8. Zerg y Protoss

Resultaría sencillo declarar que Arcturus Mengsk era un manipulador experto, cosa que es cierta, o que era proclive a engañar a los demás, lo que también es verdad. Pero sería un error negar toda responsabilidad personal a la hora de caer en su tela de araña.

Ahora parece el colmo del disparate haber colaborado con ese hombre, pero piensen en la situación cuando murió el sistema de Sara. Teníamos a las bestias descerebradas de los zerg por un lado, y la furia blasfema de los protoss por otro. Y, en medio, la burocracia criminal de la antigua Confederación del Hombre, que estaba dispuesta a erradicar la población de dos planetas con tal de aprender más cosas acerca de sus enemigos.

Con tamaña abundancia de diablos en el universo, ¿qué más daba si había uno más?

EL MANIFIESTO DE LIBERTY

La Instalación Jacobs estaba construida en la ladera de una montaña, en la cara de Mar Sara más alejada de sus grandes ciudades. Lo que había descubierto Michael Liberty no constaba en ningún archivo planetario, pero Mengsk lo sabía.

En algún lugar de la Instalación Jacobs había un ordenador con datos en su interior. Mengsk afirmaba desconocer cuál era esa información, pero sabía que era importante. Y sabía que la necesitaba. Y sabía que Raynor iría a buscarla por él.

Todo eso conseguía que Mike se preguntara qué más sabía Mengsk. También obligaba al reportero a pensar en otros cráteres profundos de Chau Sara. ¿Habría habido lugares parecidos en el otro planeta, desconocidos para la mayoría de los humanos pero balizas para los protoss? ¿Había sabido Mengsk también de su existencia?

De repente, Liberty se sintió como si estuviese sentado encima de una bomba de relojería y hubiese dado comienzo la cuenta atrás.

El planeta se estaba desmoronando. Podía ver la devastación desde las pantallas de la nave de salto que había traído a Raynor y a sus tropas de combate. Kilómetros de tierras de cultivo plagadas ahora por el escalofrío, un organismo vivo latiente que cubría la tierra y hundía sus tentáculos en la roca del fondo. Extrañas construcciones salpicaban el paisaje igual que setas deformes, y criaturas semejantes a escorpiones pululaban por doquier arrasándolo todo a su paso. Veía manadas de zerglinos como perros desollados, gobernados por bestias serpiente de mayor tamaño, los hidraliscos. En una ocasión, en el horizonte, había observado una bandada de seres que se parecían a cañones orgánicos con alas.

El escalofrío aún no había llegado a la Instalación Jacobs, pero las extrañas torres de los zerg ya despuntaban en el horizonte. Las puertas principales estaban abiertas, y los hombres intentaban huir del complejo. La nave de salto fue atacada mientras desplegaba a Raynor y a sus tropas. Incluso protegido por la relativa seguridad del traje de combate de un técnico de baja graduación, a Liberty le asaltaron las dudas.

«No lo hago por Mengsk», se dijo. «Lo hago por Raynor».

Los guardias estaban más interesados en huir que en luchar, y las tropas de Raynor los dispersaron sin complicaciones. Michael Liberty siguió a las imponentes siluetas acorazadas hasta el interior de la base.

La resistencia se recrudeció en cuanto hubieron entrado. Había armas defensivas montadas en la pared, y en cada esquina sobresalía una torreta retráctil. Raynor perdió dos hombres antes de decantarse por la cautela.

—Tenemos que encontrar algún ordenador de control —dijo Mike.

—Sí —convino Raynor—. Pero apuesto lo que sea a que están al otro lado de esos cañones.

Dicho lo cual, salió al pasillo, trazando un amplio arco de proyectiles, alcanzando objetivos que habían permanecido invisibles hasta hacía un momento. Mike lo siguió tan de cerca como se atrevió, con su rifle gauss listo para disparar pero, para cuando hubo doblado la esquina, Raynor se erguía en medio de un corredor inundado de humo. Emplazamientos calcinados chamuscaban las paredes y el suelo.

Otros treinta metros y otra intersección. Y otra torreta que brotó del suelo igual que un topo mecánico, barriendo el pasadizo.

Raynor y Liberty esquivaron la ráfaga saltando dentro de una estancia, tres cuartos del escuadrón en otra. Uno de los hombres no fue lo bastante rápido y quedó atrapado en el torrente de balas. Su caída hacia delante se vio atenuada por el continuo impacto de los dardos contra su casco y su coraza fragmentada.

—Está bien, tenemos que eliminar eso —dijo Raynor.

—Espera —intervino Mike—. Me parece que he encontrado algo.

Se asemejaba a un típico centro de comunicaciones, con pantallas que zumbaban a ambos lados y una miríada de botones. Mas los visores mostraban lo que parecía un diagrama de la propia instalación.

—Es un mapa —dijo Raynor.

—Cien puntos. Mejor aún, es un mapa que podemos utilizar.

Varias de las zonas destellaban con una luz roja, señalando los lugares por los que ya había pasado el equipo de asalto. Otras regiones parpadeaban en verde, incluidas la que estaba frente a la puerta. Defensas activas, probablemente.

—Muy bien —dijo Mike—. ¿Sabe algo de ordenadores?

—Tuve que reemplazarle un panel de memoria a mi Buitre en una ocasión —repuso Raynor.

—Genial. —La experiencia de Mike consistía en reparar unidades de comunicación remiradas sobre el terreno, pero no dijo nada. Estudió los diversos botones y conmutadores. Todos ellos estaban numerados, pero no había ninguna lista que describiera su uso.

Tiró de una palanca y se apagó una de las luces verdes. Repitió la operación y se apagó otra. Comenzó a tirar de las palancas y a aporrear los botones como un poseso. Transcurridos quince segundos, el staccato del pasillo se detuvo.

—Buen trabajo —felicitó Raynor.

—Veamos cómo les va a los demás. —Mike cogió un pequeño dial y lo giró. En algún lugar de las profundidades del complejo sonó un claxon y se produjo una vibración bajo sus pies.

—Rayos y centellas, ¿qué ha sido eso?

—Eso era yo, tentando demasiado a la suerte.

—Entonces, ¿por qué lo has hecho?

—En ese momento, me pareció lo correcto.

Raynor exhaló un suspiro de frustración.

—¿Puedes sacar de esta terminal la información que estamos buscando?

Mike negó con la cabeza. Pasó un dedo sobre el croquis de la instalación.

—Aquí. Hay un sistema aislado que no está ligado al ordenador principal.

—¿Crees que es ése?

—Tiene que serlo. La mejor manera de proteger información de los piratas informáticos consiste en separar por completo la máquina que la albergue. Seguridad informática básica uno cero uno.

—Entonces, vamos a machacar bichos. —Raynor hizo una señal a los supervivientes del escuadrón.

—Eso —dijo Mike, con una carcajada—. Aplastemos a esos «bichos».

Salieron de su parapeto, antes de regresar de un salto para esquivar otra andanada de proyectiles que se perdió en el pasillo.

—¡Liberty! —aulló Raynor—. ¡Creía que habías anulado todos los sistemas de defensa!

—Eso no es ningún sistema de defensa, Jim —exclamó Mike, acuclillado en el vano de la puerta—. Son blancos vivos.

Había un par de formas cubiertas por armaduras de color blanco en la intersección. Sus trajes de combate eran similares a las de Mike, salvo por el color. Esgrimían rifles gauss y estaban acribillando el pasillo.

Mike levantó su arma y apuntó para disparar. Un espectro de blanca armadura apareció en su punto de mira.

Descubrió que no podía disparar. Su blanco era un hombre, un humano vivo. No podía disparar.

El objetivo no albergaba tales cuitas y disparó una ráfaga. El quicio de la puerta se astilló y Liberty rodó para entrar en el cuarto.

—¿Qué ha ocurrido? —gritó Raynor—. ¿Están a cubierto?

—Son… —comenzó Mike, antes de sacudir la cabeza—. No puedo disparar contra ellos.

Raynor frunció el ceño.

—Te cargaste a un zerg con una recortada. Yo te vi.

—Eso era distinto. Éstos son humanos.

Mike esperaba que su confesión disgustara al agente de la ley, pero Raynor se limitó a asentir con la cabeza y a decir:

—Es normal. A mucha gente le cuesta disparar a sus semejantes. La buena noticia es que ellos no saben que no quieres dispararles. Apunta un poco por encima de sus cabezas. Eso les dará un buen susto.

Empujó a Mike de nuevo hacia la puerta. Al otro lado del pasillo, los otros dos marines intercambiaban disparos con las figuras de armadura blanca.

Mike salió rodando del vano de la puerta, apuntó al de la derecha, levantó su rifle gauss un milímetro y disparó una ráfaga. La forma blanca se agazapó, mientras su compañero giraba apuntando con el arma al tiempo que hincaba una rodilla en el suelo.

Mike sonrió, contra su voluntad. En ese momento, el torso del soldado al que había disparado entró en erupción proyectando una fuente de sangre. Su compañero giró en redondo, demasiado lento. Su cabeza se vaporizó en una neblina roja cuando estallaron el casco y el visor.

Mike alzó la vista y vio a Raynor de pie encima de él, con medio cuerpo fuera de la puerta. Había derribado a los dos soldados enemigos de sendos disparos.

Raynor miró abajo y dijo:

—Comprendo que te cueste disparar a la gente. Por suerte, a mí no. Ahora, en marcha.

Las armas de los muros y el suelo habían enmudecido, y el equipo avanzaba por los pasillos prácticamente a la carrera. La armadura de Mike, más ligera, le permitía ir en cabeza.

Se le ocurrió que aquella no era la posición más inteligente.

Dobló una esquina y se topó de frente con un zerglino.

Con un patinazo desprovisto de gracia, Mike resbaló y tropezó con el lomo de la bestia lampiña. Sintió cómo pulsaban y se estremecían los músculos de la bestia mientras saltaba por encima de ella. Aterrizó sobre su hombro y el dolor laceró el costado derecho de su cuerpo.

—¡Zerg! —gritó Mike—. ¡Mátenlo! —Ignoró el dolor y apuntó con su rifle, rezando para que no hubiese resultado dañado en la caída.

—¡Fuego cruzado! —aulló Raynor—. ¡Vamos a herirnos unos a otros!

Se produjo un momento de silencio en el pasillo. Las tropas de Raynor a un lado, Mike al otro, el zerg en el centro. A tan corta distancia, Mike podía oler el fétido aliento de la criatura. Era como si su piel exudara inmundicias y putrefacción.

El zerglino se giró hacia el escuadrón, luego hacia el reportero, como si intentara determinar a quién atacar primero. Al cabo, algún circuito orgánico hizo clic en su retorcida mente y tomó una decisión.

Se abalanzó sobre Liberty con un grito estridente, extendidas las garras.

Mike saltó hacia delante, bajo el brinco, y levantó su rifle gauss. Hirió a la criatura en el vientre, ensartándola aprovechando el impulso de la bestia. El monstruo y el cañón trazaron un lento arco encima de él.

En el punto álgido de la parábola, Mike apretó el gatillo y una andanada de dardos trituró al zerglino. Los que le atravesaron el cuerpo se incrustaron en el techo metálico del pasillo.

Mike escupió, bañado en el icor de la bestia. Raynor llegó a la carrera.

—¿Qué están haciendo aquí los zerg?

—Tal vez anden detrás de lo mismo que nosotros —sugirió Mike.

—Encontremos esa información, ahora mismo. —Raynor indicó al resto de su equipo que avanzaran con un gesto.

—Encontremos una ducha —masculló Mike, limpiándose las tripas del zerg de su armadura.

El complejo se guardaba algunas sorpresas más. El pasillo desembocaba en una estancia donde acechaban tres zerglinos más, que fueron abatidos antes de que pudieran reaccionar. Una hilera de jaulas se alineaba contra una de las paredes, abiertas todas ellas. Desprendían el fétido olor de los zerglinos.

—Los guardaban aquí —dijo Raynor—. ¿Mascotas? ¿Conejillos de Indias?

—Y, ¿desde cuándo? —Mike se acercó a la terminal de ordenador aislada y comenzó a pulsar botones—. Jesús. Mira esto.

—¿La información?

—Eso, y más. Mira. Las lecturas referentes a los zerg se remontan a meses atrás.

—Pero, eso es imposible. A menos…

—A menos que los confederados conocieran la existencia de los zerg todo el tiempo. Sabían que estaban aquí. Demonios, tal vez fueron ellos los que los trajeron aquí.

—Samuel J. Houston en bicicleta —dijo Raynor. Mike supuso que aquello era una maldición—. Coge el disco y salgamos de aquí.

—Estoy en ello. —La grabadora resopló durante unos minutos, antes de expulsar una oblea plateada—. Lo tengo. ¡Vámonos!

En cuanto Mike hubo sacado el disco de la máquina, la iluminación se tornó de color rojo. Por encima de sus cabezas, una voz femenina entonó:

—Iniciada secuencia de autodestrucción.

—¡Mierda! —maldijo Mike—. ¡Era una trampa!

—¡En marcha! —exclamó Raynor—. ¡No os equivoquéis al doblar las esquinas!

Mike, con su armadura más ligera, sin miedo ya de toparse con más sorpresas, tomó la delantera. No encontraron más que cadáveres en el camino hacia la salida, mientras la suave voz sobre ellos les advertía:

—Diez segundos para la detonación. —Y luego—: Cinco segundos para la detonación.

Llegaron al exterior, bajo el pútrido cielo color naranja. Mike siguió corriendo, sin intención de detenerse hasta haber alcanzado la nave de salto.

Raynor se puso a la par y lo derribó.

Mike aulló una blasfemia dirigida al alguacil, enmudecida por la explosión.

Toda la ladera de la montaña se estremeció a causa de la detonación, concentrada en una única ráfaga expulsada por la boca de la instalación. Una abrasadora ola de calor se cernió sobre Liberty y los marines tendidos en el suelo, y la cima de la montaña se desmoronó sobre sí misma. Mike se abrazó a la tierra abombada y rezó. Cuando se hubo detenido se dio cuenta de que, de haber permanecido de pie, la onda expansiva lo habría destrozado.

—Gracias —le dijo a Raynor.

—En ese momento, me pareció lo correcto —repuso el antiguo agente de la ley—. Vamos, regresemos antes de que nos encuentren aquí los zerg.

* * *

Mengsk los esperaba en el puente de su nave de mando, el Hyperion. Comparado con el del Norad II, este puente era más pequeño y acogedor, más parecido a una biblioteca y a un refugio que al centro neurálgico de una flota. El perímetro de la estancia estaba poblado por técnicos que hablaban en voz baja a unidades de comunicación. Una gran pantalla dominaba una de las paredes.

Mike observó que no se veía ni rastro de la teniente Kerrigan.

—¡Allí dentro había zerg! —exclamó Raynor, mientras entregaba el disco—. ¡Los confederados llevan meses estudiando a esos malditos alienígenas!

—Años —apostilló Mengsk, impertérrito—. He visto a zerg en salas de contención de la Confederación con mis propios ojos, hace años. Es evidente que los confederados conocen a esas criaturas desde hace tiempo. Por lo que nosotros sabemos, podrían estar criándolos.

Mike no dijo nada. Habían tirado de la alfombra de los secretos bajo los pies de la Confederación. Nada de lo que hicieran podría sorprenderle ya.

A Raynor se le desencajó la mandíbula.

—¿Quiere decir que han estado utilizando mi planeta a modo de laboratorio para esos… seres?

—Tu planeta y su hermano. Y sabe Dios cuántos Mundos Limítrofes. Han sembrado vientos, amigos míos, y ahora están cosechando las tempestades.

Por primera vez, Raynor se había quedado mudo. La enormidad de aquel crimen, pensó Mike, era demasiado para su mentalidad de agente de la ley local. ¿A quién arrestas cuando el delito es el genocidio? ¿Cómo castigas esa infracción?

—Tengo que rellenar un informe. Resume todo lo que hemos encontrado hasta la fecha.

—Tenemos un sistema de comunicación codificada a tu disposición —ofreció Mengsk—. Sabes que jamás publicarán esa historia.

—Tengo que intentarlo —admitió Mike, aunque por dentro estaba de acuerdo con Mengsk. Si las Antiguas Familias de Tarsonis eran lo bastante paranoicas como para amenazar a un alborotador como él por un escándalo de la construcción, ¿qué no harían para negar que estuvieran relacionados con unos alienígenas devoradores de planetas?

Se alegró de que la lectora de mentes no estuviera presente.

Tintineó una campanilla y uno de los técnicos anunció:

—Recibimos lecturas de torsión en el sector cuatro-punto-cinco-punto-siete.

—Retírese a una distancia segura, escáner al máximo. Caballeros, quizá quieran quedarse para asistir al último acto de esta obra, tan bochornosa como apasionada.

Ni Mike ni Raynor hicieron ademán de moverse, y Mengsk se volvió hacia el monitor. La inmensa bola naranja de Mar Sara se cernía sobre ellos, con algunos jirones blancos de nube dispersos sobre su hemisferio norte. No obstante, la mayor parte de la superficie se veía jaspeada, arruinada. Plagada por el escalofrío y los seres que en él habitaban.

La propia superficie de la tierra latía y burbujeaba, resollando como un ser vivo. El escalofrío se había propagado incluso a los océanos en amplias esteras, estremeciéndose igual que un manto de algas.

No quedaban vestigios humanos en el planeta. Vivos, al menos.

Brotó un haz de luz en un lado del disco planetario y Mike supo que habían llegado los protoss. Sus naves relámpago salieron de la torsión y se hicieron visibles. Un destello azul y blanco de electricidad y allí estaban. Los cargueros dorados con su cohorte de polillas, y creaciones metálicas con alas semejantes a las de los murciélagos que pululaban entre las naves de mayor tamaño. Eran sobrecogedoras y letales, fuerzas de la guerra elevadas a una forma de arte.

Mengsk habló en voz baja al micrófono de su garganta. Mike sintió cómo se encendían los motores. El líder terrorista estaba preparado para irse a la primera señal de que los protoss hubiesen reparado en ellos.

No tenía de qué preocuparse. Los protoss se concentraban por completo en el planeta enfermo que tenían a sus pies. Se abrieron las escotillas en los vientres de las naves más grandes y unos asombrosos rayos de energía, tan intensos que carecían de color, se abalanzaron sobre la superficie. Los alienígenas lanzaron una cortina de fuego contra el planeta.

Los haces de energía quemaban lo que tocaban. El mismísimo cielo se cuajó cuando los rayos atravesaron la envoltura de la atmósfera. La fuerza de los impactos dejó al planeta sin aire.

Cuando tocaron la superficie, ésta entró en erupción, el suelo hervía, purgando tanto las tierras infestadas por el escalofrío como aquellas aún libres de la enfermedad. Una mortífera radiación arco iris, más brillante de lo que Mike hubiese visto jamás, se levantaba en espirales de los puntos de impacto, abrasando la tierra y el agua sin piedad, distorsionando la mismísima materia del planeta.

Otras naves comenzaron a disparar rayos más delgados con precisión quirúrgica, sumando su asalto a la lluvia de fuego en lugares concretos. Las ciudades, vio Mike. Las urbes eran su objetivo y querían asegurarse de que allí no sobreviviera nada. Cualquier asentamiento humano era candidato a la destrucción. Incluida, lo sabía, la propia Instalación Jacobs.

Pensó que habían escapado por los pelos. Se le encogió el estómago.

Uno de los rayos latientes hendió el manto y el suelo se sublevó en una erupción volcánica. El magma se abrió paso hasta la superficie, consumiendo todo lo que no hubiese perecido bajo los rayos de energía. La mayor parte de la atmósfera del planeta ardía en aquellos momentos, arrancada del orbe como un velo que flotaba en la órbita. Lo que quedaba de ella se arremolinaba en huracanes y tornados, hasta que también éstos fueron destruidos por los haces de luz.

Fulgores rojos volcánicos cubrían ya el hemisferio norte de Mar Sara, como verdugones. Lo que quedaba de la tierra se arqueó en un arco iris letal. Nada podía sobrevivir a aquel asalto, humano o no.

—Exterminadores —musitó Mike—. Son exterminadores cósmicos.

—En efecto —convino Mengsk—. Incapaces de distinguir entre los zerg y nosotros, o puede que les dé igual la diferencia. Tal vez para ellos seamos lo mismo. Deberíamos prepararnos para partir. Repararán en nosotros en cualquier momento.

Mike miró a Raynor. El semblante del antiguo alguacil era sombrío e inescrutable, sus manos aferraban la barandilla que tenía delante. A la luz de las* pantallas que mostraban el relámpago azul de las naves de los protoss, parecía una estatua. Sólo sus ojos daban señales de vida, llenos de una infinita tristeza.

—¿Raynor? ¿Jim? ¿Estás bien?

—No —repuso Jim Raynor, con voz queda—. ¿Quién podría estar bien después de esto?

Mike no tenía la respuesta. Se sentó mientras moría el planeta y Arcturus Mengsk hablaba al micrófono de su garganta. Transcurrido un momento, el terrorista anunció:

—Estamos listos para partir.

—De acuerdo —dijo Raynor, sin apartar los ojos de la pantalla—. Vámonos.