6. Escalofríos

Es fácil entender la guerra sobre el papel. Parece algo tan lejano y académico en negro sobre blanco… Incluso los reportajes de vídeo poseen una cualidad fría e impersonal que evita que el espectador comprenda lo horrible que es en realidad.

Esto no es más que el tamiz de la cordura, algo que permite que los que absorben la información separen los reportajes y las cifras de la cruda realidad. Ése es el motivo por el que los que comandan ejércitos pueden someter a sus tropas a atrocidades que ningún hombre en su sano juicio podría imaginarse si los mirara a los ojos. Lo cual es una de las razones por las que no lo hacen.

Pero cuando te enfrentas a la muerte, cuando te enfrentas al dilema de matar o morir, cambia todo.

Cae el filtro, y tienes que enfrentarte a la locura cara a cara.

EL MANIFIESTO DE LIBERTY

—Los llaman los zerg —dijo el alguacil Raynor, mientras se subía a su ciclodeslizador—. Los pequeños se llaman zerglinos. La culebra que nos cargamos es un hidralisco. Se supone que son algo más listos que los pequeños.

Mike sentía la boca como si se la hubiera enjuagado con agua del wáter, pese a lo que consiguió preguntar:

—¿Quién le ha puesto nombre a esas cosas? ¿Quién los llama zerg?

—Los marines. Se lo he oído decir a ellos.

—Me lo figuraba. ¿Mencionaron esos marines algo acerca de unos protoss?

—Pues sí —repuso Raynor, mientras aseguraba las correas del reportero—. Tienen unas naves muy brillantes y han volado Chau Sara. Según tengo entendido, puede que también se pasen por aquí. Por eso anda todo el mundo dándose con los pies en el culo buscando las salidas.

—¿Cree que son la misma cosa?

—No lo sé. ¿Y usted?

Mike se encogió de hombros.

—He visto sus naves sobre Chau Sara. Me sorprendería descubrir que estos… seres… estaban al volante. ¿Aliados, tal vez? ¿Esclavos?

—Es posible. Suena mejor que la otra alternativa.

—¿Qué es?

—Que sean enemigos —dijo el agente de la ley, al tiempo que encendía la planta principal del ciclodeslizador—. Eso sería mucho peor para cualquiera que se interpusiera entre ambos.

Dieron una última vuelta alrededor de la ciudad fantasma de Base Himno. Liberty grabó la devastación en su unidad de comunicación mientras Raynor lanzaba granadas de fragmentación contra las estructuras de madera. Dejaron tras ellos una columna de humo.

Raynor explicó que estaba trabajando de explorador para un grupo de refugiados. Miembros del gobierno local. Se encontraban a unos cuantos clicks de distancia, con un lugar llamado Estación Río Estancado como destino.

—Hay un campo de refugiados a unos tres clicks en esa dirección. —Mike señaló a sus espaldas—. ¿No se dirigen ahí?

—Pues no. Informaron de disturbios en Río Estancado y fuimos a investigar.

—¿Su informe no menciona nada acerca de un campo de refugiados?

—Pues no. Por cierto que parece que la Confederación quisiera que la mayoría de la población del planeta ande por ahí corriendo sin rumbo igual que pollos sin cabeza.

—Eso mismo me dijo alguien antes de que viniéramos aquí.

—Quienquiera que fuese —dijo Raynor, aprobatorio—, tenía dos dedos de frente.

Sobrevolaron el abrupto terreno sin percances. Raynor sólo variaba el rumbo para eludir los obstáculos de mayor tamaño. El ciclodeslizador Buitre era una moto de morro largo dotada de tecnología planeadora gravitacional limitada que la mantenía a treinta centímetros del suelo. El ordenador de a bordo y los sensores del morro mantenían una velocidad constante, ignorando los pedruscos de menor tamaño y los arbustos.

Sujeto a la parte trasera, Mike pensó: «Tengo que pillarme una de éstas… y una armadura de batalla decente». Volvió a acordarse de la teniente Swallow y se preguntó cómo le habría ido si hubiese llevado encima su vaina aislante de neoacero.

Alcanzaron al grupo de refugiados de Raynor al cabo de una hora. El alguacil tenía razón: aquella era una reunión de miembros del gobierno local, convenientemente enviados a ninguna parte por orden de los marines. Podía imaginarse el deleite del coronel Duke al retransmitir aquel comunicado en concreto. La comitiva se había detenido, y Raynor entabló conversación con uno de los guardias en la retaguardia.

—Tenemos delante algo con lo que no habíamos contado —dijo el soldado, uno de los miembros de las tropas coloniales vestido con armadura CMC-300—. Parece un viejo puesto de mando.

—¿Uno de los nuestros? —preguntó Raynor.

—Algo así. No aparece en ningún mapa de la zona. Enviamos al resto de la unidad de exploradores para comprobarlo.

Raynor se revolvió en su asiento.

—¿Quiere bajarse? —le preguntó a Mike.

—Del planeta, sí. Pero mientras tenga que quedarme aquí quiero echar un vistazo. Así es el trabajo. Gajes del oficio. —Pensó en Base Himno y en la poca confianza que le inspiraban de repente todos los edificios viejos.

Raynor gruñó su aquiescencia y propulsó la moto hacia delante. Coronaron una colina baja y encontraron el puesto de mando al otro lado.

Michael sabía lo que esperar de los puestos de mando. Estaban por todas partes, incluso en Tarsonis. Medias cúpulas llenas de sensores y ordenadores, poco más que pequeñas fábricas automatizadas que dirigían a los vehículos de la construcción que trabajaban en las minas locales, carentes en su mayoría de personal y defensas. A algún ingeniero avispado se le había ocurrido dotar a las estructuras de unos propulsores en la base para moverlas cuando hiciera falta pero, si alguna vez había que encenderlos, tenías que apagar todo lo demás.

Éste era, en fin, distinto. Parecía un poco abollado en un costado. No se apreciaba daño desde el exterior, sino que más bien se encogía desde dentro, igual que una manzana que se hubiera dejado al sol durante demasiado tiempo. Los laterales estaban recubiertos de zarzas y escaramujos. Las fuerzas coloniales, tropas locales de verde vestidas con raídas armaduras de combate, se aproximaban con precaución describiendo un semicírculo.

—Nunca había visto nada igual —dijo Raynor—. Toda esta maleza. Para ofrecer este aspecto, tendría que haber estado aquí antes de que se asentara la colonia.

Mike estudió el suelo alrededor de la base del puesto de mando.

—¡Mire eso!

—¿Qué?

—El suelo. Está cuajado de esa escalofriante cosa gris. La encontramos en Himno antes de que atacaran los zerg.

—¿Cree que existe alguna conexión?

—Y tanto, seguro que sí. —Mike asintió con la cabeza.

—No me diga más. —El alguacil encendió el micrófono de su moto—. Ese edificio está infestado de zerg, chicos. ¡Que se lo queden!

Mike mantenía abierta su grabadora.

—Dígales que estén atentos, parece que a los zerglinos les gustan las emboscadas.

No tuvo que vocear su advertencia. El suelo enfrente del puesto de mando se abrió y vomitó un puñado de las criaturas con piel de perro. Las fuerzas coloniales estaban preparadas y los achicharraron en cuanto aparecieron. Los zerglinos no tenían ninguna oportunidad y cayeron reducidos a cascarones pulposos tras las primeras andanadas. La milicia local, una vez contenida la amenaza inicial, disparó ráfagas incendiarias contra el propio puesto de mando. El edificio comenzó a arder.

Raynor permaneció en la moto, disparando granadas de fragmentación con una lanzadera achaparrada hasta que el tejado se hubo agrietado igual que una cáscara de huevo. Mike echó un buen vistazo adentro: toda la estructura no era más que un enramado de zarcillos pestilentes, un caos de naranjas, verdes y violetas. Sacos bituminosos de protoalgo pendían alineados a lo largo de una pared. Chillaron cuando les alcanzó el fuego.

—¿Lo has cogido todo? —preguntó Raynor mientras el tejado se derrumbaba, enterrando así las humeantes reliquias del edificio infestado.

—Y tanto. —Mike apagó su unidad de grabación—. Ahora me hace falta un sitio desde el que emitir el reportaje.

Raynor esbozó una sonrisa.

—Ya te lo he dicho, esta banda de refugiados está formada por gente del gobierno. Si alguien tiene un sistema de comunicaciones decente, son ellos.

El alguacil Raynor estaba en lo cierto. Los refugiados disponían de un enlace comunicador más que adecuado y, en circunstancias normales, habría supuesto una conexión perfecta. Mas, cuando se conectó, Mike supo con certeza que las partes del sistema estaban fallando a lo largo y ancho del planeta. Había agujeros obvios en la red, y un alto nivel de ruido de fondo. Al igual que las granjas, la red de comunicaciones estaba siendo ignorada a propósito, lo que tenía consecuencias inmediatas.

Elaboró la historia lo mejor que pudo, preguntándose cuánto recortarían los censores del ejército antes de dársela a la RNU, y cuánto cambiaría Handy Anderson. En cualquier caso, los espectadores tenían que saberlo, así como todos los escalones intermedios.

Resumió casi todo el material del campo de refugiados a modo de columna lateral, omitiendo el altercado entre Swallow y Kerrigan. Entró en detalles acerca de la situación de Base Himno y proporcionó imágenes del tiroteo en el puesto de mando. Concluyó con un apunte en el que mencionaba que dicho puesto de mando no aparecía en ningún mapa colonial, con la certeza de que la censura eliminaría esa línea o no eliminaría nada.

También estaba seguro de que dejarían correr las imágenes de las valientes fuerzas coloniales segando a los zerglinos. Las acciones triunfales como aquella siempre se llevaban bien con los censores militares.

Mientras el reportaje se filtraba por la memoria intermedia camino de la red general, Mike se sacudió el polvo naranja del abrigo. Luego fue en busca de Raynor a la tienda de oficiales. El hombre de cabello rubio arenoso le ofreció una taza de café. Receta militar tipo «B»: hiérvase hasta conseguir un grumo espeso y déjese enfriar. Era como beber asfalto blando.

—¿Ha enviado su informe? —preguntó el agente de la ley.

—Ajá —repuso Mike—. Incluso me he acordado de deletrear bien su nombre. —Esbozó una frágil sonrisa.

—¿Está bien? —inquirió Raynor. Sonó como «tabien».

Mike se encogió de hombros.

—Resistiré. Escribir me ayuda a sobrellevarlo.

—Ya ha visto muerte antes, ¿no es así?

Otro encogimiento de hombros.

—¿En Tarsonis? Claro. Algún que otro tiroteo. Suicidios. Ajustes entre bandas y accidentes de tráfico. Incluso algunas cosas que rivalizarían con aquellos cuerpos colgados en la taberna. —Inhaló hondo—. Pero tengo que admitir que nunca había visto nada como esto. Como lo que le hicieron a la teniente.

—Sí, es duro cuando has estado hablando con la víctima momentos antes de que ocurra —dijo Raynor, dando otro sorbo de asfalto—. Y cuando ocurre de repente. Y para que lo sepa, la respuesta es no, usted no tuvo la culpa.

—¿Cómo lo sabe? —De golpe, Mike se sintió irritado. Eso era exactamente lo que estaba pensando, que él era el responsable de la muerte de Swallow por haberla llevado a Himno.

—Lo sé porque soy alguacil. Aunque nunca haya visto nada parecido a lo de Base Himno, sí que me he visto en situaciones donde algunos viven y otros mueren. Los vivos sienten remordimientos por seguir con vida. Cuando todo termina.

Mike permaneció sentado por un momento.

—Así pues, ¿qué me recomienda, doctor Raynor?

Raynor se encogió de hombros.

—Siga así. Continúe con su vida. Haga lo que tenga que hacer. No se deje abrumar. Le han dado una tunda, pero está comenzando a librarse del aturdimiento.

Mike asintió con la cabeza.

—Sabe, hablando de continuar con mi vida, hay algo que pensaba hacer.

—¿Qué es…?

—Aprender a utilizar esa armadura de combate. Dejé escapar la oportunidad mientras volaba con la flota, y no he dejado de arrepentirme desde entonces. Me parece que es una habilidad necesaria para sobrevivir por estos lares.

—Sí que lo es. —Raynor miró al reportero por encima de su taza—. Va, creo que tenemos algún traje nivel doscientos de sobra. Además, vamos a acampar aquí hasta que sepamos algo de los marines. Podría aprovechar el tiempo para aprender.

Media hora después, Mike se encontraba fuera de la tienda de oficiales, con su nuevo traje. Había tardado diez minutos en encontrar el atuendo entre el resto de las pertenencias que se habían traído consigo los refugiados, y otros veinte en ponérselo como era debido. Sabía que Swallow había sido capaz de embutirse el traje en tres minutos, máximo. «Antes de aprender a caminar, hay que gatear», se dijo Mike.

El traje en sí era parecido a los trajes de combate propulsados que empleaba la tripulación del Norad II. Era invulnerable a las pequeñas armas de fuego, poseía un soporte de vida limitado (al contrario que los trajes completos para viajes espaciales de los marines) y se completaba con un escudo básico antinuclear, biológico y químico. Empero, era un modelo anterior al estándar de los marines, casi una antigualla. Al parecer, la ley local sólo recibía prendas usadas del gobierno de la Confederación.

El traje completo aumentaba la altura de Mike en treinta centímetros. Las botas, desproporcionadas, contenían sus propios ordenadores estabilizadores para mantenerlo erguido. También se le clavaba un poco en la entrepierna, hasta que Raynor le enseñó dónde se encontraba la palanca que levantaba los soportes de los pies. Podía sellarse, y era capaz de funcionar durante siete días alimentado por sus propios residuos reciclados. Mike podía pasar sin tantas emociones por el momento.

También los hombros eran desproporcionados, puesto que allí se almacenaban las recargas de munición y los circuitos sensores. La mochila era un aparato de aire acondicionado enorme que evitaba el sobrecalentamiento del cuerpo. Los modelos más avanzados incluían silenciadores para eliminar el sonido y la irradiación de calor, pero ése era un modelo antiguo, zurcido y remendado en numerosas ocasiones.

Algunas partes parecían algo tirantes, fijas a los brazos y piernas en anchas bandas. Otras parecían sueltas y abiertas.

—Las juntas prietas forman parte del sistema de salvamento —informó Raynor, mientras le colocaba los arreos—. Si recibes un fuerte impacto en el brazo o en la pierna, el traje se cierra a modo de torniquete. Se pierde una parte, pero sobrevive el todo.

—Parece que hay un hueco bajo los brazos.

—Sí, bueno, eso son extras de los marines. Ahí es donde deberían ir las ampollas de estimulantes. En las milicias coloniales no las utilizamos. Son demasiados los que se vuelven adictos a las drogas que llevan. —Cerró el último compartimento y dejó a Mike encerrado. El reportero se balanceó adelante y atrás, sintiéndose igual que una tortuga con zancos.

Raynor llevaba puesto su traje, igual de maltrecho y raído. El agente de la ley asintió tras su visor abierto y dijo:

—El traje detendrá a la mayoría de los lanzagranadas, aunque un buen cañón de agujas podría atravesarlo. Por ese motivo, casi todas las tropas de primera línea llevan Empaladores C-14, rifles gauss que disparan dardos de ocho milímetros.

—¿Ahora qué?

—Ahora, camina. —Varios soldados se habían reunido para observarlos. Comenzaba a formarse una pequeña multitud a la entrada de la tienda de oficiales. El agente de la ley asintió de nuevo—. Adelante.

Mike observó los indicadores que bordeaban su visor. Ya se había leído los manuales en una ocasión, a bordo de la nave, y sabía que las lucecitas querían decir que todo iba genial. Dio un paso adelante.

Esperaba que caminar fuese igual que sacar los pies del barro, dado que tenía que levantar el enorme peso de aquellas botas. En lugar de eso, el pie, ligado a sensores y respaldado por una tonelada de cables como tendones, se levantó casi hasta la cintura. En aquella postura, Mike perdió el equilibrio y se inclinó hacia atrás. Los servos chirriaron, se giró y cayó de lado con gran estrépito.

Raynor se cubrió el rostro con una mano, pretendiendo componer un gesto académico, aunque apenas logró ocultar la sonrisa que surgió bajo sus dedos. Mike vio que unos cuantos milicianos habían comenzado a cambiar el dinero de manos. «Estupendo, están haciendo apuestas». Los indicadores de su visor parpadearon con una luz amarilla de precaución. Los miró, consultó el manual en su memoria y decidió que querían decir «Oye, bobo, que te has caído».

—¿Nadie va a echarme una mano?

—Será mejor que lo hagas tú solo. —La voz de Raynor delataba una sonrisa.

«Genial», pensó Mike, al tiempo que giraba despacio hasta quedar boca abajo. Descubrió que podía impulsarse con una mano, pero mover las piernas desproporcionadas bajo él era una ardua tarea. Por fin consiguió empujarse hasta recuperar una posición casi vertical.

—Bien —celebró Raynor—. Ahora, camina. Adelante.

Mike intentó arrastrar los pies en esta ocasión y la armadura respondió, levantando una nube de polvo naranja. Avanzó así diez pasos, antes de girarse y arrastrar los pies otros diez. En la segunda vuelta se sintió lo bastante seguro para dar pasos de verdad y, cuando vio que no se caía, comenzó a moverse con normalidad. Las luces volvían a brillar de color verde, y se sintió aliviado al comprobar que no había dañado el traje. También se alegró por no haberse reído en voz alta delante de los nuevos reclutas durante los simulacros a bordo del Norad II.

Raynor se acercó a los milicianos y regresó con el rifle gauss. Se lo entregó a Mike, que cerró la mano blindada en torno a la mayor de las dos culatas. La de menor tamaño, la que empleaban los tiradores que no llevaban armadura, exigía que el soldado empleara ambas manos para calibrar el largo cañón. Con la armadura, Raynor podía empuñarla sin problemas.

—Dispare a aquel peñasco —dijo, esforzándose por no sonreír.

Al principio, Mike pensó que el talante risueño del alguacil se debía a su actuación pero, cuando apuntó con el arma, recapacitó. La tortuga con zancos iba a disparar un rifle.

—Un momento. ¿Qué tal se lleva este armatoste con el retroceso?

Raynor se volvió hacia los demás milicianos.

—¿Lo veis? ¡Os dije que era más listo de lo que parecía! —Algunos de los soldados coloniales echaron mano de sus carteras. Dirigiéndose a Mike, continuó—: Te preparas, separas las piernas. El traje conoce la maniobra. Compensa con el brazo del arma como referencia.

Mike se tornó hacia el peñasco, se preparó y disparó una ráfaga. Una andanada de dardos surgió de la boca del rifle y se incrustó en la roca. Las esquirlas de piedra volaron en todas direcciones, y Mike vio que había trazado una cicatriz blanca sobre la pétrea superficie.

—No está mal —celebró Raynor, ya sin ocultar una amplia sonrisa—. Esa piedra se lo pensará dos veces antes de atacar a la buena gente temerosa de Dios.

Mike se sintió como si le hubieran quitado un peso de encima. Swallow estaba muerta, y había extraños xenomorfos sueltos por una extensión de tierra salvaje llena de refugiados. Pero, al menos, estaba haciendo algo al respecto.

Por lo que a él atañía, acababa de dar un importante y blindado primer paso.

* * *

Se suponía que los evacuados de Raynor tenían que permanecer quietos hasta que los marines se pusieran en contacto con ellos. Mike supuso que podría quedarse con la tropa de Raynor durante un día, tal vez dos, antes de que los marines lo llevaran de regreso a la ciudad, o de que encontrara otro medio de transporte. Demonios, cuando la noticia de que los marines coloniales estaban enfrentándose a los zerg llegase a los noticiarios locales, quizá su grupo lograse avanzar puestos en la cola de evacuación.

No se preocupó por el reportaje hasta bien entrado el día siguiente, cuando llegaron los marines de verdad.

Bajaron aullando del cielo naranja igual que furias revestidas de acero. Las naves de salto confederadas se desplegaron por los puntos cardinales alrededor del campamento de refugiados, evitando la huida. En cuanto hubieron aterrizado, surgieron unos marines fuertemente acorazados con modernos trajes de combate completos, acompañados de murciélagos de fuego, tropas de élite armadas con lanzallamas de plasma. Un Goliath salió del vientre de una de las naves de salto y montó guardia en el extremo más alejado del campamento.

Los marines no tardaron en rodear el campamento y avanzaron hacia los refugiados. Cuando se encontraban con las tropas coloniales, los instaban a soltar las armas y a rendirse. Los coloniales, sorprendidos y desconcertados, obedecieron.

Mike, ahora vestido de civil y cubierto por su guardapolvo, corrió hacia la tienda de Raynor. Llegó en el momento que el alguacil discutía a voces con su monitor de vídeo.

—¿Se han vuelto locos? ¡Si no hubiéramos quemado aquella puñetera fábrica, habrían arrasado toda la colonia! A lo mejor si no se hubieran hecho los remolones en llegar hasta aquí…

—Vamos, hijo, la primera vez se lo he preguntado de buenos modos —intervino una voz familiar desde la pantalla que le heló el alma a Mike. No podía ver la cara, pero sabía que el coronel Duke se encontraba al otro lado de la conexión—. No he venido aquí para charlar con usted. ¡Ahora, rindan las armas!

Raynor masculló:

—Supongo que no sería un confederado si no supiese cómo tocar bien las pelotas. —Dicho lo cual, cerró la comunicación. Dirigiéndose a Mike, continuó—: Típica mentalidad confederada. Les hacemos el trabajo y se enojan por tener competidores.

Una pareja de marines equipados por completo apareció en el umbral.

—Alguacil James Raynor, traemos una orden de arresto por traición…

—Ya, ya —suspiró Raynor—. Vuestro coronel ya me ha enviado su carta de amor. —Colocó los antebrazos sobre la mesa. Desaparecieron cuando el marine los sujetó.

—También había un tal Michael Liberty, de la Red de Noticias Universal, presente en el momento del asalto al puesto de mando —dijo el marine, volviéndose hacia Mike.

—Verán, él… —comenzó Raynor.

—Se ha ido —concluyó Mike, al tiempo que exhibía sus tarjetas de identificación—. Me llamo Rourke. Prensa local. Mickey se dio el piro ayer después de rellenar su informe.

El marine pasó la tarjeta agenciada por un lector, soltó un gruñido. Mike rezó para que la precariedad de las comunicaciones globales evitara que apareciera la fotografía de Rourke.

—Señor Rourke, a partir de estos momentos se encuentra en una zona restringida. Tiene que irse de inmediato.

—¿Qué de…? —saltó Raynor.

Mike lo interrumpió.

—Desde luego, señor. Ya me voy.

El marine continuó:

—Debo recordarle que, bajo la ley marcial, cualquier informe que elabore de esta situación será revisado por censores del ejército. Cualquier escrito desleal será denunciado, y el escritor será castigado con todo el peso de la ley.

—Estoy de acuerdo, tío. Digo, señor.

—Oye, «Rourke», será mejor que te lleves mi moto. —Raynor le lanzó las llaves—. Me parece que no me va a hacer falta durante una temporada.

—Eso está hecho, alguacil.

El alguacil endureció la mirada.

—Y si te tropiezas con ese jeta de Liberty —dijo, con voz sepulcral—, dile que espero que haga algo por solucionar este jaleo. ¿Entendido?

—Alto y claro, tío. Alto y claro.

Pese a sus palabras, Mike no se permitió el lujo de relajarse hasta que se hubo alejado cinco clicks largos del campamento de refugiados. Cuando se iba, los hombres de Raynor estaban siendo apiñados en las naves de salto. Si Duke seguía el procedimiento militar estándar de la Confederación, se los llevarían a un satélite prisión en una órbita alejada.

Se consoló pensando que, al menos, en órbita tendrían alguna protección contra los zerg y los protoss.

El plan original de Mike consistía en regresar a la ciudad, coger una nave que lo sacara del planeta y dejar que Handy Anderson solventara los detalles de su estancia no autorizada cuando Mike hubiera regresado a Tarsonis. Pero la idea de permitir que Raynor se pudriera en alguna prisión de los marines le carcomía por dentro. El alguacil era uno de esos chicos buenos templados a la antigua usanza que parecían abundar aquí en los Mundos Limítrofes, y no era mal tipo. Y le había sacado las castañas del fuego en Himno.

Por un instante, el rostro de la teniente Swallow afloró en su recuerdo. Ella le había ayudado, y él le había fallado. Pese a lo que dijera Raynor, se sentía responsable. ¿Iba a fallarle también a Raynor?

—Qué mal suena eso de fallar —musitó, pero sabía que no podía dejar al agente de la ley a merced de Duke. Para cuando hubo alcanzado los límites de la ciudad, sabía que tenía que subirse al Norad II y hablar con el coronel a las claras.

«Demonios, a lo mejor nos ponen en celdas contiguas».

La ciudad ya había sido evacuada por completo, ni siquiera se mantenía el cordón en las entradas principales. Las calles se veían anormalmente vacías, ni siquiera se advertía la presencia de otras tropas confederadas. Mientras recorría las carreteras desiertas, Mike se preguntó qué habría sido de los periodistas agolpados en la cafetería de la sala de prensa. ¿Seguirían allí, o también a ellos los habrían evacuado para soltarlos en algún lugar de la pampa?

Se produjo un topetazo y el ciclodeslizador Buitre se balanceó. Al volver la vista atrás, reparó en otro Buitre que se le había echado encima sin hacer ruido para chocar con su parachoques trasero. Al otro lado de la ventana polarizada, Mike vio que la silueta del conductor se señalaba la oreja. El símbolo universal para «Pon la emisora, idiota».

Mike encendió la unidad de comunicación y el rostro de Sarah Kerrigan apareció en la pantalla.

—Sígueme —dijo la mujer.

—¿Qué quieres, matarme?

—Pregunta estúpida, teniendo en cuenta que ya estás muerto.

—¡¿Cómo?!

—Han emitido el reportaje hace una hora. Decía que unos terroristas con armaduras murciélago de fuego robadas habían volado un autobús lleno de periodistas. Identificaron a las víctimas gracias a sus tarjetas. Enhorabuena, tu esquela era la primera.

—Oh, Dios. —Mike sintió que se le revolvía el estómago. Rourke tenía su pase de prensa. Se le pasó por la cabeza la idea de que el escándalo de la construcción por fin había dado con él, pese a la distancia.

Kerrigan soltó la risa.

—En Tarsonis no hay ningún escándalo acerca de ayudas a la construcción, sabueso. Alguien de allí te quiere muerto. Eso ya lo sabes, Liberty.

A Mike le dio un vuelco el estómago.

—¿A qué te refieres?

Se produjo un chasquido de frustración en la línea.

—Me refiero a que tu reportaje de campo le ha echado la casa encima a las fuerzas locales. El hecho de que ellos se enfrenten a los zerg y los marines no es más que evidente, así que Duke ha arrestado a las tropas locales y las ha embarcado fuera del planeta. Quiere este sitio indefenso, ¿no resulta obvio? Si de verdad quieres ayudar a la población, sígueme.

Mike meneó la cabeza.

—¿Y si me niego?

—Te sacaré de la carretera a golpes y te llevaré a rastras —grajeó la conexión—. Vamos, que conduces igual que una vieja.

Dicho lo cual, Kerrigan propulsó su Buitre hacia delante y dio un brusco giro a la izquierda. Liberty la siguió, súbita y dolorosamente consciente de que se abría mucho en las curvas.

Se dirigieron a un distrito lleno de almacenes, algunos de ellos reducidos ahora a poco más que cascarones vacíos. El Buitre de Kerrigan se introdujo por la puerta abierta de uno de los edificios. Mike la imitó, y Kerrigan cerró la puerta tras él.

—Ese golpe que me diste fue muy peligroso —se quejó Mike, mientras bajaba del Buitre—. Te debes de creer que eres una conductora experta.

—Así es. También soy muy buena con los cuchillos. Y con las pistolas. ¿La has robado? —inquirió, mirando a la moto.

—Me la prestó un amigo.

—Tu amigo potrea bien sus posesiones. Estamos en lugar seguro. Sólo una cosa más y nos vamos.

Antes de que Mike pudiera reaccionar, Kerrigan le arrebató los pases de prensa. Con un sólo movimiento los arrojó al aire, desenfundó un láser de mano y frió las tarjetas en la cúspide de su parábola. Los restos fundidos aterrizaron con un chasquido húmedo sobre el suelo de cemento.

—Creemos que pueden localizar los pases de prensa. Eso explicaría por qué le ha ido tan mal al tío que llevaba los tuyos. No tardarán en descubrir que se han dejado a un periodista con vida y vendrán a por ti. Ahora, ven acá. Tengo que preparar el equipo.

Se dio la vuelta, dejando a Mike patidifuso. Comenzó a manipular algunos objetos en la parte trasera.

—Verás, ya sabes que ahora no puedes fiarte de las fuerzas de Duke, así que, ¿vas a escuchar mi versión, por lo menos? —Se inclinó para comprobar unos enchufes.

Mike reconoció el equipo.

—Eso es un proyector holográfico completo.

—A la última —dijo Kerrigan, con una sonrisa—. Mi comandante ha tenido la suerte de disponer de lo mejor.

—Lo mejor, y tanto, si puede permitirse sus propios telépatas.

Kerrigan se quedó helada durante una fracción de segundo, lo suficiente para provocar la sonrisa de Mike.

—Ya, bueno. No se me da bien ocultarlo, ¿verdad?

—Estaba dispuesto a pensar que eras una gran admiradora de mi trabajo pero, verás, eso de toparte conmigo nada más entrar en la ciudad, en fin, cuesta creerlo. Creía que sólo los soldados fantasmas de los marines confederados eran telépatas.

—Bueno, ya me dediqué a eso. Hasta que me aburrí y me fui.

—No me hace falta ser telépata para saber que ésa no es la versión completa. —Mike se encogió de hombros, en un gesto apaciguador—. No es un trabajo del que te puedas dar de baja. También creía que los telépatas llevaban encima inhibidores para que la gente normal estuviera segura.

—Al revés —dijo Kerrigan, con un dejo de amargura—. Los inhibidores evitan que vuestras repelentes ideas penetren en mi mente. Es duro saber que nadie de los que te rodean es de fiar. —Clavó sus ojos verdes como centellas en Mike—. El cuarto de baño está en la esquina de atrás.

«No, no tiene ventanas por las que escapar. No quiero pegarte un tiro en las rodillas para retenerte aquí, pero sabes que sería capaz».

—¿Por qué a mí? —musitó Mike mientras se encaminaba al aseo.

—Porque tú, idiota —voceó Kerrigan desde el otro lado de la estancia—, eres importante para nosotros. Ve, empólvate la nariz y vuelve.

Cuando Mike hubo regresado, ella había terminado la configuración del aparejo holográfico. Tenía una placa de proyección completa, pero podía guardarse en un par de maletas.

—No lo es, sabes.

—¿Para un reportero no sería una ventaja poder leer las mentes? —Mike empezaba a cogerle el tranquillo a conversar con una telépata.

—No. —Kerrigan meneó la cabeza—. Casi todo lo que capto está por encima de la superficie, e incluso eso suele ser bastante farragoso. Necesidades perentorias y toda esa porquería. Y secretos. Maldita sea, toda mi vida está llena de secretos. Te cansas enseguida.

—Lo siento —se disculpó Mike, sin saber si lo sentía de verdad o no.

—Sí, sí que lo sientes. Lo que pasa es que no sabes que lo sientes. Y no, no tengo tabaco. Vamos allá.

Pulsó un interruptor y habló en voz baja ante un micrófono. La placa inferior del transmisor holográfico emitió un débil ronroneo y un aura humanoide cobró forma a la luz. Parecía esculpida en la propia luz, era un hombre fornido, de hombros anchos, vestido con un uniforme cuasi militar. Su rostro presentaba cejas pobladas, una nariz muy marcada, un enorme bigote y prominente mentón. Tenía el cabello negro jaspeado de canas, aunque el negro seguía predominando sobre el gris.

Mike lo reconoció de inmediato, pues había visto aquel rostro en docenas de carteles de búsqueda repartidos por toda la Confederación.

—Señor Liberty, cuánto me alegro de que haya podido reunirse con nosotros —dijo la figura refulgente—. Me llamo Arcturus Mengsk, y soy el líder de los Hijos de Korhal. Me gustaría pedirle que se una a nosotros.