7. Pactos

Arcturus Mengsk. Ahí tenemos un nombre que es sinónimo del terror, la traición y la violencia. El vivo ejemplo de que el fin justifica los medios. El asesino de la Confederación del Hombre. El héroe del mundo arrasado de Korhal IV. Rey del universo. Un bárbaro salvaje que jamás permite que nada ni nadie se interponga en su camino.

Y, sin embargo, también es encantador, erudito e inteligente. Cuando estás en su presencia, sientes que te escucha de veras, que tus opiniones importan, que serás alguien importante si comulgas con él.

Es increíble. A menudo me he preguntado si los hombres como Mengsk no arrastrarán consigo sus propias burbujas moldeadoras de realidad, donde todo aquel que caiga en ellas se verá transportado a otra dimensión donde las atrocidades que diga y haga tengan sentido.

Por lo menos, ése es el efecto que tuvo siempre sobre mí.

EL MANIFIESTO DE LIBERTY

La figura refulgente guardó silencio por un momento, antes de preguntar:

—¿Hay algún problema con nuestra conexión, teniente?

—Le recibimos alto y claro, señor —respondió Kerrigan.

—Señor Liberty, ¿puede oírme? —inquirió Arcturus.

—Le escucho. Es sólo que no sé si creer lo que oigo. Usted es el hombre más odiado de la Confederación.

Arcturus Mengsk sofocó una risita y recogió las manos sobre su amplio y liso estómago.

—Me halaga, pero he de responder que sólo soy el hombre más odiado entre la élite de la Confederación. Entre esos elitistas que tienen por objetivo mantener a todos los demás bajo la suela de su zapato. Aquellos que eligen diferir son desterrados. Yo he sobrevivido al destierro y, por tanto, soy un peligro para ellos.

Las palabras de Mengsk se vertieron sobre Michael Liberty igual que cálida miel. Los ademanes y la voz de aquel hombre proclamaban «político» a voces. Aquélla era una criatura que se sentiría como en casa en el Consejo Ciudadano de Tarsonis, o entre los confabuladores y separatistas sociales de las Antiguas Familias de la Confederación.

—Conozco a un montón de reporteros a los que les gustaría hablar con usted —dijo Mike.

—Usted entre ellos, espero. Hace muchos años que admiro su trabajo. Debo admitir que me sorprendió ver su ilustre nombre relacionado con meros informes militares.

Mike se encogió de hombros.

—Las circunstancias así lo exigían.

—Desde luego —convino Mengsk. Apareció otra sonrisa bajo su poblado mostacho salpimentado—. Y, del mismo modo, me temo que mi estilo de vida nómada ha evitado que pudiera concertar una entrevista adecuada. La Confederación no tardaba en estropear las pocas que he conseguido organizar. Creo que sabe a qué me refiero.

Mike pensó en Rourke, muerto con los pases de prensa de Mike al cuello, y en la gente de Raynor, encerrados en órbita, y en los refugiados que esperaban a unas naves de salto que nunca llegaban. Asintió con la cabeza.

—Sé que mi reputación me precede, Michael. —Mengsk lo sacó de golpe de su ensueño—. ¿Le importa que le llame Michael?

—Si le apetece.

Otra sonrisa soterrada.

—Debo decirle que su reputación es bien merecida. Yo soy, según la Confederación, un terrorista, un agente del caos contra el viejo orden. Mi padre era Angus Mengsk, el primero en liderar al pueblo de Korhal IV en la rebelión que los enfrentaría a la Confederación.

—Y pagó por ello con la muerte del planeta.

Arcturus Mengsk adoptó una expresión grave.

—Así es, y yo cargo con sus fantasmas cada día de mi vida. Los confederados los etiquetaron de rebeldes y revolucionarios pero, como bien sabes, son los vencedores quienes disfrutan del lujo de escribir la historia.

Hizo una pausa, pero Mike no se apresuró a llenar el silencio, ni a asentir ni a negar nada. Al cabo, Mengsk continuó.

—No pido perdón por las acciones de los Hijos de Korhal. Tengo las manos manchadas de sangre, pero todavía no he alcanzado la cifra de treinta y cinco millones de vidas que se cobró la Confederación en Korhal IV.

—¿Ésa es su meta? —preguntó Mike, tanteando la armadura del político en busca de una mella.

Esperaba un arrebato de ira, o una rápida refutación. En vez de eso, Mengsk soltó una risa contenida.

—No. No se me ocurriría competir con la implacable burocracia de la Confederación del Hombre. Ondean los estandartes de la Antigua Tierra, pero ningún gobierno de la antigüedad habría tolerado la inhumanidad que la Confederación considera habitual. Los que dan la voz de alarma son silenciados a la fuerza o se humillan al convertirse en cómplices por conveniencia.

—Eso me suena a nosotros, los periodistas —opinó Mike, acordándose de la oficina atalaya de Handy Anderson.

Arcturus Mengsk se encogió de hombros.

—Bien pudiera servir como ejemplo, aunque no quiero hurgar en la llaga. Sé que tú, en particular, eres un individuo especial que no se amilana a la hora de perseguir la verdad.

—Así que todo esto —Mike señaló al equipo y a Kerrigan— no es más que para organizar una entrevista.

De nuevo, esa risa franca.

—Ya habrá tiempo después para entrevistas. De momento, hay asuntos más urgentes. ¿Conoces la situación de los refugiados en el interior?

Mike asintió.

—He visitado a algunos. Han vaciado las ciudades, y la gente aguarda en la pampa a que las naves de salto de la Confederación vengan a por ellos.

—¿Y qué pensarías si te dijese que esas naves no van a llegar?

Mike parpadeó, consciente de repente de que Kerrigan estaba observándolo.

—Me resultaría difícil de creer. Tal vez se retrasen, pero no abandonarían aquí a la población.

—Me temo que es cierto. —Mengsk exhaló un suspiro. Mike deseó gozar de poderes telepáticos para ahondar en el manto de buenos modales del hombre—. No hay ninguna en camino. Lo cierto es que el coronel Duke lleva unos cuantos días muy ocupado desmantelando la estructura militar de la Confederación en este lugar, preparándose para retirarse en cuanto aparezcan los protoss, o se produzca el abrumador éxito de los zerg.

—¿Qué sabe usted acerca de los protoss y los zerg?

—Más de lo que quiero admitir —dijo Mengsk, con una torva sonrisa—. Basta con decir que se trata de razas antiguas, y que se odian mutuamente. Y que la humanidad les trae sin cuidado. En eso se parecen bastante a la Confederación.

—He visto en acción tanto a los zerg como a los protoss. Me cuesta creer que sean remotamente humanos.

—¿Aun cuando la Confederación planee abandonar a la población de Mar Sara? ¿Permitir que los zerg los masacren desde abajo, o que los protoss los vaporicen desde arriba? Este sistema no es más que una gigantesca lona para los burócratas de Tarsonis, donde pueden ver cómo se baten ambas razas y planear cómo salvar sus propios pellejos. ¿Puedes tú, como hombre, hacerte a un lado y asistir impasible al espectáculo?

Mike pensó en los mortíferos arco iris radiantes sobre la superficie de Chau Sara.

—Usted tiene la solución —dijo, formulando una aseveración, no una pregunta—. Y esa solución, de algún modo, tiene que ver conmigo.

—Soy un hombre de grandes recursos, que no ilimitados —sentenció Arcturus Mengsk, con la intensidad de una tormenta que se fraguara—. Mis propias naves ya están en camino para evacuar a tanta gente como pueda fuera del sistema. Kerrigan ha localizado al grueso de los campamentos y ha propagado suficientes ideas anticonfederación como para que nos reciban como a héroes. Me he puesto en contacto con los fragmentos del gobierno de este planeta. Pero necesito un rostro amable que los convenza de que venimos en son de paz.

—Ahí es donde entro yo en juego.

—Ahí es donde entras tú en juego —repitió Mengsk—. Tu reputación te precede.

Mike pensó en ello, consciente tanto de los protoss del cielo como de los zerg del suelo.

—No pienso hacerle propaganda —dijo, por fin.

—Eso no es lo que le pido que haga —repuso Mengsk, abriendo los brazos. Dándole la bienvenida.

—Informaré de lo que vea.

—Lo que ya es más de lo que te permite la Confederación en estos momentos, bajo el régimen militar. No esperaría menos de un reportero de tu calibre. —Otra pausa, que Mengsk terminó al añadir—: Si hay algo más que pueda hacer para ayudarte…

Mike pensó en los hombres de Raynor.

—Tengo algunos… socios… bajo custodia de la Confederación.

Mengsk enarcó una ceja en dirección a Kerrigan.

—Milicianos locales y agentes de la ley, señor. Fueron capturados y encerrados en una nave prisión. Puedo encontrar su paradero.

—Hmmm. No pide flacos favores, ¿eh, Michael? —Mengsk se rascó la barbilla pero, incluso a través de la conexión, Mike sabía que el hombre ya había tomado una decisión—. De acuerdo, pero tendrá que echar una mano. Pero antes…

—Ya lo sé —dijo Mike, con un encogimiento de hombros—. Tengo que escribir su maldito comunicado de prensa.

—Exacto —confirmó Mengsk, con ojos brillantes—. Si hemos llegado a un acuerdo, la teniente Kerrigan se ocupará de los pormenores.

Dicho lo cual, la figura envuelta en luz se evaporó.

Mike exhaló un sentido suspiro.

—¿Sigue leyendo mi mente?

—Es difícil evitarlo —repuso Kerrigan, lacónica.

—Entonces sabrá que no me fío de él.

—Lo sé —respondió la teniente de Mengsk—. Pero confía en que mantendrá su parte del trato. Vamos, empecemos.

* * *

La nave prisión Merrimack era una reliquia, un crucero de batalla clase Leviatán al que se había despojado de cualquier componente útil, a excepción del soporte vital, e incluso éste era caprichoso e imprevisible. Incluso se le había quitado la energía después de la torsión, y había tenido que ser remolcada hasta su posición en lo alto del polo norte de Mar Sara. Sus cámaras estaban atestadas de hombres desarmados, prisioneros arrestados por diversos motivos y que eran considerados demasiado peligrosos para permanecer en la superficie. Allí había numerosos milicianos planetarios de cosecha propia, así como alguaciles y no pocos líderes locales sin pelos en la lengua.

Lo que la plétora de prisioneros, hacinados tras compuertas cerradas, no sabía era que estaban siendo supervisados por una tripulación fantasma, una fracción de la plantilla normal para tan colosal presidio. La mayoría de los oficiales de alto rango ya habían sido trasladados, y de las naves de mayor tamaño que visitaran Mar Sara durante el transcurso de los últimos días, sólo el Norad II permanecía en órbita.

El capitán Elias Tudbury, el único oficial de rango aún a bordo del Merrimack, gruñó al estudiar el anillo de monitores de cubierta. El último transbordador llegaba con una hora de retraso y, si el parte radiofónico era correcto, los protoss y sus armas de relámpagos podrían aparecer de un momento a otro.

El capitán Tudbury no había sobrevivido durante el tiempo suficiente para obtener el mando de una nave prisión exponiéndose a peligros de ningún jaez. Ahora, mientras el transbordador se abría paso hacia el muelle, apoyó el peso del cuerpo en un pie y luego en el otro, nervioso. A su lado, el oficial de comunicaciones controlaba las frecuencias.

Cuanto antes llegara el transbordador, pensó Tudbury, antes podrían salir de allí él y los escasos rezagados, abandonando a su suerte a los prisioneros.

El altavoz crepitó sobre su cabeza.

—Transbordador pris… puerto cinco-cuatro… solici… despejen el muelle… para atracar. Contraseña… —El resto se perdió por culpa de la estática.

El oficial de comunicaciones dio unos golpecitos contra su auricular, y dijo:

—Repita la transmisión, cuatro-cinco-seis-siete. Insisto, repita la transmisión.

El altavoz continuó chirriando y rechinando.

—…ador prisión… seis-siete. Solicitamos permiso… tracar. Contra… —Más estática.

—Repita, cinco-cuatro-seis-siete —insistió el oficial de comunicaciones. Tudbury estaba a punto de estallar por culpa de la ansiedad, pero la voz del operador era suave y mecánica—. Por favor, repita.

—Interferen… —fue la respuesta—. Vamos… irnos y lo int… más tarde.

—Ni hablar —saltó Tudbury. Se inclinó sobre su oficial y apretó un interruptor—. Transbordador cinco-cuatro-seis-siete, tienen pista libre para atracar. ¡Entrad de una puñetera vez y sacadnos de esta bañera!

Los sistemas hidráulicos sisearon cuando las dos naves se hubieron acoplado, mientras el oficial de comunicaciones señalaba la violación del protocolo estándar.

—Ésta no es una situación estándar, hijo —dijo Tudbury, a medio camino de los muelles, con su petate ya embalado y oscilando sobre su espalda—. Coge tu equipo y corre la voz. ¡Nos vamos de esta cafetera!

La escotilla de aire se abrió y el capitán Tudbury se encontró de frente con el cañón de un lanzagranadas de gran calibre. Detrás de la culata del arma había un joven pulcro con coleta que a Tudbury le recordaba a alguien que había visto en la RNU.

—Bu —dijo Michael Liberty.

* * *

Tardaron apenas diez minutos en reducir al resto de la tripulación, armada en su mayoría sólo con sus petates y con unas ganas enormes de marcharse, y otros veinte en convencerlos para que manipularan los motores de torsión y sacaran al Merrimack del radio planetario. Raynor y sus hombres se subieron al transbordador con Liberty.

—Tengo que admitir —dijo el otrora alguacil Raynor— que cuando te pedí que hicieras algo, no me esperaba esto.

Mike Liberty se ruborizó.

—Digamos que he hecho un pacto con el diablo, y que ha redundado en nuestro provecho.

Como si aquella fuera la señal que estaba esperando, el amplio rostro de Mengsk llenó el visor del transbordador.

—Enhorabuena, Michael. Debemos informar de que nuestra empresa ha sido un éxito. Hemos sido recibidos con los brazos abiertos por el pueblo de Mar Sara y nuestras naves ya están evacuando a los refugiados. Tengo entendido que incluso el coronel Duke se resiste a derribar naves cargadas de inocentes, y el giro de los acontecimientos ha supuesto una vejación para él.

Raynor se inclinó hacia la pantalla.

—¿Mengsk? Aquí Jim Raynor. Sólo quería agradecerle su ayuda y habernos sacado de esa prisión.

—Ah, alguacil Raynor. Al parecer, Michael les tiene en gran estima a usted y a sus hombres. Me preguntaba si estarían dispuestos a echarme una mano con un asuntillo. —La sonrisa de Mengsk ocupó toda la pantalla.

—Espera un minuto, Mengsk —dijo Mike—. Hicimos un trato, y ambos hemos cumplido con nuestra parte.

—El pacto ha sido cumplido, Michael —continuó el líder terrorista que había salvado a la población de un planeta—. Ahora quiero ofrecerle un acuerdo similar al antiguo alguacil y a sus hombres. Algo que, espero, resultará beneficioso para todos nosotros.