —Mike supuso que aquello significaba que la mujer estaba sembrando las semillas de la rebelión en otro planeta.
No se equivocaba. Dos días después, Mengsk llamó a Liberty y a Raynor a su cubierta de observación. Un despliegue gráfico mostraba otro mundo, de un color marrón rojizo. Tras él, un gigante de gas se cernía igual que un padre celoso.
—Antiga Prime —dijo Mengsk, tamborileando sobre el visor—. Colonia fronteriza de la Confederación del Hombre. Sus habitantes están muy, pero que muy cansados del ejército confederado, que se ha vuelto un poco estricto desde que aparecieran los protoss y los zerg. Quiero que el capitán Raynor ayude a los antiganos para que despegue su revolución. Eso implica ocuparse de una unidad del Escuadrón Alfa que vigila la principal vía de acceso por tierra.
—Encantado, señor —dijo Raynor. Mike se percató de que Raynor parecía más calmado, más controlado ahora que antes de abandonar el sistema de Sara. Parecía que haber incorporado su unidad de supervivientes a los Hijos de Korhal le había ayudado a superar la pérdida de Mar Sara, y su naturaleza arrojada y templada había vuelto a aflorar a la superficie. Se moría de ganas de entrar en acción.
Mengsk se dio la vuelta.
—Y, señor Liberty, si quiere acompañar a su unidad…
—No sé si se le habrá pasado por alto, Arcturus, pero todavía no trabajo para usted.
—En estos momentos no trabaja para nadie, al parecer. La RNU se ha visto despojada de su ilustre presencia. Yo sólo pensaba que tal vez sintiera un interés profesional…
—¿Y?
—Y su pico de oro e inestimable bloc de notas quizá animasen a los antiganos a quitarse los grilletes. —Esbozó una sonrisa levemente avergonzada, y Mike supo que iba a bajar al planeta.
Antiga Prime había sido en su día un mundo acuático, pero los océanos habían desaparecido sin decir adonde. Lo único que quedaba eran marismas de barro endurecido y chatas mesetas cubiertas por matojos oriundos de flores púrpuras. En ocasiones, los huesos calcificados de alguna criatura marina fosilizada se abrían paso fuera de los estratos circundantes, constituyendo el único recordatorio de que allí habían vivido seres más grandes que los humanos. A su estilo árido y desprovisto de vida, era bonito.
La nave de salto los depositó sobre un altiplano bajo similar a cualquier otro altiplano bajo de Antiga.
Mengsk había mencionado que su exploradora se pondría en contacto con ellos cuando hubieran aterrizado. A Mike no le cabía duda acerca de la identidad de la exploradora. Mientras los rebeldes establecían un perímetro alrededor de la nave, mantuvo abierta la conexión con Mengsk y los comandantes regionales.
Kerrigan salió de la nada, a pesar de la inexistencia de terreno de cobertura. Iba vestida con una armadura fantasma, un traje utilizado en entornos hostiles, y llevaba un rifle con depósito cruzado sobre la espalda. Se había quitado el casco y su melena roja destellaba bajo el brillante sol de Antiga.
Espetó un rápido saludo.
—Capitán Raynor, he terminado de explorar la zona y… ¡Guarro!
Mike se apresuró a bajar el volumen de su unidad de comunicación. Raynor retrocedió como si le hubieran abofeteado.
—¿Qué? ¡Si todavía no le he dicho nada!
Los carnosos labios de Kerrigan se fruncieron en una mueca feroz.
—Ya, pero lo estaba pensando.
—Ah, ya, es usted una telépata —dijo Raynor, lanzándole una mirada a Mike que incluso el reportero sabía interpretar. «¿Por qué no me avisaste de esto?». A la teniente, le dijo—: Mire, vayamos a lo que importa, ¿de acuerdo?
Kerrigan soltó un bufido.
—Vale. El centro de mando se encuentra a un par de clicks hacia el oeste, en lo alto de una de esas mesetas. Escuadrón Alfa, pero nada de Duke. Lo siento, chicos. Si los sacamos, las fuerzas indígenas estarían dispuestas a rebelarse. Tienen que caer algunas torres para que pueda entrar.
—De acuerdo —dijo Raynor, con el ceño fruncido—. No hace falta que le diga que se aparte.
—No, no hace falta —repuso Kerrigan, con demasiado fervor—. Pero hay algo más.
—Siga, teniente. Yo no leo las mentes.
—Han aumentado los informes de xenomorfos en la zona. —Kerrigan casi esbozó una sonrisa al ver el efecto que producían sus palabras.
Raynor arrugó el entrecejo.
Mike estuvo a punto de saltar de su asiento.
—¿Xenomorfos? ¿Zerg? ¿Aquí?
—Ganado mutilado, desapariciones misteriosas, monstruos de ojos abultados —confirmó Kerrigan—. Lo de siempre. No es mucho, pero sí suficiente.
—Mierda —musitó Raynor—. Confederados y zerg. Parece que vayan de la mano. Está bien, en marcha.
Las amplias extensiones de barro seco de Antiga Prime eran ideales para avanzar deprisa y deplorables para esconderse. En dos ocasiones aparecieron exploradores de los marines hacia el sur, lo que provocó que Raynor tuviera que entretenerse con su Buitre para ocuparse de ellos mientras sus tropas, Kerrigan y Mike ascendían lentamente por la meseta. Les faltaban trescientos metros para coronarla cuando el cañón de una de las torres abrió fuego sobre ellos.
El comunicador de Mike crepitó.
—Maldita sea —dijo Kerrigan—. Tienen sensores hasta en el culo de esa cosa. No puedo ni estornudar sin que me localice. ¿No puedes pedir refuerzos por ese teléfono?
—Estoy en ello —replicó Mike, al tiempo que estallaba otro proyectil en la cornisa sobre su cabeza—. ¡Raynor! ¡Aquí Liberty! ¡Estamos atascados! Necesitamos tu potencia de fuego, muy pronto[1].
Mike no estuvo seguro de que el antiguo alguacil hubiera recibido el mensaje hasta que oyó el estridente chirrido de los motores del Buitre de Raynor. El capitán coronó una elevación cercana de un solo salto, acortando distancias mientras la torre intentaba orientar su cañón hacia el nuevo objetivo. Tardó demasiado y, con un estrépito ensordecedor, una andanada de granadas de fragmentación salió disparada de debajo del capó del vehículo. Estallaron bolsas de fuego en la base de la torre.
Kerrigan dio un grito y el resto de las tropas atoradas salieron de sus escondrijos y acribillaron la torre con fuego de dardos. Raynor hizo una pasada para descargar un segundo ataque, pero aquello era ensañarse. Para cuando la segunda tanda de explosiones hubo estremecido la base, la torre ya se estaba inclinando. Cuando Raynor aceleró para alejarse, se desplomó por completo tras su estela.
La línea privada de Mike crepitó.
—¡La próxima vez, a ver si es algo importante, chaval! —exclamó el capitán.
—¿Qué ha dicho? —quiso saber Kerrigan—. Da igual. Es un cerdo, pero por lo menos es un cerdo competente.
Mike zangoloteó la cabeza.
—El capitán Raynor es uno de los hombres más decentes y enteros que he conocido desde que salí de Tarsonis.
—Ya, así es por fuera. Todo bajo estricto control. Es un cerdo por dentro, como casi todo el mundo. Hazme caso.
Mike no supo qué decir. Al cabo, consiguió balbucir:
—Lleva algún tiempo sometido a mucho estrés.
Kerrigan volvió a soltar un bufido.
—Claro, ¿y quién no?
Alcanzaban a avistar el centro de mando, otra media esfera tamaño estándar, un ingenio portátil. No obstante, relucía al sol. Los zerg no la habían corrompido todavía. Aquello hizo que Mike se sintiera mejor y peor al mismo tiempo.
Otra llamada. En esta ocasión, era Raynor el que pedía refuerzos. ¿Podía enviar Kerrigan las tropas que siguieran con ella?
—Dice… —comenzó Mike.
—Envíalas.
—Pero tienes que…
—Tengo que entrar. Y lo haré, con o sin las tropas de apoyo. No son más que dianas extra. Despídelas y sígueme cuando puedas.
Mike transmitió las órdenes, mientras Kerrigan se colocaba la capucha y el casco de su traje fantasma. Mike vio cómo se abrochaba el casco, tocada un aparato de su cinturón y…
Desapareció.
No, no había desaparecido. Había una ondulación a su alrededor. Podías fijarte en ella si sabías qué era lo que estabas buscando y te esforzabas por descubrirlo. Los guardias de la entrada del puesto de mando no sabían qué era lo que buscaban, y no se esforzaban demasiado. Se oyó una ráfaga procedente de un rifle de repetición invisible y los guardias volaron partidos en dos. Luego se produjo una explosión en las puertas principales, que se abrieron de repente. Se apreció una silueta en medio del humo por un momento, una figura femenina con un rifle entre las manos, antes de que se adentrara en las entrañas del centro de mando enemigo.
Mike la siguió despacio, a sabiendas de que carecía de la tecnología de camuflaje y el talento psiónico necesarios para ser un fantasma telepático. Se detuvo por un instante junto a los guardias muertos. Vestían el uniforme del Escuadrón Alfa, pero llevaban las cabezas ensangrentadas cubiertas por cascos polarizados a la luz del sol de Antiga. Decidió no quitarles los yelmos, podría reconocer a los cadáveres. Quizá alguno de ellos aún le debiera dinero de alguna partida de póquer.
Mike penetró en la devastación del centro de mando.
Resultaba sencillo saber por dónde había pasado Kerrigan; se limitó a seguir el reguero de cadáveres ensangrentados y mutilados. Hombres y mujeres por igual, vestidos con arreos de combate, habían sido desperdigados como muñecas de trapo y yacían retorcidos en medio de charcos de sangre.
Michael Liberty se acordó por un instante de la teniente Swallow y se dio cuenta de que comenzaba a acostumbrarse a la proximidad de los cadáveres recientes. Tal vez estuviera desarrollando la coraza emocional necesaria para sobrevivir en un universo en guerra.
Encontró el rifle con depósito de Kerrigan, hundido en el plexiescudo frontal de un caminante Goliath volcado. Más adelante se oía ruido de lucha. A su pesar, empuñó su rifle gauss y siguió adelante.
Recibió la recompensa de disfrutar del privilegio de asistir a un combate de Sarah Kerrigan.
Aquello era la poesía de la sangre, el ballet de la guerra. Había llegado al centro del puesto de mando, armada con su cuchillo y un lanzagranadas. Aparecía, cortaba una garganta, desaparecía. Los marines se abalanzaban sobre esa localización y ella reaparecía a escasos metros de distancia para disparar a bocajarro sobre el casco de su objetivo. Se iba, volvía, en esta ocasión con una patada giratoria que le rompió el cuello a un vociferante oficial.
Mike levantó el arma, pero descubrió que no podía disparar. No era tan sólo reticencia a cobrarse una vida humana. No sabía dónde estaría ella. En medio de todo aquello, Kerrigan se movía con una gracia y determinación felinas, destrozando a todos los adversarios que le salían al encuentro.
Sí que era buena con los cuchillos. Más aún, era igual que los protoss… gloriosa y letal.
Mike permaneció en la entrada durante un minuto, tiempo suficiente para que Kerrigan despachara a todos los enemigos del centro de mando. Los únicos supervivientes eran los que habían elegido huir al comienzo.
Sólo en ese momento se permitió Kerrigan hacerse visible y clavar las rodillas en el suelo, exhausta, de espaldas a Liberty.
Mike avanzó y extendió la mano para apoyarla sobre su hombro.
No llegó a tocarla. Sin dudarlo, la mujer giró en redondo, asió la muñeca con una mano y levantó el cuchillo de combate con la otra.
No se detuvo hasta que la punta del arma estuvo a meros centímetros del rostro de Mike. Su rostro era una máscara de cólera. El miedo embotaba la mente de Mike y, en un instante, supo que ella era consciente de ese pavor.
—No-hagas-eso —dijo, escupiendo cada una de las palabras, antes de soltar el cuchillo y hundir el rostro entre las manos—. Me tienes miedo.
Mike vaciló por un momento, antes de decantarse por un:
—Ya te digo.
—Lo siento. Lamento que tuvieras que ver esto.
Mike inhaló hondo.
—Es la primera vez que vengo a verte al trabajo. Descansa un rato. Tengo que iniciar una revolución.
Apartó un cuerpo acribillado de la consola de comunicaciones, introdujo el disco pregrabado, ajustó los niveles y eligió una señal general en todas las frecuencias.
—Aquí Michael Liberty, retransmitiendo desde Antiga Prime, para informar de que el centro de mando principal de este mundo ha sido reducido por las tropas rebeldes. Repito, el centro de mando principal ha sido reducido. El poder de la Confederación se ha interrumpido, y existe la seria posibilidad de que sea destruido por completo si el pueblo de Antiga se alza para asumir el control de su propio destino. Los marines confederados a cargo del centro de mando han muerto o han huido, mientras que las bajas rebeldes han sido… —Miró a Sarah Kerrigan, extenuada, con las manos empapadas de lágrimas— mínimas. Tenemos un mensaje de Arcturus Mengsk, líder de los Hijos de Korhal. No se vayan, ahora volvemos.
Mike metió el cartucho preprogramado en el reproductor y dejó que los tonos melodiosos y untuosos del líder terrorista enardecieran a la población. Regresó junto a Kerrigan, rodeándola en esta ocasión para que lo viera venir.
Ya se le habían secado los ojos, pero estaba temblando, con los brazos cruzados, respirando a bocanadas entrecortadas.
—No pasa nada —dijo Mike—. Has acabado con todos.
—Lo sé —dijo, levantando los ojos hacia él—. He acabado con todos. Y mientras los iba matando uno a uno, supe en qué estaban pensando. Miedo. Pánico. Odio. Desesperación. Desayuno.
—¿Desayuno?
—Uno de los técnicos se había saltado el desayuno, y lamentaba de veras haberse perdido las rosquillas. —Kerrigan sofocó una risita que en realidad eran sollozos—. Estaba a punto de ser degollado, y sólo se le ocurría pensar en rosquillas. —Se llevó las manos a las sienes y hundió los dedos en su mata de cabello rojo—. Ser telépata es una mierda.
—Me imagino —dijo Mike, consciente de que el temor no le había abandonado. Miedo de que Kerrigan pudiera sacarle las tripas antes de que él tuviera tiempo de reaccionar siquiera. Y de que ella supiera que él lo estaba pensando.
—Sé que estás asustado. Eres capaz de admitirlo. Eso te distingue de la mayoría. Dios, lo que tuve que soportar para llegar a esto, lo que me hicieron los confederados. ¿Lo sabes?
—Sé que la Confederación tiene un montón de fosas donde enterrar sus secretos. Más profundas y más oscuras de lo que jamás me había imaginado. El entrenamiento fantasma quedaba reservado para un grupo de élite de telépatas cuidadosamente controlados…
Kerrigan asentía mientras hablaba.
—Controlados por medio de drogas, extorsiones y brutalidad, hasta que te poseían en cuerpo y alma. No son mejores que estas criaturas zerg, creando guerreros para un imperio mayor. No tenemos más vida que la que nos concede la Confederación, hasta que dejamos de ser útiles. Luego nos descartan, para que no creemos futuros problemas. A no ser que…
—A no ser que consigas escapar —terminó Mike—. O que alguien te ayude a escapar. —Se dio cuenta de por qué esta antigua fantasma trabajaba para Arcturus Mengsk. Le debía la vida.
Kerrigan asintió a modo de respuesta.
—Eso no es todo, pero sí.
Se oyeron unas fuertes pisadas en la entrada y Mike se incorporó con el rifle gauss listo para disparar. La silueta acorazada de Raynor apareció en el umbral.
—¿Estáis bien, niños?
—Aquí ya hemos terminado. Centro capturado, mensaje entregado.
—Me alegro —dijo el capitán Raynor—, porque tenemos un puñado de escuadrones Alfa acercándose desde el sur y vamos a necesitar toda la ayuda que podamos conseguir para ocuparnos de ellos. ¿Se encuentra bien?
—Sí —contestó Kerrigan, poniéndose de pie—. Me lo puede preguntar a mí, ¿sabe?
—Pensaba que bastaba con pensarlo.
—¡Jim! —intervino Mike—. Ya basta.
—¿Cómo? —Raynor parecía sorprendido por el tono empleado por Mike.
—Que ya basta —repitió Mike, menos acalorado, aunque igual de sombrío. La voz que empleaba cuando se ponía serio.
El fornido capitán le miró y asintió despacio.
—Vale, supongo que basta. —Dirigiéndose a Kerrigan, añadió—: Lo siento si la he ofendido, señora.
—Ya estoy acostumbrada, capitán. Dijo que había más confederados que matar. Démonos vida.
Pasó entre los dos hombres de un empujón, tornándose invisible sobre la marcha.
El capitán Raynor sacudió la cabeza.
—Mujeres.
Mike suavizó la voz.
—Lleva algún tiempo sometida a mucho estrés.
Raynor soltó un bufido.
—Pues casi me engaña.
La pareja siguió a Kerrigan fuera del edificio. Sobre el horizonte se distinguían los relámpagos de la batalla donde los antiganos y los confederados entraban en combate.
Sobre sus cabezas, en el cielo que se oscurecía, se veían otros relámpagos, pertenecientes a otra batalla. Danzaban en el firmamento igual que estrellas recién nacidas y no se apagaron hasta que un brillante meteorito surcó el cielo, hendiendo la vociferante atmósfera a su paso.